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Nota introductoria
Desde su fundación en 1540 tuvo la Compañía de Jesús como finalidad esencial “la defensa y dilatación de la santa fe católica”. Este objetivo de la naciente orden religiosa, según la mente de San Ignacio de Loyola, debía traducirse en el envío de operarios a aquellas partes del mundo donde aún no se hallaba establecida la Iglesia. Ignacio pensaba que era propio de todo jesuita estar preparado para acudir allá donde la Iglesia y el Vicario de Cristo lo estimasen conveniente.
Por ello la citada Fórmula del Instituto dice claramente: “iremos, sin tardanza, cuanto será de nuestra parte, a cualesquier provincias donde nos enviaren, sin repugnancia ni excusamos, ahora nos enviaren a los turcos, ahora a cualesquier otros infieles, aunque sean en las partes que llaman Indias, ahora a los herejes y cismáticos o a cualesquier católicos cristianos” (n. 3). Si bien la palabra «Indias» se refiere en el contexto a las Orientales, por el benévolo favor del monarca portugués, que alentó el viaje de Francisco Javier, no debe de ninguna manera excluirse las llamadas «Indias del Emperador» u Occidentales.
EL PRIMER ENVÍO
El proyecto de enviar jesuitas al Perú se remonta al año 1555, cuanto todavía San Ignacio era prepósito general de la Orden. Francisco de Borja desempeñaba, por nombramiento del propio Ignacio, el cargo de superior de los jesuitas de España con el título de Comisario, y estaba informado de las noticias del Perú, ya que era virrey de Cataluña. Así, cuando en 1555 fue designado virrey del Perú don Andrés Hurtado de Mendoza, escribió éste a Borja pidiéndole dos jesuitas para llevarlos consigo al Perú. La respuesta fue favorable.
El 23 de agosto avisa Francisco de Borja a Ignacio de Loyola, desde Simancas, que los dos sacerdotes designados, Gaspar de Acevedo y Marco Antonio Fontova, han partido para el Perú. “Los del Perú se partieron ya profesos, y van a muy buen tiempo, porque ya está apaciguada aquella tierra, y son castigados los que se levantaron en ella”. Alude evidentemente al final de las guerras civiles y de la rebelión de Hernández Girón.
Por su parte, San Ignacio escribe al cardenal inglés Reginald Pole: “A las Indias del Emperador pasan ahora algunos con este Virrey [Marqués de Cañete] que allá se envía. Dios Nuestro Señor se sirva de su ministerio para ayuda de las almas”. Pero en realidad Acevedo y Fontova ni siquiera llegaron a embarcarse.
¿Qué había ocurrido? Para responder a esta pregunta hay que recordar que, en los asuntos de la Iglesia española, intervenían las instancias del Estado en virtud del Real Patronato. En el caso de Acevedo y Fontova fue el Consejo de Indias el que se opuso. Destilan tristeza las palabras con que Borja da cuenta de ello al Fundador el 26 de febrero de 1556: “Y así quedó la ida, quia nondum venerat hora eorum”.
Vemos como el Regio Patronato Indiano, que prestó indudable ayuda a la obra evangelizadora, se volvía al mismo tiempo impulso y freno. Es lo que se ha llamado «anverso y reverso del Patronato». Las dos caras de la medalla podrían ilustrarse con numerosos ejemplos. Ahí están los rápidos avances de las órdenes religiosas hacia todos los rumbos de la América española, pero también las tribulaciones y amarguras que tuvieron que padecer, sin culpa, hombres de Iglesia generosos y sacrificados como Toribio de Mogrovejo, incomprendido y humillado por la autoridad virreinal, que llegó a decir del santo arzobispo con muy poco respeto: “Imagino que debió de nacer en Londres o en Constantinopla”.
