Diferencia entre revisiones de «CRISTIADA; Intervención de los Estados Unidos»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El diputado católico John Boylan, al igual que la «Catholic Association for International Peace», pidió que se retirara al gobierno de México el reconocimiento; consideraba, como los obispos, que las leyes mexicanas contradecían los ideales de la nación norteamericana, por lo que no se podía reconocer una nación así. El episcopado estadounidense difundía información en la prensa, imprimía folletos, organizaba conferencias; incluso celebró un triduo a la Virgen de Guadalupe; en El Paso, Texas, crearon una editorial confesional dirigida al público mexicano.  
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El diputado católico John Boylan, al igual que la «Catholic Association for International Peace», pidió que se retirara al gobierno de México el reconocimiento; consideraba, como los obispos, que las leyes mexicanas contradecían los ideales de la nación norteamericana, por lo que no se podía reconocer una nación así. El episcopado estadounidense difundía información en la prensa, imprimía folletos, organizaba conferencias; incluso celebró un triduo a la Virgen de Guadalupe; en El Paso, Texas, crearon una editorial confesional dirigida al público mexicano.<ref>JOSÉ LUIS MORA MÉRIDA, Iglesia y Religión en Estados Unidos y Canadá, Mapfré, (Madrid) 1992 pp. 166 y 168-169.</ref>
  
Pero los obispos estadounidenses eran claros: en su pastoral colectiva del 12 de diciembre de 1926 sobre la situación en México desaprobaban la lucha armada. En esa Carta Pastoral, impulsada por Francis Clement Kelley, se evidenciaba que las dos legislaciones eran radicalmente diferentes, por lo que no había afinidad ni amistad posibles; un reconocimiento diplomático hacia un sistema que contradecía las bases sociales estadounidenses equivalía a repudiar el espíritu de los padres fundadores. Además probaba que la Iglesia, que en México había promovido el progreso social, educativo y económico, hoy era perseguida.
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Pero los obispos estadounidenses eran claros: en su pastoral colectiva del 12 de diciembre de 1926 sobre la situación en México desaprobaban la lucha armada. En esa Carta Pastoral, impulsada por Francis Clement Kelley, se evidenciaba que las dos legislaciones eran radicalmente diferentes, por lo que no había afinidad ni amistad posibles; un reconocimiento diplomático hacia un sistema que contradecía las bases sociales estadounidenses equivalía a repudiar el espíritu de los padres fundadores. Además probaba que la Iglesia, que en México había promovido el progreso social, educativo y económico, hoy era perseguida.<ref>JAIMES P. GAFFEY, Francis Clement Kelley & The American Catholic Dream, The Heritage Foundation, Bensenvill (Illinois), 1980, II, 75-78.</ref>
  
     En el apoyo a los católicos mexicanos participaron muy activamente organizaciones como «El Santo Nombre», «Contralverein» y «Baltimore Catholic Review». En Nueva York se creó la Asociación para la Defensa de los Derechos Religiosos en México, que juntaba fondos económicos.  
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En el apoyo a los católicos mexicanos participaron muy activamente organizaciones como «El Santo Nombre», «Contralverein» y «Baltimore Catholic Review». En Nueva York se creó la Asociación para la Defensa de los Derechos Religiosos en México, que juntaba fondos económicos.  
  
    Pero sobre todos descollaban los Caballeros de Colón; el primado de Estados Unidos, M.J. Carley, les había pedido ayudar a los mexicanos; pronto los «Knights of Columbus» se convirtieron en la voz más combativa: reprochaban al presidente Roosevelt primero su indiferencia ante el conflicto, y luego su apoyo a Calles; organizaban mítines, campañas periodísticas para contrarrestar la obra de los cónsules y agentes callistas, la masonería y los metodistas. En su Congreso de Filadelfia (5 de agosto 1926) prometieron un millón de dólares.  
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Pero sobre todos descollaban los Caballeros de Colón; el primado de Estados Unidos, M.J. Carley, les había pedido ayudar a los mexicanos; pronto los «Knights of Columbus» se convirtieron en la voz más combativa: reprochaban al presidente Roosevelt primero su indiferencia ante el conflicto, y luego su apoyo a Calles; organizaban mítines, campañas periodísticas para contrarrestar la obra de los cónsules y agentes callistas, la masonería y los metodistas. En su Congreso de Filadelfia (5 de agosto 1926) prometieron un millón de dólares.<ref>JOSEPH LEDIT, El frente de los pobres, 60.</ref>
  
