Diferencia entre revisiones de «MENTALIDADES CULTURALES EN EUROPA; en la vigilia de 1492»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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'''FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ'''
 
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Revisión actual del 05:54 16 nov 2018

La llamada Edad Media: un mundo en movimiento

A lo largo de la Edad Media europea las vías comerciales hacia el Oriente inspiraron leyendas y fantasías, que fueron también alimentadas por las relaciones de los grandes viajeros de la época. Ese periodo histórico, que ya por pura convención a partir de la época renacentista, muchos escritores comenzaron a llamar “Edad Media”, existe sólo convencionalmente para designar una amplísima época histórica. En la periodización de la historia que ha entrado en uso desde hace siglos aquellos mil años de historia europea, más o menos desde el siglo V al siglo XV después de Cristo, se han sucedido épocas muy variadas e incluso en zigzag, con antinomias y contrastes muy fuertes e incluso contrapuestos.

Por todo ello es sumamente complejo definir de manera absoluta acontecimientos, estructuras y tendencias culturales. El hombre medieval en cuanto tal no existe unívocamente desde el punto cultural y ni siquiera antropológico. Las transmigraciones de pueblos, los choques y los encuentros, los mestizajes étnicos y culturales de todo tipo se sucedían casi de continuo a lo largo del mapa geográfico de la Europa de entonces. Este hombre “medieval” se encontraba profundamente radicado en su ambiente original. Por ello, el “otro”, el extraño, el extranjero, el diverso, empezaba inmediatamente fuera de las fronteras de su poblado, de su ciudad, de su ambiente; y sin embargo, este hombre medieval fue adquiriendo a lo largo del tiempo un sentido profundo de universalidad desde la fe cristiana, que lo ha ido formando y amalgamado con las raíces culturales heredadas de la cultura helenista-romana.

En este hombre se daban dos aspectos aparentemente contradictorios: la movilidad continua (era fruto también de emigraciones de pueblos, siempre en movimiento) y la estabilidad de los lugares que ocupaba y donde se establecía. Por ello unía en sí esta estabilidad que comportaba su dedicación primordial a la agricultura, y por otra parte los movimientos de guerras de ocupación, comercio, peregrinaciones a lo largo de la geografía europea que comportaban inestabilidad. La misma realidad de una tierra que pronto agotaba su fecundidad debido al clima y a factores como la falta de abonos y fertilizantes, lo obligaban a moverse y a romper aquella estabilidad, si no quería perecer de agotamiento y de hambre. Este campesino debía por ello moverse periódicamente. Por tales razones en la Edad Media viajan todos, en una manera o en otra: desde los emperadores, reyes y príncipes, cuyas cortes son casi siempre ambulantes, los caballeros, siempre en movimiento en busca de aventuras y de un “ganarse honor y vida”, hasta los Papas que recorrían la cristiandad moviéndose continuamente de lugar en lugar, a los espíritus religiosos inquietos, peregrinos en movimiento, eremitas, monjes y predicadores que recorrían los caminos europeos, a pesar de que la Iglesia intentase continuamente dar una estabilidad a abadías y monasterios (stabilitas loci).

Sin embargo, y a pesar del “voto” de estabilidad en un determinado monasterio de muchos de estos monjes, el impulso y el deseo de ponerse siempre en camino caracterizará a monjes, frailes y monjas (como los mendicantes) que los caracterizará sobre todo a partir del siglo XIII. Viajaban sobre todo cada vez más los mercaderes (Francisco de Asís, por ejemplo, es hijo de uno de ellos, comerciante en Francia); viajaban los estudiantes que recorrían las universidades y escuelas nacientes; muchos clérigos llamados por ello “vagantes” y que serán objeto de normas disciplinares por parte de la Iglesia; viajaban muchos obispos y abades; viajaba también mucha gente perteneciente a clases sociales más bajas (soldados, peregrinos, criados…). Con las personas viajaban también las cosas, los objetos, las costumbres, las reliquias de los santos (llama la atención la cantidad de reliquias que se encuentran distribuidas en centenares de iglesias en Europa, a veces procedentes del Oriente cristiano o de lugares lejanos geográficamente del lugar donde se veneraban en relicarios y numerosas iglesias).

Este viaje de reliquias (que ya databa desde los tiempos de la reina longobarda Teodolinda en tiempos de san Gregorio Magno – finales del siglo VI-) constituía también uno de los aspectos más llamativos del comercio (comercio de reliquias); viajaban también las mercancías, los libros y las ideas, las historias y las leyendas, las fábulas y las fantasías dadas como historias ciertas. Se viajaba con las creaciones poéticas hasta el Paraíso Terrestre y hasta el Más Allá. Siguiendo las fuentes célticas o germánicas, las antiguas todavía conservadas del viejo mundo greco-romano, las traídas por los musulmanes, se fabricaron numerosas relaciones de itinerarios fantásticos en mundos desconocidos o en el Mundo de la Eternidad. Ya cerca de la nueva Edad Moderna, la Divina Comedia de Dante es un ejemplo de ello. Existe también una rica literatura medieval onírica, hecha de sueños y de visiones. Se crean países fantásticos, como el del “Preste Juan” en una imaginada Etiopia cristiana. Se entiende así también el tipo corriente de mucha hagiografía donde abunda este mundo imaginado de visiones, también sobrenaturales, dadas como reales. No se puede por ello olvidar, que este deseo de conocer, recorrer y entrar en mundos desconocidos empuja al hombre medieval a lanzarse hacia mundos desconocidos y prácticamente prohibidos. Es ya los comienzos de una nueva edad, la moderna, y la de los grandes viajes oceánicos y terrestres más allá de las viejas fronteras del mundo europeo.

