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Revisión del 18:54 18 dic 2013
MODUS VIVENDI en México (1929-1992)
La locución latina modus vivendi tiene dos acepciones: la primera designa la actividad mediante la cual una persona se gana la vida; la otra significa un acuerdo pactado de manera provisional e informal y previsto a ser reemplazado por un arreglo de carácter más permanente y detallado. Generalmente la razón de realizar un modus vivendi es permitir que la vida continúe mientras se concierta una solución completa a un problema de carácter político entre dos partes en disputa. Con esta última acepción es como la locución modus vivendi se usa para describir la situación que prevalecerá en México a partir de 1929 en la relación entre la Iglesia y los católicos mexicanos por un lado, y el gobierno mexicano por otro.
El día 21 de junio de 1929, los obispos Leopoldo Ruiz y Flores y Pascual Díaz y Barreto acordaron con el presidente provisional de la República mexicana Emilio Portes Gil y el secretario de Gobernación Felipe Canales, unos “arreglos” que pusieron fin a la Cristiada↗ o guerra Cristera. Esos arreglos fueron sólo verbales y consistían en los siguiente: el Gobierno se comprometía a dejar en suspenso las leyes anticatólicas y a permitir su modificación mediante los procedimientos legales establecidos; a dar amnistía a los “rebeldes” sublevados (los cristeros); a restituir a la Iglesia los templos, obispados y parroquias, y su palabra de honor de no volver atrás; por su parte los dos obispos comprometieron a la Iglesia a reanudar el culto público y a solicitar a los cristeros que depusieran las armas, aceptando además el exilio del arzobispo de Guadalajara, Mons. Orozco, y el no regreso a México de los obispos de Huejutla y Durango, Mons. José de Jesús Manríquez y Zárate↗, y Mons. José María González y Valencia↗, respectivamente. Cabe decir que el 18 de mayo de 1929, el papa Pío XI nombró a Mons. Leopoldo Ruiz y Flores Delegado Apostólico ad referéndum.
Aquellos “arreglos” (si “arreglos” pueden llamarse) fueron papel mojado sin valor jurídico alguno; a lo sumo se trataba de una especie de “pacto entre caballeros” que, como se verá, fueron un pacto entre dos caballeros eclesiásticos en total buena fe, y unos rufianes sin palabra. Publicados los “arreglos” por la prensa al día siguiente de su “firma”, y reanudado el culto público el domingo 30 de junio, los cristeros se quedaron sin la causa más noble por la cual luchaban. Ante los hechos consumados, el jefe supremo de la Guardia Nacional (el ejército cristero), general Jesús Degollado Guízar, el presidente de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, Rafael Ceniceros y Villareal, y el vicepresidente de la misma, Miguel Palomar y Vizcarra↗, acordaron licenciar (no rendir) a la Guardia Nacional, como medida para evitar la anarquía y el escándalo.
Don Luis Beltrán, delegado del general Degollado Guízar, a petición de éste se entrevistó con el presidente Portes Gil y obtuvo lo siguiente: una carta ordenando la libertad absoluta de la esposa de Degollado quien estaba en prisión por las actividades de su marido, y la aceptación de un serie de condiciones que el general Degollado puso para el licenciamiento de la Guardia Nacional y la suspensión de hostilidades . Estas condiciones fueron las siguientes:
“I.- Garantías plenas de vidas e intereses para que puedan regresar a sus hogares todos los generales, jefes, oficiales y soldados de la Guardia Nacional.
II.- Garantías plenas de vidas e intereses para todos los civiles, que en cualquier forma hayan ayudado al movimiento de la defensa de la libertad religiosa.
III.- Libertad absoluta a todos los presos por la cuestión religiosa.
IV.- Sobreseimiento de los juicios incoados contra los católicos, por motivo de la cuestión religiosa.
V.- Repatriación de los desterrados por el mismo motivo.
VI.- Entrega de 25 pesos por rifle a los soldados de la Guardia Nacional que entreguen su arma.
VII.- A los jefes y oficiales se les permitirá la portación de sus pistolas, con licencia respectiva de portación de armas y salvoconductos, y un auxilio en metálico, a juicio de los jefes de operaciones.
VIII.- Que se den las facilidades necesarias para que puedan desarrollarse los trabajos.
IX.- Que el licenciamiento de las tropas de la Guardia Nacional, sea ante los jefes de operaciones.”