 
El sostenimiento económico de obispos, sacerdotes, seminaristas y religiosas en el exilio fue costeado por varios obispos, como Anthony J. Schuler de El Paso, o Kelley de Oklahoma, aún a costa de graves déficits en sus economías.
 
El sostenimiento económico de obispos, sacerdotes, seminaristas y religiosas en el exilio fue costeado por varios obispos, como Anthony J. Schuler de El Paso, o Kelley de Oklahoma, aún a costa de graves déficits en sus economías.
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Sobre la actitud de los Estados Unidos alguien pudo decir: «vale más un galón de petróleo que un litro de sangre»; el poeta mexicano Ramón López Velarde escribió en su poema «Suave Patria»: “El Niño Dios te heredó un establo, y los veneros de petróleo el diablo”. Sin recursos (el respaldo de petroleros y banqueros nunca fue otra cosa que rumores), sin armas, sin posibilidades diplomáticas, y sin el apoyo episcopal a su lucha armada, la guerra cristera tenía pocas esperanzas.
 
Sobre la actitud de los Estados Unidos alguien pudo decir: «vale más un galón de petróleo que un litro de sangre»; el poeta mexicano Ramón López Velarde escribió en su poema «Suave Patria»: “El Niño Dios te heredó un establo, y los veneros de petróleo el diablo”. Sin recursos (el respaldo de petroleros y banqueros nunca fue otra cosa que rumores), sin armas, sin posibilidades diplomáticas, y sin el apoyo episcopal a su lucha armada, la guerra cristera tenía pocas esperanzas.
 
      
 
      
    El gobierno mexicano, por su parte, lanzaba una campaña de desinformación: se difundía que el clero nunca había optado por el camino legal, o que la revuelta había terminado; Calles se atrevió a decir que “en México no hay persecución religiosa”, como el diplomático soviético Maksim Litvinov lo dijo de Rusia en 1923, cuando en ambos países la oposición al régimen era de alrededor del 80%.  
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El gobierno mexicano, por su parte, lanzaba una campaña de desinformación: se difundía que el clero nunca había optado por el camino legal, o que la revuelta había terminado; Calles se atrevió a decir que “en México no hay persecución religiosa”, como el diplomático soviético Maksim Litvinov lo dijo de Rusia en 1923, cuando en ambos países la oposición al régimen era de alrededor del 80%.  
  
 
     Un ejemplo de falsificación fue la obra de Alfonso Toro titulada «La Iglesia y el Estado en México», publicada en 1927, y que hablando de la suspensión de cultos, decía: “el pueblo vio lo acontecido con la mayor indiferencia, las comisiones de vecinos nombrados por los Ayuntamientos tomaron posesión de los templos sin dificultad.”  Este autor se atrevió a escribir en septiembre de 1927 que los “levantamientos clericales” de esas “partidas de fanáticos” habían sido ya sido exterminados.
 
     Un ejemplo de falsificación fue la obra de Alfonso Toro titulada «La Iglesia y el Estado en México», publicada en 1927, y que hablando de la suspensión de cultos, decía: “el pueblo vio lo acontecido con la mayor indiferencia, las comisiones de vecinos nombrados por los Ayuntamientos tomaron posesión de los templos sin dificultad.”  Este autor se atrevió a escribir en septiembre de 1927 que los “levantamientos clericales” de esas “partidas de fanáticos” habían sido ya sido exterminados.

