Diferencia entre revisiones de «MÉXICO; Educación desde la Revolución de 1910»
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Revisión del 19:25 7 mar 2014
Sumario
Antecedentes
Durante la larga dictadura porfirista (1876-1911), la actividad educativa que el gobierno realizó fue bajo las premisas y criterios del positivismo, la cual “creó una generación de fríos, indiferentes y comodinos, que no tuvieron más dios que el estómago y la bolsa. Las (pocas) escuelas secundarias y la preparatoria (…) fueron mina de pedantes, negadores de todo lo sobrenatural y fríamente enfrentados a la vida con una actitud que puede encerrarse en el verso de un poeta de aquellos días: «ni amor al mundo, ni piedad al cielo».”[1]
Sin embargo el régimen instaurado por Porfirio Díaz, abandonó las posturas del anticlericalismo radical de la Reforma liberal de 1857 para tomar las de la tolerancia a la Iglesia y permitió el regreso de los jesuitas y la llegada de Órdenes religiosas que nunca habían tenido presencia en México, como los Hermanos de las Escuelas Cristianas, los Salesianos y los Hermanos Maristas, Órdenes que abrieron colegios y escuelas en varias poblaciones colegios. También se abrieron numerosas escuelas parroquiales e incluso dos universidades: la Universidad Pontificia de México en 1895 (que había sido clausurada por Maximiliano de Habsburgo en 1865), y la Universidad Católica de Puebla, erigida en 1907 por el siervo de Dios Mons. Ramón Ibarra y González [2]. Sin embargo el rezago educativo quedó de manifiesto en el censo de 1910 que daba el siguiente dato: de los 15 160 369 habitantes, sólo sabían leer y escribir 2 992 026; es decir, que el analfabetismo en el país alcanzaba al 81% de la población.
La revolución de 1910
La revolución iniciada por Francisco I. Madero en 1910 logró la caída del dictador en mayo de 1911, y como Madero no quería la destrucción ni la anarquía, respetó el orden político que señalaban las leyes y se presentó como candidato presidencial en las elecciones extraordinarias convocadas para reemplazar a Porfirio Díaz. Con el apoyo incluso del Partido Católico Nacional (fundado en mayo de 1911), Madero logró el 99% de los votos y el 6 de noviembre tomó posesión de la Presidencia de la República. Pero múltiples levantamientos militares se realizaron casi desde el mismo momento en que Madero rindió protesta como presidente, y el 22 de febrero de 1913 fue asesinado. Surgió entonces una facción revolucionaria encabezada por el gobernador de Coahuila Venustiano Carranza, la cual fue denostada por otras facciones en la Convención de Aguascalientes celebrada en 1914. A partir de ese momento las guerras civiles que asolaron al país durante el siglo XIX, volvieron para nuevamente convertir a México en un montón de ruinas. La educación no iba a ser la excepción.
La destrucción durante el “constitucionalismo” carrancista
En nombre de la Constitución (de 1857) y las leyes de Reforma, la revolución de Venustiano Carranza hizo a un lado las normas constitucionales y se rigió por los “poderes extraordinarios” que Carranza se otorgó a sí mismo en el Plan de Guadalupe; desde esa arbitrariedad que abrió la puerta de par en par a todo tipo de excesos y abusos. La revolución carrancista se lanzó a destruir todo lo que caía a su alcance. El que fuera Ministro de educación en 1913, Jorge Vera Estañol, escribe al respecto: “El Leviatán constitucionalista señaló con la demolición de cuanto constituye el patrimonio de una sociedad civilizada, su marcha desde el septentrión hasta los lejanos confines de la península yucateca. ¡Imposible, no ya enumerar, pero ni siquiera catalogar en grandes lineamientos, la serie de crímenes y violencias perpetrados! ¡No hay precepto del Código penal, no hay canon de moralidad o humanidad que emerja inmune del