ABSOLUTISMO DE ESTADO E IGLESIA

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El concepto de Absolutismo de Estado

En la concepción del absolutismo estatal regalista no podía caber la autoridad universal del Papado; tampoco la separación de poderes espiritual y temporal en sus respectivos ámbitos autónomos y libres. En el caso del Papado entraba en discusión la autoridad espiritual universal del Papa que une disciplinariamente a Roma, el clero, y los fieles cristianos.

Escribe Luigi Stefanini: “Como la Reforma protestante había decididamente roto los vínculos con Roma a favor de la autonomía religiosa de cada uno de los Estados, así los monarcas católicos, aunque sin querer salir de la órbita de la fe romana, tienden a poner en práctica todas aquellas restricciones a la jurisdicción eclesiástica que pudiesen facilitar la ejecución de sus arbitrios soberanos”.

Basándose en el supuesto «derecho divino de los reyes», de origen anglicano, las reivindicaciones del poder real por encima de los derechos de la Iglesia en su mismo campo espiritual, difícilmente se podían contener dentro de los límites jurisdiccionales sin comprometer el campo dogmático doctrinal de la Iglesia, hiriendo así la sociedad eclesiástica en lo más vivo de su constitución eclesial y de sus tradiciones.

El absolutismo de Estado inauguró una política religiosa ambigua: la iniciativa soberana en la elección y en el nombramiento de los obispos y de otras autoridades religiosas, cargos eclesiásticos, y en el funcionamiento de las instituciones eclesiásticas tendía a desganchar de Roma al episcopado de cada Estado, polarizándolo alrededor del trono, e hiriendo así el sentido mismo de la comunión eclesial católica alrededor del sucesor de Pedro.

Se abría así paso a las diversas concepciones episcopalistas, que en esta época histórica encontrarán cauces en las teorías galicanas y febronianas. Como consecuencia, episcopado y clero de varias zonas fueron atraídos por el absolutismo monárquico, y con un tácito asentimiento contribuirán en la praxis al control de los absolutismos regios sobre todos los asuntos eclesiásticos. Se llega así al más puro regalismo cuyo ápice lo encontramos en los dos siglos que preceden a la Revolución francesa.

En esta perspectiva el principio luterano del «ius circa sacra» por parte del rey o poder del Estado, es sistematizado en la teoría según la cual el Estado frente a la Iglesia reivindica toda una serie de derechos, sintetizados en los llamados: «ius inspectionis» (control) en la administración eclesiástica; «ius cavendi» (provisión y cuidado) de las acciones eclesiásticas; «ius protectionis» (dirección) de la Iglesia; «ius reformandi» (reforma de la Iglesia). Y usa varios instrumentos jurídicos para actuar tal política como: el «regium placet» (el consentimiento real), el «exequatu»r (permiso para la ejecución de lo dispuesto por un determinado documento), la «appellatio ex abusu» (acoger la apelación por parte de un eclesiástico o fiel de un supuesto abuso de la autoridad eclesiástica), el «ius excludendi» (de los prelados, personas no gratas), y la «amortisatio» (apropiación de bienes eclesiásticos por motivos o de necesidad del Estado.

Basándose en estos principios, el Estado absoluto legisla sobre las órdenes religiosas, suprimiendo aquellas menos dóciles a sus intenciones, se apropia de los bienes eclesiásticos, intenta de inculcar su visión regalista en las universidades, colegios y seminarios. Estas posiciones serán literalmente aplicadas, con otros argumentos, por la Revolución francesa y los regímenes liberales, y luego por los totalitarios a lo largo de los siglos XIX y XX.

La ambigüedad de esta política religiosa se demuestra en el hecho que, por una parte se daba una decidida voluntad del soberano de no ceder alguna de sus prerrogativas estatales ante cualquier otra autoridad extraña al mismo, incluido el Papa; y por otra parte se servía de la religión para crecer en su prestigio, reafirmando la estrecha unión indisoluble entre «el trono y el altar», lo cual explica cómo a partir de la Revolución francesa las revoluciones arrastran conjuntamente a ambas instituciones, que consideran caras distintas de la misma moneda. La Iglesia frente al absolutismo del Estado

Ya en el concilio de Trento el papa había intentado resolver equitativamente la cuestión de la relación entre los poderes papales con los poderes de los obispos y de los príncipes: sin embargo, dada la fuerte reacción y el momento crítico, pensó que no era conveniente insistir sobre al asunto para no comprometer los otros resultados del concilio.

