APARECIDA. Cristología de la vida (IV)
Dimensión trinitaria: la vida como experiencia comunitaria.
En la segunda parte del tercer capítulo, el DCA, recuerda que, en el contexto de una cristología trinitaria, la experiencia de encuentro del discípulo misionero con la persona de Jesucristo, es la base sobre la que se construye la misión de la Iglesia Latinoamericana. Es necesario un sólido fundamento desde la Trinidad-amor, que contribuye a que los discípulos-misioneros puedan entrar en la dinámica de la donación sin reservas hacia los demás para entregarse con generosidad a la misma comunidad eclesial, que debe ser un modelo de la experiencia de amor trinitario, puesto que la Trinidad sólo puede ser concebida en comunión, como una dinámica de mutuas relaciones de verdad y de amor. Así como en ella hay unidad e igualdad, también los discípulos misioneros en la Iglesia están llamados a experimentar en sus vidas dicha unidad a su imagen puesto que a su semejanza han sido creados.
Queriendo mostrar cómo en el DCA se destaca cómo su fundamento cristológico es trinitario, tanto en la forma como se revela Dios al ser humano, en la vida y en las palabras de Jesús, como en la acción del Espíritu Santo, se deben señalar algunos aspectos fundamentales indicados. En primer lugar, Jesucristo, el Hijo, revela al Padre: el Dios del Reino, quien actúa construyendo e inaugurando el Reino de justicia, de paz y de bondad, para todos los seres humanos. El Hijo actúa inaugurando el designio de Dios que es vida, comunión, fraternidad y justicia. Esta práctica de Dios a través de Jesús, revela que la naturaleza de Dios es comunión, y no la soledad de una sola persona. Es un auténtico desbordamiento de vida para aquellos que la sienten más amenazada, como los enfermos, los excluidos y los pobres. Es una vida que se dona constantemente en favor de todos los seres humanos.
Jesús revela al Padre como un Dios de bondad infinita, misericordioso, solidario de todos los despreciados, que son los destinatarios de su mensaje. Este Padre se revela como infinito amor, ya que no espera que los seres humanos lo busquen, sino que él mismo va en búsqueda de ellos para amarlos, especialmente a los que se han alejado, a los extraviados, a los que están fuera del camino, o aquellos que no cuentan ante los ojos del mundo.
En su mensaje y sus acciones Jesús pone de manifiesto que está a favor de la vida; con ello, coloca en evidencia que Dios está incondicionalmente a favor de los seres humanos, y de modo especial, a favor de aquellos que sienten su vida amenazada por el egoísmo, por la envidia, el odio, la pobreza, la guerra, el hambre o el juicio de sus semejantes. Esta experiencia de Jesús tiene sus raíces en su personal relación con el Padre a quien llama «Abba», el mismo Hijo trasmite la vida del Padre: ella se constituye tanto en la finalidad de la obra creadora como de la acción salvífica de Dios en favor del hombre.
El Espíritu Santo en la historia de salvación revela al Hijo y al Padre, mediante la permanente renovación de los dones que concede a los discípulos y seguidores del mensaje evangélico. El Espíritu Santo también concede frutos de vida: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza (Gá 5:22-23). Él, es el guía fundamental que va delante de la Iglesia, mostrando el camino, removiendo obstáculos, abriendo el entendimiento y haciendo todas las cosas claras y evidentes. Una parte crucial de la verdad que el Espíritu Santo revela, es que Jesús es quién Él dijo ser (Jn 15:26; 1 Co 12:3). El Espíritu da testimonio de la deidad y procedencia de Cristo, su encarnación, su identidad como el Mesías, sus sufrimientos y muerte, su resurrección y ascensión. Él da gloria a Jesucristo en todas las cosas, dando a conocer su nombre (Jn 16, 14).
La Iglesia en su misión entre los pueblos, y por lo tanto en América Latina, al experimentar a un Dios trino, lo ve como modelo y propuesta hacia el proyecto de crear comunidad y salvación para su propia experiencia de vida, porque la misma comunidad trinitaria es vida que invita a la unidad, a la solidaridad y a la dignificación del ser humano en el encuentro con el otro. El DCA, al hacer mención en múltiples ocasiones a la Trinidad, como ejemplo de “amor fecundo”, como experiencia de “unidad y comunión inseparable”, invita a la Iglesia a vivir en una comunidad de iguales en la diferencia, especialmente en una sociedad signada por el machismo, la exclusión de las minorías y la falta de reivindicación, en muchos sectores, del papel de la mujer en las comunidades indígenas, afroamericanas y campesinas .
Se trata de una experiencia de vida que no admite las exclusiones raciales, sociales y económicas, sino que, desde la vivencia del amor en Jesucristo, acoge a todos en actitud de servicio y solidaridad.