brutal azote! Campos asolados, haciendas saqueadas o incendiadas, fábricas, manufactureras, minas y establecimientos de todas clases entregados al pillaje o devastados por la exacción (…) puentes, obras de arte, tramos inmensos y equipo y material rodante de los ferrocarriles, todo destruido (…) macabros gallardetes humanos colgados por millares a lo largo de los caminos y hasta en las poblaciones; asesinatos individuales cometidos a diario por el simple y salvaje afán de matar; plagios desvergonzados en demanda de rescate; raptos y violaciones de mujeres, sin escatimar vírgenes entregadas a la devoción de la vida mística; orgías desenfrenadas en plazas, calles y lugares públicos; sacerdotes escarnecidos por las hordas; imágenes de santos fusiladas; iglesias y establecimientos religiosos clausurados o entregados al saqueo y la profanación…”.[3]
En esa orgía de sangre y destrucción fueron suprimidas todas las obras educativas de la Iglesia; desde las humildes y sencillas escuelas parroquiales hasta los seminarios y universidades. El 28 de octubre de 1914, el General carrancista Francisco Coss y sus tropas asaltaron la Universidad Católica de Puebla y apresaron al rector, a los catedráticos y alumnos que se encontraban presentes; su magnífica biblioteca fue saqueada y destruida por la soldadesca que encendió hogueras con los libros, para calentar tortillas; situaciones semejantes sufrieron los 28 seminarios que funcionaban en la República en ese tiempo. Carranza fue consciente que la situación de anarquía generada no podía durar mucho tiempo, y para que la revolución encarnara en la vida de la nación debía establecer una constitución adecuada a esa finalidad. Así el 14 de septiembre de 1916 firmó un decreto para convocar a un congreso constituyente que “reformara” la Constitución de 1857. Durante las sesiones del congreso, el artículo que llevó a más oradores a la tribuna fue el tercero, que reglamentaba la educación.
El 5 de febrero de 1917 Carranza promulgó la nueva Constitución, cuyo artículo tercero decía así: “Art. 3°. Habrá libertad de enseñanza; pero será laica la que se dé en los establecimientos oficiales de educación, lo mismo que la enseñanza primaria elemental y superior que se imparta en los establecimientos particulares. Ninguna corporación religiosa, ministro de algún culto o persona perteneciente a alguna asociación semejante, podrá establecer o dirigir escuelas de instrucción primaria, ni impartir enseñanza personalmente en ningún colegio. Las escuelas primarias particulares sólo podrán establecerse sujetándose a la vigilancia del gobierno.”[4]
La educación en las décadas de los años veinte y treinta
La aplicación al pie de la letra de los artículos antirreligiosos de la Constitución mexicana (3°, 5°, 24°, 27°, 130°) por los gobiernos de Álvaro Obregón (1920-1924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928) provocaron una nueva y terrible persecución religiosa, y esta a su vez la Cristiada o guerra de los cristeros. En esos años el gobierno clausuró nuevamente aquellas instituciones católicas educativas que, de entre las cenizas de la revolución carrancista, estaban resurgiendo incipientemente. En cambio recibieron apoyo incondicional las corrientes educativas de signo positivista y racionalista, como las implementadas en Yucatán y Tabasco por Tomás Garrido Canabal, tomadas del modelo español creado por el anarquista catalán Francisco Ferrer i Guardia y su “escuela moderna”, que buscaba combatir desde la niñez más temprana cuanto representara la religión, el cristianismo y la Iglesia en concreto. Contrario a esta política educativa era el Lic. José Vasconcelos, Secretario de Educación Pública en el gabinete de Álvaro Obregón, razón por la cual fue continuamente hostilizado hasta llevarlo a renunciar en 1923.