Mentalidades e ideas culturales religiosas y políticas generalizadas en Europa Occidental en la vigilia del descubrimiento del Nuevo Mundo

Para entender el impacto que la entrada del llamado Nuevo Mundo en la escena del mundo occidental representó para la vieja Europa del otoño, ya prácticamente concluido, de la Edad Media Europea y comienzos de la modernidad, necesitamos ofrecer algunos datos elementales de su panorámica general, al menos para situar el estado religioso y sociopolítico, especialmente de la Península Ibérica (España y Portugal). A la luz de su cosmovisión, pueden comprenderse muchos de sus comportamientos, así como las actitudes de los primeros evangelizadores del Nuevo Mundo.

1) Ante todo se debe tener en cuenta la supervivencia todavía de una situación de cristiandad en la época de los descubrimientos. Persistían todavía las expresiones del proyecto político religioso de 1a Edad Media europea occidental como: a) Las del universalismo de la cristiandad con la refundición de competencias o mezcla entre la esfera sagrada y eclesial y la temporal secular, cuyas expresiones eran por una parte el papel fundamental del Papado (“Sacerdotium”) y por otra la del “Imperium Sacrum Romanum Germanum Christianum”, en antigua lucha de competencias jurídicas sobre el mismo campo de los pueblos latino-germánicos de la cristiandad occidental, todos ellos considerados plenamente cristianos. b) Las funciones del emperador y del papa estaban bien encuadradas en esta mentalidad: el Emperador (y luego cada rey o príncipe en su territorio, reino o principado), era el defensor de la fe. El Papa, por su parte, era el garante de la conservación de la fe y de su difusión. Esta mentalidad que atraviesa toda la edad media, se ve bien en las actuaciones y polémicas entre el “Imperium” y el “Sacerdotium” en tiempos, por ejemplo, de Gregorio VII (1073-1085), Alejandro III (1159-1181), Inocencio III (1198-1216), Bonifacio VIII (1294-1303) y todavía en tiempos sucesivos, como el conflicto entre Juan XXII (1316-1334) y el emperador Ludovico el Bávaro (1314-1347), que fue el último gran conflicto, que cerrará la fase medieval de las relaciones entre el Imperio y la Iglesia. c). La mentalidad o teoría de “las dos espadas”: la secular que defiende la fe de los enemigos internos o externos, y la espiritual que defiende y sostiene espiritualmente dentro de la cristiandad. La bula "Unam Sanctam" (1303) de Bonifacio VIII defiende estas posiciones desde el punto de vista jurídico y teológico. Su posición tenía intenciones hierocraticas y teológicas, no políticas: conservar la unidad de la fe y de la Cristiandad. Los Papas no pensaban ser señores del mundo, sino custodios de la ortodoxia de la fe y de la unidad espiritual de la Cristianitas (Hoeffner). Ello explicará en el fondo la apelación de las naciones-potencias cristianas en los conflictos internos entre ellas al Papa como árbitro para resolverlos, y las intervenciones del Pontífice romano en las mismas, como sucederá en el conflicto entre los reinos de Portugal y de Castilla [España] con la cuestión de las esferas de influencia marítima y de las tierras a explorar e imponer en ellas el propio influjo y dominio. Tal fue el sentido del Tratado de Tordesillas (1494) y la intervención del papa Alejandro VI a petición de ambas Potencias. Las bulas alejandrinas de 1493 habían sido emanadas en tal circunstancia para resolver, a modo de arbitraje, entre otras cosas, el conflicto entre las dos Potencias. Ya en 1479-1480 Castilla y Portugal habían fijado por el tratado de Alcaçovas-Toledo su esfera de acción dentro del Atlántico, quedando para Castilla las Islas Canarias y Santa Cruz de Mar Pequeña. Lo mismo harán en 1494, con el acuerdo de Tordesillas, en que los dos países establecen zonas de acción. Una bula papal ratificó uno y otro acuerdo. Los tratados, fijando delimitaciones, se habían venido firmando por las coronas peninsulares desde 1179; en cuanto a las bulas fueron documentos habituales en las exploraciones lusitanas por África, otorgando privilegios y monopolios o delimitando zonas. Por eso las bulas concedidas en el Atlántico a los portugueses son los antecedentes de las que Castilla recibe ratificando su acción descubridora, obra de Alejandro VI. Respaldaba a las bulas la teoría sobre el Papa como “Dominus Orbis” en el campo espiritual, teoría que algunos quisieron extender también al campo temporal.


2) En este periodo histórico se escriben y perviven muchas posiciones teológicas y jurídicas de teólogos y canonistas que sostienen la tesis sobre la hierocracia pontificia. Entre ellos se pueden que recordar algunos como: Egidio Romano (+1316), con su visión platónica y su agustinismo político, es decir, la tesis de que la plena legitimidad política se da sólo cuando es sobrenatural (De Ecclesiastica potestate); Jacobo de Viterbo (+1308) que afirma que "sin fe no hay poder absolutamente verdadero. No digo que no exista en absoluto y que sea nulo o totalmente ilegítimo, sino que no es auténtico ni perfecto"; Álvaro Pelayo (+1350) (De planctu Ecclesiae) y Agustín de Ancona (+1328) que extreman las concepciones hierocráticas convirtiéndolas en cesaro-cráticas; teorías que atraviesan el siglo XIV, en los momentos más álgidos de las polémicas entre las concepciones del papel de la autoridad civil secular y la eclesiástica papal.

