CAPUCHINOS EN VENEZUELA; Su apostolado asistencial

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Asistencia a las víctimas de la peste

Es otra clase de apostolado, tan meritorio como la predicación y más heroico, sin género de duda. El ilustre escritor Severino Aznar, apologista de las actividades y méritos de las órdenes religiosas, hacía resaltar en uno de sus libros –como nota especial de los Capuchinos– la asistencia por ellos prestada, tanto en lo espiritual como en lo temporal a los enfermos o víctimas de públicas calamidades, sobre todo de guerras o epidemias.

Tal comportamiento asistencial fue altamente exaltado por Manzoni en la popular novela «I Promessi Sposi» (Los novios), en la que con tan vivos colores pintó los terribles estragos causados por la peste en Milán, y los sacrificios sin cuento que los capuchinos se impusieron voluntariamente para atender lo mejor posible a enfermos y moribundos.

Un ejemplo más de esa voluntaria y a la vez heroica asistencia de los capuchinos a los contagiados de viruela, está todavía en el recuerdo y en los anales de la ciudad de Caracas. Cuando en junio de 1898 se declaró la peste de viruela con caracteres alarmantes en varias regiones de Venezuela, principalmente en Aragua y Caracas, siendo numerosos los atacados y no pocas las defunciones, el gobierno venezolano tomó las oportunas medidas para hacer frente al mal. Una de ellas fue aislar a los contagiados en hospitales provinciales y fuera de población.

Uno de ellos se instaló en El Rincón de El Valle, de Caracas, y el otro en La Victoria. En tan crítica situación el superior de los capuchinos de Venezuela, P. Baltasar de Lodares, ofreció sus religiosos de la Merced de la capital para atender a los contagiados, sobre todo en lo espiritual.

