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Religiosidad natural y sacerdocio en la América precolombina
El «hecho religioso», es decir, las creencias, ceremonias, y cultos, que una persona o una comunidad realiza debido a tener y vivir según una cosmovisión trascendente, es una realidad presente en todos los tiempos y culturas. El hecho religioso se hace manifiesto especialmente por medio de imágenes y espacios arquitectónicos que esa comunidad construye, siendo un hecho tan universalmente realizado que es sumamente difícil encontrar algún pueblo en cualquier época y nivel de desarrollo, que carezca de él. Obviamente también en todos los pueblos y culturas precolombinos encontramos constatada esa realidad; desde los pueblos nómadas cercanos a los polos y los que habitaban en las selvas sudamericanas, hasta las civilizaciones más desarrolladas (mayas, aztecas, toltecas, quechuas y chibchas) ubicadas entre los trópicos de Cáncer y Capricornio, el «hecho religioso» es profusamente evidente; ya sea como «naturismo», fetichismo», «animismo», «totemismo» , «idolatría» o «magia» . El divinizar y adorar la naturaleza de un modo u otro condujo fatalmente todos los pueblos precolombinos al Politeísmo.
Elemento básico de la religiosidad de una comunidad es el sacerdocio, es decir, la capacidad que tendría una persona para poder ofrecer a la divinidad sacrificios y realizarle peticiones. Tlamacazquis entre los aztecas, Ajk-uhun entre los mayas, Villaq Umu entre los incas, todos ellos tenían una posición relevante en sus sociedades, desempeñando tareas tales como la adivinación y el consejo, además de presidir las ceremonias para ofrecer a sus respectivos dioses distintos tipos de sacrificios, frecuentemente humanos.
En la mayoría de las fuentes históricas se manifiesta la realización de esa práctica ritual en diferentes culturas prehispánicas a lo largo del Continente. El célebre investigador e historiador mexicano Miguel León-Portilla, basándose en las crónicas de los europeos, los informes indígenas y la evidencia arqueológica, señala la frecuencia de los sacrificios humanos entre los pueblos prehispánicos mesoamericanos.
También la Enciclopedia Británica, en su edición de 2007 habla de la historicidad de los sacrificios humanos en la América prehispánica: “El ofrecimiento sacrificial de humanos a un dios ha sido bien establecido sólo en pocas culturas. En lo que hoy es México la creencia de que el sol necesitaba de alimento humano condujo al sacrificio de miles de víctimas anualmente en los rituales del calendario azteca y nahua del maíz. Los incas restringían los sacrificios masivos a la ascensión de un soberano”. El sacerdocio cristiano
La Doctrina de la Iglesia considera a Jesucristo como «sumo y eterno sacerdote» (Hb.7, 26-28) porque Él no ofreció víctimas -corderos, novillos, personas, etc.- como expiación de los pecados y la salvación de las personas, sino que Él mismo, sin tener pecado alguno, se ofreció a sí mismo al Padre como víctima por nuestros pecados, de una vez y para siempre. Y para hacer llegar a todos los hombres de todos los tiempos Su gracia y salvación, el mismo Cristo instituyó a los apóstoles como transmisores de la misma: “haced esto en memoria mía” (Lc.22.19); es decir, instituyó el sacerdocio cristiano.
Por tal razón “Entre los diversos ministerios que existen en la Iglesia, ocupa el primer lugar el ministerio de los obispos que, a través de una sucesión que se remonta hasta el principio, son los transmisores de la semilla apostólica. (L.G 20)”. Y dadas las limitaciones naturales que tiene todo ser humano -principalmente de tiempo y espacio- los obispos -sucesores de los apóstoles- tuvieron que hacer partícipes de su ministerio a colaboradores preparados para ello:
“Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo, hizo a los obispos partícipes de su misma consagración y misión por medio de los apóstoles de los cuales son sus sucesores, Estos han confiado legítimamente la función de su ministerio en diversos grados (diáconos y presbíteros) a diversos sujetos en la Iglesia (L.G 28).” “El ministerio de los presbíteros, por estar unido al Orden episcopal, participa de la autoridad con la que el propio Cristo construye, santifica y gobierna Su Cuerpo”.