Basta pensar a las polémicas entre Felipe el Hermoso de Francia y el Papa Bonifacio VIII, y las de Ludovico el Bávaro y el papa Juan XXII; las polémicas entre las corrientes jurídicas de los llamados “legistas” y la de los “canonistas”. Entre las posiciones sostenidas por los legistas destaca la de Marsilio de Padua con su “Defensor Pacis”; y entre los “canonistas” los que seguían el pensamiento del canonista y luego Papa, Bonifacio VIII. Para los primeros el poder recaería totalmente en manos del Príncipe secular, también en las cuestiones eclesiásticas. Para los segundos recaería en el Papa, que sería un "Dominus Orbis".

Otros autores notables de la época son Alonso de Cartagena (+1456), quien interviene en la polémica cuando ya los portugueses y españoles, al final de la Reconquista patria del poder musulmán, comienzan a poner pie en el norte de África o en sus costas Nord atlánticas. Poco antes encontramos a otro teólogo y jurista, el notable Jehan Le Charlier, conocido como Gersón por el lugar de su nacimiento (1363-1429), canciller de la Sorbona (1395), sostenedor de un fuerte conciliarismo en los momentos más duros de la división de la cristiandad en el llamado cisma de Occidente (1378-1417), también como propuesta resolutoria de aquella división, no querida por la cristiandad y que no encontraba una vía de solución fácil. Gersón ni es un teórico de una utopía irrealizable de separación total entre las dos esferas espiritual y temporal, ni tampoco se inclina por una de las dos sostenidas por muchos contemporáneos, o por un predominio del poder espiritual (hierocracia).

Mucho antes que todos ellos, ya Santo Tomás de Aquino (+1274) había sostenido la teoría de la autonomía de las dos esferas en cada uno de sus campos propios, echando las bases filosófico-teológicas de las justas relaciones entre el mundo de lo civil y el de lo eclesiástico, entre el derecho natural y el positivo, con los fundamentos filosófico-jurídicos, que sobre todo sus discípulos de la Escuela de Salamanca, desarrollarán, a partir de los comienzos del siglo XVI, cuando se comenzará a debatirse fuertemente la problemática del derecho de gentes[1]. Por todo ello no se puede confundir el estado sobrenatural de gracia y todo lo que a él corresponde, con la virtud cardinal de la justicia y el campo que pertenece a la pura ley natural.

3) Aquí hay que apuntar varios elementos extraños que se introducen como tentación frecuente, también en la historia del cristianismo. Ante todo hay que tener en cuenta un fenómeno frecuente en la mentalidad de muchos pueblos, y entre ellos el europeo medieval: la sacralización de las estructuras temporales. Según esto, el ejercicio de la actividad humana recibiría legitimidad constructiva por una cristificación y eclesialización. No hay una diferencia o separación nítida de las esferas naturales temporales de las espirituales o sobrenaturales. Para el hombre cristiano medieval, cuanto no es cristiano queda al margen de la ciudad humana. Por ello, en muchas mentalidades de la época, cuanto no era plenamente cristiano y ortodoxo quedaba al margen dela ciudad terrena. Ya el códice de Justiniano (siglo VI) había hecho coincidir la plenitud de los derechos del ciudadano con el hecho de su pertenencia a la ortodoxia católica[2]. El llamado “edicto” o “acuerdo” de Milán de los emperadores Constantino y Licinio del 313 había reconocido el derecho a la libertad religiosa en igualdad de condiciones a todos los ciudadanos del Imperio – y por lo tanto a los cristianos, poniendo fin a las persecuciones anticristianas por motivos de pertenencia religiosa-; el reconocimiento de ese derecho fundamental para todas las personas constituye un hecho excepcional en la historia de la libertad religiosa.

Años más tarde, el emperador Teodosio con el Edicto “Cunctos populos” del 380 había reconocido la religión católica ortodoxa como la religión oficial del Imperio (la fe cristiana católica profesada por el obispo de Roma, Dámaso y el obispo Pedro de Alejandría, en comunión con él), que era un modo claro de excluir a los arrianos de tal reconocimiento. Justiniano convierte a la religión católica-ortodoxa, profesada por los primeros grandes Concilios, en “religio única” del Imperio, excluyendo así cuantos no la profesaban (herejes). Un gesto que revelaba aquella consecuencia jurídica fue la decisión de cerrar la Academia pagana de Atenas. Tal fue la mentalidad que predominó a lo largo de la edad Media occidental, hasta que en tiempos de la controversia luterana y las primeras guerras de religión se llega a la paz de Augusta (1555), donde el emperador Carlos V se ve obligado a pactar con los príncipes luteranos reconociendo a la par los derechos de católicos y luteranos, dando a cada Príncipe, católico o luterano, la libertad de elección de una u otra confesión en cada territorio según la conveniencia de cada Príncipe (“cuius regio et illius et religió”).