Al llegar los famosos “arreglos” de 1929 que dieron fin a la Cristiada, el gobierno trasladó a la educación las trincheras para eliminar la identidad católica del pueblo mexicano. El espíritu anticatólico que animó la lucha contra la Iglesia quedó explícitamente manifiesto en las palabras que el presidente interino Emilio Portes Gil pronunció en la tenida masónica del solsticio de verano en junio de 1926 cuando los masones, desconcertados por el anuncio de los “arreglos”, le preguntaron si la lucha contra la Iglesia había terminado, y el presidente de la República contestó: “¡No!, la lucha no ha terminado, la lucha es eterna, la lucha empezó hace veinte siglos.”[5]
El llamado “grito de Guadalajara”, pronunciado por el “jefe máximo de la revolución” Plutarco Elías Calles y el entonces candidato a la presidencia de la República Lázaro Cárdenas el 20 de julio de 1934, hizo del todo evidente que la educación era ya para los gobiernos masónicos la principal trinchera de la lucha para descatolizar al pueblo mexicano. En ese “grito”, Calles y Cárdenas señalaron: “Es necesario que entremos al nuevo periodo de la Revolución (…) debemos entrar y apoderarnos de las conciencias de la niñez, de las conciencias de la juventud, porque son y deben pertenecer a la Revolución.”[6]
El grito de Guadalajara no era una mera baladronada sino el anuncio de una clara y consciente estrategia; así tres meses después, el 11 de octubre de 1934, el gobierno modificó y radicalizó el artículo tercero de la Constitución: “Solo el Estado impartirá educación. La educación que imparta el Estado será socialista y, además de excluir toda doctrina religiosa, combatirá el fanatismo y los prejuicios, para lo cual organizará sus enseñanzas y actividades en forma que permita crear a la juventud un concepto racional y exacto del Universo y de la vida social”[7]Más allá de la risible pretensión de que cualquier profesor pudiera dar un concepto “racional y exacto” del universo, estaba la intención de establecer en México un férreo monopolio educativo de corte totalitario y marxista en manos del gobierno, el cual empezó a actuar en ese sentido. Dos días después de modificado el artículo tercero, fue clausurado el Colegio Teresiano que funcionaba en la ciudad de Puebla. Una numerosa y pacífica manifestación pública de protesta fue disuelta a balazos por la policía, obedeciendo órdenes del secretario general del Gobierno del Estado, Lic. Gustavo Ariza, con un saldo de varias personas muertas y gran número de heridos.[8]Situaciones semejantes se repitieron en muchas partes de la República.
Sin embargo, salvo unos cuantos dirigentes que conocían y promovían los principios marxistas, la inmensa mayoría de los profesores del gobierno no tenían la menor idea de qué era la “educación socialista”. Así el jefe del Departamento de Escuelas Rurales de la Secretaría de Educación Pública, profesor Rafael Ramírez, dijo en una convención de maestros en 1935: “La escuela socialista que andamos buscando con tanto anhelo y para lo cual no hemos podido formular la doctrina todavía, ni hemos encontrado aún las prácticas que deban integrarla, estén seguros señores maestros, de que ella existe.” En la práctica la “educación socialista” no tenía ni pies ni cabeza pero sí una fuerte inclinación a destruir todo nervio espiritual y moral; por ello fue acompañada de una supuesta “educación sexual” que promovía los más bajos instintos del ser humano de una manera tan baja y grotesca que los mismos profesores del gobierno, en la mayoría de los casos, se negaban a impartir. El gobierno formó entonces unas “brigadas desfanatizadoras” con profesores seleccionados para que fueran, de escuela en escuela, a impartir dicha “educación”. En muchas poblaciones la indignación de los padres de familia fue tal que empezaron a agredir físicamente a los maestros de esas “brigadas”; cerca de cien “maestros desfanatizadores” fueron linchados o les cortaron las orejas. Sin presentar prueba alguna, el gobierno acusó entonces al clero católico de estar atrás de los “mocha-orejas”.[9]
Repercusión de la segunda guerra mundial en el ámbito educativo mexicano
El estallido de la segunda guerra mundial en septiembre de 1939 obligó al gobierno mexicano a moderar sus políticas en todos los campos, incluyendo el educativo. El presidente Lázaro Cárdenas, que inicialmente se había inclinado para designar como su sucesor al Gral. Francisco J. Mújica, sin duda el revolucionario más radical y principal autor del texto del artículo tercero, tuvo que cambiar su decisión y nombrar en su lugar al Gral. Manuel Ávila Camacho, un revolucionario bastante más moderado. El 28 de mayo de 1942 el gobierno mexicano declaró el estado de guerra a las potencias del Eje; Ávila Camacho implementó entonces una “política de unidad nacional” según la cual dejó de ser revolucionario atacar a la propiedad privada, a la religión y a la Iglesia. Sin modificar las leyes, se permitió que las órdenes religiosas pudieran regresar y abrir nuevamente escuelas y colegios. Un hecho significativo de esta nueva política fue cuando el mismo presidente de la República hizo entrega pública de la Bandera Nacional al Colegio Benavente, institución que los Hermanos de las Escuelas Cristianas (lasallistas) acababan de establecer en la ciudad de Puebla.
