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El contexto de la Iglesia universal y de la Península Ibérica.
La historia de la puesta en práctica del mandato de Jesús a los Apóstoles de perdonar los pecados a través del sacramento de la Penitencia o de la Reconciliación, ha sufrido diversas fases en la historia de la Iglesia. Respecto al objeto que aquí nos proponemos, es de vital importancia resaltar el impacto del canon 21 del Concilio IV de Letrán de 1215, que inicia con las palabras «Omnis utruiusque sexus», que dispuso como obligatoria la confesión anual a todos los cristianos mayores de edad. La medida contó con el fuerte apoyo de las grandes Órdenes mendicantes recién fundadas.
En Europa, poco a poco se fue introduciendo la praxis de la confesión al menos anual entre los creyentes. Toda una literatura penitencial de Confesionarios y Manuales de confesión lo atestigua. Entre otras muchas obras, cabe destacar en el siglo XV la «Summa Theologiae» también conocida por «Defecerunt» del dominico obispo de Florencia San Antonio (+1459).
Ya en el siglo XVI será mundialmente famoso el «Manual de confesores» del navarro Martín de Azpilcueta, que conoció muchas ediciones en diversas lenguas. Estas y otras muchas obras testimonian el esfuerzo por formar a confesores y penitentes a la hora de recibir con fruto la absolución sacramental. Como muchos historiadores conocen, esta literatura ofrece muchos flancos para la historia de las mentalidades, pues al detallar las principales transgresiones morales de un determinado contexto social, nos acercan, si bien parcialmente, a la vida real de esas personas.
Conocemos, por ejemplo, las principales problemáticas en torno la usura, los contratos mercantiles, o las obligaciones de las distintas corporaciones de gremios de un territorio. La «Suma de tratos y contratos» (1569) del dominico Tomás de Mercado, que pasó largos años en Nueva España, es un buen ejemplo de esta faceta económico social de la literatura penitencial.
Por otro lado, observamos en los concilios provinciales y sínodos diocesanos de la Cristiandad, un «crescendum» de disposiciones en torno al sacramento de la Reconciliación que nos presentan las estrategias pastorales encaminadas a cuidar de los fieles en cuanto a su derecho-deber de recibir el beneficio de la absolución sacramental. También encontramos medidas tendentes a fomentar la confesión entre los propios sacerdotes. Si nos concentramos en el ámbito hispano, podemos citar el concilio de Salamanca de 1411, en el cual se manda que los curas amonesten a los feligreses a la confesión anual, con cuatro llamamientos públicos en las fiestas de Navidad, Resurrección, Pentecostés y Asunción de la Virgen María. También se recuerdan las penas para los negligentes. Asimismo, se manda que todo sacerdote que vaya a visitar a un enfermo, le amoneste para que confiese, comulgue, reciba la unción y otorgue testamento. Una importante prescripción de este concilio, que remite a precedentes asambleas, es la obligación de que todos los párrocos tengan los nombres de sus parroquianos escritos en libros, y “digan y notifiquen a nos [el ordinario del lugar] cuáles son los que no quisieron recibir los sacramentos sobredichos [confesión y comunión pascual], porque los sepamos y corrijamos como fuere de corregir en derecho” . Esta medida de llevar padrones de confesión se irá extendiendo más adelante por la Península Ibérica, a partir del Sínodo de Toledo del cardenal Cisneros de 1498 y, para la Iglesia universal, tras el Concilio de Trento. Otro aspecto muy frecuente en estos sínodos y concilios era el de aprovechar el momento de la confesión para repasar con el penitente los contenidos de la fe, de forma breve: la confesión era también un momento de examinar a los fieles en sus conocimientos doctrinales. Respecto de la pastoral de la Confesión, el Sínodo Ecuménico Tridentino supuso un punto de llegada y un punto de partida. La doctrina de Trento sobre el sacramento recogió y repropuso la fe de la Iglesia en este punto, ya expresada en el Concilio de Florencia. En el campo disciplinar, para algunos no hizo sino volver a la praxis diseñada por el Concilio de Letrán de 1215, con una diferencia: la pastoral tridentina fue paulatinamente una realidad viva en el pueblo cristiano a lo largo de cuatro siglos. Sea de ello lo que fuere, es indudable que Trento dispuso algunas medidas claves respecto de la pastoral penitencial: ningún sacerdote podía oír confesiones sin examen y aprobación del obispo; al decretar el instituto de los seminarios para la preparación de futuros sacerdotes, se dispuso que debía cuidarse la formación de manera especial en los sacramentos y, de manera particular, en el de la Confesión. El cura querido por Trento debía ser siempre un buen celebrante de la Santa Misa, un digno predicador y, de modo muy particular, un eficaz confesor de las almas. Respecto a los regulares, éstos debían depender de los obispos en todo lo concerniente a la cura de almas, incluyendo también el espinoso tema de las licencias de confesión. En los