Así el Poder Político decidía cuál de las dos confesiones cristianas acoger y dar plena libertad de culto en el propio territorio. Casi un siglo más tarde, la Paz de Westfalia (1647) extenderá el mismo criterio dentro del Imperio también a los calvinistas. A lo largo de la historia más que milenaria de la Europa cristiana habían sido respetados los judíos, que gozaron jurídicamente de una propia libertad de culto y expresión cultural a lo largo de aquellos siglos. Si una tal exclusión de ciudadanía se había extendido a los antiguos paganos y a los considerados herejes, el mismo criterio habría de ser aplicado a los “infieles”. En el mundo occidental europeo en la vigilia del “descubrimiento” de un Nuevo Mundo, en 1492, ¿quiénes eran considerados “infieles”, o “diversos”, o no cristianos? Los únicos generalmente conocidos eran los Tártaros, los Judíos (que, como dicho, vivían mezclados dentro de la sociedad cristiana) y los Mahometanos, muchos de ellos en tierras fronterizas con los reinos cristianos y considerados, en muchos casos como invasores de antiguas tierras cristianas, desde la Tierra Santa hasta los confines del mundo Occidental, la Hispania cristiana. Entre cristianos y musulmanes no había corrido generalmente una relación amistosa desde los tiempos de las Cruzadas. Al contrario, había predominado una relación claramente hostil y con frecuencia guerrera.

En el caso de España se había vivido, desde la invasión árabe-bereber del año 711 hasta precisamente el 6 de enero 1492, una historia de reconquista por parte de los reinos cristianos, que forjará un peculiar temperamento en el mundo hispano de entonces. A mediados de la Edad Media los reinos cristianos occidentales emprenden las campañas de las Cruzadas para recuperar la Tierra Santa ocupada por los musulmanes, Cruzadas que se concluirán desastrosamente, complicando aún más la historia cuando intereses bastardos se mezclaron a los ideales de sus comienzos; y muy pronto implicaron también al ya en franca decadencia Imperio bizantino. Algunos poderes políticos y económicos de la última Cruzada intentaron también dilapidarlo en favor de los propios intereses. Los nuevos intentos de Cruzada, fomentada por algunos papas, tras la invasión de los turcos otomanes y su conquista de Constantinopla (1453), para apoyar o impedir el fin de aquel vetusto Imperio “romano” de Oriente, fracasaron totalmente.

Primeros intentos de circunnavegación del continente africano y nacimiento del sistema del “Padroado” portugués en los comienzos de la época moderna

En esta panorámica ideológica y política hay que encuadrar la visión europea occidental que se comienza a difundir sobre el mundo geográfico y antropológico africano, hasta entonces totalmente al margen del mundo Mediterráneo. El Mediterráneo se había convertido desde hacía siglos en un mar hostil para el mundo cristiano de la Europa Occidental, desde que sus costas africanas se encontraban totalmente controladas por el poder islámico. El antiguo “Mare Nostrum” latino se había convertido en un “Mare Hostile”, plagado de insidias, de piratería siempre en auge. Tal piratería, a partir del siglo XVI, se organizará incluso con una especie de acuerdo consentido y aplicado con los llamados “corsarios”; sobre todo tras el dominio turco-otomano del Medio Oriente y de las costas del África mediterránea. Además el mundo cristiano occidental no conocía el África subsahariana; al máximo tenía muy vagas e imprecisas noticias de la existencia de este continente.

Era considerado casi una península, prolongación del mundo asiático; y desde el punto de vista religioso como una prolongación del mundo mahometano, con poblaciones negras, a él sometidas. En algunos casos se tenían noticias vagas de la existencia de una especie de “isla”, enclave o “reino” cristiano, dentro de ese mundo, en la parte oriental: Etiopia o “el reino del preste Juan”, como muchos escritores occidentales vagamente lo llamaban. Todo era vago, impreciso e inexacto en ese conocimiento de África. Cuando los portugueses cerraron el ciclo de la reconquista de parte de las tierras ibéricas meridionales cerrando geográficamente las fronteras del reino de Portugal en la península ibérica, quisieron continuar aquella reconquista en las tierras del África mediterránea con la conquista de algunos enclaves en las costas mediterráneas frente a la Península ibérica como Ceuta y Melilla. Su propósito era poner una posible barrera a futuras invasiones de los bereberes musulmanes o de los aliados de los turcos. Casi de inmediato comienzan a ensanchar su empresa explorando las costas atlánticas africanas. Los motivos que los empujaron a ello hay que leerlos en su conjunto: se encontraban entretejidos los ya apuntados de continuación de los ideales de la “reconquista”, los políticos, y los religiosos de una voluntad explícita de difundir la fe cristiana. A estos motivos hay que añadir los comerciales.

En una Europa que se abría a una nueva época que la historiografía conoce como “la modernidad” y en la que venecianos, genoveses y otras repúblicas marineras, sobre todo italianas, buscaban mercados en el Oriente, sobre todo el de las llamadas “especies”, para responder a las exigencias de las nuevas sociedades y estados europeos en vías de formación moderna, los portugueses entraron con decidida voluntad en esta competición. Su periplo marino hacia el sur sigue de cerca las costas africanas. En tal estrategia fue determinante, también por motivos prácticos, las necesidades que les imponía la navegación misma. Ésta les obligaba a seguir las rutas cercanas a las costas, para poder apoyarse en ellas, encontrar lo necesario para su subsistencia y progreso en la navegación hacia los mares del sur. Los límites de los navíos o carabelas entonces existentes para una navegación de tan largas distancias, en mares desconocidos y peligrosos, serán factores fundamentales para buscar nuevos instrumentos de navegación y la construcción de navíos más apropiados para cruzar los mares. Fueron así descubriendo la realidad de un continente, nuevo para el mundo europeo en sus dimensiones geográficas: África. El rey de Portugal Juan II, manda una expedición marítima (1486-87) al mando de Bartolomé Díaz (Bartholomeu Dias de Novaes) (c.1450-1500?), que con tres navíos llega hasta la punta meridional extrema del Continente (1487), que llama “Cabo de las Tormentas”, doblándola y confirmando así la posibilidad de proseguir hacia la India a través de una ruta marítima[3]. El rey portugués cambió significativamente el nombre del Cabo en “Cabo de Buena Esperanza”, pero todavía los portugueses emplearían algunos años en aprovechar aquel descubrimiento; sobre todo porque se esperaban los resultados de otra expedición, conducida por otro portugués, Pedro o Pêro da Covilhã (c. 1460 – entre 1526 y 1530)[4], junto con otro portugués, Alfonso de Paiva (que morirá en la expedición), enviados por el rey de Portugal, Juan II, a Etiopía.