En sus Memorias, el General Degollado Guízar comenta: “Todas las condiciones fueron aceptadas, pero no cumplidas. Cuando la Guardia Nacional entregó sus armas fueron vilmente asesinados muchos jefes, oficiales y soldados. Tengo la seguridad de que después de los arreglos fue mayor el número de muertos del ejército cristero que durante tres años de lucha.” El espíritu de los cristeros de fidelidad y obediencia a la Santa Iglesia quedó resumido en el mensaje que Jesús Degollado Guízar dirigió a sus tropas para notificarles el cese de hostilidades, en el preciso momento en que se encontraban en el apogeo de sus éxitos militares. Párrafos significativos del mensaje del General en jefe de la Guardia Nacional son los siguientes:
“Su Santidad el Papa, por medio del Excelentísimo Señor Delegado Apostólico, ha dispuesto, por razones que no conocemos, pero que como católicos acatamos, que sin derogar las leyes persecutorias, se reanudaran los culto (…) En el acto, nuestra situación, compañeros, ha cambiado (…) el arreglo inicial concertado entre el Excelentísimo Delegado Apostólico y el Lic. Portes Gil, nos ha arrebatado lo más noble, lo más santo que figuraba en nuestra Bandera (…) Debemos, compañeros, acatar reverentes los decretos ineludibles de la Providencia; cierto que no hemos completado la victoria; pero nos cabe, como cristianos, una satisfacción íntima, mucho más rica para el alma: el cumplimiento del deber y el ofrecer a la Iglesia de Cristo el más preciado de nuestros holocaustos, el de ver rotos, ante el mundo, nuestros ideales; pero abrigando, si, ¡VIVE DIOS! La convicción sobrenatural que nuestra fe mantiene y alimenta, de que al fin CRISTO REY reinará en México. No a medias, sino como Soberano absoluto sobre las almas. Como hombres, cábenos también otra satisfacción que jamás podrán arrebatarnos nuestros contrarios: la Guardia Nacional desaparece, no vencida por nuestros enemigos, sino, en realidad, abandonada por aquellos que debían recibir, los primeros, el fruto valioso de sus sacrificios y abnegación.”
La Iglesia reanudó el culto público y los cristeros fueron a entregar sus armas; pero ocurrió lo que casi todo mundo temía: una vez más los gobernantes demostraron la felonía y falsedad de su conducta y la “amnistía” se convirtió en un asesinato a mansalva. Jean Meyer relata con gran detalle cómo al ir a entregar las armas, el gobierno comenzó el asesinato sistemático y premeditado de los jefes cristeros. Esa “carnicería selectiva” se prosiguió por varios años y en ella la mayoría de los jefes y oficiales cayeron. “Para los cristeros, el modus vivendi se convirtió muy pronto en un siniestro modus moriendi, padecido como una prueba peor que la guerra misma y llevado como una cruz, misterio incomprensible al cual se sometían por amor al Papa y a Jesús, Cristo Rey. Todos los antiguos cristeros dicen: «Han muerto más después de los arreglos que durante la guerra».” La perfidia del gobierno no se limitó al momento de la entrega de las armas; prosiguió durante mucho tiempo con todo tipo de excombatientes: “la carnicería selectiva se prosiguió durante varios años y la mayoría de los grandes jefes cayeron. No se libraron los simples soldados: Hubo una matanza en masa excepcional, la de Cojumatlán (Jalisco), donde todos los cristeros perecieron, y en San Martín de Bolaños una carnicería menos importante, la de 40 antiguos cristeros, el 14 de febrero de 1930. La caza del hombre fue eficaz y seria, ya que se puede aventurar, apoyándose en pruebas, la cifra de 1500 víctimas, de las cuales 500 jefes, desde el grado de teniente hasta el de general.”
Pero la felonía gubernamental no se limitó al punto de la amnistía acordada para los combatientes cristeros; en casi toda la República se siguió adelante con la persecución en todos los órdenes, y nuevas leyes y decretos anticlericales fueron promulgados; en especial destacan aquellos que buscaban limitar bruscamente el número de sacerdotes, así como el número de templos abiertos al culto público. Así Adalberto Tejada durante su segundo período como gobernador de del Estado de Veracruz (1928-1932) limitó el número de sacerdotes a uno por cada 100.000 habitantes; en el Estado de Chiapas se limitó a uno por cada 60.000 y en Chihuahua uno por cada 45.000. “El gobernador del estado de Veracruz, Adalberto Tejeda, convencido y refinado perseguidor de la Iglesia, promulgó una ley estatal conocida como «Decreto 197» o Ley Tejeda . Aquel decreto-ley se proponía reducir los sacerdotes en todo el estado de Veracruz «para terminar con el fanatismo del pueblo», como lo había publicado unos días antes el mismo gobernador en el diario El Dictamen, amenazando aún con la muerte a quien no se sometieran.” Todas estas limitaciones exacerbadas e intrusiones del Estado en los asuntos internos de la vida eclesial continuaron hasta 1934 y aún después. El mismo Adalberto Tejeda envió el 25 de julio de 1931 a un grupo de policías al mando del oficial Pedro Aguirre a clausurar la Parroquia de la Asunción (hoy Catedral) en el puerto de Veracruz, donde tres sacerdotes estaban impartiendo el catecismo a muchos niños. Los policías entraron al templo disparando a los sacerdotes sin importar la multitud de niños presentes; el padre Darío Acosta (beatificado en 2005) cayó asesinado y heridos los padres Landa y Rosas, así como algunas otras personas que se encontraban en el lugar.