En cuanto a la dimensión comunitaria de la trinidad, recuerda el DCA que es intrínseca al misterio y a la realidad de la Iglesia, que “debe reflejar a la Santísima Trinidad” . La misma vida trinitaria es quien impulsa el ardor misionero, pues se comunica de manera permanente a los discípulos misioneros, y les compromete a vivir coherentemente el seguimiento de Jesucristo, a través de la comunión con la misma Iglesia: “Todos los bautizados de América Latina y El Caribe, a través del sacerdocio común del pueblo de Dios, estamos llamados a vivir y trasmitir la comunión con la Trinidad, pues la evangelización es un llamado a la participación de la comunión trinitaria” .
Por otra parte, conociendo los signos de muerte que amenazan constantemente la vida de los pueblos latinoamericanos, el DCA en relación con la dimensión trinitaria recuerda cómo en la radicalidad del amor divino, “único capaz de construir una cultura de la vida”, la Trinidad tiene una capital importancia para reflexionar sobre la armonía, la paz social, la justicia y la solidaridad: “En el Dios Trinidad, la diversidad de Personas no genera violencia y conflicto, sino que es la misma fuente de amor y de la vida”.
Al hacer mención al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como las Personas eternas que coexisten en perfecta armonía como un dinamismo de vida y de amor, unidas de tal manera que se constituyen a sí mismas en una unión integradora, plena y completa, se manifiesta la necesidad de asimilar esta misma experiencia en la vida de la Iglesia latinoamericana y caribeña que recibe la vida misma como “regalo gratuito de Dios, don y tarea”, la cual llega a su plenitud desde la comunión con el misterio trinitario.
Recuperar el valor del Dios Trinitario en la vida de los discípulos misioneros es uno de los retos del DCA, a partir de su lugar propio: la historia de la salvación en Latinoamérica y el Caribe, donde se despliega la revelación de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Desde esta visión de una “cristología de la Vida”, la vida plena es vista como una vida trinitaria, la cual se hace realidad a través de la misma vida eclesial, en donde se posibilita el encuentro de los discípulos misioneros con su maestro Jesucristo. Al ser la vida en Dios trino, una vida radicada en la unión y la solidaridad fraterna, se traduce eficazmente en acciones que se encaminan hacia el desarrollo de la vida divina, que transmite el carácter amoroso de la opción de Dios por el hombre, tanto a nivel personal como social.
Dimensión eclesial: la Iglesia como comunidad de vida nueva
Como se mencionaba, la Iglesia debe reflejar el misterio trinitario, especialmente desde su vida comunitaria, la cual debe testimoniar la fuerza de la entrega y la fidelidad al mensaje de Jesucristo, en el contexto de un continente y una región caracterizados por grandes retos sociales, económicos, políticos y culturales. Como lugar privilegiado de encuentro y experiencia concreta de Jesucristo, el DCA, menciona a las parroquias las cuales son “células vivas de la Iglesia”, donde los discípulos misioneros tienen la oportunidad de formarse y crecer en la vida comunitaria.
La misma vida de la Iglesia como comunidad evangelizadora, debe responder a las necesidades y situaciones de la vida cristiana actual: la pobreza creciente, el deterioro ecológico, sobre todo en las grandes ciudades, así como la violencia y el narcotráfico, la alta tasa de desempleo, el egoísmo, la apatía, la falta de compromiso, la intolerancia e indiferencia ante el dolor ajeno.
Estos signos de muerte son retos ante los cuales la Iglesia latinoamericana y caribeña debe asumir nuevas perspectivas de compromiso desde la aceptación del discipulado misionero, desde la renovación profunda de las prácticas pastorales y la predicación misma del Evangelio; compromiso que adquiere especial importancia cuando la misma Iglesia anuncia la vida y a la vez denuncia las situaciones que van en contra de la misma.
Un ejemplo de ello es el llamado que, en momentos particularmente dramáticos, hacía la Iglesia colombiana a los sectores de poder en Colombia: “La Conferencia Episcopal Colombiana, llamó la atención sobre los vacíos de la política social, la incoherencia en las estadísticas oficiales sobre desempleo y sobre los riesgos de la seguridad alimentaria. En un agudo examen analizó el elevado gasto militar y lo contrastó con la ineficiente destinación de recursos a programas de asistencia para estratos bajos”.
Se trata, en el caso de la Iglesia latinoamericana, de una comunidad eclesial que continúa ejerciendo su tarea de pastoral profética, discerniendo dónde está el camino de la verdad y de la vida, denunciando las incoherencias y pecados que atentan contra la vida misma, levantando su voz en los espacios sociales, políticos y culturales y, especialmente, a favor de los excluidos de la sociedad.
Como comunidad de vida nueva, la misma Iglesia se hace presente, cercana a las personas, abriendo los brazos a los más necesitados e invitando a combatir los males que dañan o destruyen la vida, como el aborto, las guerras, el secuestro, la violencia armada, la corrupción, el terrorismo, la explotación sexual y el narcotráfico. La misma vocación de defensora de la verdad y del inviolable y sagrado derecho a la vida y la dignidad de la persona humana, hacen que la Iglesia aún sea signo visible del amor de Dios, en este Continente.