Seguirán la ruta mediterránea, Egipto y Adén (1487-1488) con la ayuda de algunos mercaderes judíos portugueses presentes en Egipto. En 1489-1490 llegarán a Goa y Calicut en la India. Desde 1490 a 1530 se establecerá en Etiopia, donde muere Alfonso de Paiva. Pedroda Covilha llega a Etiopia en el mismo año de la expedición marítima alrededor del Continente africano de Bartolomé Díaz (1497-1500)[5]. Los contactos con este país se remontaban ya a los tiempos del Concilio de Florencia en 1441. Habían comenzado a través del abad del monasterio etíope en Jerusalén. El Negus (emperador) etíope Zara Yakob (1434-1468) mandará luego una embajada al Papa y al Rey de Nápoles, que ya era un aragonés, Fernando el Magnánimo, I de Aragón, (rey: 1442-1458) en 1450[6]. En 1482 una delegación de franciscanos habían visitado también Etiopia y habían encontrado diez italianos al servicio del Negus desde hacía 25 años.

Será la expedición marítima de Vasco da Gama la que circunnavegará prácticamente el continente africano, salida desde Lisboa el 8 de julio de 1497 con tres navíos São Gabriel (120 t), São Rafael (100 t), bajo el mando de Nicolão Coelho, y Santa Fé, mandada por su hermano Pablo da Gama, llegando a la India en 1498[7]. Fue el primer explorador en la historia moderna que navegó dando la vuelta a África alejándose de las costas para aprovecharse de vientos más favorables. Acompañado por Bartolomé Díaz hasta el Cabo de Buena Esperanza, pasó adelante circunnavegándolo. En noviembre pasó por las costas sudafricanas de Natal, como las llamará en memoria del Misterio de la Navidad cristiana[8]. África no era una “pequeña península” o un apéndice del mundo asiático. Tenía una entidad geográfica, humana y religiosa a sé. Tampoco era un mundo musulmán. Estaba poblada de gentes de color, el “mundo de los negros” como enseguida se le comenzó a llamar, o la “Nigricia”.

Mentalidad jurídica restrictiva en el campo religioso

Ya ha quedado señalado como en la expansión hacia África, los europeos de entonces (en el caso específico, los portugueses en primer término) creyeron que la negritud era una prolongación del islamismo. Las conquistas portuguesas de aquellos territorios se hicieron bajo el signo de la cruzada, como pasaría más tarde con los españoles y los mismos portugueses en América. Así la bula Dudum cum ad nos (1436) de Eugenio IV al rey de Portugal Eduardo (rey: 1433-1438), solicitada por éste, lo anima a continuar la obra de su padre Juan I (rey: 1383-1433) y habla de los motivos, entre otros, de conservar y defender la fe, que llevaron Juan I a la conquista de Ceuta del poder musulmán (“de manibus perfidorum Sarracenorum in partibus Africae manu armata abstulerat, necnon pro recuperatione aliorum terrarum, castrorum et locorum ab ipsis infidelibus in eisdem partibus constitutorum, nostrae certi tenoris litteras, quae cruciata vulgariter nuncuparetur, consessimus, et similiter certas ínsulas Canariae, quas ab infidelibus possideri, et in quibus nullum Principem Christianum jus habere aut praetendere asserebas, tibi per alias nostras litteras dedimus in conquestam, prout in ipsis litteris latius continetur…”[9]. El tema será de nuevo reafirmado en las bulas de Nicolás V (1447-1455) al rey Alfonso V de Portugal, llamado el Africano, (regente y luego rey:1438-1481), Dum diversas (18.6.1452) y Divino amore communiti (18.6.1452),[10]en las que le autoriza en su empresa conquistadora en el norte de África contra los emiratos musulmanes. Las bulas siguen las teorías jurídicas sobre la autoridad del Papa, también en materia temporal, y sobre la conquista de tierras de “infieles”. Entra aquí, añadida también a la teoría, siempre más difundida en algunos ambientes de la época, el tema de la servidumbre de los infieles en el sentido de que se les podía someter a perpetua servidumbre; ello da pie a querer justificar este tipo de conquistas y de sometimiento de las poblaciones “infieles” o musulmanas. La Romanus Pontifex del 8 de enero de 1454 del mismo Nicolás V reafirma las mismas ideas de la Divino Amore communiti, justificando las empresas de conquista de las tierras de “los sarracenos y paganos y otros infieles y enemigos de Cristo, cualesquiera que sean y donde quiera que se encuentren” y concediendo al Infante Don Enrique el Navegante, hijo del rey Alfonso V, varios privilegios con el fin de propagar la fe cristiana en las tierras descubiertas o por descubrir (arranque del padroado)[11].