Revisión del 22:18 4 mar 2018

Prólogo (DHIAL)

Con el «Plan de Agua Prieta» (abril de 1920), el grupo llamado «de los sonorenses» (Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Adolfo De la Huerta) se levantó en armas contra el gobierno de Venustiano Carranza, a quien asesinaron en Tlaxcalantongo el 21 de mayo. De este modo los «agua-prietistas» se hicieron del poder político en México.

Primero fue Adolfo de la Huerta quien asumió la Presidencia con carácter de interino, entregándola el 1° de diciembre del mismo año a quien era la cabeza de los «agua-prietistas», el “general” Álvaro Obregón. El gobierno de los Estados Unidos no reconoció estos gobiernos surgidos de ese «golpe de estado» hasta que Obregón firmó los abyectos e infames «Tratados de Bucareli» el 13 de agosto de 1923.

Obregón entregó la Presidencia de la República a quien fungió como cabeza visible del Plan de Agua Prieta: Plutarco Elías Calles, el 1° de diciembre de 1924. Casi de inmediato, Calles desató una radical persecución contra la Iglesia y el pueblo católico mexicano en todos los órdenes, incluso el jurídico enviando al Congreso una “ley” que decretaba penas de cárcel a las violaciones a las disposiciones anticatólicas. El 1° de agosto de 1926 entró en vigor la «Ley Calles», y a finales de ese mes se alzaron en armas los primeros grupos de cristeros, dando inicio a la Cristiada.

Repercusión en los Estados Unidos de la persecución religiosa en México

Seguramente durante esos años los Estados Unidos podían influir ampliamente en su vecino del sur:[1]la venta de armas, el dinero o la invasión militar, además de las gestiones diplomáticas, eran los canales de ese influjo. Europa, aún postrada por la Primera Guerra mundial, no podía contrarrestarlo. A los líderes cristeros, conscientes del poder estadounidense, les bastaba ser liberados del embargo de armas, o que éste se aplicara también a Calles.


Ciertamente al inicio la política norteamericana no veía bien a Calles, pero con la llegada del embajador D.W. Morrow a México, en 1927 todo cambió; el país del norte ni deseaba ganarse un enemigo a la puerta, ni estaba convencido de la conversión católica a la democracia, ni veía esperanzas de que los católicos, en caso de vencer, lo hiciesen su aliado en vez de buscarlo en Europa.[2]


El diputado católico John Boylan, al igual que la «Catholic Association for International Peace», pidió que se retirara al gobierno de México el reconocimiento; consideraba, como los obispos, que las leyes mexicanas contradecían los ideales de la nación norteamericana, por lo que no se podía reconocer una nación así. El episcopado estadounidense difundía información en la prensa, imprimía folletos, organizaba conferencias; incluso celebró un triduo a la Virgen de Guadalupe; en El Paso, Texas, crearon una editorial confesional dirigida al público mexicano.[3]

Pero los obispos estadounidenses eran claros: en su pastoral colectiva del 12 de diciembre de 1926 sobre la situación en México desaprobaban la lucha armada. En esa Carta Pastoral, impulsada por Francis Clement Kelley, se evidenciaba que las dos legislaciones eran radicalmente diferentes, por lo que no había afinidad ni amistad posibles; un reconocimiento diplomático hacia un sistema que contradecía las bases sociales estadounidenses equivalía a repudiar el espíritu de los padres fundadores. Además probaba que la Iglesia, que en México había promovido el progreso social, educativo y económico, hoy era perseguida.[4]


En el apoyo a los católicos mexicanos participaron muy activamente organizaciones como «El Santo Nombre», «Contralverein» y «Baltimore Catholic Review». En Nueva York se creó la Asociación para la Defensa de los Derechos Religiosos en México, que juntaba fondos económicos.