Queda acreditado por varias cartas el interés de Francisco de Borja por que la Compañía de Jesús pasase a Iberoamérica a evangelizar estas tierras. No lo pudo llevar a la práctica como Comisario de los jesuitas españoles, pero sí lo ejecutó al ser nombrado prepósito general de la Compañía en 1565. Hubo que vencer las resistencias del Consejo de Indias, que se opuso (por lo menos durante un tiempo) a que viniesen a América nuevas órdenes religiosas.
Había tres: dominicos, franciscanos y mercedarios, y bastaban. Incluso algunos religiosos compartían esa idea limitativa. Fray Vicente Valverde, obispo dominico del Cuzco, escribe al Rey en 1539 (cuando aún no estaba aprobada la Compañía: “de estas dos órdenes [franciscanos y dominicos] me parece que V. M. debía poblar esta tierra, y prohibir que no hubiese acá otras, porque allende de no hacer fruto en la tierra ninguno, no entienden sino en sus propios intereses y granjerías como seglares, y dan mal ejemplo, y los indios se escandalizan de ver tanta diversidad...”.
Las cosas cambian después de la elección de Borja como General. Como sostiene el padre Francisco Mateos S. J., “las numerosas peticiones de jesuitas, que de diversas partes de América venían a España, fueron poco a poco acostumbrando a los señores del Consejo de Indias a la idea de dejar paso franco a la joven Orden, que tan bien se estaba acreditando en sus misiones de Oriente” . Por fin hay una Real Cédula de Felipe II a Francisco de Borja, del 3 de marzo de 1566, en que el monarca expresa su voluntad de enviar jesuitas a Hispanoamérica. Llega a fijar el número: 24. El Rey se ofrecía a costear los gastos que fueren necesarios.
Se determinó Borja a crear la provincia del Perú, de enorme extensión geográfica, pues abarcaba por lo pronto todo el territorio al sur de la Nueva España [toda Suramérica]. La nueva provincia se iniciaría, en cuanto al personal, no con veinticuatro sino con ocho miembros (dos por cada provincia española: Castilla, Toledo, Andalucía y Aragón). A finales de enero de 1567 se halla el padre Jerónimo Ruiz del Portillo, nombrado jefe de la expedición, preparando el viaje a ultramar. Es interesante leer algunas frases de la Instrucción que Borja le envía en el mes de marzo, pues en ella se refleja la prudencia del Santo y el deseo de que la conversión de los naturales no se haga apresuradamente.
“Instrucción, de Indias [...] Dondequiera que los nuestros fueren, sea su primer cuidado de los ya hechos cristianos, usando diligencia en conservarlos y ayudarlos en sus ánimas, y después atenderán a la conversión de los demás que no son bautizados, procediendo con prudencia, y no abrazando más de lo que pueden apretar; y así no tengan por cosa expediente discurrir de una en otras partes para convertir gentes, con las cuales después no pueden tener cuenta; antes vayan ganando poco a poco, y fortificando lo ganado; que la intención de S. S. como a nosotros lo ha dicho, es que no se bauticen más de los que se puede sostener en la fe” .
El criterio de Borja difiere del de antiguos misioneros, imbuidos tal vez de las ideas milenaristas de Joaquín de Fiore, que en la región del Caribe y Centroamérica, creyendo inminente el fin del mundo, practicaban de prisa bautizos masivos. Felipe II proveyó a los expedicionarios jesuitas de cuanto necesitaban para la travesía. Los gastos del viaje de Sanlúcar de Barrameda a Cartagena de Indias ascendían aproximadamente a 300 mil maravedíes (unos 800 ducados). De las arcas reales recibieron además los padres dinero suficiente (200 ducados) para adquirir libros.
LLEGADA AL PERU
Luego de una larga espera, los ocho jesuitas (Portillo, López, Álvarez, Fuentes, Bracamonte, Medina, García y Llobet) partieron de Sanlúcar el 12 de noviembre de 1567. El viaje, largo y pesado como solían serlo los de esos tiempos, cobró penoso tributo. Hubo que lamentar el fallecimiento del padre Antonio Álvarez, ocurrido en Panamá, «sepulcro de los navegantes», a causa del temple malsano de los trópicos. El 28 de marzo de 1568 arribaron al Callao y el 1° de abril hicieron su entrada en la Ciudad de los Reyes. Habían tardado cinco meses desde su salida de España.
