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Sumario
(1534, Salamanca - 1606, Lima) Religioso, Misionero, Obispo
Luis López de Solís, fraile agustino español que ocupó altos cargos eclesiásticos en el Virreinato del Perú, fue el cuarto obispo de Quito y propuesto como arzobispo de Lima, muriendo antes de cumplirse el traslado. Llegó al Perú en 1558 siendo sólo diácono, con otros 10 agustinos. Con el tiempo destacará entre los de su orden por su pensamiento, por su acción, por su contemplación, y por las decisiones que adoptó en los puestos a los que le destinó la orden y la Iglesia.
Misionero de primera hora
Evangelizando en Capinota (Bolivia), vio claro que su proyecto evangelizador no podía prescindir de promover humanamente a los indios si quería empeñarse en la transmisión del mensaje cristiano. “Se ejercitó algunos años en domesticarlos y reducirlos a pueblos, donde viviesen con policía (= ordenada y civilmente) de hombres”.
Indigenista convencido
Historiadores modernos no dudan en afirmar que posee una identificación decididamente indigenista. El colegio-seminario (San Luis), destinado a hijos de españoles y de caciques, que él entrega a los jesuitas siendo obispo de Quito, es una prueba de esta afirmación. En 1577, el virrey Francisco de Toledo le asigna una cátedra en San Marcos, porque “con sus letras y gravedad, honrando tan ilustre función, enseñase virtudes y sacase letrados”.
Servidor de la Iglesia
Él fue luz en el Tercer Concilio Limense (1583): “Entre los teólogos de este concilio sobresalen fray Bartolomé de Ledesma, O.P. y fray Luis de Solís y el padre Acosta, S.J. Solís añadía a su saber una gran virtud, por lo cual mereció ser elegido para la sede de Quito y, más tarde, para la Metropolitana de Charcas”.
En 1574 el virrey Toledo reúne, además de los magistrados de la Real Audiencia de Lima, a dignidades eclesiásticas, teólogos y canonistas. Se trataba de emitir un juicio para que se devolviesen a la Corona lo no ganado en las encomiendas, por omisión de trabajo, por los doctrineros. Firman el dictamen de devolución: Luis López de Solís, el deán del Cabildo Catedralicio Francisco de Urquiza, Luis López, S.J., Reinaldo Lizárraga, O.P. y Fr. Pedro Gutiérrez, OSA.
En 1591 se le juntan a López de Solís varios sucesos: como superior local del Convento Grande de Lima, participó en el IV Concilio Provincial Limense. Poco después fue preconizado obispo del Río de la Plata (Asunción) y, mientras le llegaban las bulas para poder consagrarse, el virrey Marqués de Cañete –en nombre del rey– le encomienda una visita oficial a la Audiencia de Charcas.
En el trabajo de la Audiencia de Charcas subieron sus bonos pues, sin miramiento de personas, procedía en su auditoría a personas con descrédito en la corte de Madrid; se les había ido la mano en las cuentas y en abuso del poder, en detrimento del erario real y en contra de los derechos de los indígenas y los pobres. No llevaba el sencillo fraile otro séquito que un capellán que hacía también de limosnero y aun paje. El virrey le señaló a Francisco Piñar de Zúñiga para Secretario.
Uno de los cronistas agustinos pudo saber: “Desagravió a los pobres; suspendió la plaza a uno de los Oidores y sometió a otros; enfrentó a los poderosos; absolvió a los inocentes...; quitó los escándalos y arrancó de raíz las ocasiones de ellos, con que hizo grandes servicios a las dos majestades, humana y divina”.
El virrey García Hurtado de Mendoza, en carta dirigida a Felipe II el 2 de mayo de 1592, dice de López de Solís: “ser muy virtuoso, sin codicia, muy discreto en gobernar, buen letrado, buena edad y mucha experiencia de las cosas de esta tierra, por haber sido provincial dos veces o tres en su orden, y, muchas prior [...], y el mucho ejemplo que ha dado en este Reino, de más de 38 años a esta parte”. No es, pues, extraño que de él se haya hecho esta singular alabanza: “Fue el obispo López de Solís, por sus virtudes, digno de ser comparado con santo Toribio de Mogrovejo”.