Pero sobre todos descollaban los Caballeros de Colón; el primado de Estados Unidos, M.J. Carley, les había pedido ayudar a los mexicanos; pronto los «Knights of Columbus» se convirtieron en la voz más combativa: reprochaban al presidente Roosevelt primero su indiferencia ante el conflicto, y luego su apoyo a Calles; organizaban mítines, campañas periodísticas para contrarrestar la obra de los cónsules y agentes callistas, la masonería y los metodistas. En su Congreso de Filadelfia (5 de agosto 1926) prometieron un millón de dólares.[5]

El sostenimiento económico de obispos, sacerdotes, seminaristas y religiosas en el exilio fue costeado por varios obispos, como Anthony J. Schuler de El Paso, o Kelley de Oklahoma, aún a costa de graves déficits en sus economías.

Sobre la actitud de los Estados Unidos alguien pudo decir: «vale más un galón de petróleo que un litro de sangre»; el poeta mexicano Ramón López Velarde escribió en su poema «Suave Patria»: “El Niño Dios te heredó un establo, y los veneros de petróleo el diablo”. Sin recursos (el respaldo de petroleros y banqueros nunca fue otra cosa que rumores), sin armas, sin posibilidades diplomáticas, y sin el apoyo episcopal a su lucha armada, la guerra cristera tenía pocas esperanzas.

El gobierno mexicano, por su parte, lanzaba una campaña de desinformación: se difundía que el clero nunca había optado por el camino legal, o que la revuelta había terminado; Calles se atrevió a decir que “en México no hay persecución religiosa”, como el diplomático soviético Maksim Litvinov lo dijo de Rusia en 1923, cuando en ambos países la oposición al régimen era de alrededor del 80%.

    Un ejemplo de falsificación fue la obra de Alfonso Toro titulada «La Iglesia y el Estado en México», publicada en 1927, y que hablando de la suspensión de cultos, decía: “el pueblo vio lo acontecido con la mayor indiferencia, las comisiones de vecinos nombrados por los Ayuntamientos tomaron posesión de los templos sin dificultad.”  Este autor se atrevió a escribir en septiembre de 1927 que los “levantamientos clericales” de esas “partidas de fanáticos” habían sido ya sido exterminados.

La Iglesia Universal y el caso mexicano

A pesar de la «conjura del silencio» en la prensa mundial, creció un amplio movimiento de simpatía católica a favor de los mexicanos, impulsado por el arzobispo de Durango, José María González y Valencia: en Estados Unidos, España, Irlanda, Bélgica, Alemania, Suiza, Italia y América Latina, particularmente entre las organizaciones juveniles.

Durante el pontificado de Pio XI, además de numerosas intervenciones de diverso tipo (protestas del Secretario de Estado al Ministro de Relaciones exteriores de México, artículos en «L’Osservatore Romano», información proporcionada a los representantes diplomáticos, circulares a los nuncios), fueron notorias las intervenciones pontificias respecto al caso mexicano: Carta abierta al Cardenal vicario para pedir oración de los romanos por México, alusiones en las alocuciones consistoriales de Navidad y 4 encíclicas que fueron:

La «Paterna sane sollicitudo» (11 febrero 1926) analizaba y condenaba las leyes (“no merecen el nombre de leyes”, forma atenuada de declaración papal de nulidad), la expulsión del nuncio; pedía al clero, obispos y Acción Católica abstenerse de la política partidista, de formar partido católico y de escribir en la prensa sobre temas políticos (en esos tiempos condenaba también la Acción Francesa); explicaba que no era renunciar a los derechos civiles; mandaba duplicar los esfuerzos en favor de jóvenes y obreros.

La «Iniquis afflictisque» (18 noviembre 1926), narraba la historia precisa y detallada de la persecución, observando que en algún momento se esperaba un «modus vivendi», sin aplicación de las leyes o no con tanta exigencia; calificaba las leyes como contradictorias a todos los derechos humanos y divinos. Comparaba los mártires mexicanos a los mártires causados por la revolución francesa y a los primeros mártires cristianos; se confesaba conmovido hasta las lágrimas por los adolescentes y jóvenes que mueren con el grito de Cristo Rey en los labios.