Así, “infieles” (que entonces son prácticamente confundidos con los musulmanes) y los herejes quedaban, por lo ya apuntado, fuera de todo reconocimiento jurídico en el ámbito de la christianitas. Los herejes constituían en aquella sociedad movimientos híbridos de tipo religioso que se desdoblaban en sistemas antisociales, o en fenómenos anárquicos que asumían formas religiosas específicas según los lugares, como en el caso de los fenómenos de los pataros, valdenses, albigenses, y más tarde wiclefistas y husitas, por citar algunos grupos heterodoxos. Se debe añadir que, ni los reinos ibéricos (Portugal y España), ni los demás en la cristiandad europea de comienzos de la Edad Moderna, conocieron el hecho de la idolatría en el sentido bíblico del término, y que la idolatría, según ya la tradición bíblica, era considerada la más aberrante actitud religiosa que el hombre podía asumir. Será ésta una realidad con la que los europeos se encontrarán en las tierras del Nuevo Mundo bajo formas variadas, y que interpretarán estrictamente en el más puro y literal sentido bíblico antiguo testamentario, como una forma aberrante e intolerable de religiosidad.[12]Dicha realidad se impondré a los recién llegados, que deberán tratar el caso y asumir una actitud evangelizadora que asumirá formas radicales y contundentes para combatirla.

Las formas que esa radicalidad asume son variadas; necesitan ser encuadradas en la mentalidad jurídica de la época para entenderlas. Ante todo, se producen también como efecto político de la unidad de la fe, de la unidad buscada de la cristiandad (que muy pronto ella misma se encontrará dividida en su seno con interpretaciones opuestas del mismo cristianismo en tiempos de la Reforma protestante). Pero la parte católica en sus principios, y más tarde también la protestante, defenderán con ahínco, e incluso con violencia tales principios. Es el caso de la institución de la Inquisición en sus variadas formas: española y portuguesa, romana, episcopal, etc…[13]. En el caso protestante va también estudiada en tal contexto la intolerancia religiosa como en la Inglaterra anglicana, en los principados protestantes del luteranismo germánico, y en el calvinismo en sus dominios confesionales y políticos, ya a partir de Calvino en Ginebra.

Esta intolerancia dará origen en Europa a las penosas y largas guerras de religión, como en Francia, Holanda e Inglaterra, y sobre todo la larga “Guerra de los Treinta años”, que en el siglo XVII asolaría media Europa central. Hay que recordar sus raíces y sus consecuencias desastrosas: en los Países Bajos (1560-1579); en Francia (Hugonotes-calvinistas y católicos) (1562-1594): Edicto de Nantes (1598); la guerra de los Treinta años (1618-1648): Paz de Westfalia (1648). Las consecuencias jurídicas: en DSR 50, 230, 235, 519, 627, 1146): a) La paz de Augusta (1555): libertad de culto para los luteranos, pero no para los calvinistas, b) Guerra de los Treinta años (1618-1648) con 4 fases con vicisitudes de victorias y de derrotas alternas, y donde se encontraron empeñados todos los poderes políticos europeos, concluyéndose con la victoria práctica de las Potencias protestantes, la de Francia como Potencia emergente y la derrota diplomática del Imperio de los Habsburgo que representaban teóricamente los intereses de los católicos en el centro de Europa; c) la paz de Westfalia (1648) sanciona la nueva situación europea, se traza un nuevo mapa político; se reconoce a los protestantes, incluidos los calvinistas, la igualdad de derechos en el campo religioso (no a otros protestantes o confesiones religiosas disidentes) en los diversos territorios; se establece un criterio en las relaciones políticas entre los Estados, que la del “equilibrio”, que determinará el establecimiento de tratados y de paces (siempre efímeras en los siglos siguientes) entre los Estados europeos soberanos.

Además esta fecha señala el final definitivo del sistema político medieval, fundado sobre la autoridad imperial en el conjunto civil de la Christianitas, y la del Papa en el campo espiritual en la misma. Después de Westfalia, el Papado se verá excluido durante muchos tiempo en los congresos de carácter civil-político internacionales[14]. La violencia religiosa partió de los intereses políticos en juego, que con frecuencia instrumentalizaron a su provecho la cuestión religiosa. Típico de tal mentalidad fue el nacimiento y la praxis ya recordada del “cuius regio et illius et religio” que se impone políticamente tras la Paz de Augusta de 1555. El Príncipe político (= el Estado, cada vez más autárquico) es de hecho un “summus pontifex” secularizado, fuente indiscutible de moralidad al servicio del Estado. Se trata de una vuelta práctica a la antigua concepción autárquica del Estado vigente durante el Imperio romano del Estado como punto último y referencial de toda actividad religiosa, donde el derecho a la libertad de conciencia debe ceder ante los intereses del Estado.

Todo Estado tiene un códice de derechos en materia eclesiástica al que corresponden una serie de instituciones para salvaguardarlos y tutelarlos. Aquí entra la temática del “derecho divino de los reyes”. Jacobo I de Inglaterra, en Prefazione ammonitrice, escribía a comienzos del siglo XVII: "los Reyes como los Papas reciben su poder inmediatamente de Dios". Este principio será asumido por los variados poderes absolutos monárquicos de entonces; más adelante, totalmente secularizado, su ideología o concepción será asumida por las concepciones inmanentistas de todos los totalitarismos estatales. El absolutismo de Estado frente a la Iglesia ejercita sus pretendidos poderes, “ius circa sacra”, con los siguientes pretendidos derechos: ius inspectionis en la administración eclesiástica; ius cavendi de las acciones eclesiásticas; ius protectionis (dirección) de la Iglesia; ius reformandi de los abusos de la Iglesia. Usa de los siguientes medios o instrumentos jurídicos para actuar tal política: el "regium placet", el "exequatur", la "appellatio ex abusu", el "ius excludendi" (los prelados no gratos), y la "amortisatio" (sobre los bienes eclesiásticos: desamortización).