Fueron cuatro los escogidos, que se distribuyeron de dos en dos en cada uno de los hospitales. Allí, sin temor a exponer sus vidas, con incontables peligros y privaciones, estuvieron prestando asistencia y auxilios necesarios a los enfermos hasta la total desaparición del mal en los últimos días de octubre del anunciado año 1898. Idénticos servicios, y aun quizá más heroicos y prolongados, fueron los que prestaron los religiosos capuchinos apenas llegados a Venezuela con destino a las misiones de Cumaná y los Llanos de Caracas. Los últimos habían hecho el viaje con el nuevo gobernador de aquella provincia, D. Pedro de Porres y Toledo. Este arribó a Caracas el 24 de julio de 1658, tomando posesión de su cargo dos días después. Ya antes de su llegada se experimentaron en Caracas los primeros brotes de una terrible epidemia, designada con el nombre de «puntada», que en los primeros días de agosto se desarrolló notablemente. En frase del gobernador pasaron en aquella ocasión de dos mil los muertos, y algunos días se contaron hasta cincuenta cadáveres. Ante semejante calamidad los capuchinos que, en número de ocho, allí se encontraban, se ofrecieron a Porres y Toledo incondicionalmente. Los efectos de la epidemia fueron tales que, según escribió aquel al rey, “llegó a poner esta provincia en tal tribulación que, si no fuera por los padres capuchinos que se encontraban en ella, fueran muchos más los muertos y de estos la mayor parte sin sacramentos. Para el reparo de estos daños, puse un hospital con veinte camas en una casa de las de la ciudad y tres padres capuchinos para que asistiesen a los enfermos”. Escribe en otra carta que “trabajaron lo que es imposible decir, y puedo decir a V.M. con la verdad que debo, que no parecían hombres en lo que trabajaban sino piedras, y ángeles en lo que obraban para la administración de los sacramentos y salvación de las almas, sin tener un instante de descanso y cargando sobre ellos todas las confesiones de enfermos y sanos en él; reducidos por sus sermones, fueron infinitos los que se confesaron, no habiendo más que los padres capuchinos y el provisor que acudiese a esta ocupación”. Repite una vez más que, viéndose en sumo aprieto, pidió el gobernador a los religiosos se hiciesen cargo del hospital que había formado con 20 camas “y con sumo gusto lo tomaron a su cargo, cuidando con tal amor y caridad a los enfermos, que, siendo más de 300 los que ha habido en él, murieron los 17 y de estos los más fueron por haberlos traído de los campos tan malos que no tenían remedio”. Parecidas alabanzas y elogios tributaron a los religiosos el deán y cabildo eclesiástico de Caracas, escribiendo también al rey en aquella ocasión, diciendo que en el hospital, establecido por el gobernador, “puso algunos padres capuchinos que curasen y administrasen los santos sacramentos a los enfermos, y los demás andaban por la ciudad confesando y consolando”. Fue en esta ocasión cuando la ciudad de Caracas, con su gobernador, cabildos y demás autoridades al frente, hizo el llamado «voto concepcionista», anotando Porres y Toledo que, a partir del día en que se hizo, fue la ciudad mejorando hasta quedar totalmente buena. Tal epidemia se extendió en las mismas fechas y con idénticas repercusiones a otras partes, entre ellas a las ciudades, pueblos y valles de las provincias de Cumaná y Nueva Barcelona. Hasta los soldados de la fortaleza de Araya experimentaron los terribles efectos de aquella, con tan repentina acometida que apenas daba lugar a los pacientes a recibir los santos sacramentos. “Así, –dice uno de los religiosos, P. Agustín de Frías, que prestó su ayuda a los enfermos de aquella región– les fue forzoso a los cabildos obligarnos con ruegos a la asistencia de sus enfermos, y a nosotros obligatorio no negarnos a tan forzosa necesidad; lo que mis compañeros obraron en esta ocasión, tocará a los beneficiarios el referirlo y a la divina Majestad el premiarlo; tocóme a mí la ciudad de Cumaná, bastante ocasión para haber logrado muchos frutos de merecimientos, pues, siendo un lugar tan pequeño, murieron, a mi vista, en pocos días, pasadas de trescientas cincuenta personas”. Esa asistencia caritativa fue prestada poco después por varios religiosos misioneros a enfermos y atacados de la misma epidemia en la ciudad de Barquisimeto, El Tocuyo y otros pueblos de los Llanos de Caracas. Bastantes años después, pero en la propia capital de