Frente al planteamiento absolutista de la política religiosa, el Papado, sin variar su doctrina tradicional sobre la autoridad legítima, reaccionó fuertemente contra todas las usurpaciones de los derechos eclesiásticos. Pero de hecho era el tiempo en que la voz de los Papas tenía un eco muy limitado, por lo que el Papado, que debía defenderse de las tendencias de autonomía episcopal acogidas en algunos países del mundo eclesial católico, logró muy poco ante la «razón de Estado» que se fue imponiendo en los distintos Estados, incluidos los católicos.

Se creó en Roma una comisión cardenalicia sobre la tutela de los derechos de la Iglesia, pero la táctica, impuesta por las circunstancias críticas, fue la de una obligada retirada de las posiciones extremistas: renuncia a los privilegios de los que había gozado en la sociedad medieval dada su posición eminente, pero sin claudicar en los puntos fundamentales sobre los cuales desde el punto de vista del derecho canónico y de la misma concepción doctrinal de la Iglesia no podía renunciar.

Los papas que se sucedieron en la cátedra de Pedro a lo largo de los siglos XVII y XVIII mostraron actitudes muy variadas antes estos problemas, aunque siguieron una línea común en lo esencial, pero fluctuante en las modalidades de sus relaciones con los Estados absolutistas. Así, por poner algunos ejemplos, Inocencio XI (1676-1689) supo resistir a la prepotencia del Rey Sol, Luís XIV, exponente máximo del absolutismo regio de la época; Benedicto XIV (1740-1758) intentó la vía de los concordatos con los Estados, un camino que podía facilitar un entendimiento en los tiempos cuando el regalismo absolutista gozaba de su máximo poderío; sin embargo el sistema concordatario entonces alcanzó escasos resultados, y sólo será retomado por Napoleón y a lo largo del siglo liberal hasta la Primera Guerra Mundial.

Hay diferencia entre el nuevo regalismo absolutista de los siglos XVII y XVIII y el regalismo precedente. Antes, algunos derechos en materia eclesiástica (por ejemplo, el nombramiento de los obispos) eran jurídicamente privilegios que el Papa «concedía» a los príncipes; ahora, al contrario, los príncipes pretendían poseer aquellos derechos no por concesión pontificia, sino por «derecho» inherente del Estado. Las tesis del «ius circa sacra» pretendidas ahora por los Estados, derivados del derecho divino de los reyes, tendía a afirmar la omnipotencia del Estado.

A la teoría del poder divino de los reyes, desde el siglo XVII se opusieron los teólogos católicos, especialmente jesuitas, y en España los continuadores de la Escuela teológico-jurídica de Salamanca. Interpretando el pensamiento de la Iglesia, el teólogo jesuita Roberto Belarmino (1542-1621) negó decididamente la transmisión directa del poder político a una persona (el príncipe) por parte de Dios. Otro filósofo jesuita, Francisco Suárez (1548-1617) se opuso firmemente al absolutismo y siguiendo a la Escuela Salmanticense reafirma las justas exigencias democráticas.

Afirma que en la concesión de un poder político soberano es necesaria la intervención de la sociedad: en el campo político el poder viene de Dios «mediante» el pueblo. La teoría del derecho divino de los reyes es destituida de todo fundamento, ya que se funda sobre un equívoco, en cuanto confunde el origen del poder político con el de su ejercicio. Dado que, según la idea de la escolástica, el bien común debe culminar en la sociedad, Suárez fue más adelante, hasta sostener que la nación (la sociedad) tiene el derecho de “defenderse con la rebelión, si el príncipe viola el pacto, por el que el poder le ha sido transmitido”. Es decir, que el ejercicio del poder está subordinado al consentimiento del pueblo.

Según el pensamiento de la Iglesia, el soberano y el pueblo “permanecen siempre en el ámbito de una única legislación, obligatoria para uno y otro, y, en cuanto ligada a un principio divino, garantía del orden y seguridad de la autoridad”. Así que la Iglesia se acerca a aquella idea constitucionalista, a la que otros llegarán, aunque se inspiren en teorías filosóficas de matriz distinta. Pero el Estado absolutista, que no admitía estos principios, pasado un par de siglos se verá arrasado por la Revolución francesa y sus principios que producirán una cadena de convulsiones en la historia contemporánea e influirán con fuerza arrolladora en los movimientos independistas latinoamericanos.

La lucha del Estado absolutista y regalista contra la Iglesia tuvo diversas manifestaciones y repercusiones dentro del mismo seno de la Iglesia, controlada por el Estado. Señalamos algunas de las formas más conocidas: el «galicanismo» político y episcopal en Francia (siglos XVII-XVIII), pero con fuertes influjos en todo el mundo católico de la época; el «febronianismo» o «episcopalismo» en Alemania; las diversas formas de «jurisdiccionalismo» y regalismo político y eclesiástico en varios Estados europeos: el «josefinismo» en el Imperio austriaco, y en otros Estados con filiaciones dinásticas de él dependientes; el «regalismo» en los Estados regidos por la dinastía de los Borbones en España, Nápoles, y algunos ducados italianos.