Esta vocación a vivir con decisión y valentía el llamado a ser discípulos misioneros en el corazón de la Iglesia, exige una determinación clara por Jesucristo y su Evangelio, coherencia entre fe y vida, encarnación de los valores del Reino, inserción en la comunidad humana que se debate entre signos de contradicción y ambivalencia, en un mundo que promueve el consumismo y desfigura los valores que dignifican al ser humano.
Ante los signos de muerte que se cierran al Dios de la vida, la Iglesia en Latinoamérica y el Caribe, se muestra como una comunidad de amor, no «del» mundo sino «en el» mundo y «para» el mundo. Ante el clamor de la vida amenazada, ante las copiosas situaciones de injusticia y de sufrimiento de los más débiles y pobres, el DCA, haciendo uso de su profetismo pastoral, dice con vehemencia: “La Iglesia necesita una fuerte conmoción que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y la tibieza, al margen del sufrimiento de los pobres del continente. Necesitamos que cada comunidad cristiana se convierta en un poderoso centro de irradiación de la vida en Cristo” .
Como signos de esta vida en Cristo y de renovación eclesial, el DCA, coloca el caso de las llamadas «Comunidades Eclesiales de Base» (CEBs). El DCA menciona el reconocimiento que los obispos latinoamericanos, tienen por las CEBs, que se han constituido en espacios de la vivencia comunitaria de la fe, precisamente en el marco de una sociedad consumista actual, fundada en la competencia despiadada.
De igual manera, el DCA habla con esperanza de los nuevos movimientos y comunidades de vida cristiana que han surgido en los últimos años en la Iglesia en general, ya que se constituyen en un espacio “Para que muchas personas alejadas puedan tener una experiencia de encuentro vital con Jesucristo y así recuperar su identidad bautismal y su activa participación en la vida de la Iglesia”.
Este encuentro vital con Jesucristo experimentado en el seno de la vida eclesial, debe reflejar una profunda transformación de todos los discípulos misioneros, llamados por su vocación a la vida, a la comunión y al ejercicio de la caridad fraterna. Las comunidades eclesiales están llamadas a experimentar los “ríos de agua viva” (Jn 7,37-39) de los que habla Jesús y que significan la fuente de una vida nueva que es la vida “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23), digna de los “verdaderos adoradores del Padre” (Jn 4,24).
Una Iglesia formadora de discípulos misioneros al servicio de la vida
La Iglesia como pedagoga y maestra está llamada a ser formadora de discípulos misioneros que estén al servicio de la vida y para la vida nueva en Jesucristo. El llamado que hace el DCA es justamente a la misión continental en Latinoamérica y el Caribe, misión que está dentro del contexto de la nueva evangelización. Para ello, los obispos, al término de la V Conferencia en Aparecida, lanzaron de manera oficial el domingo 17 de agosto del 2007 «La Gran Misión continental», acto de cierre del Tercer Congreso Latinoamericano Misionero (CAM), que reunió a más de tres mil misioneros y misioneras de todo el mundo.
Se trató de un llamado a todas las comunidades eclesiales para implicarse en la formación de discípulos misioneros: “Todos en la Iglesia, estamos llamados a ser discípulos y misioneros. Es necesario formarnos y formar a todo el pueblo de Dios para cumplir con responsabilidad y audacia esta tarea”. El cumplir con responsabilidad esta tarea hoy en América Latina, exige de la Iglesia una constante actitud de conversión y de integración de fuerzas, que haga visible el sentido solidario del mandamiento del amor que identifica a los discípulos de Jesucristo (Jn 13, 35). Esta vocación a ser discípulos misioneros parte del mismo llamado de Jesucristo: “Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado”.
El DCA expresa que la Iglesia se sigue manifestando como “Una madre que sale al encuentro, una casa acogedora, una escuela permanente de comunión misionera”; recuerda la vocación misionera de la Iglesia Universal, expresada en el Concilio Vaticano II y que se transforma en derecho-deber permanente de todos los bautizados: “La Iglesia tiene el deber, a la par que el derecho sagrado de evangelizar, y, por tanto, la actividad misional conserva íntegra, hoy como siempre, su eficacia y su necesidad”.
Esta actividad misionera de la Iglesia en Latinoamérica, se hace presente hoy en las múltiples experiencias de sus comunidades de vida cristiana, en el fortalecimiento de la pastoral parroquial y en la constante búsqueda de nuevas formas de servicio y de compromiso con la vida misma. La encíclica «Redemptoris Missio» inserta el discurso de la misión en la propuesta de Jesucristo, que se constituye en radical novedad de vida para sus seguidores: vida que es don de Dios y tarea humana, que se transforma en motor para la experiencia del amor y la vocación integral del ser humano a la participación en la vida trinitaria.