reinos de Indias de Felipe II, también se dispuso por Real Provisión de doce julio de 1564 que los decretos tridentinos pasaban a ser leyes del reino. Ya desde 1565 inicia una serie de Sínodos diocesanos y Concilios Provinciales que, al aplicar Trento a las distintas provincias eclesiásticas, diseñan las estrategias de organización de la praxis penitencial. Por lo que atañe a su influjo en América, queremos hacer mención al menos al Sínodo de Guadix de 1554, presidido por Martín Pérez de Ayala, que se ocupó de la evangelización de la importante minoría morisca, que significó un modelo para el Tercer Concilio de México de 1585, por ejemplo. Dentro de esta apretada síntesis de concilios postridentinos con influjo en Hispanoamérica, no desearía pasar por alto el Concilio Provincial de Granada de 1565, presidido por D. Pedro Guerrero. A mi juicio, uno de los aspectos más destacados sobre la cuestión penitencial son los memoriales enviados por San Juan de Ávila, el apóstol de Andalucía, al Concilio de Trento y que luego fueron muy tenidos en cuenta por los padres conciliares granadinos. En primer lugar, se describen con crudeza diversas lacras y abusos: algunos sacerdotes recibían dineros de los que acababan de confesar, de forma que muchos, “no sólo clérigos sino frailes, se dan grande prisa a confesar y salir al cabo del día con mejor jornal”. No menos grave resultaba que “muchos confesores dicen y hacen cosas malas con los penitentes, así aplicándose para sí las restituciones que se deben a personas ciertas, como induciendo a mal de deshonestidad a las mujeres, como en otras semejantes”. De esta manera, los confesonarios se habían convertido, dice, “en lugares de tibieza y contradicción de los buenos”. Ávila condena también en estos memoriales la falta de formación en muchos religiosos confesores, que ejercitaban este ministerio sin saber gramática ni casos de conciencia. Y como, en la práctica, dice el santo, la gente principal y los comerciantes se confesaban en los monasterios, “el daño es grandísimo, no sólo por los yerros que hacen, mas por impedir el provecho que otros buenos confesores harían cuando no absuelven al que no lo merece. Porque como el pueblo sabe que en tal o cual parte hay confesores que confiesan presto y absuelven a todos, en viéndose apretar por algún confesor, dicen que son escrúpulos aquéllos y que no faltará quién los absuelva; y así les acaece como lo dicen.” Por todo esto San Juan de Ávila postulaba como muy necesarios los cursos de casos de conciencia en todas las diócesis, tanto en las sedes episcopales como en las diversas cabeceras, para crear un cuerpo de confesores bien formados en la atención de los fieles. Otras importantes asambleas que influyeron en la iglesia hispanoamericana, también respecto de la pastoral penitencial, fueron el Sínodo de Toledo de 1580, convocado por Gaspar de Quiroga y Vela. En Toledo se prescribió que todos los cristianos de la diócesis, con la edad de la discreción, debían confesar y comulgar por Pascua. Los párrocos debían confeccionar los correspondientes padrones cuaresmales, que debían presentar al obispo o a sus vicarios para que procediesen contra los negligentes. Salvo caso de enfermedad o «articulo mortis», se prohibía a cualquier sacerdote, secular o religioso, oír confesiones sin haber sido antes examinado por el obispo o sus vicarios. Destacamos también la constitución 15, que define detalladamente cómo han de ser los muebles confesonarios: “Para que con más reverencia se administre este sacramento de la penitencia, «Sínodo Aprobante», mandamos que de aquí adelante los confesonarios estén en las iglesias, en parte y lugar que el confesor y penitente se puedan ver de la gente que estuviere en tal iglesia, y que los confesonarios van abiertos con cancel y ralo [con rejilla, diríamos hoy], y las mujeres no se confiesen en capillas, y los confesores clérigos procuren confesar con sobrepellices. Y ningún confesor pueda confesar a mujer alguna en ermita, ni en casa particular, si no fuere enferma o persona que tenga causa legítima para no poder ir a la iglesia, y a los que hicieren lo contrario, le castiguen nuestros jueces”. La Pastoral penitencial en la Nueva España Tras este apretado resumen del contexto histórico respecto de la pastoral y literatura penitencial en la Iglesia universal y en la Península Ibérica, nos ocupamos ahora de la pastoral penitencial en México en esos sesenta y seis años del siglo XVI que van desde la llegada de la expedición de Cortés (1519) a la celebración del Tercer Concilio de México (1585). Los distintos aspectos que nos proponemos tratar son los siguientes: - la existencia de ritos penitenciales prehispánicos y su impacto en la pastoral eclesial; - la confesión durante la primera conquista de Hernán Cortés; - la legislación penitencial en las diversas juntas eclesiásticas y los dos primeros concilios provinciales de 1555 y 1565; - la pastoral penitencial de las Órdenes religiosas y del clero secular; - la literatura penitencial en Nueva España entre 1523 y 1585; - el Concilio Tercero