Su preocupación social El virrey le encomienda otra composición de tierras, también en Charcas, en Susucuma y Torotoro, cerca de Potosí, rica ciudad minera (hoy en Bolivia): “habiendo cumplido la real intención de dar a los indios todas las tierras que tuvieran necesidad y vender las baldías”, dirá en carta a su majestad. Quienes quisieron empañar su buen nombre por esta actuación, no tienen razón: “Cuando examinamos hoy esas acusaciones a la luz de un criterio imparcial, nos alegramos de que las hayan hecho los enemigos gratuitos de tan insigne varón, pues ellas contienen el mayor elogio que de su celo y caridad puede hacerse”.
Lo cierto es que al que le faltaba dinero para defender su causa, se lo suplía con su salario. Repartió así más de 14 000 pesos de su peculio. “A unos hacía comodidad en el precio, a otros en el plazo, a ninguno afligió por ello y con todos se mostró más padre que ministro”. Su capellán y limosnero atestigua que para llegar de Potosí a Lima, afrontó los gastos del viaje vendiendo las diez mulas que tenía y algunos enseres de su ajuar.
Íntimamente relacionado con las doctrinas estaba el régimen de las encomiendas, establecidas por el patronato regio, con la recta intención de la formación humana y social, al mismo tiempo que se facilitaba la evangelización de los indígenas. No han sido malos todos los encomenderos. Con muy buena inclinación a los indios ha trabajado, por ejemplo, el capitán Lorenzo de Aldana, fundador de la Obra Pía de Paría. Tampoco tenía malos sentimientos Lorenzo de Cepeda, el hermano de Santa Teresa de Jesús, encomendero en tierras ecuatorianas y al que tan presente tenía en sus oraciones Teresa de Ávila.
Un contador especial
El obispo López de Solís “dividía la renta primero en cuatro partes: tres de estas consumía en la fábrica de las iglesias y limosnas de los pobres; la cuarta la aplicaba a su congrua sustentación. Pero esta parte volvía a subdividirla en otras tres: dos de las cuales aplicaba a diferentes gastos y socorros de otros pobres extraordinarios, y la tercera la aplicaba para el sustento de su persona y familia”. Y solía decir: “Demos a cada uno lo que es suyo, y para que más merezcamos, demos también lo que es nuestro”.
Los sínodos de Quito y Loja
Entre los primeros capítulos es brillante su sentir en estos puntos: justicia y defensa del indio, formación de pueblos, exigencia de que los misioneros aprendan la lengua de los nativos, siendo exigente también con los colaboradores de los doctrineros, para profundizar así en el conocimiento de sus valores culturales.
También el sínodo itinerante de Loja (Ecuador), reunido el 15 de agosto de 1596, insistirá en el cumplimiento de la justicia, “principalmente en favor de los indígenas”. Las constituciones de estos dos sínodos le servirán de apoyo en la lucha contra irregularidades de unos o de otros, ya frente a los abusos intolerables de los encomenderos, o para corregir a los indígenas. La aprobación de estos sínodos por parte del Consejo de Indias, no llegó a Quito sino hasta el 20 de mayo de1615. López de Solís había muerto casi nueve años antes.
Alguien ha dicho de estas constituciones sinodales, que –juntamente con otras disposiciones posteriores– vienen a ser como una carta magna de los derechos de los aborígenes, en la última década del siglo XVI. Por su parte, en su obra sobre estos sínodos, aún no editada, escribirá el P. F. Campo: “Se superaba el orgullo de la pureza de sangre de los descendientes directos de los conquistadores con el mestizaje que se imponía poco a poco, como consecuencia de la igualdad ante la ley y la confraternidad religiosa”.
De otro lado, el historiador ecuatoriano Julio Tobar Donoso destaca el valor de los sínodos de López de Solís de la siguiente manera: “Las constituciones sinodales dictadas por estas asambleas, constituyen el mejor testimonio del ardentísimo celo con que la Iglesia quiteña ejercía la tutela de los naturales, despertando en ellos la conciencia de su personalidad cristiana y suscitando su respeto por los demás elementos”. Destinatarios primarios de los capítulos sinodales serán los miembros del clero y los doctrineros, “para que no bastardeasen su papel con grosero utilitarismo”, enfatizará el mismo historiador.