“La urgencia de la actividad misionera brota de la «radical novedad de vida», traída por Cristo y vivida por sus discípulos. Esta nueva vida es un don de Dios, y al hombre se le pide que lo acoja y desarrolle, si quiere realizarse según su vocación integral, en conformidad con Cristo. El Nuevo Testamento es un himno a la vida nueva para quien cree en Cristo y vive en su Iglesia. La salvación en Cristo, atestiguada y anunciada por la Iglesia, es auto comunicación de Dios”.
La «radical novedad de vida», que es Jesucristo, se constituye en el centro de la misma vida y actividad de la Iglesia. A su vez, esta auto comunicación de la vida de Dios mismo, a través de Jesucristo, se transforma en una invitación a vivir en actitud de servicio, en constante conversión y apertura hacia los demás. La fidelidad al mensaje de Jesucristo, es la que lleva al discípulo misionero a combatir los males que atentan contra la vida misma, y le concede fuerzas para dar testimonio de la vida nueva en Él, la cual implica una transformación radical desde la dinámica del mensaje evangélico y desde los desafíos que le plantean al cristiano las problemáticas de la sociedad actual en América Latina: la violencia, la pobreza, el secuestro, el terrorismo, el aborto, la explotación sexual y el narcotráfico, entre otros.
La Iglesia latinoamericana tiene la urgente tarea en el momento presente de formar auténticos discípulos misioneros que anuncien con su propia vida, la plenitud del mensaje cristiano. Esta tarea es inaplazable ya que se constituye en su misión principal y en una de las llaves maestras para abrir el corazón del hombre, al llamado que le hace Dios a la vida plena: “Aquí está el reto fundamental que afrontamos: mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos y misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen por doquier, con desborde de gratitud y alegría el don del encuentro con Jesucristo”.
La Iglesia en Latinoamérica y el Caribe está llamada a expresar su fe unida en Cristo de manera clara y su compromiso con la vida. Ella, continuando las enseñanzas del Concilio Vaticano II, muestra a Jesucristo como «la luz de las gentes», y «anunciando el Evangelio a todas las criaturas». El DCA, consciente de la necesidad de ofrecer una propuesta integral, en el contexto de las anteriores Conferencias Episcopales, y respondiendo a las necesidades de la compleja realidad latinoamericana, afirma: “La Iglesia de Dios en América Latina y el Caribe, es sacramento de comunión de sus pueblos. Es morada de sus pueblos; es casa de los pobres de Dios. Convoca y congrega a todos en su misterio de comunión, sin discriminaciones ni exclusiones por motivos de sexo, raza, condición social y pertenencia nacional”.
Es así como la Iglesia hace presente a Jesucristo vivo en los contextos concretos latinoamericanos y caribeños, constituyéndose en espacio de comunión y corresponsabilidad con el Señor y con los hermanos. La Iglesia en América Latina, al contemplar los “rostros sufrientes de los pobres”, tomará con plena responsabilidad su misión de hacer presente en ellos a Jesucristo, la vida nueva, mediante acciones pastorales concretas y a través de opciones que vayan en pro de la «defensa de la vida».
Dimensión escatológica y soteriológica: De una vida amenazada a una vida plena en Jesucristo
En los escritos bíblicos, el término «vida» es sinónimo de salvación: en el Antiguo Testamento hablar del «Dios de la salvación» es lo mismo que hablar del «Dios de la vida» (Sal 42, 9.12). Se trata de una salvación «escatologizada». Esto significa la convergencia total de los conceptos bíblicos de salvación y de vida, al hablar de una, necesariamente, se remite a la otra. Así mismo, en el acto sublime de vivir, no solamente estaba implicado el «existir» en el sentido biológico, sino también el tener una plenitud de existencia, según la cosmovisión bíblica, la cual comprende la paz (Is 65, 20-21) y la prosperidad (Gn 1,28; 2Sm 7,29).
Hablando del Nuevo Testamento, la vida está decididamente puesta en el tiempo presente: aquel que cree en el Hijo tiene la vida eterna (Jn 3,15. 16.36), y pasa de la muerte a la vida misma: el contenido de la promesa que se cumple en el tiempo presente es la misma vida de Jesús: en Él, la vida eterna es más bien la participación de la vida misma de Dios, experimentada de modo original y esencial (Jn 5,26); y por ello, al vivir unido con el Padre, Jesucristo se transforma en la fuente de la vida para todos aquellos que creen en Él (Jn 17,2).
Desde esta perspectiva se puede decir que la escatología entra en relación con la cristología de acuerdo a la soteriología, dando cuenta de esta forma de la salvación plena del ser humano, gracias a la obra redentora de Jesucristo. Al referirse a Él como acontecimiento de vida resucitada que genera un dinamismo capaz de trascender los signos de muerte, se convierte en la experiencia de comunión más profunda que pueda existir entre Dios y el ser humano.