Mexicano y su Directorio para confesores y penitentes. Los ritos penitenciales prehispánicos Los distintos misioneros y agentes de pastoral de la primera hora constataron que los naturales de Mesoamérica poseían ritos religiosos que les portaban a acudir en algunos momentos de la vida ante el sacerdote prehispánico para expiar por sus pecados, a través de la confesión de sus culpas. Tras esta confesión vocal, el sacerdote les imponía una penitencia. Por tomar sólo un ejemplo, pero las variantes son muchas, Bernardino de Sahagún nos cuenta en su «Historia general» que los indios acudían una vez en la vida a confesar sus pecados ante el sacerdote, representante del dios Tezcatlipoca. Durante la narración de la ceremonia encontramos pasajes de elevado contenido místico, como cuando el sacerdote se dirige a Tezcatlipoca orando de esta manera: “Vos, señor, que sois padre y madre de los dioses, y sois el más antiguo dios, sabed que es venido aquí este vuestro vasallo, este vuestro siervo. Y viene llorando, viene con gran tristeza, y viene con gran dolor, y esto es porque se conoce haber errado, haber resbalado y tropezado y encontrado con algunas suciedades de pecados y con algunos graves delitos dignos de muerte, y de esto viene muy penado y fatigado. Señor nuestro, muy piadoso, pues que sois amparador y defensor de todos, recibid a penitencia, oíd la angustia de este vuestro siervo y vasallo”. A continuación Sahagún expone cómo el penitente hacía un recuento de faltas al sacerdote, tras lo cual éste le exhortaba a no volver a pecar y le imponía una penitencia, proporcionada a las faltas. Estas y otras prácticas supusieron un reto para los evangelizadores, que dudaron entre cuatro posibles valoraciones: el origen meramente demoníaco de estos ritos, originados en el afán «remedador» del diablo de hacer unos «exsecramentos» a partir de los verdaderos sacramentos, como el franciscano Andrés de Olmos; el considerarlos como los restos de una antigua predicación cristiana, como propone el dominico Diego Durán; el ver su origen en la religiosidad natural, postura de Bartolomé de Las Casas y, en ciertos textos, de Sahagún; o la posición, muy relacionada con la anterior, de verlos como una cierta preparación evangélica de los sacramentos cristianos, como opina el franciscano Jerónimo de Mendieta, que se pregunta si esos ritos no fueron una preparación a la confesión cristiana. La confesión durante el periodo inicial de la conquista de Hernán Cortés Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que los primeros documentos que nos hablan de la celebración del sacramento de la Reconciliación en Nueva España son las crónicas de la conquista. Como es bien sabido, en diversos pasajes de las peripecias de los conquistadores hay referencias a sus confesiones. Valga por todas la mención de Bernal Díaz del Castillo, quien narra en primera persona el tremendo miedo que pasó la hueste cortesiana en la inminencia de un combate contra los tlaxcaltecas, la noche del 4 al 5 de septiembre de 1519. Y dice, con candorosa sinceridad: “Y cuando aquellos vimos (los tlaxcaltecas), como somos hombres y temíamos la muerte, muchos de nosotros y aun todos los más, nos confesamos con el Padre de la Merced y con el clérigo Juan Díaz, que toda la noche estuvieron en oír de penitencia y encomendándonos a Dios que nos librase no fuésemos vencidos, y de esta manera pasamos al otro día”. Este episodio nos habla, en su espontaneidad, de la presencia habitual del recurso al sacramento de la Reconciliación entre los rudos conquistadores, cristianos viejos y, a pesar de todo, hombres de fe. La legislación penitencial en las diversas juntas y los dos primeros concilios mexicanos Una de las «leyes teológicas» fundamentales que explican la Iglesia y su historia es la Ley de la Encarnación, mediante la cual el Evangelio único e inmutable de Cristo se encarna en las diversas iglesias particulares a lo largo de los tiempos, teniendo en cuenta los peculiares contextos culturales y sociales. En este sentido, lo que ocurrió en las diócesis mexicanas en el siglo XVI, respecto a la pastoral del sacramento de la Reconciliación no fue solamente una repetición de los modelos europeos, sino una adaptación de esas líneas pastorales a las necesidades de los feligreses mexicanos: indios, mestizos, españoles, negros y mulatos, necesidades que fueron cambiando con el tiempo. La legislación penitencial en las Juntas eclesiásticas (1524-1546) De forma esquemática, cabe distinguir una primera época, pionera, donde los distintos agentes de la evangelización – Corona y sus autoridades en Indias, religiosos, sacerdotes seculares, Jerarquía episcopal – plasmaron lo fundamental de sus directrices pastorales en las llamadas «Juntas eclesiásticas». Las juntas arrancan ya en 1524 con la reunión de los Doce Apóstoles franciscanos con otros sacerdotes y con Hernán Cortés; culminan en 1544 con una importante reunión en la que participan cinco obispos, entre ellos Bartolomé de Las Casas. En líneas generales, podemos hablar de que los principales debates penitenciales