Venezuela, se ofreció asimismo ocasión a los capuchinos para ejercer la caridad con los contagiados de la peste, esta vez de la viruela. El 18 de marzo de 1764 llegaba al puerto de La Guaira una expedición de 14 religiosos con destino a la misión de los Llanos. Para entonces ya el fervoroso y emprendedor sacerdote D. Salvador José Bello había construido la capilla de la Divina Pastora, en Caracas, e igualmente la hospedería de Santa Ana contigua a la misma. En esta fueron acomodados aquellos 14 religiosos en espera de coyuntura para marchar a su destino. Pero la ciudad se encontraba consternada ante la epidemia de viruela que hacía poco se había desencadenado. El obispo D. Diego Díez Madroñero quiso aprovechar la ocasión de estar allí los misioneros para que fuesen consuelo y socorro de los enfermos de la ciudad, bajando a ella de continuo, “hasta que creciendo el número de enfermos, fue preciso distribuirlos por parroquias en casas y a disposición de los respectivos curas”. Los misioneros capuchinos continuaron sin embargo su asistencia, tanto en la ciudad como en los pueblos próximos, y eso por espacio de cuatro o cinco meses, hasta que, habiendo disminuido considerablemente la fuerza de la viruela, marcharon a su destino: la misión de los Llanos. Los hospicios Los capuchinos no tuvieron en tierras de las Indias Occidentales convento formal alguno; sí en cambio dispusieron de «hospicios» o residencias, considerados por los misioneros como necesarios o muy útiles, y por eso los pidieron y les fueron concedidos. Estos fueron sitios o casas de aclimatación para cuantos iban llegando de España. También se les destinó para que los enfermos o ancianos convaleciesen o recibiesen los auxilios convenientes. Del mismo modo, allí los jóvenes misioneros aprendían la lengua nativa de los indios a quienes iban a evangelizar, y al propio tiempo recibían de los ancianos y experimentados, lecciones prácticas en orden a su comportamiento y actuación futura. Pero no es mi intento ocuparme de estos hospicios respecto a los indicados objetivos, sino solo en cuanto que fueron, cuando estuvieron fuera de las zonas misionales, centro de actividad y apostolado para cuantos en ellos residieron. Hagamos un poco de historia. Disponer de un hospicio o residencia que llenara los indicados fines fue aspiración de los misioneros a poco de arribar a las playas venezolanas. Los solicitaron del rey ya en 1661, gracia que les fue concedida dos años después, y además en la propia ciudad de Caracas. El gobernador Porres y Toledo les dio toda clase de facilidades: les entregó una iglesia reconstruida por él con todo lo necesario para el culto, y una persona bienhechora les cedió una casa y huerta, anejas a la iglesia, donde permanecieron varios años. Más tarde se juzgó acertado cambiar el hospicio a La Guaira, lo que a su vez fue otorgado en 1680, pero en la cédula se agregaba esta coletilla: a condición de que “no tengan campana, ni puerta en la calle, ni sea convento, ni con pretexto alguno se pueda pretender fundación”. La realidad fue que tampoco en La Guaira tuvo subsistencia. Poco después, en 1684, las dos misiones de Cumaná y los Llanos de Caracas, unidas hasta entonces bajo el mismo superior, se dividieron jurisdiccionalmente y cada una trabajó por establecer un hospicio en la respectiva zona. Por lo que mira a la primera misión –la de Cumaná– se pidió al rey en el mencionado año 1684 fundar dicho hospicio de aquella provincia; al concedérselo, se advertía a los religiosos buscasen allí una casa a propósito. La ocasión se presentó cuando, por los años 1688-1689, se decomisó una casa de un portugués y se ofreció a los misioneros. Se obtuvieron varias cédulas en ese sentido en 1704 y 1705, pero todos los esfuerzos resultaron inútiles. Por esta razón, los misioneros decidieron construirlo en uno de los pueblos misionales y así lo hicieron en el de Santa María de los Ángeles de Guácharo, en 1723. Destruido por el terremoto de 1766, se levantó de nuevo en otro pueblo, Santo Ángel de Caripe, admiración de Humboldt cuando en él pasó una temporada en 1799, alabando la buena instalación y la admirable camaradería existente entre jóvenes misioneros, recién llegados de España, y religiosos ancianos, cargados de experiencia. Allí continuó hasta la guerra emancipadora. Pero los misioneros añoraban y sentían la necesidad de contar con otro hospicio en la misma ciudad de Cumaná para atender