Al constituirse como el acontecimiento escatológico en sí mismo, Jesucristo es el máximo «éskaton» de salvación que Dios puede ofrecer al hombre latinoamericano y caribeño. Esta afirmación, traducida en términos espacio-temporales, significa que Jesucristo sigue siendo la experiencia máxima del amor de Dios y del amor al prójimo que puede alcanzar el cristiano.
Al experimentar el discípulo misionero el encuentro personal con Jesucristo, como comunión de vida plena, puede sentir la calidez y la fuerza del hombre perfecto, el «nuevo Adán» que ofrece al ser humano la posibilidad de llegar a la cima de sí mismo en armonía con Dios: todo fue creado por Él, todo tiene su consistencia en Él y todo llegará a su plenitud en Él. La humanidad de Jesucristo hace, entonces, al Hijo de Dios como único mediador entre Dios y los hombres, y también, como mediador de todas las cosas creadas. De esta manera, la salvación absoluta del ser humano está garantizada en Él y por Él. El DCA utiliza más de dieciocho apartados para referirse a la salvación en Jesucristo, recordando constantemente que mediante su vida, pasión, muerte y resurrección ha inaugurado el “Reino de vida del Padre”.
Este Reino, instaurado por Jesucristo mediante su obra salvífica, se transforma en el motor que impulsa la vida y la misión de la misma Iglesia; de esta manera, ya con una vida transformada por la acción del Espíritu Santo, la comunidad eclesial se convierte ella misma en signo de novedad y vida, en sacramento visible de la salvación de todos los hombres.
Al hacer referencia a la escatología y soteriología, se hace evidente lo que está ya implícito en la cristología: la vida nueva en el Hijo de Dios. Gracias a su resurrección, Jesucristo, se constituye en el único misterio escatológico que ha sucedido plenamente en la historia humana y, es por él, que el discípulo misionero, puede hablar de realidades últimas o escatológicas en el tiempo presente, a la vez que del acontecimiento salvífico que, en el caso concreto de Latinoamérica y el Caribe, toma el viraje de manera particular, hacia la palabra «liberación».
El DCA es enfático en decir que las condiciones de pobreza, de dolor, de miseria, de abandono y de exclusión, atentan en la sociedad latinoamericana contra este plan de salvación que exige la liberación integral del ser humano como proceso de humanización en Jesucristo: “Ante diversas situaciones que manifiestan la ruptura entre hermanos, nos apremia que la fe católica de nuestros pueblos latinoamericanos y caribeños se manifieste en una vida más digna para todos. El rico magisterio social de la Iglesia nos indica que no podemos concebir una oferta de vida en Cristo sin un dinamismo de liberación integral, de humanización, de reconciliación y de inserción social”.
De esta manera el DCA equipara la oferta de vida en Jesucristo con la liberación integral, que a su vez es sinónimo de plena humanización. Ante las mismas situaciones de muerte mencionadas, el llamado de la V Conferencia Episcopal de Aparecida se dirige hacia el compromiso con una vida más digna para todos. Esta preocupación constante del DCA por desarrollar estructuras más justas y fraternas en el contexto de un Continente que ha padecido diversidad de atentados contra la vida, es un grito de esperanza y un voto de confianza en la comunidad eclesial que está llamada a salvarse en la comunión fraterna y justa: “Porque Dios en Cristo no redime solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los seres humanos”.
Así se puede afirmar que la salvación plena, desde la cristología del DCA, apunta hacia una integración de la realidad personal del hombre que requiere liberarse de las esclavitudes del pecado, del egoísmo, la indiferencia y el odio. Estos «signos de muerte» tienen marcadas connotaciones sociales, y se encuentran en la raíz de muchos de los desequilibrios económicos, culturales y políticos que afectan a millones de personas en el panorama de América Latina.
La invitación es que el encuentro personal del discípulo misionero con Jesucristo vivo, transforme la misma vida de la Iglesia latinoamericana y caribeña, desde sus comunidades eclesiales, de tal manera que siendo fermento en la masa, con el testimonio de una vida creíble se desarrolle a plenitud la existencia humana, en los ámbitos culturales, sociales, familiares y políticos. Así la vida nueva que anuncian los discípulos misioneros no queda como mensaje vacío, sino que se constituye en una permanente invitación a vivirla desde Jesucristo.
A ejemplo de Pablo, la meta del seguidor de Jesucristo es hacer que Él sea el centro y el fundamento de su propia vida, la razón de ser y el sentido de su existencia, de tal manera que esta inhabitación del Hijo de Dios en el corazón del hombre de fe, le lleve incluso a expresar las mismas palabras del apóstol: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí.”.