En base a estos principios, el absolutismo intenta legislar sobre las Órdenes religiosas, suprimiendo las menos dóciles a sus intenciones: incautó los bienes eclesiásticos, intentó instalar sus teorías en las universidades, en la enseñanza y en los mismos seminarios eclesiásticos a la hora de enseñar el derecho civil y eclesiástico. Estas posiciones serán aplicadas continuamente en la edad moderna, y desde los tiempos de la Revolución Francesa serán radicalmente aplicadas por los sistemas políticos que se imponen, primero en el mundo occidental, y luego en el resto del mundo (regímenes liberales y totalitarios contemporáneos)[15]. ¿Cómo reaccionaron los Papas y una buena parte del pensamiento jurídico y teológico católico ante estas posiciones? Sobre todo, ya en el siglo XVII, desde los tiempos de Westfalia, los Papas, como Inocencio X (1644-1655) ante la paz de Westfalia (1648)[16], Inocencio XI (1676-1689) frente a las posiciones de Luís XIV de Francia en su política eclesiástica (galicanismo político) defendieron la independencia de la Iglesia en su propia esfera.

Más tarde, en el siglo XVIII, después de la guerra de sucesión española (1700-1714) que cambia de nuevo el mapa del equilibrio europeo, y sobre todo en tiempos de Benedicto XIV (1740-1758), la Santa Sede intenta la vía de los concordatos con los Estados, sistema que perdura hasta nuestros días. Una parte consistente de teólogos y juristas católicos, sobre todo vinculados a las posiciones de Tomás de Aquino y de los grandes juristas de la Escuela de Salamanca del siglo XVI, así como otros pertenecientes a la Compañía de Jesús, como Roberto Belarmino y Francisco Suárez, negaron la teoría del “poder divino de los reyes” y con ello la trasmisión directa del poder político a una persona por Dios. Suárez propone una tesis en la que opone al absolutismo las justas exigencias democráticas: en la transmisión del poder político soberano es necesario la intervención de la sociedad: en el campo político el poder viene de Dios a través del pueblo. No hay que confundir el origen del poder político con su ejercicio. Según la idea de Tomás de Aquino y de sus seguidores de escuela, el bien común tiene que culminar en la sociedad.

Suárez, como otros pensadores de la Escuela jurídica de Vitoria ya en el siglo XVI, y otros en el mismo sentido en el XVII, sostiene incluso el derecho de una sociedad política a defenderse con la revuelta, si el príncipe (el poder político en ejercicio) viola el pacto establecido entre la sociedad y dicho poder en ejercicio (el príncipe) por el que el que el poder le fue transmitido. El ejercicio del poder por ello se encuentra subordinado al consentimiento de los derechos fundamentales del pueblo. Como se puede observar, estas posiciones preceden cronológica y ampliamente la elaboración de los derechos fundamentales proclamados a lo largo del siglo XVIII por varios pensadores de la ilustración. Por ello también en el siglo XVII los absolutismos políticos y los regalismos en sus diversas formas, combaten con determinación a los sostenedores de estas posiciones de derecho político, los que con frecuencia pertenecían a la Compañía de Jesús; y tampoco pueden excluirse de los motivos que empujaron a los gobiernos ilustrados de la época a su supresión.

