Diferencia entre revisiones de «GUADALUPE; Raíz del mundo católico iberoamericano»
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Revisión del 05:54 16 nov 2018
El México actual es hijo de encuentros dramáticos de mundos antiguos muy diversos, aparentemente inconciliables, acontecidos a partir del siglo XVI. Cuando se encuentran, se enfrentan con violencia al principio; luego se acabarán abrazando y generando una nueva vida. Salvador de Madariaga describió en su vida de Hernán Cortés la dramaticidad de aquel encuentro, representando por Moctezuma y Cortés el martes 8 de noviembre de 1519, dándonos en unas pinceladas la descripción de los dos mundos: “Eran las dos puntas de lanza de dos civilizaciones mutuamente extrañas, frente a frente por primera vez después de siglos enteros de historia separada. Tras de cada uno de aquellos dos hombres se extendía un mundo de espíritu humano apartado del otro mucho más hondamente que por el mero accidente del lenguaje, viviendo, pensando, esperando, tejiéndose en la trama del tiempo y del espacio por hilos de vidas y de muertes individuales en diseños tan diferentes de los diseños del otro como si hubiesen encarnado en planetas diferentes del vasto cielo que sobre ambos se extendía. Nada tenían en común salvo la carne…”.
En aquellas miradas dramáticas, comienzo de una historia difícil y atormentada, iba a nacer el México moderno, y a partir de él, todo el mundo cultural de lo que hoy llamamos América Latina. Por ello, hemos titulado uno de los ensayos históricos consagrados al tema: “Guadalupe, pulso y corazón de un pueblo. El Acontecimiento guadalupano, cimiento de la fe y de la cultura americana” (Encuentro, Madrid 2004). La llegada de aquellos españoles a las nuevas tierras descubiertas, hacía pensar a muchos que la evangelización de los habitantes de aquellos lugares resultaría sin dificultad, al considerar que los indígenas eran personas simples. Sin embargo, la realidad era muy distinta; lo que parecía una conquista fácil se convertiría en un duro proceso de conquista, como escribía el misionero jesuita P. José de Acosta, buen conocedor de México y de Perú: “No piense nadie que diciendo indios, ha de entenderse hombres tronchos; y si no llegue y pruebe. Atribúyase la gloria a quien se debe, que es principalmente a Dios y a su admirable disposición, que si Moctezuma en México y el Inca en el Perú, se pusieran a resistir a los españoles la entrada, poca parte fuera Cortés, ni Pizarro, aunque fueron excelentes capitanes, para hacer pie en la tierra.”.[1]
Es necesario asomarse a ese complejo mundo antiguo, rico en sus culturas y lleno de contrastes, para acercarse al momento de “la conquista” y entender algo más la formación no solamente de México, sino de todo Iberoamérica o Latinoamérica como prefiera llamarse y la parte que en ella tuvo el Acontecimiento Guadalupano desde sus comienzos. Etnica y culturalmente la América Latina de hoy ya no coincide con aquellos mundos antiguos: ¿cómo se ha formado su temperamento cultural mestizo actual? Sus raíces antiguas se mezclaron con otras más recientes. Esas raíces se ahondan en un acontecimiento de gracia que es lo que lo ha configurado. Las turbulencias de la conquista en el siglo XVI de ningún modo habrían podido permitir la posibilidad de un encuentro. Pero las carencias históricas fueron rebasadas por el poder misterioso de la gracia divina.
La preparación al bautismo en los indios recién bautizados en realidad no tuvo que ser mucha; lo que sí se sabe es que su adhesión a la fe cristiana fue sincera. Ello les llevó sin duda alguna a rechazar algunas costumbres de su religión ancestral, que para todo indio era la raíz de la vida. No todo en su antigua religión era despreciable; poseían un profundo sentido religioso, el ansia de felicidad y de vida, y no pocos valores naturales como el amor a Dios sobre todas las cosas, el respeto por el prójimo, la sobriedad y la templanza, el sentido del sacrificio, el control de la agresividad e incluso la disponibilidad a entregar la vida en servicio de Dios: ser “vaso y tubo del águila”, como dice un antiguo dicho mexica, ofreciendo incluso su vida o sirviendo en sus templos. El indígena también podía descubrir que la religión cristiana le ofrecía la total cercanía de Dios, no sólo de manera alegórica por medio de “flores y cantos”, como rezan algunos de sus códices antiguos, o de los sacrificios humanos para alimentar la fecundidad y la vida del cosmos. Un nuevo cristiano podía descubrir las desviaciones de la propia antigua religión, como la poligamia, las borracheras y una abultada lista de degradaciones humanas, que culminaban en los sacrificios rituales humanos. No se puede callar el conflicto que la ruptura con sus antiguas tradiciones religiosas traía consigo para un indígena cristiano nuevo; romper con el pasado significaba romper con su historia y el sacrificio de toda su cultura, su religión y su historia. ¿Era esto posible sin más?