La enorme y generalizada violación de los “acuerdos” por parte del gobierno mexicano motivó a S.S. Pío XI escribir la encíclica Acerba animi que fue publicada el 29 de noviembre de 1932; en este documento el Papa protestaba fuertemente contra la conducta de los gobernantes mexica¬nos que no cumplían con lo prometido y alzaba su voz para manifestar que la persecución se había recrudecido contra el clero, la jerarquía y la libertad de enseñanza.
Dice el Pontífice: “cuando en el año 1929 el presidente de la República mejicana declaró públicamente que no era su propósito destruir la «identidad de la Iglesia» con la aplicación de las citadas leyes, ni menospreciar la Jerarquía Eclesiástica, Nos, teniendo en cuenta solamente la salvación de las almas, juzgamos que de ningún modo se había de renunciar a este o cualquier otro medio de reintegrar a su dignidad la Jerarquía. Es más, aún consideramos que debíamos pensar si sería oportuno, puesto que brillaba alguna esperanza de remediar males más graves y puesto que parecían alejarse aquellas causas principales que movieron a los Obispos a juzgar que los servicios públicos del culto divino debían suspenderse, renovarlos por el momento. Con lo cual no era ciertamente Nuestra intención ni aprobar las leyes mejicanas contra la Religión, ni de tal modo retractarnos de las reclamaciones hechas en contra de las mismas, que decretásemos no haber ya por qué se resistiese y atacase a dichas leyes todo lo posible. Se trataba solamente de lo siguiente: de que puesto que los gobernantes de la República daban a entender que abrazaban propósitos distintos, parecía esto exigir el que se suspendieran aquellos procedimientos de resistencia que más bien pudieran resultar perjudiciales al pueblo cristiano, y que se adoptasen otros en realidad más oportunos.
Más, de todos es sabido que la tan esperada paz y conciliación no respondió a Nuestros deseos y votos. Porque, violadas palpablemente las condiciones estipuladas en la conciliación, de nuevo se encarnizaron con los Obispos, sacerdotes y fieles cristianos, castigándolos con penas y cárceles; y con la mayor tristeza vimos que no sólo no se llamaba del destierro a todos los Obispos, sino que más bien aun de aquellos que gozaban del beneficio de seguir en la patria, algunos, con desprecio de las cláusulas legales, eran expulsados de sus confines; que en no pocas diócesis los templos, los seminarios, los palacios episcopales y demás edificios sagrados no habían sido en modo alguno dedicados de nuevo a su uso propio; finalmente, que, con desprecio de las indubitables promesas hechas, muchos clérigos y seglares que habían defendido valientemente la fe de sus mayores eran entregados a la envidia y odio disimulado de sus enemigos.”
Sin embargo la experiencia de la resistencia armada durante la Cristiada↗ hizo que el gobierno federal afinara sus estrategias para “descatolizar” a México, enfocándose primordialmente a la educación pues, como lo señaló el entonces secretario de Educación Narciso Bassols, había que considerar a todas las generaciones adultas como definitivamente perdidas (para la revolución) y consagrar todos los esfuerzos en educar a los niños en el anticlericalismo y el ateísmo. La educación en México↗ fue desde entonces la principal “trinchera” para la descatolización de la nación, sin abandonar del todo las demás estrategias persecutorias.
La situación generada por la nueva persecución - atrás de la cual sin duda estaba el “jefe máximo de la revolución” Plutarco Elías Calles↗- algunos antiguos cristeros y miembros de la Liga, empujados por los acontecimientos a una nueva respuesta armada, se lanzaron a las montañas a lo que se conoce como “la segunda” Cristiada que en sus mejores momentos no llegó a sobrepasar los siete mil combatientes. En febrero de 1931, Mons. Ruiz y Flores lanzó una pastoral condenando todo recurso a la violencia; en mayo, junio, julio y agosto, la mayoría de los obispos publicaron pastorales prohibiendo a los sacerdotes y a los fieles apoyar y mantener relaciones con el nuevo movimiento armado, lo que no impidió que el mismo Mons. Leopoldo Ruiz y Flores ↗que había llevado a cabo los “arreglos” con el presidente Portes Gil en 1929, fuera nuevamente expulsado del país. La Liga se vio obligada a modificar su nombre eliminando de él la palabra “religiosa” para quedar simplemente como Liga Nacional Defensora de la Libertad. Carente de todo apoyo, incluso moral, la “segunda” no tuvo trascendencia alguna y murió de inanición; otra consecuencia de la prohibición a los fieles de participar en el ámbito político fue que los católicos mexicanos se alejaran por muchos años de la vida política -y también de la social-de la nación.