que reflejan estas Juntas, cuya cabeza indiscutible desde 1531 hasta 1548 es el obispo Fray Juan de Zumárraga, van en la línea de las confesiones de españoles. La situación de frontera continua por parte de los asentamientos de españoles producía una problemática moral bastante compleja. De una parte, como refiere la Junta de 1540 existía entre los españoles y criollos “mucha disolución y aparejos que hay de haber tantos amancebados y solteros y casados”. Por otra parte, las injusticias cometidas en la conquista eran objeto de fuertes debates éticos que se venían a ventilar en el foro de la confesión, como se ve en la Junta de 1546 en donde Las Casas propone la confección de un confesionario para atender a los conquistadores. Respecto a las confesiones de los indios, los textos de las Juntas no parecen dedicarles una particular atención, fruto quizás, como veremos, de la relativa tranquilidad con que los indígenas acudían al sacramento de la Reconciliación. Otro tema que preocupaba a los juntistas, de forma más patente según avanzaba el siglo, era la cuestión de las licencias de confesión otorgadas por los obispos a los religiosos, problema que acabaría por crear notables tensiones en el mandato del segundo arzobispo de México, Fray Alonso de Montúfar (1553-1572). La legislación penitencial en los dos primeros Concilios Provinciales Mexicanos La época de Montúfar, dominico, conoce los dos primeros concilios provinciales celebrados en suelo mexicano. El primero de 1555 se ocupó del sacramento de la confesión con mucha amplitud, señal del papel prioritario que desempeñaba en el conjunto de la pastoral. Se repiten las consabidas llamadas a confesar todos los fieles al menos una vez al año, y se preveen penas muy duras para los rebeldes, como la de excomunión y prohibición de sepultura eclesiástica a los insumisos recalcitrantes. Respecto a los confesores, el Concilio aprueba diversas medidas. Dispone que los sacerdotes “frecuenten la confesión, porque con mayor pureza y limpieza se lleguen a celebrar”, para lo cual gozan de libertad para elegir confesor, siempre que tenga las debidas licencias. A los confesores se les exige que “sean examinados con todo rigor en la administración de los sacramentos, en especial de la penitencia y confesión, y casos de conciencia”. Se les recomienda que cuenten con una biblioteca penitencial, y se señalan en concreto los confesionarios de Silvestre de Prieras (la «Summa silvestrina» de 1516– o el«Defecerunt» de San Antonino de Florencia). El concilio demuestra un máximo interés en que todos los confesores tuvieran licencias otorgadas por el arzobispo. También se dispone, como era praxis habitual en la Península, que los confesores aprovecharan para examinar a los penitentes en el conocimiento de las principales oraciones cristianas. Por lo que atañe a la confesión de los indígenas, el I Mexicano obliga a los confesores a conocer las lenguas de los feligreses de sus partidos, “so pena que el que no la quiera aprender no sea proveído en cargo de indios”. Diez años después, en 1565, el arzobispo Montúfar convocaba un nuevo Concilio provincial, con objeto de aplicar en la provincia eclesiástica mexicana el Concilio de Trento. Llama la atención también aquí la importancia concedida a la confesión: ocho de los veintiocho cánones hacen referencia a este sacramento. Se vuelve a insistir en la redacción de las matrículas cuaresmales, señal de que existían problemas. En cuanto a los enfermos, se decreta que “todos los confesores de nuestras ovejas en este arzobispado y provincia, que cuando fueren llamados a cualquier hora de la noche, o del día, así para españoles como para indios, y otras personas, vengan a confesar los tales enfermos”. Es interesante señalar que el Concilio hace una puntualización sobre la confesión de los indios en peligro de muerte: “Y si el tal ministro no fuese lengua, mandamos, que con un intérprete visite al dicho enfermo, y anime por el dicho intérprete a bien morir, y si por ventura el tal enfermo pidiese la confesión por intérprete, entendiendo que no es obligado a ello, pero que aprovecha para más seguridad de su conciencia, que en tal caso lo confiese por el dicho intérprete, siendo el intérprete español de buena confianza y conciencia” . Es decir, que no se contemplaba el recurso a la confesión por intérprete más que en el caso de peligro de muerte, y no de forma obligatoria. Lo cual nos confirma la firme voluntad del concilio de fomentar el aprendizaje de las lenguas indígenas. Se insiste de nuevo en la obligación de los curas de poseer una biblioteca, “porque hay en muchos de los dichos curas mucha negligencia en tener libros que les puedan alumbrar, para entender lo que cumple a la salvación de sus súbditos” . En particular, se recomienda el Defecerunt de San Antonino, la Summa silvestrina y el Manual de confesores del Doctor Navarro, publicado en castellano por primera vez en 1556. Es interesante resaltar que en la época de Montúfar fue publicado un importante Manuale sacramentorum secundum usum almae Ecclesiae Mexicanae, cuyas