Para apreciar la importancia de la labor evangelizadora, tomemos como muestra la época en que el padre José de Acosta desempeñó el cargo de provincial. En la congregación provincial de enero de 1576, afirma Acosta (quien la presidió), que el fin principal de la Compañía en las Indias occidentales era procurar la salvación de los indios que yacen en extrema necesidad. “Esta afirmación es tan evidente que basta pasar la vista por los documentos contemporáneos para quedar plenamente convencido y profundamente impresionado. En las actas latinas... recurre varias veces, pero sobre todo en la correspondencia de los Generales es un tópico axiomático que no se cansan de repetir” .
ENTRE LOS NATIVOS DEL MUNDO ANDINO
En 1578, al contestar el General Mercurian a la petición de los padres del Perú de dedicar varios de los hombres más ilustres a la conversión de los naturales, no sólo aprueba la solicitud, sino que desea que todos lo hagan, porque el ministerio de indios es la razón principal de la misión. Lo mismo ocurre en el generalato de Claudio Aquaviva.
Las instrucciones de los superiores encarecen el aprendizaje de las lenguas vernáculas. A comienzos del siglo XVII el ochenta por ciento de los sacerdotes de la Compañía habían estudiado las lenguas quechua y aymara. En el Cuzco, de doce sacerdotes, nueve se empleaban en el ministerio con los indios. Con razón se dispuso que el estudio de las lenguas fuese condición imprescindible para poder trabajar en el mundo andino. Aquaviva llega a ordenar que aun los superiores dediquen tiempos del día a estudiar la lengua indígena de su región.
Entre los lingüistas notables con que contó la provincia peruana debemos recordar a Alonso Barzana, cuya historia como misionero es particularmente significativa. La historia del padre Barzana se extiende a lo largo de 70 años, primero en España luego en los amplios territorios que cubría entonces el Virreinato del Perú. El Padre Alfonso Barzana es uno de los pioneros, más egregios misioneros y reconocidos santos ya en vida, de los primeros jesuitas evangelizadores en Sudamérica.
El padre Alonso de Barzana, nació en Belinchón (Cuenca), España, en 1528. Estudia en Baeza en la recién fundada Universidad que estuvo muy unida a la actividad ministerial de San Juan de Ávila y a la formación de generaciones sacerdotales por él llevada a cabo. El Maestro Ávila mantuvo una notable relación con varios santos del momento y con San Ignacio de Loyola y otros grandes miembros de la Compañía, entre otros con el mismo San Francisco de Borja. El P. Barzana es parte de aquel nutrido grupo de eclesiásticos formados por el Maestro Ávila y que serán un núcleo importante en la reforma de la Iglesia en España así como de aquellos que llevarán al Concilio de Trento las ideas y proyectos de reforma del clero del Maestro Ávila y la formación sacerdotal con la institución de los seminarios.
Barzana, educado en este ambiente acabará entrando en la Compañía y él mismo atraerá a otros a hacer lo mismo. Se ordenó como Presbítero Diocesano en 1555, siendo enviado a predicar el Evangelio en los pueblos de Andalucía, siguiendo las pautas de su maestro San Juan de Ávila. Luego de diez años de ejercicio del ministerio presbiteral, ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús el 28 de agosto en 1565 en Sevilla. Reiteradamente escribió al General de la Compañía San Francisco de Borja pidiéndole ser enviado como misionero a América (a partir de 1566) algo que obtendrá en 1569.
El padre Barzana integró el segundo grupo de misioneros que, por mandato del entonces Superior General de la Compañía de Jesús Francisco de Borja, envió al Perú en 1569. En 1577 funda con otros jesuitas la doctrina de Juli, experiencia fundamental en la sucesiva fundación de las reducciones jesuíticas y de la historia de la evangelización de los pueblos amerindios de la Región.