Encarga en su viaje a Roma al definidor Martín Sierra, OSA, que acudirá a la cita de capítulo general, defender la fundación del colegio-seminario de San Luis de Quito, para españoles e indios, entre otras razones porque “podrían salir después sujetos que hicieran más frutos con los indios que todos los que venimos de España por la afición con que oyen la propia lengua”.
Repetirá también López de Solís: “El Concilio de Trento, cuando encomienda a los obispos la erección de los seminarios con tanto encarecimiento, no distingue entre españoles e indios, porque la misma necesidad corre en los unos que en los otros, y aún mayor en los indios”.
López de Solís suplica al rey que promueva la creación de colegios-seminarios en el Nuevo Mundo para que “en todas cabezas de obispado haya colegios-seminarios para hijos de caciques y otros indios, de quien se consiga algún fruto para su conversión”.
Contó el obispo de Quito para esta obra con los naturales de la zona del Chimborazo, que le ofrecieron una manda y limosna de 2 000 pesos. En la escritura pública aparece el gobernador de la encomienda: don Lorenzo de Cepeda, que vive en el pueblo de Quimiao, entre otros indios verdaderamente comprometidos en el proyecto obispal. Bien sabía Luis López de Solís lo dispuesto por el Segundo Concilio Limense, convocado por Fr. Jerónimo de Loayza, en 1567: “Los indios no se ordenan de ningún orden sagrado, pero pueden servir a las iglesias en los divinos oficios”.
Con ironía piadosa le escribe en otra ocasión al rey: “Mándame V.M. que le escriba sobre los agravios que padecen los indios. Cuarenta años llevo de experiencia y veinte dando avisos; y como veo que no se hace nada, juzgo que es mejor callarse. Díceme V.M. que debo comunicarlo al virrey: así lo suelo hacer, pero, por todo remedio se me contesta que se tendrá presente para la visita; y, como veo que no se hace visita alguna, pienso que hablarán de la visita general del Valle de Josafat”.
Federico González Suárez elogia al rey y al obispo López de Solís, por la “nobleza de Felipe II y el hablarle sin lisonja el obispo”. Escribía el prelado: “Aunque mis enfermedades y mucha pobreza me tienen relevado de ir al Concilio Provincial Limense (1601), por hallarme con más salud, quedo resuelto y determinado, de aquí dentro de dos meses, para servir a Nuestro Señor y a S.M. y por el bien de estos naturales”. Su retorno de este viaje fue un constante ejercicio de caridad. Bernardo de Torres nos recuerda que “fundó un recogimiento de mujeres divorciadas y solteras de peligroso vivir, donde, recogidas, no pudiesen ser tropiezo de las almas, con título de «Santa Marta»”.
Paladín defensor de la justicia en su gobierno episcopal
Hace valientes denuncias contra corregidores, administradores y protectores. En la última carta a Felipe II (20 de marzo de 1598) cita no menos de 34 cédulas reales ordenadas al bien de los indios y al respaldo de la autoridad episcopal; pero, lamentablemente, algunas no se han leído y otras son desconocidas.
El Sínodo de Loja (1596) concreta detalles como que los indios pudieran en las reducciones “tener casas o moradas, no como corrales, sino como moradas de hombres, con mesas para comer, camas para dormir, limpieza u aderezo [...]”; pero “no a la fuerza sino con buen modo y cuidado y autoridad paternal”. Rompió lanzas contra los abusos de los corregidores que acostumbraban a explotar a los indios, haciéndoles tejer ropa para ellos; se enfrentó a los que imponían contribuciones extraordinarias, pues eso no era tolerable ni con la disculpa de ayudar a la Iglesia.
Cuando no le permiten entrar en el Hospital de Quito, dice con retintín: “La visita del obispo no hiciera daño, pues se encamina a visitar a los pobres y que se remedien sus necesidades”. No disculpará los amancebamientos de españoles con indias o de indios entre sí. Tampoco los pecados de borrachera, de infidelidad o de poligamia de los indios. Le preocupa la moralidad pública, sin ceder a aplicar castigos como azotes públicos, corte de cabellos, servicios personales a hospitales e iglesias. También pidió prisión para caciques escandalosos. Pero no permitió que se pasara de 50 azotes, ni que este castigo lo aplicaran los curas, como lo determinó el Sínodo de Loja (1596).