En la «Acerba animi magnitudo» (29 septiembre 1932), Pío XI lamentaba el reinicio de la persecución, cuyo fin es destruir la Iglesia católica, con lo cual se violaban los acuerdos suscritos; se refería al esfuerzo diplomático, al drama de los obispos exiliados, al martirio del clero y de la grey. El Papa justificaba los «arreglos» por motivos pastorales, no políticos: evitar el alejamiento de los fieles de los sacramentos, de la fe y la moral, y salvar la disciplina eclesiástica del relajamiento; era el mal menor.

Ahora, decía el Papa, no es aceptable suspender el culto; cada diócesis deberá responder en modo adecuado a los ataques; el objetivo sigue siendo la modificación de la ley, pero una cosa es aprobar y someterse y otra ser sometido, forzado con repugnancia (tolerancia pasiva; esto porque algunos reprochaban al Papa y a los obispos de haber aceptado la ley). Concluía invitando a obedecer, a orar, a trabajar con jóvenes y obreros, a los sacramentos y la catequesis.

En marzo de 1937 el Papa Pio XI publicó tres encíclicas: la «Mit brennender Sorge» (día 14) contra el nacional-socialismo alemán; la «Divini Redemptoris» (día 19) contra el comunismo ateo, en cuyo número 19 se refiere expresamente a Rusia y México, pues creía que la política mexicana era expresión del comunismo, peligro ciertamente real desde 1932; y la «Firmissimam constantia» (día 28), contra la persecución religiosa en México.

En esta última ofrecía soluciones a la Iglesia mexicana, desaconsejando la insurrección armada; para entonces, sin embargo, ya era evidente que el episcopado había optado por una estrategia de resistencia y de transformación de las conciencias. Ya no exigía la abolición de las leyes persecutorias, sino que se limitaba a pedir neutralidad estatal en materia escolar.

Romero de Solís observa que el problema de la persecución pasa casi desapercibido, el tono es de conciliación y sobre todo pragmático, orientando la Iglesia a la formación de sacerdotes y seglares para el apostolado, más en la calidad que en la cantidad, el trabajo silencioso, sobre todo con obreros, campesinos, indígenas y estudiantes.

Explica las condiciones de una eventual legitimidad de la defensa armada; exhortaba a colaborar con el Estado en iniciativas que no se opusieran al dogma o la moral, y a educar en el cumplimiento de los deberes cívicos y sociales.

Participación del embajador de los Estados Unidos en los «arreglos» El gobierno mexicano no podía eternizar el conflicto; los Estados Unidos presionaban a favor de un arreglo, pues una posible una alianza entre Vasconcelos y los cristeros hubiese sido fatal para los revolucionarios, pues las elecciones presidenciales se realizarían en julio. Desde luego, la crisis económica tenía un peso no pequeño; el Estado represivo de los 20’s fue sorprendido por la crisis del 1929. Desde 1922 hasta 1929 las exportaciones petroleras, la principal riqueza del país descendieron constantemente: pasaron del 49% del valor de las exportaciones en 1925 al 10% en 1929.

En el verano de 1926 fueron agotados todos los recursos, pero el diálogo nunca se interrumpió, aunque a veces se tornara áspero; los obispos mantuvieron contactos con Calles y con Obregón. Morrow había intervenido porque consideraba dañino el conflicto tanto para México como para Estados Unidos; había optado por darle todo el apoyo a Calles, y ganárselo para influir en la cuestión religiosa y petrolera. La Iglesia no podía ceder en la cuestión del registro de los sacerdotes y la limitación de su número; Calles exigía para el Estado toda la esfera política.

El embajador Morrow facilitó el encuentro de Calles con John Burke de la National Catholic Welfare Conference en San Juan de Ulúa, y luego dos entrevistas más con el obispo Leopoldo Ruiz y Flores en Chapultepec, de tal manera que el 28 de mayo de 1928 Calles ofreció “en substancia, lo mismo que Portes Gil posteriormente concedió en Junio de 1929”, y que era casi idéntico a lo que la Iglesia pedía desde 1926, cuando Pascual Díaz y Leopoldo Ruiz fueron llevados por el embajador Morrow a entrevistarse con el presidente. El asesinato de Obregón en 1928 (17 de julio) interrumpió todo.