Ya desde los comienzos de su misión evangelizadora el padre Barzana destaca en su aprendizaje de numerosas lenguas indígenas. Por ello muy pronto se le encomienda la predicación y confesión de los adultos en los pueblos indígenas, como los de Chucuito, Yunguyo, Copacabana y en otros pueblos indígenas de la Región. No sólo el padre Barzana comienza a escribir manuales de gramáticas, diccionarios, catecismos, sermonarios y confesionarios en las distintas lenguas aborígenes de los pueblos entre los que misionaba, y además enseñando estas lenguas indias a sus hermanos misioneros en Cusco y Puno.
Desde el Perú el padre Barzana recorre y evangeliza las tierras andinas de la actual Bolivia y penetra en los territorios de la actual Argentina, llamado por el Obispo de Tucumán, Fray Francisco de Vitoria (homónimo del teólogo de Salamanca), que solicitaba jesuitas para trabajar en su diócesis. En 1585 llegó a la provincia de Tucumán. Más tarde penetra en los territorios del actual Paraguay. Su trabajo se extendió hacia la Región de los Calchaquíes y el Gran Chaco.
En el norte argentino y en el Paraguay se le llegó a conocer como «el Padre Santo». Estando en Asunción del Paraguay escribió una carta al padre Provincial de la Provincia del Perú Juan Sebastián de la Parra, fechada el 8 de setiembre de 1594, donde da cuenta de todas las regiones por las que debió pasar y que hoy se encuentran en la actual República de Argentina: Santiago del Estero, Salta, Guairá, Tucumán, Rio de la Plata, Córdoba, Nueva Rioja, Jujuy, Las Juntas, Santa Fe, Concepción, Buenos Aires, Villa Rica del Espíritu, Santa Cruz de la Sierra, etc.
En dicha carta da cuenta del profundo interés acerca de la cultura y lenguas indígenas, por medio de las cuales realizó su gran labor evangelizadora en estos territorios. En estos recorridos apostólicos interminables y fatigosos fue consumando su salud física, sin mengua alguna de su celo apostólico y de su heroicidad en el ejercicio diario de las virtudes que adornaron a este apóstol, imitador de san Pablo y de su hermano jesuita san Francisco Javier, como algunos ya entonces indicaban. Debido a sus infatigables trabajos su salud se iba consumiendo. Por ello regresó a Cusco, al colegio de los Jesuitas, donde murió el 31 de diciembre 1597.
Entre otros eminentes figuras de jesuitas en Perú destacan en este tiempo los padres Bartolomé de Santiago, Blas Valera, Ludovico Bertonio, Diego de Torres Rubio, y Diego González Holguín. Este último preparó en 1608 un excelente diccionario quechua-castellano, que ha merecido el elogio unánime de los entendidos y ha sido reeditado hasta por dos veces por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos: en 1952 y en 1989.
Gracias al dominio de las lenguas, las misiones entre indios alcanzaron gran fruto. Como ejemplo están las reducciones de Juli, zona frígida habitada por aymaras, a casi cuatro mil metros de altura. Estas reducciones sirvieron de inspiración a las famosas del Paraguay, en cuya madura organización y defensa se distinguió el insigne jesuita limeño Antonio Ruiz de Montoya. (1583-1652)
Las frecuentes salidas hacia territorios de indígenas, en forma de misiones volantes, se hicieron teniendo como centros las residencias de Lima, Arequipa, Cuzco, Juli, Potosí, Quito, Panamá, Santa Cruz de la Sierra y Santiago del Estero. Hay una tendencia claramente expansiva entre 1586 y 1591. No hay duda de que en ello influyó el entusiasmo de los particulares y las exhortaciones de los superiores romanos y locales.
ARMANDO NIETO VÉLEZ, S.J
©Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 2 (1992)