Las relaciones entre la Iglesia y el Estado en el «siglo de las Luces» (s. XVIII) se caracterizan por las polémicas surgidas de las interpretaciones distintas de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en los distintos países católicos. Vamos a precisar el significado de algunos términos corrientemente usados en la historiografía sobre ese siglo y describiremos algunos de estos fenómenos que en muchos aspectos se encuentran interdependientes desde el punto de vista de su ideología política.

El término historiográfico «Ancien Régime»

Se designa con este nombre al régimen político y social de los Estados europeos, -y lógicamente dentro de ellos hacen parte sus dominios americanos-, durante los siglos XVII y XVIII, que preceden a la Revolución francesa. Fue el historiador francés Alexis de Tocqueville (1805-1859) el que difundió este término sobre todo con su obra «L'ancien régime et la Révolution», publicada en 1856.

En esta obra Tocqueville sostenía la continuidad entre las dos épocas, la precedente y la consecuente a la Revolución francesa de 1789. Para él la Revolución francesa habría acelerado y llevado a su fin el proceso de nivelación ya en movimiento durante el «Antiguo Régimen». Esta tesis señala algunos aspectos innegables en un análisis histórico del «siglo de las Luces», siglo de Montesquieu, Voltaire, Diderot, D’Alambert, de los enciclopedistas y de los filósofos, politólogos y literatos «ilustrados» en diversos países europeos con diferencias propias, pero también con dominadores comunes, en cuanto las ideas, que exponían, corrían y se conocían entre sí.

Características del «Antiguo Régimen» son la idea y praxis del Estado absoluto: la ausencia de libertad política y religiosa, y de igualdad social, económica, religiosa, juntamente con una fuerte centralización de la administración pública.

Estas características contradicen la idea de Estado propuesto por filósofos y politólogos de la época como Locke (1632-1704) y Montesquieu (1689-1755) , para citar un par de ejemplos. Locke es comúnmente reconocido como el padre del empirismo filosófico, teoría según la cual la fuente del conocimiento es la experiencia. La razón del hombre se encuentra limitada por el «material» que le ofrecen los sentidos: lo que veo, siento y toco; luego, toda tesis, teoría e hipótesis, para ser válida tiene que encontrar una confirmación en el mundo externo, por lo que el hombre no puede conocer lo que esté fuera de la realidad de la que se hace experiencia. Así lo explica en su tratado «Essay Concerning Human Understanding» (1690), acto para establecer los límites dentro de los que se puede desarrollar el conocimiento y en qué modo la razón debe ser siempre guiada por la experiencia.

En cuanto a la política en sus: «Second Treatise of Government» (1690), «Letter on Toleration» (1689) y «Conduct of the Understanding» defiende la libertad de los hombres y el principio de tolerancia religiosa. Todo hombre goza del derecho a la libertad, a la vida y a la propiedad (fruto de su trabajo). El ejercicio de estos derechos se encuentra limitado a su persona en cuanto existe una «ley de naturaleza» (la razón) que “enseña a todos los hombres… que, siendo iguales e independientes, ninguno debe dañar al otro en la vida, la salud, la libertad y la propiedad”. Pero la pacífica convivencia de los hombres podría transformarse en un estado de guerra cuando alguien con la fuerza va contra la ley de la naturaleza y viole los derechos ajenos.

Por ello, para evitarlo, los hombres crean el estado civil para salvar a través de las leyes los derechos de los ciudadanos. Este estado nace del acuerdo o contrato entre los ciudadanos y entre estos y el soberano. Así el estado se convierte en tutor de la libertad del hombre. Las consecuencias son que el estado no puede tener un poder absoluto en cuanto ningún hombre puede privar a otro hombre de sus derechos naturales (la libertad, la propiedad y la vida), que no han sido dados al soberano en cuanto tales. Si el soberano no respeta su función, que es la de tutelar los derechos de los ciudadanos, y no se somete él mismo a la ley y al derecho, los ciudadanos pueden rebelarse.

Otro punto relevante del pensamiento de Locke es el de la tolerancia y libertad religiosa: el estado no tiene la capacidad de intervenir en cuestiones de fe religiosa. Además, en un estado el poder legislativo y el ejecutivo no pueden ser confiados a una única persona; tienen que estar separados, de manera que se controlen recíprocamente. Por este pensamiento, Locke es considerado como uno de los padres del liberalismo político. Locke ejercitará un influjo notable en los principios de la Revolución Americana y también en la «Declaración de los Derechos del Ciudadano» en la primera fase de la Revolución francesa.