La fase decisiva de los arreglos comenzó en mayo de 1929 cuando Ruiz y Flores manifestó que veía en cierta declaración del presidente sobre la campaña antialcohólica un signo de buena voluntad:

“El conflicto religioso en México no fue motivado por ninguna causa que no pueda ser corregida por hombres de buena voluntad. Como una prueba de buena voluntad, las palabras del presidente Portes Gil son de mucha importancia. La Iglesia y sus ministros están preparados para cooperar con él en todo esfuerzo justo y moral para el mejoramiento del pueblo mexicano”

El día 8 de mayo el diario «El Universal» publicaba una declaración de Portes Gil: “Me ha agradado la declaración del arzobispo en el sentido de que el conflicto religioso en México no fue motivado por ninguna causa que no pueda ser corregida por hombres de sincera voluntad, y su declaración categórica de que la Iglesia católica y sus ministros están preparados para cooperar con el gobierno mexicano en todo esfuerzo justo y moral para el mejoramiento del pueblo mexicano”. “Declaré públicamente, el otro día, que en mi opinión, la Iglesia católica, como institución, no estaba relacionada con el levantamiento militar”. Añadió que muchos obispos, por el contrario, pedían respeto a la ley y al orden.

La intervención del embajador de Estados Unidos en México, Dwight D. Morrow facilitó el encuentro entre los obispos Pascual Díaz y Leopoldo Ruiz y Flores con el presidente Portes Gil, aunque sin la consulta al resto de los obispos. El 12, 13, 15 y 21 de junio se entrevistaron en el Palacio Nacional.

Morrow redactó la declaración de las partes, con el acuerdo de ambas, para salvar los «arreglos». Eran testigos el jesuita norteamericano Edmundo Walsch y el embajador de Chile en México, Miguel Cruchaga Tocornal. Los Obispos avisaron a Roma; la respuesta llegó el 20 de junio y pedía:

“1. Santo Padre ansioso por pacífica y laica solución.2. Completa amnistía para obispos, sacerdotes y fieles.3. Devolución de casas episcopales, curatos y seminarios. 4. Relaciones libres entre el Vaticano y la Iglesia Mexicana. Sólo con estas condiciones puede Ud. firmar, si lo cree conveniente delante de Dios”.

El Papa apresuraba la paz. Al día siguiente, los obispos se entrevistaron con Portes Gil y le mostraron el telegrama; él aceptó sin ninguna observación, giró instrucciones en la presencia de los obispos para que se ofreciera la amnistía a los alzados y se efectuara la devolución de edificios a la Iglesia (cosa que nunca sucedió). Por su parte, al Delegado Apostólico «ad referendum» Leopoldo Ruiz y Flores le bastó la aceptación verbal del presidente:

“A mí me pareció justa la declaración que indicaba el Sr. Presidente y no me pareció necesario pedir que se estipularan las condiciones por escrito, porque me fiaba de la palabra del Sr. Presidente, por la urgencia del caso y porque había testigos de ambas partes. Yo estaba tan seguro de esto que comuniqué a Roma que todo había sido concedido, y así lo comuniqué también a los Sres. Obispos de la República”.

En palabras de Eduardo Chávez, el Delegado Apostólico “pronto se daría cuenta de que esto no bastaba y de que, el no haber realizado unos «Arreglos» con firmas que lo certifiquen y que comprometiera a cumplirlos, había sido su más grave error”.  

El 22 de junio «El Universal» publicaba la declaración escrita de Portes Gil, entregada la noche anterior. Se veía que la postura de los obispos había sido la misma que 3 años atrás. El presidente, “gustoso”, declaró “que no es el ánimo de la Constitución ni de las leyes del gobierno de la República, destruir la identidad de la iglesia católica ni de ninguna otra ni intervenir en manera alguna en sus funciones espirituales”.