Promoción humana
Calancha escribe que los agustinos “fundaron escuelas; una, en que se enseñase al muchacho a leer, escribir y contar; y, otra, en que se les enseñase canto de órgano para celebrar los oficios divinos”. López de Solís empleó parte de su tiempo en “enseñarles las virtudes morales” y trató de poner a los indios “en más policía”.
A los misioneros se les dará un método para que inculquen “oficios y artes políticos, así para que fuesen haciéndose más capaces, como para que medrasen caudales con trabajos honestos, siendo pintores, carpinteros, sastres, plateros y otras artes a que se acomoden sus habilidades y fueses de importancia para sus pueblos”.
El Sínodo de Quito de 1594 ordena que los curas, en los repartimientos, pongan cuidado en enseñar a los indios: “enseñados e industriados a leer y escribir a los hijos de los caciques principales por un sacristán o cantor de la iglesia”. En carta de López de Solís del 10 de abril de1603, se lee: “En las escuelas se crían cantidad de muchachos indios y mestizos, que aprenden a leer y a escribir y «se hacen muy latinos», pero eso nunca lo he aprobado porque es destructor de la tierra”.
En 1594 se pone en marcha la primera Universidad de Quito, titulada «San Fulgencio», en el convento grande de la orden. Podía dar títulos de bachiller, licenciados y doctorados en Teología; también Derecho Canónico, pero sólo para los miembros de la orden. Después se amplió la facultad y pudieron concurrir a sus aulas otros religiosos y clérigos y hasta algunos seglares. La admisión suponía previo examen que tomaba el rector y 4 consejeros.
Los centros de carácter universitario que fundaron los dominicos y jesuitas en Quito se llamaron de Santo Tomás y San Gregorio, respectivamente. Siendo la primera vez provincial de la Provincia del Perú López de Solís (1571-1575), ya le escribió a J. de Ovando –presidente del Consejo de Indias– hablándole de la urgencia de implantar universidades para solucionar el creciente número de criollos y mestizos que las demandaban.
López de Solís adoptó siempre “una postura inequívoca en favor de los indios frente a los desmanes de quienes tenían obligación de dar cumplimiento a los mandatos y órdenes reales”. Ordena a curas y doctrineros que paguen debidamente a los indios por servicios, como ser caballerizos, hortelanos, etc.
Y aunque personalmente le llueven amenazas, y aunque le quieren enfrentar al Concilio Limense o al Consejo de Indias, “seguirá corrigiendo o dando el aviso oportuno, siempre que se ofrezca y valga lo que valiere”. Dirá que los agravios de los corregidores a los indios, “llegan a los oídos de Dios Nuestro Señor, de tal suerte que si en la Tierra no se remedian, tengo por cierto que no les puede fallar el remedio del cielo”.
Bajo pena de excomunión obligaba a veces a corregidores y encomenderos que privaban a los indios de sus justos derechos, por trabajos no cancelados; el cumplimiento de estas órdenes tenía que ejecutarlo los vicarios y los curas. De él es esta hiperbólica frase: “O que se supriman (encomiendas y reducciones), o que se ahorque a un corregidor en cada Provincia”, Y por considerarlo ligereza de su parte, añade de inmediato: “Esto no se hará, ni está bien a mí decirlo”. Las siguientes palabras del obispo suavizan la expresión: “Sirvan como si no las dijese”.
Un caso de derecho de asilo
Fulminó la excomunión a los que extrajeron de la catedral a un indio que se acogió a este derecho canónico. Los jueces le conminaron orden de destierro, como en Popayán lo hicieron antes contra el obispo Fr. Agustín de Coruña, por similar razón. López de Solís pronunció en estas circunstancias esta frase: “Los jueces no debieron perder el respeto a Dios, ni a su iglesia por un indio ni por un español”; y, seguidamente: “Que yo debo defender su inmunidad ofendida, aunque sea en más vil persona que un indio, y, si fuera necesario, perderé por ello la vida con mucho gusto”.
A propósito del extrañamiento de su diócesis, le había sido dicho a su capellán: “¿tenéis alguna plata con que nos lleguemos siquiera hasta Guayaquil?; porque yo no tengo 10 pesos”. Le respondió el capellán: “Son muchas las necesidades del obispado. ¿Por qué no ha guardado V.S. media docena de tejos de oro para estas ocasiones?”. “No hay más de 10 años que estoy pensando que no he de vivir un mes; por eso no guardo dinero; más antes deseo verme tan pobre, que no tengo más que un Breviario, y pido a Nuestro Señor continuamente me deje sin obispado en un convento con mis frailes, donde me den de comer porque lea una lección de gramática”.