En 1946 una nueva modificación al artículo tercero eliminó la “educación socialista”, pero siguió prohibiendo “a las corporaciones religiosas, a los ministros de los cultos y a cualquier sociedad ligada con la propaganda a un credo religioso” la participación en forma alguna en educación primaria, secundaria y normal y en la destinada a obreros y campesinos. Sin embargo esta prohibición quedó solo en el papel, pues en la práctica el monopolio educativo del gobierno quedó limitado a la imposición de los planes y programas de estudio.
Cincuenta años de simulación
Las condiciones establecidas en la modificación a las leyes educativas de 1946 continuaban imponiendo una “camisa de fuerza” al sistema educativo, especialmente a las instituciones particulares; pero durante cincuenta años esa “camisa de fuerza” se usó de una manera bastante elástica. El gobierno simulaba no saber que eran órdenes religiosas las que abrían y administraban cada vez más escuelas y colegios en casi todas las ciudades de la República, y que en ellos se daban clases de religión y moral cristiana; incluso muchos funcionarios del gobierno y miembros connotados del partido oficial, inscribían a sus hijos en los colegios de jesuitas, lasallistas, maristas, etc.
Para las escuelas oficiales, el gobierno formó en 1949 el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y lo incorporó a la Confederación de Trabajadores de México (CTM) que a su vez conformaba el “sector obrero” del partido oficial. De este modo todos los maestros de las escuelas oficiales quedaron forzosamente afiliados al PRI, y de su docilidad a las directrices del partido dependían sus ascensos y privilegios; el SNTE se convirtió en poco tiempo en el sindicato más grande y poderoso de América Latina. El SNTE y la Secretaría de Educación Pública (SEP) han sido los dos extremos de la pinza con los que el gobierno ha controlado la educación pública.
Cuando en 1979 S.S. Juan Pablo II visitó México por vez primera para inaugurar en Puebla la Tercera Conferencia del CELAM, millones de personas salieron a las calles a manifestar su amor y adhesión al sucesor de Pedro, haciendo patente que el pueblo de México conservaba su fe a pesar de las persecuciones y de un sistema educativo hostil al catolicismo. Para esa primera visita, según el gobierno el Papa viajó a México en calidad de “turista”, y ninguna autoridad civil acudió a recibirlo. Posteriormente el nuevo presidente de la República Carlos Salinas de Gortari, que había llegado al poder en un proceso electoral sumamente fraudulento y cuestionado, buscando una popularidad de la que carecía, fue a Roma a invitar personalmente a Juan Pablo II para que visitara nuevamente México. El Papa aceptó la invitación y en mayo de 1990 volvió a territorio mexicano, siendo recibido en el aeropuerto por el presidente Salinas. En esta segunda visita volvió a repetirse la extraordinaria y entusiasta acogida de millones de personas al santo Padre. Al final de la visita el presidente Salinas solicito a Juan Pablo II la reanudación de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Gobierno de México, rotas desde 1858 durante la guerra de Reforma. El Papa contestó que esas relaciones solo serían posibles si el gobierno mexicano modificaba la Constitución, pues las leyes no reconocían siquiera la existencia de la Iglesia.
En 1992 el entonces presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari, envió al Congreso de la Unión una iniciativa de ley para modificar los artículos 3°, 5°, 27° y 130°. Las reformas fueron aprobadas el 28 de enero de 1992, excepto la del artículo tercero que fue la que tuvo mayor oposición por parte de las corrientes jacobinas, y no fue sino hasta el 5 de marzo cuando el Congreso aprobó una modificación que permitía a la Iglesia y a los católicos mexicanos participar en la educación. El 21 de septiembre de ese año, la Santa Sede y el Gobierno de México anunciaron simultáneamente la reanudación de relaciones diplomáticas.
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA
Garibay Ángel María, Presencia de la Iglesia en México. Jus-Fundice, México, 1992
Cordero y Torres Enrique, Historia Compendiada del Estado de Puebla, Vol. III.
Meyer Jean, La Cristiada, Volúmenes I y II, Siglo XXI, México, 5 ed, 1989
Palavicini Félix F. Historia de la Constitución de 1917
Ulloa Ortiz Manuel. El Estado Educador, Jus, México 1976;
Vera Estañol Jorge, La revolución mexicana. Porrúa, México, 1957
JUAN LOUVIER CALDERÓN