mejor a los asuntos de la Misión. Lo pidieron al rey a mediados del siglo XVIII y reiteraron su deseo al obispo de Puerto Rico al hacer allí la visita. Aunque tarde, lo consiguieron por fin. Un sacerdote cumanés les donó, antes de 1795 y en las proximidades de la ciudad, una finca que costaba de casa vivienda con varias habitaciones, capilla y huerta de regadío. Se la conoció con el nombre de «Chara de capuchinos» y también de «La Divina Pastora». Los religiosos vivieron en ella hasta la incautación por parte de la Junta Suprema Gubernativa en mayo de 1810. Por lo que respecta a los misioneros de los Llanos, tras de casi incontables cédulas en su favor a partir de 1684, nada se logró. Incluso proyectaron establecer el hospicio en la villa de San Carlos de Austria –luego de Cojedes– en 1717, pero no tuvo efecto y mucho menos después de 1720, en que esta villa fue entregada en manos del obispo. A partir de 1736 se hicieron nuevas gestiones para conseguir su instalación en Caracas, mucho más a partir de 1748 y en años posteriores, en que, construida por el sacerdote D. Salvador José Bello la iglesia de la Divina Pastora con la casa adjunta, existió gran probabilidad de que todo ello fuese entregado a los capuchinos, lo que ya se daba por seguro en 1773 y sobre todo en 1777. Pero se necesitaba la aprobación del obispo Martí, quien se mostró contrario a tal donación (21 junio 1776), por lo que el rey expidió orden en 1777 para que se fijase en concreto el sitio donde debía levantarse el hospicio; la misma orden que reiteró dos años después. Por fin, el obispo Martí decidió en 1785 que el hospicio fuese una realidad; se instalaría en terrenos próximos a la parroquia de San Pablo, cedidos graciosamente por el mismo Martí, lo que mereció la aprobación del rey, quien una vez más indicaba fuese construido sin aquellas circunstancias “que puedan hacerle parecer convento, y que en él residiese un padre, un hermano y tres religiosos enfermos, ancianos o achacosos, y los transeúntes”. En los expresados terrenos que eran amplios, se levantó iglesia, casa con diez habitaciones y demás dependencias, y quedó sitio para huerta. La obra, iniciada antes de 1789, quedó terminada en los primeros días de 1791. Pero toda aquella construcción se vino abajo en el terremoto del 26 de marzo de 1812. Un año después se comenzó a reedificar pero no con la amplitud anterior. La iglesia se llamó de San Juan Bautista, la que, agrandada posteriormente y erigida en parroquia, sustituyó a la de San Pablo. Y ese fue en definitiva el hospicio que los misioneros de los Llanos tuvieron en Caracas. Por su parte, los de Maracaibo lo tuvieron en esta ciudad. El disponer los misioneros de Perijé y Guajira de una casa allí, fue conveniencia y juntamente necesidad. Tal aspiración la tuvieron ya desde 1736, en que vivían en una casa particular. Es probable que luego dispusiesen de alguna vivienda sencilla a espaldas de la capilla de Santa Bárbara o en sus proximidades, puesto que en aquella decían misa y tenían los actos de culto. Por otra parte esa capilla fue reconstruida en 1747 por uno de los misioneros, el P. Juan de Valencia, quien erigió en ella la cofradía de la Inmaculada Concepción. De todos modos no se tuvo hospicio formal en Maracaibo antes de 1753, año en que se solicitó permiso del rey para tener allí casa con oratorio y enfermería, lo que aquel concedió en el mismo año. La instalación definitiva no debió tener lugar hasta 1760 o poco antes. El obispo Martí, al hacer la visita en 1774, constataba que, a espaldas de la mencionada capilla de Santa Bárbara, tenían los misioneros capuchinos unos cortos aposentos cubiertos de paja, donde vivían el P. prefecto y el P. procurador de la misión. En tan pobre cuanto sencilla morada siguieron los misioneros hasta la terminación de la contienda emancipadora, regresando luego a España después de 1820. Allí quedó su hospicio que corrió más tarde la suerte de los restantes conventos. Tras de no pocas vicisitudes, en 1838 el párroco de Santa Bárbara, por resultar pequeña la iglesia, solicitó la cesión del hospicio para ampliación de aquella, lo que le fue concedido por el Congreso el 18 de mayo de 1855. Para que la obra fuese más completa y funcional, se proyectó la total reedificación del templo, cuya primera piedra se puso en 1862. Al presente es uno de los mejores de Maracaibo; sigue llamándose de la Inmaculada Concepción, aunque el