En cuanto al registro de sacerdotes aclaraba que sólo se debía registrar al nombrado por el superior religioso respectivo; que en el interior de las iglesias se podía instruir con doctrinas; que se garantizaba a las Iglesias el derecho de petición para la reforma, derogación o expedición de cualquier ley.

En el mismo diario, el Delegado Apostólico Ruiz y Flores decía que “Como consecuencia de dichas declaraciones hechas por el C. Presidente, el clero mexicano reanudará los servicios religiosos de acuerdo con las leyes vigentes”. Se presentaron al ministerio de Gobernación las listas de los sacerdotes que deberían ejercer en cada diócesis y el 29 de junio, solemnidad de San Pedro y san Pablo, los templos fueron reabiertos.

El 21 de junio de 1929 oficialmente se había terminado el conflicto en México; el ejército cristero dio un admirable ejemplo de acatamiento (aunque no todos dejaron la lucha: el general Lauro Rocha la siguió hasta ser asesinado a traición en 1936, cuando tenía apenas 30 años). Entre los años 1929-1935 unos 5,000 exjefes cristeros fueron asesinados.

Jesús Degollado Guízar, jefe supremo de la Guardia Nacional, condicionó la licencia de la tropa a la garantía de vidas y bienes de los combatientes y civiles, libertad de presos, fin de procesos, regreso de exiliados y ciertas ayudas económicas en orden al reinsertamiento civil, licencia de portar armas y salvoconductos.

“El patriotismo, el amor mismo que tenemos a nuestra santa causa y por el triunfo de la cual hemos luchado sin tregua nos obliga, a pesar de desgarrar esto nuestras almas, a hacer cuanto sea posible para que la lucha cese [...] nos han quitado lo que había de más noble y más santo en nuestra bandera”.

Los cristeros tuvieron la impresión de ser traicionados; sabían que otros se habían tomado la responsabilidad de defender la fe; y ellos, victoriosos, se encaminaban a una muerte sin gloria. El conflicto no había terminado, era evidente que la Iglesia todavía debía sufrir mucho. No podían entender que no se les hubiera consultado, que la Iglesia cediera cuando había prometido luchar hasta ver modificada la ley; el episcopado, que antes había alabado su valor, ahora los invitaba a la paz.

Muchos no pudieron evitar la crítica y la rebeldía, otros pensaron que el Papa estaba mal informado; a todos la fidelidad les costó sacrificios de todo tipo: incertezas, pobreza, sensación de haber padecido inútilmente: se habían perdido familias, bienes y vidas por defender los derechos de la Iglesia.

La Iglesia había sido puesta frente a un dilema: no se sabía qué era más amargo e incierto, si un arreglo o los cultos suspendidos. El Delegado Apostólico consideró que era necesario reanudar los cultos, pues la gente se estaba acostumbrando a vivir sin sacramentos, a prescindir de la Iglesia.

Monseñor Orozco y Jiménez, visto por todos como un arzobispo mártir Cuando la facción carrancista se impuso dando inicio a la persecución religiosa, el arzobispo de Guadalajara Francisco Orozco y Jiménez salió del país como medida de protesta y estuvo fuera de 1914 a 1916; las leyes locales del Estado de Jalisco provocaron una crisis que obligó a un boycot y suspensión de cultos en los templos durante seis meses, cuando fueron modificadas.

Después de ir a Roma, no pudo entrar a México en el período 1924-1925, mientras en su diócesis se repetía la historia de persecuciones. Entre 1926-1929 estuvo oculto en dos zonas rurales de Jalisco; con los «arreglos» fue obligado a exiliarse en Estados Unidos en 1929-1930, y de nuevo entre 1932-1934.

En efecto, al momento de los «arreglos» Portes Gil exigió que debía abandonar el país, pues según el gobierno (lo había escrito el Daily Express), durante la guerra cristera su sola presencia en la arquidiócesis de Guadalajara había producido una resistencia mayor en los católicos, aunque procuraba evitar las zonas cristeras, pues no estaba de acuerdo con la lucha armada.