dos ediciones conocidas son de 1560 y 1568. Se trata de un ritual obligatorio para toda las diócesis mexicanas, y contiene algunas piezas específicamente dedicadas al sacramento de la Reconciliación. Contiene por ejemplo una Instrucción del confesor para visitar a los enfermos. El texto recoge también exhortaciones para dirigir el interrogatorio penitencial, como ésta: “Hermano, que no te de vergüenza confesar tus pecados, pues yo también soy pecador, y quizás cosas peores que tú he cometido. Pues todo lo que me digas a mí lo dices a Dios, que lo sabe todo, y es el verdadero examinador de los corazones” . Se tocan en el Manual también cuestiones doctrinales como la diferencia entre el pecado mortal y venial, y de tipo jurisdiccional, como la delimitación de las facultades para confesar, con un tratamiento especial para el peligro de muerte, en donde cualquier sacerdote puede absolver de cualquier pecado. La pastoral penitencial de las Órdenes mendicantes Las distintas crónicas y documentos nos hablan de un intenso esfuerzo pastoral de franciscanos, dominicos y agustinos por inculcar en los indígenas el sacramento de la Penitencia, y por hacer que los españoles vivieran con fruto este aspecto capital de la vida cristiana. Las crónicas destacan, de una parte, el esfuerzo de los frailes por conocer en profundidad las lenguas indígenas y las culturas, como medio indispensable para acceder a sus almas. Aquí hay algunas voces críticas, como la de Bernardino de Sahagún que fustiga en el Prólogo de su «Historia de las cosas de la Nueva España» a los confesores que no dominaban ni la lengua ni las tradiciones indígenas, y se conformaban con absolver de algunos pecados, mientras que desconocían muchas faltas de idolatría. De la misma línea es el dominico Diego Durán, quien afirma en su «Historia de las Indias»: “Y no se contenten con decir que ya saben un poco de lengua para confesar y que aquello les basta, lo cual es un error intolerable, porque para este sacramento es menester más lengua e inteligencia de lo que para otro ninguno, para saber examinar la enmarañada conciencia en idolatrías encubiertas de muchos años y no tengan los prelados tanto error en decir que ya sabe la lengua el ministro para confesar un enfermo, que bien le puede fiar el sacramento [...] Miren por amor de Cristo crucificado cómo se encargan de este negocio tan importante que no basta ser uno lengua como quiera [...] contentándose con dos vocablos generales que son «Tlein, Itoca, Ic Hualaz», que son los vocablos primeros que los conquistadores aprendieron cuando vinieron a esta tierra, con otros vocablos tan groseros y toscos que los indios además de reírse y hacer burla y escarnio de ellos, no los entienden ni saben lo que quieren decir”. Respecto a la praxis penitencial, basten como muestra esta descripción que nos hace el cronista agustino Juan de Grijalva sobre la pastoral en la Cuaresma: “Es muy para alabar a Dios ver los patios de las iglesias tan llenos de gente rezando y examinándose en la doctrina cristiana y disponiéndolos para aquellos santos sacramentos [la Reconciliación y la Comunión]. A los que se hallan dispuestos, entran en la iglesia, y allí les hacen una plática muy fervorosa y les confiesan. Cada uno de los que se confiesan deja al pie del confesor un huevo, y por esta cuenta saben el número de los que se han confesado aquel día. Y después ajustan la cuenta con los padrones del pueblo, para saber si confesó ya todo el pueblo o falta alguno”. Para el conocedor de la geografía conventual mexicana, que haya visitado por ejemplo los grandes conventos agustinos de Acolman, Mestitlán o Ismiquilpan, le resulta fácil imaginarse los grupos de otomíes, mexicas y otras etnias, esparcidos en las grandes capillas abiertas cumpliendo con estos actos sacramentales. La pastoral penitencial del clero secular Resulta éste un aspecto bastante interesante y poco conocido pues, salvo honrosas excepciones, son muy pocos los estudios dedicados al clero secular en Nueva España. Y, sin embargo, desde el principio desempeñaron una labor pastoral, y en concreto penitencial, muy relevante, de forma en parte análoga a como la llevaban a cabo los religiosos. Hay un documento muy importante a este respecto, y es una relación de 1570 firmada por el arzobispo Montúfar en donde se presenta un cuestionario hecho a más de cien clérigos seculares de la diócesis. Se puede apreciar con detalle algunos aspectos de la pastoral penitencial, ya sea en los pueblos de indios, en las zonas mineras o en la ciudad de México.
Por ofrecer sólo dos testimonios, nos podemos fijar en Pedro Felipe, vicario de Tezayuhcan, quien expone así como preparaba a sus feligreses a la confesión: “Y en la Cuaresma, Adviento y Septuagésima, que son los tiempos que confieso a los naturales, a los que se han de confesar aquel día, hago una plática advirtiéndoles de lo que conviene, y cómo se han de preparar y tener dolor y arrepentimiento de sus pecados [...] y se asientan todos los que se confiesan, para ver después por los padrones el que no está confesado”.