El «Antiguo Régimen», si se entiende como sistema estatal monárquico absoluto y que predomina totalmente la escena europea de los dos siglos XVII y XVIII, no se expresa igualmente en todos los Estados ni cambia o cae simultáneamente en los mismos. Así en el Imperio austriaco las reformas de José II le habían infligido un duro golpe en el mismo ya antes de la Revolución francesa, mientras que en otros Estados como Francia, resiste hasta la Revolución de 1789.

En las colonias inglesas de Norteamérica se desmorona con la independencia de las mismas en la paz ratificada en París en 1783, ayudadas en aquella guerra por Francia y España, no por amor al tema de la libertad sino por la crónica guerra de aquellas dos Potencias contra Inglaterra. En Inglaterra su antiguo estatismo en el campo religioso con una Iglesia, la anglicana, cuya cabeza visible era el Soberano, resiste hasta 1829 con la emancipación conseguida tras perseverantes luchas políticas por parte de los católicos irlandeses.

En España el absolutismo regalista se muestra radicalmente asentado bajo los Borbones del siglo XVIII, con su centralismo y las muchas reformas introducidas en aquel periodo. Pero tras la Revolución francesa y la entrada de Napoleón en la escena política europea, con engaños y artimañas logra entrar en la madeja de complots cortesanos de los Borbones españoles en 1808. Napoleón se proponía llevar a cabo un proyecto de «imperio» europeo desde Lisboa a Moscú bajo su mandato, casi como una reconstrucción de un nuevo Sacro Imperio Francés laicizado. Su invasión de España provoca la reacción popular que comenzará la Guerra de la Independencia española de los invasores galos (1808-1814), y será también la chispa que provocará los alzamientos independentistas prácticamente unánimes en toda Hispanoamérica. En España, la Cortes de Cádiz de 1812 cierran momentáneamente el sistema del «Antiguo Régimen» con su Constitución, en la que participan de manera igualitaria representantes de la Península y de los Virreinatos americanos y acuñan el término «liberal» y asientan el principio de la «soberanía nacional» que emana del pueblo.

Pero aquella dramática experiencia tendrá desgraciadamente en España los años contados . En Francia, tras la caída de Napoleón (1814) y el Congreso de Viena (1815) se restaura de nuevo el “Antiguo Régimen”, que será derrocado definitivamente por la llamada “revolución de julio de 1830” con la caída del último de los Borbones franceses y la instauración de Felipe de Orleans como “el rey burgués”. En el resto de los Estados europeos la historia del “Antiguo Régimen” persiste con altibajos, prácticamente hasta los cambios epocales que la revolución liberal de 1848 en Francia desencadena en todo el Viejo Continente.

El nuevo absolutismo estatal

Tras la paz de Westfalia (1648), que sigue a la larga guerra de los Treinta años con sus motivaciones religiosas politizadas por las Potencias europeas del momento, lleva la necesidad de una convivencia pacífica entre los Estados europeos que pretenden fundarla sobre la eliminación de la religión de la vida internacional. Se da una progresiva fractura religiosa-espiritual en la sociedad, una separación entre la fe y la cultura.

Esta fractura espiritual orienta los ánimos a no considerar ya a la religión como vínculo de unión entre los pueblos y a buscar el vínculo de unidad en otros criterios: la llamada política del equilibrio dentro de un cosmopolitismo racionalista y en definitiva inmanente, por lo que bien se puede calificar en sentido etimológico como «a-teo» (sin Dios).

En Westfalia triunfa el principio protestante de la Iglesia-estado, en base al cual el «príncipe» (=el Estado) regula según sus propios criterios y conveniencias las cuestiones religiosas dentro de su territorio. Es la culminación práctica del viejo principio asentado en la paz de Augusta de 1555 entre los príncipes protestantes alemanes y el Imperio católico de Carlos V del «cuius regnum (et) ejus et religio», que podría traducirse: la religión a seguirse en un Estado determinado es la que determine el Poder político en el mismo.

Mientras el absolutismo regio encuentra así su máxima expresión, entra en la política el espíritu laicista y el antiguo pensamiento de un Marsilio de Padua (s. XIV); se desarrolla el principio de la Iglesia de estado sobre las teorías de Maquiavelo. Comienza así la dura lucha por las jurisdicciones sobre las tareas eclesiásticas y por el control del derecho público de la Iglesia.

NOTAS