De su clero, los padres Reyes Vega y Aristeo Pedroza tomaron las armas, aunque él pugnó para que las dejaran. Desde los tiempos de dominio de los carrancistas, su seminario fue destruido tres veces, y tres veces restablecido; y sin embargo sus alumnos merecieron la alabanza del Colegio Pio Latino Americano por la formación con que se presentaban (llegó a tener allí 45 alumnos). Ordenaba sus sacerdotes en pueblos humildísimos, en barrancos y ranchos de Jalisco; de 1928 a 1930 trasladó su seminario a Bilbao, España.

Situación tras los «arreglos»

Aunque la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa prometió ante el hecho consumado de los “arreglos” «sumisión filial, sincera e incondicional», después aparecieron duras críticas, como el libro «Los acuerdos religiosos», de Arquímedes; «El gran ofertorio de opiniones y de esperanzas para un sacrificio», de J. Leopoldo Gálvez; el P. Agustín Gutiérrez escribió su «Estudio e informe»; y J.J. Gutiérrez, «Los cristeros»; Palomar y Vizcarra calificó a los dos obispos de “portaestandartes del derrotismo”. En la publicación católica «La Palabra», Andrés Barquín Ruiz no perdía oportunidad de criticar los “arreglos”.

El obispo de Tacámbaro, Leopoldo Lara y Torres, describía el fruto amargo de los arreglos: la pérdida de la confianza y el amor hacia el Papa y los obispos; el episcopado había perdido unidad, prestigio y voz; unos años después la Santa Sede lo responsabilizó de haber arrastrado a los obispos a la suspensión de cultos; al saberlo, murió de un ataque de hemiplejía.

Pero en mucha gente había júbilo, los valores mexicanos en la Bolsa de Nueva York subieron. Portes Gil fue acusado por los jacobinos radicales; el gobernador de Veracruz y Secretario de Gobernación durante el gobierno de Calles, Adalberto Tejeda, le reprochó violentamente la “cobardía” y la “traición”. Un mes más tarde, el Presidente Portes Gil declaraba a los masones (27 de julio): “Mientras yo esté en el gobierno se cumplirá estrictamente con la legislación”. “En México, el Estado y la masonería en los últimos años han sido la misma cosa”.

El objetivo de los arreglos era el fin de la Cristiada, que no coincide con el fin del conflicto religioso, porque no implicaban modificación alguna de la ley; Roberto Blancarte observa que, aunque el episcopado estaba de acuerdo con la causa cristera, no lo estaba con los medios, pues había razones doctrinales para oponerse a la violencia, además de que el movimiento escapaba al control episcopal.

Y los obispos tenían otra estrategia para oponerse al Estado, misma que usarían en los años siguientes: la lucha por las almas por medio de la Acción Católica, con un control más estrecho de los laicos. No fue “un abandono de la política social del episcopado, sino solamente un cambio en la estrategia”.

Así que la Acción Católica se concentró en formar cuadros para recristianizar la sociedad, de manera metódica, sistemática y persistente. Las Damas Católicas se transformaron en Unión Femenina Mexicana y entre forcejeos y nostalgias la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, pasó a ser una sección de la Acción Católica.


NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

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JUAN CARLOS GONZÁLEZ OROZCO

  1. FRANCIS MCCULLAGH, Red Mexico, XVIII.
  2. FRANCIS MCCULLAGH, Red Mexico, 40-41.
  3. JOSÉ LUIS MORA MÉRIDA, Iglesia y Religión en Estados Unidos y Canadá, Mapfré, (Madrid) 1992 pp. 166 y 168-169.
  4. JAIMES P. GAFFEY, Francis Clement Kelley & The American Catholic Dream, The Heritage Foundation, Bensenvill (Illinois), 1980, II, 75-78.
  5. JOSEPH LEDIT, El frente de los pobres, 60.