Pero en 1936 el llamado “jefe máximo de la revolución”, Plutarco Elías Calles, fue expulsado del país por su ahijado político Lázaro Cárdenas del Río, a quien Calles había puesto en la presidencia de la República dos años antes; con este acontecimiento la historia de México comenzaba una nueva fase. La salida de Calles de las esferas del poder fue vista por algunos observadores como posibilidad para una real tolerancia, ya que no una completa libertad religiosa. Así se expresaba un delegado apostólico en marzo de 1936 al respecto: "traerá, sin duda, algunas esperanzas de que el gobierno de México adopte una actitud más conciliadora respecto la Iglesia". Todavía el 28 de marzo de 1937, el mismo Pío XI lanzó otra nueva y dura encíclica: la Firmissimam Constantiam, sobre la situación de persecución religiosa que continúa en México. Según el historiador Jean Meyer, en aquellos años la ley permitía únicamente a 305 sacerdotes para ejercer su ministerio en 17 Estados de la República, ya que como establecía el artículo 130 de la Constitución de 1917 correspondía a cada Estado establecer el número de sacerdotes que podían ejercer en él su ministerio sacerdotal. Algunos Estados lo aplicaban de manera totalmente arbitraria y persecutoria. Así todavía en abril de 1936 el parlamento del Estado de Chihuahua emanó un decreto en materia religiosa por el que permitía solamente a un sacerdote ejercitar su ministerio sacerdotal en todo el territorio de ese extenso Estado. Un año después, el 11 de febrero de 1937, fue arteramente asesinado a golpes en la Presidencia de Chihuahua el sacerdote Pedro Maldonado.
En 1938 los nuevos arzobispos de Guadalajara y México, Mons. José Garibi Rivera y Luis María Martínez respectivamente, hicieron un llamado a los católicos para apoyar a Cárdenas en la expropiación petrolera. A pesar de que la expropiación afectaba a las compañías petroleras norteamericanas , el gobierno de los Estados Unidos presidido entonces por Franklin D. Roosevelt, apoyó a Cárdenas para realizar la expropiación; así lo constata una carta de agradecimiento enviada por Cárdenas al presidente Roosevelt. . Era la época de los totalitarismos y a la vigilia de la Segunda Guerra Mundial, y los Estados Unidos deseaban tener un México en paz y favorable a su política; por ello veían con buenos ojos una mayor libertad religiosa para la Iglesia católica en el país.
México está cansado y muy desgastado de tanta lucha civil y de tanta sangre derramada; por ello a partir de 1936 el gobierno de Cárdenas, a pesar de sus claras tendencias socialistas tanto en su política interior como en su política exterior, (estamos en la época de la guerra civil española y el gobierno mexicano apoya la España socialista y republicana), busca una paz con la Iglesia a través de una política religiosa más tolerante; ello sin merma en absoluto de sus planes educativos socialistas y sin tocar los artículos 3, 5, 24, 27 y 130 de la Constitución.. Casi a finales del mandato presidencial de Cárdenas se empezaban a atisbar señales de que el gobierno mexicano deseaba vivir una nueva etapa de concordia, al menos de tolerancia positiva con la Iglesia y con los derechos a la libertad religiosa. Ello será evidente con la candidatura presidencial del sucesor de Cárdenas, el general Manuel Ávila Camacho. Estamos ya en 1940. México inaugura una nueva etapa en las relaciones respetuosas entre la Iglesia y el Estado, basadas en la doctrina de la laicidad del Estado y de los derechos inalienables de la Iglesia para cumplir su misión, así como a todo ciudadanos de vivir según los principios de la libertad religiosa reconocida; pero el marco jurídico, las leyes persecutorias, continuaron inalterables por muchos años más. El Modus vivendi adquirió un nuevo rostro que se mantuvo hasta 1992 cuando fueron modificados los artículos antirreligiosos de la Constitución de 1917↗, eliminando de ellos sus aristas más jacobinas. Había pasado casi un siglo de dura confrontación y de martirio.
Notas y referencias