El Acontecimiento Guadalupano constituye un ejemplo cumplido de lo que hoy se ha dado en llamar “ inculturación”, pero que hace cinco siglos era impensable por el antagonismo que existía entre aquellos dos mundos. Dos visiones religiosas y culturales imposibles humanamente de reconciliar; pero además, la violencia del contraste hundía todo puente posible entre los dos. Y sin embargo se encontraron. La imagen impresa en la tilma (manta) del indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin hace cinco siglos sigue en su lugar, y algunos de sus aspectos siguen siendo todavía un reto. A esto se refiere el cardenal arzobispo de México, cuando muy certeramente se pregunta en una de sus cartas: “¿Cómo podríamos existir nosotros si su amor de Madre no hubiera reconciliado y unido el antagonismo de nuestros padres españoles e indios? ¿Cómo hubieran podido nuestros ancestros indios aceptar a Cristo, si Ella no les hubiera complementado lo que les predicaban los misioneros, explicándoles en forma magistralmente adaptada a su mente y cultura?”.
En ese mundo estaban presentes el sentido religioso y las semillas del Evangelio, a pesar de las confusiones y las nieblas de las expresiones religiosas. Cuando llegó el momento oportuno, a principios del siglo XVI, el Verbo Encarnado se hizo presente a través de cristianos de a pie y de misioneros, todos ellos “cristianos pecadores”, como dirán algunos historiadores modernos al hablar del espíritu que les animaba; el resultado final fue la plena incorporación de los indios a la Fe cristiana. Y aquí hay que hacer una referencia necesaria al otro aspecto de la nueva sangre del pueblo iberoamericano. La autoconciencia fundamental de conquistadores y misioneros de la primera hora estaba radicada en su fe cristiana. Esta experiencia amalgamaba en ellos su fe convencida con sus deficiencias notables, y al mismo tiempo les daba una especie de conciencia casi mesiánica universal.
Se habla de que el mundo católico iberoamericano o latinoamericano respira con dos pulmones. El primer pulmón es la profunda presencia de Cristo en los Misterios de su vida (desde el nacimiento a la pascua). El otro pulmón es el mariano, que en cada país se colorea de un rostro devocional concreto de María, pero donde refulge sobre todos el de Maria de Guadalupe, que como escriben los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla en 1979, "es el Evangelio, encarnado en nuestros pueblos, lo que los congrega en una originalidad histórica cultural que llamamos América Latina. Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe, que se yergue al inicio de la evangelización".[2]
Ante la situación dramática señalada sucede el milagro del encuentro que, como escribirá Fray Trobio de Benavente Motolinía, uno de los frailes franciscanos misioneros, en una famosa carta a Carlos V, veía humanamente imposible, si no intervenía Santa María. Sucedió el milagro con el Acontecimiento guadalupano. "El embajador de Santa María de Guadalupe", como lo llama el documento indígena fundamental, el "Nican Mopohua", fue el indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin. Pertenecía étnicamente a aquel viejo mundo, pero por el bautismo formaba ya parte de una nueva historia de salvación. Aquellos dos mundos se reconocerán en aquel rostro humano de María, imagen y madre de la Iglesia. Este aspecto fue también subrayado por Juan Pablo II al canonizar a Juan Diego y declarar a la Virgen de Guadalupe patrona del Continente americano. La importancia del Acontecimiento guadalupano, incluso en la gestación de la identidad mexicana, lo reconocía ya en el siglo XIX uno de los padres del liberalismo mexicano, Ignacio Manuel Altamirano: "En la Virgen de Guadalupe están acordes no sólo todas las razas que habitan el suelo mexicano, sino lo que es más sorprendente aún todos los partidos que han ensangrentado el país, por espacio de medio siglo. En los casos desesperados, el culto a la Virgen mexicana es el único vínculo que los une. Allí son igualados todos, mestizos e indios, aristócratas y plebeyos, pobres y ricos, conservadores y liberales. El obispo español Zumárraga y el indio Juan Diego comulgaron juntos en el banquete social, con motivo de la Aparición, arrodillados ante la Virgen en la misma grada. En cada mexicano existe siempre una dosis más o menos grande de Juan Diego".[3]
En la Ciudad de México, en la “Plaza de las Tres Culturas” hay una lápida que reza así: “El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendido por Cuauhtemoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota. Fue doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy". Esta lápida colocada allí por un gobierno liberal constata el hecho, aunque no explica lo que hizo posible aquel nacimiento: el Acontecimiento cristiano. Como ha escrito el historiador mexicano José Vasconcelos, hay que mirar al mestizaje no como un simple fenómeno biológico, sino como un fenómeno cultural. Pues bien en el fondo de este hecho cultural encontramos que "hay algo que le da profunda unidad y es el substrato católico", del que hablan los Obispos Latinoamericanos.[4]Esta afirmación de los obispos latinoamericanos en Puebla nos indica que es en el Acontecimiento guadalupano donde se encuentra el acta de nacimiento del catolicismo latinoamericano.