Esta vida plena, que se experimenta como dice Pablo en la propia carne, en el momento presente es la salvación que se cumple en el espacio y el tiempo, merced a la mediación histórica de Jesucristo, transformándose en sus dimensiones escatológica y soteriológica, en la esperanza de aquellos que la han perdido, en la fe presente de aquellos que se debaten entre la duda y la incertidumbre; y en la vida misma para todos los seres humanos que, a lo largo y ancho de la geografía latinoamericana y caribeña, sienten que por acción de la pobreza, la violencia, el terrorismo, las fragmentaciones regionales, las malas administraciones políticas y la falta de oportunidades, sus vidas han sido amenazadas y temen por el futuro de la sociedad, de la familia y aún de la misma Iglesia, como comunidad de vida y amor.
Desde los planteamientos que hace Aparecida, la realidad del discípulo misionero es iluminada por una fe pascual, que se convierte en el signo más elocuente del amor recibido por el Padre en la persona de Jesucristo por la unción del Espíritu Santo. Escatológicamente, desde esta visión integral de la salvación, Jesucristo vivo en Latinoamérica y el Caribe, responde a las inquietudes más profundas del ser humano que camina hacia su plenitud: “Esa es la vida que Dios nos participa por su amor gratuito, porque es el amor que da la vida”.
En síntesis, al mencionar la dimensión soteriológica-escatológica que fundamenta una vida en Cristo, se puede decir que anclada la propuesta en la realidad de Jesucristo como Dios y Hombre que ha vencido la muerte desde su propia resurrección, sigue concibiendo que el futuro de salvación y liberación del ser humano en Latinoamérica y el Caribe, es Jesucristo resucitado, en quien el hombre puede esperar una solución única y definitiva para los problemas que agobian a la humanidad actual.
En Él y por Él, los latinoamericanos y caribeños pueden en medio de los fracasos y dificultades del mundo, esperar una salvación definitiva y un programa de vida digno de ser seguido, como garantía de vida eterna que se inicia en el tiempo presente, pero que tiene su plenitud más allá de las coordenadas espacio-temporales. En Jesucristo, los discípulos misioneros, siguen bebiendo de la fuente de vida eterna para comprometer toda la vida personal y comunitaria en una respuesta de fe cierta y un compromiso vivo, siempre abierto al futuro y siempre animado por el amor de Dios.
Este programa de vida implica para el discípulo misionero morir constantemente al hombre viejo: egoísmo, envidia, odio, idolatría y venganza, para que en él nazca el hombre nuevo, sinónimo de amor, justicia, solidaridad y compromiso fraterno. De esta manera, la vida del seguidor de Jesucristo adquiere un valor sobrenatural (Col 3,17; Jn 16, 23-24), cuyo punto de referencia último es su incorporación definitiva en Jesucristo mismo, quien es la vida eterna y en donde la plenitud de su propia vida no tiene límites.
En palabras de Gustavo Gutiérrez es un vivir de raíz el proyecto de amor a Dios y al prójimo que pone en marcha al hombre hacia la unidad con la vida misma: “Vivir las cosas en la raíz nos ayudará a percibir que la unidad de nuestra vida no se hace en una bella y equilibrada formulación de nociones, sino con una puesta en camino para obrar el amor de Dios y el amor al prójimo en un mismo gesto. Sólo eso nos conducirá a la vida” .
Este ir al encuentro con la vida misma, se traduce en el contexto latinoamericano y caribeño en la promoción integral del hombre, que desde la nueva vida en Jesucristo se puede ir transformando hasta hacerse sujeto de sí mismo, alcanzando llegar a la altura de su Maestro, que es camino, verdad y vida. En un significativo pasaje de su obra «Jesús de Nazaret», Benedicto XVI, retomando la imagen del Buen Pastor que guía al rebaño por los valles oscuros de la vida para llevarlo a prados de fresca hierba, dice lo siguiente: “Él es el Pastor que nos sigue por las zarzas y los desiertos de nuestra vida. Llevados en sus hombros llegamos a casa. Ha dado la vida por nosotros. Él mismo es la vida”.
En tal perspectiva se puede decir que sólo aquél que ha atravesado con éxito el valle de la muerte, puede guiar con acierto a sus discípulos hacia el camino de la vida, ya que es “El Buen Pastor que da la vida por sus ovejas” (Jn 10, 11-15), dándoles la vida plena que comparte en relación directa con Dios.
Sólo Jesucristo, quien se siente unido con el Padre y que es capaz de hablar y sanar en nombre de Él, puede con absoluta autoridad, mostrar el camino de retorno a la casa de Dios y restituir la vida plena a todos los seres humanos, que, entre signos de fragilidad y debilidad, aún esperan que su verdadera condición de Hijos de Dios sea restituida mediante la fuerza del amor y del perdón. Tal es la oferta que continúa haciendo la Iglesia, como comunidad de discípulos y misioneros, hoy en Latinoamérica y el Caribe.
