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Revisión actual del 18:52 10 ago 2020
Desde la época colonial el matrimonio católico era la única forma legítima de unión entre un hombre y una mujer con efectos civiles. Su carácter sacramental consagrado por el Concilio de Trento en el siglo XVI fue recogido por la legislación castellano-indiana, así como también sus condiciones de validez y rito, estableciendo la jurisdicción eclesiástica en materia de asuntos matrimoniales.
Por real cédula de 1562, las disposiciones tridentinas fueron aplicables dentro del imperio hispánico, y la adaptación de los cánones relativos al matrimonio fue cumplida por los concilios provinciales de Lima y México en el siglo XVI, y por los sínodos diocesanos celebrados en las distintitas ciudades de América Hispana. Los diversos usos y costumbres indígenas y la gran movilidad de pobladores en la región hicieron del matrimonio un instrumento de evangelización, a la vez que exigía mayor control por medio de la información de soltería que los futuros consortes debían rendir. Esta situación jurídica se mantuvo sin mayores alteraciones durante la república en que el matrimonio fue una institución a mitad de camino entre su regulación canónica hasta su definición netamente civil con la promulgación de la ley de matrimonio en 1884.
En el marco jurídico de un Estado católico establecido por la Constitución Política de 1833, el matrimonio y las materias relativas a éste como su nulidad y la separación de los cónyuges quedaron comprendidas tanto dentro del derecho canónico como del civil. Este orden de cosas fue recogido por el Código Civil vigente desde 1857 que entregó a la Iglesia católica la jurisdicción sobre el matrimonio y su registro en los archivos parroquiales. El Código reconoció al matrimonio canónico como el único válido para la sociedad chilena regulando sólo sus efectos civiles. De manera expresa, se mantuvo el derecho canónico como fuente principal en materia de matrimonio, excepto en los casos en que éste disonase con el espíritu de las instituciones republicanas.
Los esponsales fueron un ejemplo de esa tensión. Esta institución consistía en la promesa de matrimonio hecha entre los futuros esposos, que en la práctica se había asimilado al matrimonio y que poseía un carácter contractual cuyo cumplimiento podía ser exigido ante los tribunales civiles. El Código eliminó los esponsales, estableciendo que eran un hecho privado que de ningún modo podía exigir del otro consorte el matrimonio o una indemnización. De esta forma, prevaleció la libertad individual en la celebración del mismo.
La institución matrimonial se basó en la indisolubilidad del vínculo, la trascendencia a través de los hijos y las obligaciones de respeto, fidelidad y asistencia mutua. Ambos derechos -canónico y civil- trataban aspectos distintos pero complementarios del matrimonio, lo que definió una específica y particular forma de regular los vínculos conyugales y sus efectos dentro de la sociedad. El primero establecía sus condiciones de validez y en parte sus efectos personales y patrimoniales. El segundo regulaba los derechos y obligaciones de los esposos. El artículo 102 del Código Civil consagró al matrimonio como un contrato por el cual un hombre y una mujer se unían indisolublemente y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear, y de auxiliarse mutuamente. Y a continuación establecía que correspondía a la autoridad eclesiástica decidir sobre la validez del matrimonio reconociendo la ley civil como impedimentos para éste los que establecía la Iglesia católica.
Para que un matrimonio fuera válido la unión debía ser entre personas capaces de contraerlo y cumplir los requisitos canónicos. En primer lugar, el matrimonio se asentaba sobre el consentimiento de los contrayentes que debía ser interno, responder a la verdadera intención de contraer el vínculo, mutuo y simultáneo; debía exteriorizarse y manifestarse ante el párroco y testigos; estar exento de error y miedo grave; debía ser absoluto y no sujetarse a condición. En segundo lugar, no debía obstar ningún impedimento canónico. Estos podían ser dirimentes, que invalidaban el matrimonio anulando el vínculo conyugal, o impedientes. El impedimento dirimente presentado con mayor frecuencia para alegar la nulidad ante el tribunal eclesiástico fue el de parentesco por relaciones de consanguinidad o de afinidad entre los esposos.