Aquel miembro de la Iglesia que, a juicio del Obispo, tiene la capacidad y preparación suficiente para hacerlo partícipe de su responsabilidad al servicio de su grey, por medio de la imposición de las manos recibe el sacramento del Orden con el cual se consagra como sacerdote. “Los presbíteros, aunque no tengan la plenitud del sacerdocio y dependan de los obispos en el ejercicio de sus poderes, sin embargo están unidos a éstos en el honor del sacerdocio y, en virtud del Sacramento del Orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote,, para «anunciar el Evangelio» a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino. (L.G. 28).” Los primeros sacerdotes católicos en América
En la expedición que descubrió América en 1492 no viajó ningún sacerdote, situación entendible puesto que el objetivo era la exploración de posibles rutas marítimas y no la evangelización; sin embargo alguno debía haber venido para atender las necesidades espirituales de las tripulaciones de las carabelas. El hecho es que será hasta el segundo viaje de Colón que arribó a las islas del Caribe el 3 de noviembre de 1493, cuando dio inicio la presencia en el Nuevo Mundo de sacerdotes cristianos
El primer grupo de sacerdotes llegó presidido por fray Bernardo Boyl quien, a petición de los Reyes Católicos, fue designado por el Papa Alejandro VI «Vicario apostólico» mediante la bula «Piis fidelium» del 25 de junio de 1493, en la que le otorgaba amplias facultades.
Con el Padre Boyle viajaron los sacerdotes fray Rodrigo Pérez O.F.M y fray Juan Infante O.M. Acompañaron a estos tres primeros sacerdotes un grupo de misioneros laicos pertenecientes a las terceras Órdenes: Román Pané, de los jerónimos; y los franceses Juan Deleulde y Juan Tisim, de los franciscanos. El 6 de enero de 1494, el Padre Boyle celebraba la misa de la fundación de la ciudad de Isabela, al norte de la isla «La Española» (hoy República Dominicana) primer asentamiento permanente de España en «Las Indias». Obviamente en un principio, los primeros evangelizadores conocían solo una pequeñísima parte del «Nuevo Mundo», de sus dimensiones geográficas, poblacionales y culturales, ignorando casi todo de su problemática humana; sin embargo, en su conciencia estaban presentes las palabras del mandato de Jesús: “Denles ustedes de comer” (Lc. 9,13). Poco a poco y en medio de sus limitaciones y no pocos problemas, los primeros sacerdotes y misioneros fueron ampliando el conocimiento de la realidad, la problemática y las dimensiones de Las Indias. Y como consecuencia, en todos sus informes a la Corona y a Roma había siempre una constante: la solicitud del envío de más misioneros.
Después del desastroso gobierno de Cristóbal Colón y de su sucesor Francisco de Bobadilla, quien fue enviado como Juez para arrestar al Almirante, en abril de 1502 arribó a La Española el Padre Guardián Alonso del Espinal O.F.M., al frente de un grupo de 17 franciscanos: doce sacerdotes y cuatro hermanos legos. A partir de entonces, «llovieron los frailes» : Según Schäfer, los misioneros llegados a las Américas en el siglo XVI habrían sido: 2200 franciscanos; 1600 dominicos; 300 agustinos, 350 jesuitas y 600 clérigos seculares.
Primeras inquietudes por la formación de un clero nativo
De los primeros años de la evangelización no existe documento o fuente alguno que manifieste la menor inquietud o preocupación por hacer partícipes del Orden sacerdotal a los indígenas. Lógicamente la preocupación de los misioneros se centraba en bautizarlos para hacerlos hijos de la Iglesia, y acercarles los sacramentos de la penitencia, y la unción de los enfermos para asegurarles su salvación.
La temática sacramental abordada por la Tercera Junta Apostólica celebrada en México en 1537, abordaba únicamente lo referente a las ceremonias del bautismo, la confirmación y la casuística del matrimonio.
Pero conforme fue avanzando la integración de los indígenas a la cultura occidental cristiana, principalmente mediante la creación de escuelas para indígenas, donde a miles se les enseñó el alfabeto, la aritmética y el catecismo, y algunos cientos de ellos demostraron tener una muy buena capacidad, además de un propio interés por desempeñar una mayor responsabilidad, la pregunta sobre la posibilidad de hacerlos partícipes del Orden Sacerdotal empezó a hacerse presente: ¿podrían hacerse presbíteros a los indígenas? La respuesta a esta pregunta aparece en Nueva España quizá por vez primera y en sentido positivo, en un escrito del provincial de los dominicos fray Domingo de la Cruz, quien escribe a las autoridades: “…conviene para el servicio de Dios y de su Majestad e conversión de los indios (que) habrá personas naturales que entren en religión e sean clérigos como han comenzado y será gran fruto para los dichos yndios.”
Pero casi de inmediato también de entre los mismos dominicos surgieron opiniones en contra a la ordenación de los indígenas; así fray Domingo de Betanzos escribe: “Porque aún en el Sacramento de la Eucaristía no se les administra por muchos motivos, que personas muy doctas e religiosas para ello tienen, así por ser nuevos en la fee, como por no entender bien que cosa sea e cómo se deba recibir tan alto sacramento.” La frecuente inclinación tanto al vicio del alcohol como a la ancestral poligamia, ayudaron a la mentalidad de negar el Orden sacerdotal a los indígenas.