En cuanto a las zonas de minas, podemos subrayar los testimonios de cuatro curas seculares que trabajaban pastoralmente en las minas de Taxco. Informan que no pueden acudir a confesar a los indios de las zonas más escarpadas. Es curioso que resalten que los indios chontales no se confesaban en su propia lengua, sino en la mexicana. Además se quejaban de que algunos indios principales, con gran falta de respeto, acudían borrachos a confesarse. La pastoral penitencial de la Compañía de Jesús Cuando llegó la Compañía a Nueva España en 1572 los espacios pastorales, en cuanto a los indígenas se refería, parecían estar cubiertos. En cambio, bajo algunos puntos de vista, eran los españoles de las ciudades, villas, minas y rancherías los más necesitados espiritualmente. Es por ello por lo que los primeros jesuitas se dedicaron durante los primeros años en el virreinato de forma prioritaria a la atención de los españoles. Los datos a este respecto son muy abundantes. Eran famosas las misiones volantes de uno o dos padres por diversas ciudades, que daban como fruto abundantes confesiones. Así lo describe el cronista y protagonista al mismo tiempo Sánchez Baquero, con respecto a una misión que predicaron en Zacatecas en 1574: “Y como la gente [de Zacatecas] era mucha, y los padres dos, los días y las noches ocupaban las confesiones que por la mayor parte eran generales, en que hubo restituciones de importancia, y se desenmarañaban muchas conciencias; y no fue el menor trabajo responder a la muchedumbre de casos, porque, advertidos del engaño en haciendas y almas en que tropezaban, por maravilla se hacía contratación que no la preguntasen”. Si hacemos abstracción de una cierta dosis de autocomplacencia, este texto es muy interesante porque nos descubre el engarce entre la pastoral confesional y la problemática económica del virreinato en las zonas relacionadas con la minería y de intenso comercio, como era Zacatecas. Ya a partir de 1579, bajo el Provincialato de Juan de la Plaza, y con el constante estímulo de los Prepósitos Generales Everardo Mercuriano y Claudio Acquaviva, los jesuitas comenzaron a ocuparse de forma más estable a la pastoral con los indígenas. Los dos centros principales eran las residencias de Tepozotlán y Páztcuaro. A partir de 1584, con el Provincial Antonio de Mendoza, las confesiones a los indios fueron en aumento. Sirva de botón de muestra una misión entre indígenas que partió de Páztcuaro en 1585: “Las confesiones eran muchas veces tales, que daban bien en qué entender; porque como es gente tímida y muy vejada, por temor de parecerles les castigarían por ellos, y por no estar tan enseñados, callaban cosas muy graves por muchos años. Y viendo se les mostraba amor, y que les confesábamos despacio –dice la relación– y preguntándoles, que no se suele usar mucho con ellos por la prisa, y ser tantos y los ministros pocos, descubrían sus conciencias muy a la clara, echando lo que, por mucho tiempo, no se habían atrevido”. La literatura penitencial en Nueva España entre 1519 y 1585 La pastoral de la Confesión, tanto en Europa como en la legislación mexicana, no se podía concebir sin un apoyo en una buena biblioteca sacerdotal. Por eso en Nueva España, solamente considerando el periodo 1519-1585, el número de volúmenes escritos en México sobre el sacramento de la Reconciliación es impresionante. En muchas obras catequéticas de doctrina cristiana el tratamiento sobre el sacramento es muy extenso, pero vamos ahora a considerar las obras exclusivamente redactadas para ayudar a confesar. Veamos un elenco, a todas luces provisional, de las obras redactadas para indígenas: Maturino Gilberti, «Confesionario en tarasco», sin fecha. Alonso de Molina, «Confesionario breve en lengua mexicana y castellana», con tres ediciones en el siglo XVI. Alonso de Molina, «Confesionario mayor, en lengua mexicana y castellana», también con tres ediciones del siglo XVI. Pedro de Feria, «Confesionario en lengua Zapacula o Zapoteca», sin fecha. Andrés de Olmos, «Confesionario huasteco», sin fecha. Juan de Córdova, «Confesionario breve en lengua zapoteca», de los años 70. Domingo de Ara, «Breve confesionario», sin fecha. Pedro Palacios, «Confesionario en lengua otomí», sin fecha. Entre las escritas para españoles destacan la parte confesional de la «Regla cristiana breve» de Juan de Zumárraga (1547); los «Avisos y reglas para confesores» de Bartolomé de Las Casas (1552); la «Relectio de dominio infidelium» de Alonso de la Vera Cruz (1553-1554), que de alguna manera puede reconducirse a manual de confesores para españoles; la «Suma espiritual» o «Compendio alfabético de la Suma de Confesores» del Doctor Azpilcueta Navarro, de Pedro de Oroz (1572); y el «Directorio para confesores y penitentes» del Tercer Concilio de México (1585), escrito principalmente por Juan de la Plaza. Dos palabras, a modo de ejemplo, sobre una de las principales obras escritas para indígenas de lengua mexicana, el «Confesionario Mayor» de Alonso de Molina. Aunque resulte sorprendente, esta obra está pensada en primer lugar para que la leyeran los naturales; como se dice en el prólogo, este “confesionario [mayor] ya dicho, el cual pertenece a ti, te es en gran manera necesario y