Las disposiciones tridentinas condenaba el parentesco, ya fuese por lazos sanguíneos o como consecuencia de las relaciones carnales entre uno de los cónyuges y un pariente del otro, hasta el cuarto grado. En esas circunstancias debía solicitarse con anterioridad al matrimonio la dispensa ante la autoridad eclesiástica; de lo contrario, ya fuese porque el impedimento se mantuvo oculto o por ignorancia, el vínculo contraído adolecía de nulidad. Los impedientes no invalidaban el matrimonio pero su celebración no era lícita. En tercer lugar, debían publicarse las proclamas por tres domingos consecutivos, anunciando el futuro matrimonio y, cuarto, debía concurrir el consentimiento de los padres o personas de quienes dependían los menores de edad que pretendían contraerlo.
De acuerdo con el derecho canónico, las mujeres podían casarse desde los 12 años de edad y los hombres desde los 14, pero el Código estableció para ambos haber cumplido 25 años o en su defecto la autorización paterna. El legislador igualó la edad de los sexos establecida por el senado consulto de 1820, de 24 años para los hombres y 22 para las mujeres, y a la vez fortaleció la autoridad paterna permitiendo que en caso de negación de su consentimiento solo los hijos mayores de 21 años tenían derecho a expresar su desacuerdo en un juicio de disenso ante la autoridad eclesiástica.
En 1895 la normativa eclesiástica coincidió con la civil al recoger las disposiciones del Código en el Sínodo Diocesano de Santiago. Finalmente, debía ocurrir la bendición que el sacerdote daba en el acto mismo de la celebración inmediatamente después de la expresión del consentimiento o en la misa nupcial. El matrimonio debía quedar inscrito en el registro parroquial que fue por siglos el archivo de los hechos vitales como el nacimiento -por el bautismo-, matrimonio y muerte hasta la puesta en marcha del registro civil en 1885. Correspondía al tribunal eclesiástico declarar nulo el matrimonio, así como decretar el divorcio. En el primer caso se entendía que nunca había existido el vínculo conyugal y en el segundo, persistiendo el vínculo, los cónyuges estaban autorizados a no continuar en vida marital.
Era la legislación civil la que regulaba los efectos sobre el patrimonio y los hijos que producían el matrimonio, su nulidad o el divorcio. Excepcionalmente, la autoridad civil se reservó la facultad de negar a un matrimonio sus efectos civiles, como fue el caso de afinidad ilícita en línea recta entre los esposos sancionado por el Código, con el fin de proteger la moral pública evitando que se indagase sobre esa clase de relaciones durante un juicio. La definición de matrimonio canónico establecida por el Código Civil implicó una coordinación entre la justicia civil y la eclesiástica que da cuenta de una dimensión novedosa y fundamental para comprender las relaciones entre la Iglesia y el Estado en un periodo en que las leyes laicas definieron la posición de los partidos políticos.
En la esfera política el debate ideológico giró durante la segunda mitad del siglo XIX en torno al lugar que debía ocupar la religión católica y con ella la Iglesia, dentro de un Estado que se fundaba en la soberanía nacional y libertad individual. Por ello el proyecto de matrimonio debatido en el Congreso desde 1883 tenía como objetivo central que sólo tuviese efectos civiles el matrimonio celebrado ante un funcionario del Estado, de acuerdo a los requisitos establecidos por la misma ley. Apuntaba a extirpar las disposiciones canónicas de la legislación chilena, separando el matrimonio como sacramento y como contrato, en dos actos distintos de los cuales sólo el segundo tenía naturaleza civil y el primero quedaba al arbitrio de la voluntad de cada individuo.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, la jurisdicción eclesiástica sobre el matrimonio ya había sido reducida por la vía de los aspectos patrimoniales que la ley secular había ido distinguiendo y ampliando a favor de su competencia. En el siglo anterior, las reformas borbónicas habían pretendido aumentar el poder estatal en estas materias e introducido la intervención de la justicia civil. El conflicto suscitado por el matrimonio entre disidentes había sido en parte resuelto por la ley de 1844, pero permanecía una situación ambigua. Los que profesaban una religión distinta a la católica no estaban obligados a observar el rito canónico, pero debían celebrar el matrimonio ante la presencia del párroco -que ejercía exclusivamente como funcionario civil- y dos testigos, quedando registrada la unión en el libro parroquial. Respecto a los impedimentos y demás requisitos debía observarse lo prevenido por la ley chilena, es decir, la regulación canónica.