titular de la parroquia continúa siendo Santa Bárbara. Finalmente, hay que anotar que la misión de Guayana, dadas las circunstancias especiales en que se desarrolló, no dispuso de hospicio alguno en el sentido explicado. Expuestos estos antecedentes históricos, quiero hacer resaltar que también en estos hospicios fue activa y eficiente la actuación de los religiosos en pro de los fieles. Comenzando por el de Caracas, ya parece existía allí desde 1664, y en la iglesia adjunta, cedida por el gobernador D. Pedro de Porres y Toledo, atendieron a los devotos y piadosos con solicitud, tanto en las confesiones como en la dirección espiritual y administración de sacramentos. Allí, por ejemplo, se encontraban enfermos en 1669 los PP. José de Nájera y Orencio de Bujaraloz, que regresaron a España al siguiente año. Fruto de esa solicitud y actividad, y testimonio del celo en pro de las almas fue el libro que el P. Nájera compuso en Caracas a ruego de personas deseosas de perfección por él dirigidas, y que imprimió en Madrid en 1672. En ese mismo apostolado debieron continuar los residentes en aquel hospicio varios años después. En el otro hospicio, establecido también en Caracas mucho tiempo después, en 1791, cuantos por él pasaron o residieron se entregaron a idénticas actividades de orden espiritual en bien de las almas. Testigo excepcional es el P. José Francisco de Caracas, quien, por su cargo de procurador de la misión de los Llanos, vivió en él desde 1797 a 1827, en que falleció. A lo largo de esos treinta años estuvo dedicado casi por entero al servicio de los fieles, celebrando misa diaria, atendiendo al confesonario, fomentando la piedad por medio de la predicación frecuente, de diversos actos de culto, viacrucis, el rosario, tandas de tandas de Ejercicios espirituales, etc., en la adjunta iglesia de San Juan Bautista. Para todo ello les había otorgado amplias facultades el obispo Martí, de las que disfrutaron siempre, aunque en alguna ocasión fueron discutidas por los encargados de la parroquia de San Pablo. Señalé ya que en la ciudad de Cumaná tuvieron los misioneros capuchinos de esta provincia una casa u hospicio llamado de la «Divina Pastora» o «Chara de los capuchinos», por denominarse así la finca en que estaba ubicado, donación del sacerdote cumanés D. Antonio Patricio de Alcalá. En aquella casa que constaba de seis habitaciones y demás dependencias, vivió el procurador de la misión con uno o dos religiosos más, puesto que hacía también de enfermería. Había asimismo una amplia capilla dedicada a la Inmaculada Concepción. Por desgracia todo fue pasto de las llamas en 1818. Los religiosos que allí residieron cumplieron a cabalidad con la obligación de decir misa todos los días, particularmente los festivos, a fin de dar facilidades a los vecinos o dueños de las otras «chafas» próximas para cumplir sus deberes religiosos. Igualmente era compromiso suyo asistirles espiritualmente en la administración de los auxilios espirituales, sacramentos, etc. Por último, es digna de consignarse la actuación de los misioneros de Maracaibo en la iglesia o capilla de Santa Bárbara de la que estuvieron prácticamente encargados. No se limitaron a terminar su reedificación en 1747 sino que en ella erigieron una importante y floreciente cofradía en honor de la Inmaculada Concepción, de la que luego me ocuparé.

No perdonaron tampoco medios ni sacrificios para organizar y tener en ella un culto extraordinario, que no se reducía únicamente a los actos prescritos en las constituciones de la expresada cofradía, sino a otros, como el rezo diario del rosario, exposición del Santísimo, frecuente predicación al menos todos los viernes y domingos, así como de Ejercicios espirituales, el viacrucis diario en cuaresma y los viernes por las calles, asistencia al confesonario, etc.

De tal modo debieron absorber el culto de la iglesia, que en 1785 se atrevieron a pedir al rey la propiedad de la misma por creerse con derecho a ella. No consta se les haya concedido pero lo que no puede negarse es que la indicada iglesia de Santa Bárbara fue, por el celo y trabajo de los misioneros capuchinos, centro poderoso de espiritualidad y de eficaz renovación para los habitantes de la Ciudad del Lago.

NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

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BUENAVENTURA DE CARROCERA OFM ©Missionalia Hispanica. Año XXXIX – N°. 115 - 1981