provechoso, para que eternamente sea felicísima y muy enriquecida tu alma, mediante Nuestro Señor Dios [...] para que en este confesionario veas y leas el cómo has de buscar y conocer los pecados que te tienen puesto en peligro y te dan mucha aflicción”. La estructura de esta obra es muy articulada. Tras el prólogo sigue una «Amonestación que el sacerdote hace al penitente», unas «Preguntas antes de la confesión» y la «Confesión general». A continuación, un largo interrogatorio de «Preguntas acerca de los mandamientos», que lleva incorporado los siguientes epígrafes: «Fiestas de guardar, Interrogatorio prematrimonial, Aviso para los escribanos que hacen testamento» y una «Cabeza o principio de testamento.» Un segundo gran bloque lo constituyen las «Preguntas acerca de los mandamientos de la Iglesia», con dos apéndices: «Ayunos y abstinencias» y un «Aparejo para recibir el Santísimo Sacramento». Siguen después las «Preguntas acerca de los siete pecados mortales», con otros dos complementos: «Cómo se recibe el sacramento de la Confirmación» y «Sobre el Jubileo». Como se aprecia, el «Confesionario Mayor» era un amplio manual de doctrina y vida cristiana para los naturales. El Concilio Tercero Mexicano y su Directorio para confesores y penitentes En mi opinión, el Tercer Concilio de México supone la culminación de todo el proceso evangelizador anterior, unido a la recepción madura de Trento, a través de su aplicación en otros concilios provinciales españoles. Presidido por el metropolitano Pedro Moya de Contreras, asistieron a la asamblea seis obispos, y fueron apoyados por un nutrido grupo de consultores teólogos y canonistas. Por lo que se refiere a la pastoral penitencial, el Tercer Mexicano es una confirmación de la pastoral anterior, con la gran novedad del «Directorio para confesores y penitentes». En los decretos leemos, por ejemplo, la necesidad absoluta de que los vicarios debían conocer las lenguas de los indios de sus distritos para poder detentar legítimamente su beneficio. Se admitía la confesión por intérprete sólo en caso de peligro de muerte y no de forma obligatoria.
Hay una gran insistencia en el concilio por que las licencias de confesión de los religiosos sean dadas siempre por el ordinario del lugar, sin excepciones. Vemos aquí, en mi opinión, el origen de las disputas de Juan de Palafox con la Compañía de Jesús en los años centrales del siglo XVII: el prelado angelopolitano, en el fondo, sólo pretendía aplicar unas leyes que eran del Concilio Tercero. Pero la gran novedad penitencial del Tercer Mexicano, y podemos decir también su gran fracaso, fue el magno Directorio para confesores y penitentes, encargado por el Concilio al jesuita Juan de la Plaza, que ya había escrito un hermoso memorial a la asamblea sobre los confesores. El Directorio, aún inédito, aunque esperamos su publicación en fecha no muy lejana, se compone de dos partes: la primera es una guía para examinar a los candidatos a confesores, con apartados sobre «Condiciones de los candidatos a órdenes eclesiásticas, Doctrina de los sacramentos, Doctrina de los casos de conciencia y Doctrina sobre las censuras eclesiásticas». La segunda parte, que recibe propiamente el nombre de «Directorio para confesores y penitentes», es una guía para los confesores de españoles de la Provincia eclesiástica mexicana. Su articulada estructura recuerda la del «Confesionario Mayor» de Alonso de Molina, aunque los apartados sean muy diversos. El primer epígrafe es un interrogatorio en donde se destacan los principales pecados que se cometen contra los diez mandamientos. A continuación se contiene un pequeño tratadito: «Modo de confesar para gente devota», con una hermosa «Consideración de la Pasión de Jesucristo Nuestro Señor». El siguiente apartado se llama «Acerca de los siete pecados mortales». A continuación se ocupa «De las obligaciones que tienen algunos hombres por razón de su estado y oficios, y de los pecados que por no cumplir con ellas se suelen cometer».
Se trata de una auténtica deontología donde se pasan revista a treinta y tres oficios: señores de vasallos, obispos, clérigos, doctores, jueces, abogados, mozos de botica, curtidores y zurradores, costureras, plateros, cereros, etc. Queremos resaltar cómo, en el epígrafe de «señores de vasallos» hay un subtítulo titulado «Agravios contra los indios», que es tremendamente incisivo. Allí se hace referencia a los abusos que se cometían en los repartimientos en general, y muy en particular en los repartimientos de minas:
“Especialmente pecan mortalmente mandando, y permitiendo que los echen, y reparten a minas a cavarlas, y los demás trabajos de ellas, de donde nace consumirlos, y que aborrezcan el Evangelio, y no asistan a la doctrina, y conversión, demás de las ofensas que se causan en la ausencia de sus casas, mujeres, hijos, y labores, robos, fuerzas, e injurias que se cometen, tanto más grave esta violencia, cuanto ellos son gente pobre, y pusilánime, y tienen menos patrocinio, y el poder insolente de los mineros, y sus esclavos, y codicia de sacar plata con la sangre de estos miserables”. La radicalidad profética del Directorio, como se ve, nada tiene que envidiar a las denuncias de Bartolomé de Las Casas.