Notas

  1. V. Carro, La Teología y los Teólogos juristas españoles ante la conquista de América, Salamanca 1951², pp. 99-169.
  2. El Código de Justiniano (Codex Iustinianus) es una recopilación de constituciones imperiales promulgada por el emperador Justiniano, en una primera versión, el 7 de abril de 529, y en una segunda, el 17 de noviembre de 534. Este último forma parte del denominado Corpus Iuris Civilis. El 16 de noviembre de 534 se promulgó el "segundo" Código de Justiniano (denominado en ocasiones Codex repetitae praelectionis), quedando derogado el anterior y prohibida su alegación. Está estructurado en 12 libros, divididos en títulos, que contienen las constituciones.
  3. Bartolomé Díaz, que llega hasta el Cabo de Buena Esperanza en 1498, parece ser que muere durante el viaje de vuelta hacia Portugal (29.5.1500?).
  4. Había nacido en Covilhã en Beira (Portugal). Pasó de joven a Castilla y entró al servicio de Don Juan de Guzmán, hermano de Enrique de Guzmán, segundo duque de Medina Sidonia. Más tarde al estallar la guerra entre Castilla y Portugal, volvió a su patria al servicio del rey Alfonso V de Portugal y luego de su sucesor Juan II.
  5. Francisco Alvarez, The Prester John of the Indies , Chapter CIV: “How Pero de Covilham, a Portuguese, is in the country of the Prester, and how came here, and why he was sent", Hakluyt Society, Cambridge 1961, pp. 369–376. Francisco Álvares, era un misionero que llegó a Etiopia en 1520, y encontró a Covilhã , “preso político” desde su llegada, y allí morirá poco después. El viajero inglés James Bruce en Travels to Discover the Source of the Nile (1805 edition), vol. 3, p. 135, habla de estos hechos. Cf. Chisholm, Hugh, ed. (1911): Encyclopædia Britannica (11th ed.). Cambridge University Press.
  6. Fuentes de las primeras décadas del s. XVI hablan de un libro que habría llegado a Etiopia desde Roma durante el reinado del Negus Zara Yakob (1434-1468), y que dicho libro habría vuelto a Roma en 1526 durante la embajada del misionero portugués Álvarez. Cf. Bibliotheca Missionum (P.U.Urbaniana), nn. 442 y 497; T. Tamrat, Church and State in Ethiopia 1270-1557, Clarendon, Oxford, 1972, p. 266.
  7. Dom Vasco da Gama, conde de Vidigueira e virrey de las Indias Orientales (Sines, 3 settembre 1469 – Cochin, 24 dicembre 1524), explorador portugués y primer europeo que navegó directamente hasta la India doblando el Cabo de Buena Esperanza.
  8. Llegará a Mombasa (actual Kenia) el 7.4.1498 y a Calicut (India) el 20.5.1498, siendo la primera vez que una nave europea tocaba las costas de la India, concertando algunos tratados comerciales, hostilizados por los mercaderes árabes, con el príncipe de Calicut, comienzo de la presencia portuguesa en la India. Vuelve a Lisboa el 9 de septiembre de 1499, acogido triunfalmente, y honrado con el título de “Almirante del Océano de la India”. Se llegaba así a realizar el proyecto comenzado ochenta años antes por los navegantes portugueses. El poema épico nacional portugués de Luís Vaz de Camões, Os Lusiadas, trata principalmente de los viajes de Vasco da Gama. Fue publicado en 1572 durante el renacimiento en Portugal, cuando los Autores renacentistas se inspiraban en la cultura greco-latina: Autores, como la Homero en su Odisea y Virgilio en su Eneida constituyen obras que inspiraron poéticamente a Camões. En diez cantos, subdivididos en ocho versos, Os Lusiadas trata sobre los viajes de los portugueses por “mares nunca dantes navegados”. Una de las características de la épica es la narración de episodios históricos o legendarios de héroes que poseen cualidades superiores. Cf. Aragão, Augusto Carlos Teixeira de. D. Vasco da Gama e a Villa da Vidigueira. Typographia Universal, Lisboa, 1871; Aragão, Augusto Carlos Teixeira de. Vasco da Gama e a Vidigueira: Estudo historico. Imprensa Nacional, Lisboa.
  9. Eugenio IV, Bula Dudum cum ad nos (1436), en S. Palermo SCJ (Ed.), Africa Pontificia, I, n. 2, Roma 1993, pp. 51-52.
  10. Nicoló V, Bulas Dum diversas (18.6.1452) y Divino amore communiti (18.6.1452): en Africa Pontificia, I, nn. 3 y 4, pp. 52-54.
  11. Nicoló V, Bula Romanus Pontifex (8.1.1454): en Africa Pontificia, I, n. 5, pp. 54-57.
  12. Es un dato importante la publicación de numerosas obras de misioneros en catecismos y en obras específicas sobre la idolatría en los dos primeros siglos de la presencia cristiana evangelizadora en América.
  13. Cf. Vacandard, The Inquisition (L’Inquisition); J. Lecler, La libertad religiosa, (trad. franc.) Madrid 1966; Sobre la Inquisición en España y América: J. Pérez Villanueva - B. Escandell Bonet et Alii, Historia de la Inquisición en España y América. El conocimiento científico y el proceso histórico de la Institución (1478-1834), vol. I, BAC, Madrid 1984; B. Llorca, La inquisición en España, Ed. Labor, Madrid- Buenos Aires- Rio de Janeiro 1936; F. Pappalardo, Lo "scandalo dell'Inquisizione". Tra realtà storica e leggenda storiografica, en Processi alla Chiesa. Mistificazione e apologia, a cura di Franco Cardini, PIEMME, Casale Monferrato 1994, 329-352.
  14. Cf. Las guerras de religión: DSR 50, 847,1062, 627, 1146, 521, 537; G. Martina, Storia della Chiesa, vol. 2, Morcelliana, Brescia, 1994, pp. 155-208.
  15. La disociación entre la unidad religiosa y la unidad política se desarrolla teóricamente, sobre todo con el llamado iusnaturalismo. Se suelen citar autores protestantes alemanes y holandeses, sobre todo calvinistas, bajo tal perspectiva como: Samuel Pufendorf (1632-1694); Christian Thomas (Thomasius: 1655-1728); Hug van Groot (Ugo Grozio: 1583-1645). Y a partir de presupuestos prevalentemente filosóficos autores como: Spinoza, Roger Williams [un pastor protestante emigrado a las colonias anglosajonas de Norteamérica] (The Bloudy Tenet of Persecution for Cause of Conscience, London 1644), Locke (Epistula de tolerantia, escrita en 1685: año de la abolición del edicto de Nantes (que revocaba la libertad dada a los hugonotes franceses en tiempos del rey Enrique IV de Borbón (13.5.1598); la obra fue publicada en inglés y en latín en 1689).
  16. La Santa Sede rechaza las cláusulas religiosas y los términos prácticos de la paz de Westfalia. El nuncio de entonces ante el Imperio, Chigi – futuro Alejandro VII –, intenta en vano intervenir en el asunto. El papa Inocencio X protesta con la bula Zelo domus Dei (20.11.1648); cfr. en S. Z. Ehler – J. B. Morrall, Chiesa e Stato attraverso i secoli, Ed. Vita e Pensiero, Milano, 1958, pp. 222-232: el contenido de las clausulas religiosas de dicho Tratado.

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FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