Dimensión sacramental: Los sacramentos como celebración de la vida en Jesucristo
El DCA, menciona en más de veinticinco numerales la palabra «sacramento», ya sea para hablar de su relación con la vida de la Iglesia, de la vida en Dios, de la eucaristía como pan de vida eterna, del matrimonio como símbolo de la unión de Jesucristo con la Iglesia, de la reconciliación, del orden sacerdotal, de la misma Iglesia como signo e instrumento de la íntima unión con Dios, o como sacramento de amor, de reconciliación y de paz.
Siguiendo al Concilio Vaticano II que afirma que los sacramentos tienen la virtud de identificar a los creyentes con la vida nueva en Jesucristo por medio de la gracia que confieren, el DCA afirma la necesidad de ser transformados por la gracia de los sacramentos, que se ofrecen a los discípulos misioneros para “identificarse más con Cristo, Buen Pastor y misionero del Padre”.
Al hacer referencia al sacramento de la eucaristía, el DCA dice que es el lugar «privilegiado» del encuentro del discípulo misionero con Jesucristo. En estrecha conexión con la vida del discípulo misionero y con la capacidad de vivir acorde con el mensaje de su Maestro, el DCA dice sobre el sacramento eucarístico: “En cada eucaristía, los cristianos celebran y asumen el misterio pascual, participando en él. Por tanto, los fieles deben vivir su fe en la centralidad del misterio pascual de Cristo a través de la eucaristía, de modo que toda su vida sea cada vez más vida eucarística”.
Esta vida eucarística que actualiza el misterio pascual de Jesucristo, hace eco del Concilio Vaticano II cuando afirma que la misma es “la fuente y cima de toda la vida cristiana”, el alimento que impulsa a la Iglesia de Jesucristo a llevar a cabo su obra misionera, anunciando con coraje y con valentía aquello que ha vivido personalmente con su Maestro. Dicho misterio pascual, como realidad única, viva y actual de Jesucristo, hace directa mención al modo de estar presente el Hijo de Dios vivo en su Iglesia. La dimensión sacramental es entendida en el contexto del misterio pascual, como misterio escatológico, de presencia, aparición, comunicación y comunión personal y vital con Jesucristo. Él, es el misterio definitivo y esencial, que viene de una situación definitiva, escatológica y se ofrece como pan vivo, como banquete de reconciliación y como presencia real y total de Dios en la historia del hombre.
Sólo a partir de este encuentro pascual, a través de los sacramentos, se entrevé la posibilidad efectiva de experimentar la totalidad de su presencia. En el pan y el vino, de manera particular, el sacramento-sacrificio-banquete, alcanza la plenitud de la comunicación salvífica de Dios al hombre. Es siempre una presencia, pero a través del signo que se ofrece en el misterio pascual: el cuerpo y la sangre, desde su realidad resucitada.
En términos pastorales, el DCA llama la atención sobre la vida sacramental, especialmente la lejanía y poca práctica de muchos creyentes que en Latinoamérica y el Caribe, a pesar de considerarse católicos bautizados, no frecuentan regularmente los sacramentos, especialmente la eucaristía: “Son muchos los creyentes que no participan en la Eucaristía dominical, ni reciben con regularidad los sacramentos, ni se insertan activamente en la comunidad eclesial. Sin olvidar la importancia de la familia en la iniciación cristiana, este fenómeno nos interpela profundamente a imaginar y organizar nuevas formas de acercamiento a ellos para ayudarles a valorar el sentido de la vida sacramental”.
El llamado del DCA es a asumir el reto de crear nuevas maneras de acercamiento a los creyentes para que su vida sacramental adquiera un nuevo sentido, desde el encuentro con la persona de Jesucristo: los mismos misterios de su vida son los fundamentos de la vida sacramental de la Iglesia. La vida sacramental, bajo el misterio pascual de Jesucristo, adquiere una importancia enorme, ya que corresponde a las diferentes etapas de crecimiento en la vida cristiana del discípulo misionero; asumiendo plenamente el llamado del DCA, esta propuesta cristológica concede el debido valor a la vida sacramental tanto como signo exterior, gracia interior e institución divina que revitalizan la fe y la vida misma de los creyentes.
El catecismo de la Iglesia Católica, al hablar de la vida sacramental, hace énfasis en la fuerza de vida que brota de Jesucristo, y que actúa a través de los sacramentos para ayudar a los creyentes a crecer hasta llegar a la misma medida de Jesucristo, viviendo paso a paso el nacimiento a una vida nueva en Él y para Él: “Los sacramentos, como «fuerzas que brotan» del Cuerpo de Cristo (cf Lc 5,17; 6,19; 8,46) siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son «las obras maestras de Dios» en la nueva y eterna Alianza”. Al producir los sacramentos una transformación en el hombre mediante la fuerza renovadora en Jesucristo, dan la gracia necesaria para que el discípulo misionero, experimente los momentos claves de su existencia como una continua celebración de la misma vida en Dios.