El episcopado rechazó este proyecto en una pastoral de 1883, expresando que la distinción entre sacramento y contrato era un error grave. El matrimonio civil sería no solo inmoral porque se asimilaría al concubinato, sino que además era inconstitucional. La defensa conservadora del orden vigente no fue unívoca. Unos lo impugnaron y otros reconocieron el derecho del Estado para reglar la organización de la familia. Para los liberales, el matrimonio civil estaba en la base de la igualdad de los ciudadanos ante la ley como garantía de la libertad individual. El ministro del Interior José Manuel Balmaceda, expresó ante el Congreso que uno de los objetivos del gobierno era autorizar la más completa libertad de conciencia en la constitución de la familia. La base ideológica de la ley de matrimonio establecía la imposibilidad de una verdad absoluta como fundamento de la vida pública y privada.
La reforma legal abarcó tres aspectos centrales: el matrimonio debía regirse por la legislación civil, debía someterse a la justica ordinaria, y el párroco debía ser reemplazado por un funcionario civil. A partir de la promulgación de la ley en 1884, todo matrimonio que no se celebrara de acuerdo con sus disposiciones carecía de efectos civiles; es decir, no era reconocido por el Estado. Los requisitos para contraerlo fueron prácticamente los mismos de antes, suprimiendo las informaciones de soltería. Como contrapartida establecía penas severas para los bígamos y sus cómplices. Aunque hubo un proyecto aislado de divorcio vincular, el contemplado por la nueva ley fue la separación de los esposos sin posibilidad de contraer un nuevo matrimonio. Para los sectores liberales y radicales que promovieron la ley, un contrato que afectaba a todos como ciudadanos no podía ser oficiado por el párroco cuya autoridad emanaba de principios religiosos.
Por ello, la ley de registro civil de 1884 complementaba la de matrimonio porque establecía la inscripción de los nacimientos, matrimonios y muertes por funcionarios del Estado, sustrayendo de manos de la Iglesia toda injerencia en la constitución civil de la familia. Con ambas leyes se esperaba poner el matrimonio al alcance a todos los habitantes de la república. Durante el debate legislativo se discutió que el bajo número de matrimonios respondía a la dificultad y costos de la ceremonia católica. Detrás de esa suposición, cierta o no, se discutía de fondo el grado de influencia de la Iglesia sobre esta institución social. Durante la segunda mitad del siglo XIX, los matrimonios no sobrepasaron un número de ocho cada mil habitantes; pero la tendencia en el siglo siguiente demostraría que la ley de 1884 no fue gravitante en elevar su número. Sólo en 1930 alcanzaron a nueve y desde entonces su número ha descendido hasta ser menos de cinco desde el año 2000.
El desconocimiento de la ley o la confusión inicial entre la población, incidió en el bajísimo índice de matrimonios registrados civilmente en 1885 que decayó a dos cada mil habitantes, retomando su ritmo anterior recién en 1905. El problema era que la ley no había reglamentado la precedencia del matrimonio civil al religioso. Algunos parlamentarios quisieron salvar el vacío legal, pero la precedencia civil no quedó resuelta hasta la Ley sobre Registro Civil de 1930. En ese lapso de tiempo, el clero no tuvo una actitud unísona. Un sector dentro de los sacerdotes aconsejó a los fieles a no acudir a los registros civiles y otros recomendaron inscribir el matrimonio católico inmediatamente después de celebrado. Esta ambigüedad fue resuelta en 1916 por el edicto de los obispos que exigía a los futuros cónyuges el comprobante del registro civil antes de unirlos por el sacramento del matrimonio. Posteriormente a la promulgación de la ley de matrimonio civil, éste fue paulatinamente asimilado como una institución netamente civil hasta la Constitución Política de 1925 que estableció la separación definitiva de ambos poderes.
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FRANCISCA RENGIFO