La Virgen de Guadalupe es un temprano signo de la finura y de la fuerza del mestizaje cultural creado por el catolicismo. El gran milagro es que esta conciencia de pertenencia católica haya llegado hasta hoy a lo largo de los siglos superando las numerosas peripecias, con frecuencia dramáticas, de su historia. En el caso de México, ni los conflictos internos de su historia, ni las represiones sangrientas contra la Iglesia, ni las agresiones exteriores han podido extirpar tal conciencia católica. De estas raíces nace el temperamento católico latinoamericano que se ha fraguado en este marco y con esta tierra, con sus luces y sus sombras, su religiosidad y su pasión, sus virtudes y sus contradicciones. Precisamente el Acontecimiento Guadalupano, lejos de ser legendario, constituye la raíz para entender este proceso.
La imagen impresa en la tilma (manta) del indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin sigue en su lugar, en la Basílica de Guadalupe; en los millares de templos y capillas, en calles y plazas, negocios y fábricas y en los hogares particulares, pero sobre todo en el corazón de cada mexicano e iberoamericano. La fuerza orgullosa de los dos pueblos era un caparazón que en definitiva arropaba corazones afables, apasionados y decididos por la vida, como recordaba hace ya casi cinco siglos el franciscano Torquemada.[5]Todos los hijos de ambas tradiciones eran hijos de miserias y de pecados sin fin, que llevaban encima. En el misterio cristiano, en el encuentro con Cristo cuya cruz va estar muy presente en toda la historia católica latinoamericana, descubren todos cómo el “sacrificio divino había lavado los pecados del mundo y abolido los demás sacrificios; había hecho del hombre un espíritu universal y de la Tierra un hogar humano; había borrado las barreras del color entre los hombres y abierto a todos las puertas de la igualdad por la conversión a la fe”.[6]El resultado ha sido el nacimiento de un pueblo que lleva en las venas la gloria y los dolores de ambas sangres. Aunque el milagro Guadalupano reconcilió a indios y españoles, sin embargo no convirtió a ninguno de los dos en santos ni en sabios; la gracia no violenta la naturaleza o la libertad de la persona. A lo largo de su historia, esta tensión ha estado siempre viva y latente, como el misterio de unas venas abiertas por las que circula sin cesar una sangre muy viva.
Este encuentro constitutivo estuvo dominado por una intensa dialéctica de conquista y de evangelización. Alcanza todas las formas "políticas" y culturales del vivir humano, desde el rechazo inicial de las culturas nativas, a su aceptación e integración debido a la "convivencia" entre los distintos grupos, gracias al catolicismo que ha dado la posibilidad a un proceso de evolución, de intercambio y de comprensión. Por ello el arte en sus multiples manifestaciones y la religiosidad popular son expresiones auténticas de esta inculturación del Acontecimiento cristiano en estos pueblos. Durante los tres primeros siglos de la evangelización de América latina, las formas populares echan sus raices y adquieren características muy bien definidas.
La misma imagen mestiza de Santa María de Guadalupe es el hecho que da la clave para leer esta trabajosa historia. Ella ha sido el símbolo eficaz desde 1531 de este milagro operado por el anuncio del Acontecimiento cristiano en el Nuevo Mundo. Por ello, es justo el apelativo que ya le dieron los próceres Hidalgo y Morelos en México a la Virgen de Guadalupe de “Madre de la patria” y “Madre y Reina de nuestra libertad”. Y por ello, a la hora de las independencias criollas a comienzos del siglo XIX, estuvo muy presente y de nuevo se sigue celebrando en los bicentenarios de aquellos momentos dramáticos.
Notas y referencias
BIBLIOGRAFÍA
- Acosta José de. Historia Moral y Natural de las Indias. (1590). FCE, México, 1979
- CELAM. Documento de Puebla, 1979
- Altamirano Ignacio Manuel. La Fiesta de Guadalupe, 1884, en Testimonio históricos Guadalupanos.
- Madariaga Salvador de, Hernán Cortés, Espasa Calpe, Madrid, 1986
- Torquemada Fray Juan de, Monarquía indiana, Porrúa, México, 1986.
FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