Su estima y respeto a la persona humana era singular. A este respecto dice su capellán: “Por jamás, ni a indio, ni a negro maldijo, ni llamó borracho (palabra ordinaria en quien les trata); ni a ningún clérigo perdió el respeto”.
“Su limosnero y confesor lo declaró así en una relación que al P. Calancha alcanzó por escrito de su letra de los acciones de este gran Prelado, como testigo de vista, y compañero suyo en las dos visitas (de los Charcas) y, hablando de esta última dize: Del dar de su plata (como queda dicho a muchos la mitad de su composición, y a otros toda la cantidad, llegó a tan pobre, que mandándome le dexesse quanto montavan sus salarios de ambas comisiones, y cuanto tendría de caudal para salir de los Charcas, y volverse a Lima, para irse a Quito, lo llevó el libro de debe, y de haber, y hallamos que le avían valido catorce mil pesos, y no tenía más caudal, que diez mulas, seis platillos de plata, y un jarro. Vendiéronse las mulas, cuyo valor se gastó en el camino hasta Arica, y en los fletes del navío hasta el Callao, con que entró en Lima sin un peso de caudal. Hasta aquí son palabras de su confesor y limosnero”.
Uno de los clérigos familiares le encuentra un día recosiendo el hábito y le dice que con las rentas de su episcopado tenía para comprar de sobra uno nuevo y él contestó: “Las rentas no son mías; yo no soy más que un administrador. Dadlas a los pobres que son los verdaderos dueños de ellas; yo soy fraile y hago voto de pobreza”.
Vivió derramando caridad pródigamente
Habiendo vendido en Lima (1601) una especie de dosel o tienda de campaña que tenía, con motivo de su asistencia al V concilio de esa Iglesia, y habiéndosela recordado el mayordomo que no sabía que estaba vendida, le dijo: “La ostentación en los obispos no es tan antigua como la caridad; Dios no ha de hacerme cargo del adorno de mi casa, sino del adorno de sus templos, y del sustento de sus pobres”.
En su diócesis asignó el 3% de los beneficios para sostener el seminario. Se consideraban derechos y fueron reclamados para este fin por el obispo. También correspondía al obispo, como ejecutor, la distribución de la llamada «cuarta funeraria». El oidor Orozco, el 22 de marzo de 1595, le describe así: “Es muy caritativo, aunque la renta de este obispado es poca”.
Un final de justo
Al llegar al final de esta relación vemos las distancias entre las utopías y las prosaicas realidades que, en este mundo, van revueltas; sólo unos pocos se desenvuelven en radicalidad de evangelio. Por lo menos “estaban defendidas por la ley y las sanciones espirituales las lindes de las reducciones; señalados los abusos de que eran víctimas los indios; esbozada una doctrina económica-moral precisa, en defensa de los intereses de los trabajadores rurales”.
Acertadamente ha escrito Folgado Flores: López de Solís, “misionero y apóstol, obispo y promotor a ultranza de la cultura, simboliza la conciencia evangélica y social del Ecuador del siglo XVII”.
En Lima, en el convento grande de la orden que él fundara en 1573, esperaba plácidamente su muerte la mañana del 5 de julio de 1606; el mismo año que muriera santo Toribio, que tanta estima le tuvo y que le consagró en Trujillo –en la iglesia de San Agustín– como obispo de Chuquisaca, como la Ciudad de los Reyes, no le vieron como arzobispo. Pero el Cabildo eclesiástico de Lima no perdió tiempo en su ruego al rey Felipe III y al Consejo de Indias que tuvieran a bien nombrar a fray Luis López de Solís, como sucesor de santo Toribio, porque decían, “sólo él podrá llenar dignamente el vacío dejado por el venerable don Toribio Alonso de Mogrovejo”.
El mes de febrero de 1994, el Postulador General de las Causas de los Santos de la Orden de San Agustín pedía oficialmente, en acto público, en el salón del trono del arzobispado de Lima, a Mons. Augusto Vargas Alzamora, introducir la causa de canonización del siervo de Dios fray Luis López de Solís.
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA
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