Esta celebración de la vida, implica para la comunidad de discípulos misioneros un encuentro fructífero con Dios y con sus semejantes, a través de todas las acciones de la vida cotidiana: desde el compartir el pan y el vino, desde el gesto del perdón y la reconciliación con los enemigos, desde el lavado con el agua, la unción con el aceite, la imposición de las mismas manos para sanar o el compromiso nupcial entre el hombre y la mujer, el creyente desde su propia fe y desde la fe de la Iglesia, celebra sacramentalmente con Jesucristo la misma vida: Él personalmente sale al encuentro del ser humano, para vivificarlo, fortalecerlo en su propia existencia, transformándolo en signo visible de su amor en el mundo.
La dimensión sacramental de la vida, en el contexto de la Iglesia latinoamericana y caribeña y bajo el espíritu del DCA, posee otro aspecto que es de capital importancia y es la dimensión comunitaria de la misma: siempre que, en el nombre de Jesucristo la comunidad creyente celebra la presencia real y salvadora de Jesucristo en el bautismo, la eucaristía, la confirmación, la reconciliación, el matrimonio, el orden sacerdotal o la unción de los enfermos, manifiesta su fe como comunidad salvada por Dios, unida por los lazos de la fe, la esperanza y el amor.
Al hacerse visible la fuerza y la acción de Dios, por medio de la celebración comunitaria, los creyentes expresan públicamente su vida de fe, su pertenencia a la Iglesia católica y su deseo de adherirse al propio Jesucristo como discípulos y misioneros. Esta primacía de la dimensión comunitaria de los sacramentos la subrayó el Concilio Vaticano II: “Siempre que los ritos, cada cual, según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada” . La presencia real y activa de la comunidad en la celebración sacramental, privilegia el sentido fraterno y de unidad en la fe de la comunidad eclesial. Como Iglesia que se reúne para celebrar la misma vida en Jesucristo, los creyentes que a lo largo y ancho del continente latinoamericano luchan por superarse y por alcanzar un mejor presente y porvenir, celebran el encuentro con Jesucristo, Señor de la vida y de la historia: se trata de experimentar a través de la celebración sacramental la presencia vida y real del maestro, que acompaña a los creyentes, en su camino por la misma historia.
Advierte el DCA que se debe tomar mayor conciencia de los sacramentos como signos visibles del amor de Dios a través de Jesucristo, y bajo la acción santificadora del Espíritu Santo: la vida nueva en Jesucristo, es una oferta válida para todos los seres humanos que desean unas mejores condiciones en su dignidad humana; esto implica una nueva conciencia de la dignidad personal, familiar y social, la cual se consolida en proyectos comunes, en donde se respete la libertad del otro, los proyectos personales y grupales, sin exclusiones ni desigualdades a causa de la raza, la lengua o las mismas creencias políticas o religiosas.
De manera particular esto implica crear una nueva conciencia en el discípulo misionero de su misión en la Iglesia y la sociedad actual, desde la dimensión sacramental de la vida nueva en Jesucristo: se trata de crear una nueva conciencia desde el seguimiento como discípulos misioneros de Jesucristo, en donde se da espacio para crear nuevos estilos de vida desde el compromiso auténtico con la verdad, la libertad, la solidaridad y la justicia que propone el Evangelio.
Desde el acontecer extraordinario de la existencia humana en el continente latinoamericano, el discípulo misionero puede tener un especial forma de vivir y sentir a Jesucristo, que se hace presente en medio de una sociedad en donde impera una cierta cultura del irrespeto por la misma vida humana: desde la práctica del aborto hasta la muerte lenta y agobiante que causan las condiciones de vida infrahumana de millones de campesinos, indígenas y desplazados, tanto en el campo, como en los numerosos cinturones de miseria que rodean las grandes ciudades.
Se trata, en palabras del DCA, de resucitar la esperanza y la vida en medio de las condiciones difíciles y los problemas agudos que aquejan a la sociedad actual: “En el corazón y la vida de nuestros pueblos late un fuerte sentido de esperanza, no obstante, las condiciones de vida que parecen ofuscar toda esperanza. Ella se experimenta y alimenta en el presente, gracias a los dones y los signos de vida nueva que se comparte” .
Para ello se hace necesario vivir los valores de la esperanza, del amor y de la paz, los cuales hacen presente en la vida eclesial del Continente latinoamericano, el misterio del Dios encarnado. Son signos que ponen en contacto al discípulo misionero con la vida plena en Jesucristo, con su amor salvador por la humanidad y que demuestran que la salvación es algo presente, a través del amor de Dios que penetra en lo más profundo del corazón humano para unir a los seres humanos de este Continente con Él. El discípulo misionero que frecuenta los sacramento con fe, es una persona nueva en su ser, en su pensar y en su actuar, de tal manera que encuentra en la fuente de vida, que es Jesucristo, mayor sentido a su propia vida y a la vida comunitaria.