Ante estos argumentos contrarios entre sí, el problema fue presentado para su estudio y discernimiento a un selecto grupo de teólogos españoles, entre los que estaban Alfonso de Castro, Andrés Vega y el célebre maestro de la Universidad de Salamanca fray Francisco de Vitoria O.P. En enero de 1543 este grupo dio su parecer: si los naturales han sido considerados dignos del bautismo, debe abrírseles la puerta a todos los demás sacramentos y a todos los misterios de la fe cristiana; desde luego distinguiendo entre lo que se adapta a la catequesis general, y el rigor propio que debe haber en el ámbito de las aulas.
Opiniones discrepantes en ámbitos formales
Una lectura atenta de los Concilios Provinciales, especialmente los celebrados en Perú, nos permite comprender como fue incrementándose la atención al tema de la formación de un clero indígena entre las autoridades eclesiásticas: El primer Concilio de Lima, celebrado en 1552 no hace mención alguna sobre la ordenación sacerdotal a los indígenas; en cambio el Segundo Concilio de Lima celebrado en 1567 si aborda el tema, expresando una clara prohibición a ordenar indígenas; el Tercer Concilio Limense -sin duda el más importante- celebrado en 1582, retomó la prohibición del anterior concilio, pero dejó abierta la puerta a que más adelante el Sacramento del Órden se pudiera administrar a los indígenas. El padre José de Acosta S.J, principal teólogo y redactor de ese Tercer Concilio ya había escrito en una de sus célebres obras: "Sobre las ordenaciones de los indios no hay mucho que decir; con sabiduría fue ordenado por nuestros Superiores (del Concilio de 1567), que no se dé a ningún indígena las órdenes eclesiásticas”. Como argumento aduce Acosta que el tiempo para los indígenas todavía no ha llegado.
Sin embargo, fue un progreso que el Tercer Concilio Provincial de Lima formalmente dejase abierta la puerta a las ordenaciones de indígenas: "En cuanto se refiere a impartir la ordenación sacerdotal, especialmente el presbiterado, los obispos deben estar atentos a proveer operarios para la misa de los indígenas ..., a fin que los que son llamados por Dios a la gracia del evangelio, tengan, si es posible, un número de pastores celosos. Si hay candidatos aptos, que se ordenen, y si éstos se quieren dedicar a la instrucción de los indígenas, éstos no deben ser de ningún modo impedidos, porque no tienen ningún «Patrimonio», más bien, si la Iglesia necesita de éstos, se deben buscar e invitar, si son probados en costumbres y en modo suficiente formados, y si no son impedidos en la lengua indígena. Se pueden pues ordenar «ad titulum doctrinae Indorum» a los que los obispos juzguen capaces, aunque no puedan asignarles ninguna parroquia”.
Según este texto, aún los indígenas podían ser admitidos al Sacramento del Orden, si respondían a estas exigencias. Autores como Schmidlin, Huonder, Leturia, subrayan que los Padres del Tercer Concilio Provincial de Lima se contentaron con las reglas generales y dejaron la aplicación de éstas al juicio de cada obispo. La cuña de los mestizos en el gradual zanjamiento de la cuestión
La necesidad de contar con un clero nativo, aunque no fuera muy evidente pues España seguía enviando una «lluvia de frailes», no ocultaba la realidad de que “la mies es mucha y los operarios pocos…” (Mt.9,35) y se hacía notar cada día más.
Poco a poco la solución empezó a abrirse paso por los caminos que la misma realidad social presentaba: que la formación de un clero «nativo» no tenía por qué limitarse a los indígenas racialmente puros: los mestizos, cada día en número creciente, también pertenecían a la realidad social del Nuevo Mundo.
El mismo Santo Toribio de Mogrovejo, si bien nunca ordenó a un indígena racialmente puro, empezó, con mucha discreción, a ordenar a algunos mestizos. Cada obispo empezó a conferir el Orden Sacerdotal a mestizos e indígenas, según su parecer y prudencia. En 1539, los obispos mexicanos reunidos en una junta eclesiástica, declararon que los indígenas considerados aptos podrían ser ordenados a las cuatro ordenes menores de la iglesia (o sea mozo, lector, exorcista y acólito). La ordenación de mestizos siguió el ejemplo del Perú El clero nativo en la contemporánea «implantación de la Iglesia»
En el siglo XX, los Romanos Pontífices hicieron ver la necesidad de introducir la organización jerárquica diocesana en tierra donde anteriormente no había existido; a esta misión le llamaron «implantación de la Iglesia».
Benedicto XV en su encíclica misionera Maximum Illud (1919), Pío XI en Rerum Ecclesiae (1926) y Pío XII en Evangelio Praecones (1951), enfatizaron la forma-ción de un clero y un episcopado nativo como una parte integral de la plantación de la iglesia. En los años que seguían a la publicación de estos documentos papales se formaron jerarquías nativas en varios «países de misión», y aún en otros de antigua Cristiandad indiana. La «plenitud del Orden sacerdotal» que es la Consagración de Obispos, llegó también a mestizos e indígenas.