Seguidamente se enumeran «Los casos de este santo Concilio», con diversas cuestiones de conciencia en torno a los contratos de la plata, de cuestiones de comercio, etc., que nos dan una idea muy aproximada de la problemática moral del mundo económico mexicano del momento. El siguiente apartado es el más profético de todo el Directorio, y se titula «Acerca de los indios». En primer lugar se abordan las «Vejaciones, agravios y otras injusticias que se cometen contra ellos», con aspectos como la venta de gallinas, trabajos forzados en obrajes, rescates a los indios, etc. Seguidamente hay un apartado «Acerca de los repartimientos de los indios a labores, casas y minas», donde se evidencian los abusos que recibían los naturales en estos repartimientos. Así concluye este epígrafe: “Por tanto, está obligado el Gobernador en conciencia a quitar estos repartimientos, o moderarlos, y ordenarlos de manera que cesen las injusticias, y daños, y agravios que los indios en ellos y por ellos reciben, que todo es en oprobio y aborrecimiento de nuestra santa fe, y en cargo de la real conciencia” . El último epígrafe de este apartado se ocupa «Acerca del repartimiento de indios para minas». En este caso la condena del Directorio es más radical que en el caso de los repartimientos en general. Se describen los terribles agravios que sufren los indios en las minas, y se proponen que sean los negros los que les sustituyan. Se debería absolutamente sustituir a los indios por los negros en las explotaciones mineras. Las últimas partes del Directorio se ocupan de materias espirituales, como consejos del confesor tras la exposición de los pecados, cuestiones sobre satisfacción y penitencia y un «Orden de vida para los que se han confesado». Seguidamente se presentan dos complementos: un «Arte para ayudar a bien morir», y unos puntos sobre la forma de hacer testamento según la «Nueva Recopilación de Leyes de Castilla» de 1567. Como se puede apreciar, El Directorio del Tercer Concilio Mexicano era un instrumento imponente para la renovación espiritual, ética y social del virreinato mexicano. Sin embargo, a pesar de que fue aprobado por la Santa Sede, junto con los decretos y otros documentos del Concilio, jamás fue publicado, quizás porque sus imperativos éticos respecto a los agravios de los indios violentaban radicalmente los intereses de muchos potentados. Conclusión Aunque brevemente, hemos procurado presentar el cuadro general de la pastoral de la confesión en Nueva España desde 1519 hasta 1585. Nos parece evidente que la pastoral penitencial fue una de las prioridades de los diversos evangelizadores. Con respecto a los indios los esfuerzos por conocer sus lenguas y confesarles directamente son patentes, y muy fomentados por las disposiciones de los concilios provinciales. El «Confesionario mayor» de Alonso de Molina es, a nuestro juicio, el fruto más precioso de esta pastoral. Claro es que no todos los ministros aprendían con igual profundidad las diversas lenguas de los naturales, como se lamentan algunos misioneros (Sahagún, Durán). Las crónicas nos hablan de una pacífica recepción del sacramento por parte de los indígenas. Sobre el posible influjo de los ritos penitenciales prehispánicos en la pastoral católica de la Reconciliación probablemente jamás podremos dilucidar del todo una solución pero, a nuestro juicio, no hay que rechazar a priori un influjo positivo que, resanado y elevado por la gracia divina, preparara mejor a los naturales a la recepción de la confesión sacramental, como parece indicar Jerónimo de Mendieta. Probablemente, los naturales que mejor comprendieron y asimilaron el sacramento fueron aquellos de la parte central del valle de México que con mayor tiempo y continuidad estuvieron en contacto con los evangelizadores. Por lo que se refiere a los españoles y primeros criollos, las fuentes nos hablan de una preocupación constante de los ministros del Evangelio para formar cristianamente a los hispano-criollos a través de la confesión, con una particular atención a la problemática económica y de justicia social, sin olvidar los imperativos morales comunes a todos los cristianos. De particular importancia fue la acción de la Compañía de Jesús desde 1572. En cuanto a la formación de los confesores, el Directorio del Tercer mexicano es un magnífico fruto de todo un proceso de la Jerarquía por instruir a los confesores con una buena biblioteca sacerdotal, y es un completo manual apto para oír las confesiones en Nueva España. Capítulo aparte merece la lucha de los obispos por lograr que los religiosos se sujetaran a su autoridad en todo lo referente a la evangelización y cura de almas. En concreto, los tres concilios son constantes en la prescripción de licencias episcopales para ejercer el ministerio de la confesión.
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA
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LUIS MARTÍNEZ FERRER