Diferencia entre revisiones de «URUGUAY; Decreto Ley de Educación Común»
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Al comenzar la vida independiente, en 1830, la situación educativa del Uruguay se caracterizaba por un desorden generalizado en la enseñanza pública, lo que estimuló cierto desarrollo de emprendimientos de carácter particular. Dado que la primera Constitución había declarado el carácter confesional del Estado, la Iglesia Católica influyó en la educación de los niños, a través del contenido de la enseñanza y, desde 1856, a través de la labor docente de las religiosas y religiosos, la mayoría de origen europeo. | Al comenzar la vida independiente, en 1830, la situación educativa del Uruguay se caracterizaba por un desorden generalizado en la enseñanza pública, lo que estimuló cierto desarrollo de emprendimientos de carácter particular. Dado que la primera Constitución había declarado el carácter confesional del Estado, la Iglesia Católica influyó en la educación de los niños, a través del contenido de la enseñanza y, desde 1856, a través de la labor docente de las religiosas y religiosos, la mayoría de origen europeo. | ||
Revisión del 21:25 10 ago 2020
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Al comenzar la vida independiente, en 1830, la situación educativa del Uruguay se caracterizaba por un desorden generalizado en la enseñanza pública, lo que estimuló cierto desarrollo de emprendimientos de carácter particular. Dado que la primera Constitución había declarado el carácter confesional del Estado, la Iglesia Católica influyó en la educación de los niños, a través del contenido de la enseñanza y, desde 1856, a través de la labor docente de las religiosas y religiosos, la mayoría de origen europeo.
Antecedentes
A partir de 1877, con el Decreto Ley de Educación Común promulgado por el gobierno dictatorial del coronel Lorenzo Latorre, se planteó en el país una confrontación entre las elites dirigentes de tendencia secularizadora en materia educativa, y sus oponentes católicos. El período se caracterizó por el duro enfrentamiento entre clericales y anticlericales por el dominio del espacio público, y en particular por el control de la formación de los futuros ciudadanos. En el contexto de fuertes polarizaciones, quienes detentaban las mayorías políticas buscaron las vías institucionales para consolidar sus convicciones.
En la etapa previa a la promulgación del citado Decreto, la inestabilidad política que el Estado Oriental vivió desde sus comienzos como entidad independiente, había hecho imposible la implementación de un sistema educativo coherente para todo el país. La iniciativa pública más trascendente del período anterior a la «Reforma vareliana» fue la creación del Instituto de Instrucción Pública. Esta se produjo a partir del Decreto Reglamentario de la Enseñanza Primaria el 26 de febrero de 1848, aprobado en plena Guerra Grande y por iniciativa del gobierno de la Defensa.
El aporte más significativo de esta institución provino del estudio que algunos de sus integrantes realizaron, por primera vez, de los problemas que adolecía la enseñanza, a la vez que aventuraron posibles soluciones a los mismos. En el texto fundacional del Instituto se señalaban los siguientes objetivos: “promover, difundir, uniformizar, sistematizar y metodizar la educación primaria pública (…); autorizar o negar la apertura de todo establecimiento de educación (…); reglamentar las condiciones de su existencia (…); examinar las obras o doctrinas que sirvan de tema de estudio a las ciencias morales (…); inspeccionar el orden económico de los citados establecimientos y corregir abusos (…); vigilar cuidadosamente la observancia del más perfecto acuerdo entre la enseñanza y las creencias políticas y religiosas que sirven de base a la organización social de la República (…); proponer todas las mejoras posibles para la educación pública”.[1]
Entre los miembros fundadores del Instituto figuraban entre otros: Francisco Araucho, Andrés Lamas, Florencio Castellanos, José Luis de la Peña, Fermín Ferreira, Enrique Muñoz, Cándido Joanicó, José María Muñoz, Esteban Echeverría. Uno de sus principales aportes fue la elaboración de un «Reglamento Provisorio de la Enseñanza», con el objetivo de establecer una primera organización de la educación nacional.
La enseñanza se dividía en dos ciclos -inferior y superior- y se definían los contenidos de la enseñanza en cada uno de ellos. En las escuelas inferiores (o primarias), se debía enseñar “doctrina cristiana y principios de moral, lectura, escritura, las cuatro reglas de la aritmética sobre números abstractos, concretos y denominados, nociones sobre gramática del idioma patrio e idea general de la geografía de la República”.[2]
En las escuelas de enseñanza superior “debía perfeccionarse la lectura, ampliarse el estudio de las otras materias y el de la moral con nociones sobre los derechos y deberes del ciudadano, dibujo lineal, nociones de geometría con sus aplicaciones más usuales, ideas de cosmografía y geografía general, noticias sobre la historia de la República y principios de constitución”. Si bien no se incluían materias científicas en este grado superior -lejos estaba aún la irrupción del positivismo-, existía la preocupación por elevar el nivel de lo que se enseñaba.
A pesar de los esfuerzos de parte de los integrantes del Instituto, la realidad imperante en un país dividido en más de un sentido, hizo imposible la implementación de dicha reglamentación. La educación pública siguió siendo prácticamente inexistente y la privada se mantuvo en manos de particulares, que continuaron ejerciendo sin control efectivo alguno.
Otro de los grandes aportes del Instituto de Instrucción Pública fue el «Informe» que el 17 de enero de 1855 presentó José E. Palomeque a dicho organismo, como fundador y miembro del mismo. Este documento constituyó un claro antecedente de lo que 22 años después consolidaría José Pedro Varela en relación a la enseñanza primaria. El contenido del «Informe» fue producto de las observaciones que Palomeque realizó durante un largo recorrido por toda la república.
En el documento se indicaban las carencias y debilidades de la instrucción escolar: “… 129.000 habitantes, 30 escuelas y 900 educandos en toda la República (...), la necesidad de “un brazo robusto”, enérgico e inteligente que eleve las ideas del siglo (…), el nombramiento de Inspector General de escuelas y sus comisiones en cada pueblo (…), necesidad de provisión de textos y útiles (…), la creación de un impuesto personal aplicable al sostenimiento de las escuelas públicas (…), compeler a los padres de familia para que se haga efectiva la concurrencia de los niños a la escuela (…), ampliar el reglamento de enseñanza y designar como esenciales las modificaciones propuestas en relación a la educación de la mujer (…), la instalación de una Escuela Normal para la formación de maestros idóneos y nacionales”.[3]
El «Informe Palomeque» visualizó y sistematizó, por primera vez, el registro de una serie de carencias y problemas que, desde sus orígenes, el país venía arrastrando en materia educativa. Completaba este diagnóstico la identificación de nuevas urgencias ocasionadas por el aumento de la población y su alto porcentaje de origen inmigrante. Las conclusiones surgidas de la atenta observación de Palomeque sobre la realidad escolar uruguaya estuvieron sobre la mesa cuando, en 1877, “el brazo robusto” que el país estaba esperando llegó en la persona de José Pedro Varela. Su reforma o “refundación” -quizá el término sea más adecuado- de la escuela primaria en el Uruguay modificó esencialmente la educación elemental, incorporando varias de las recomendaciones realizadas por el «Informe Palomeque».
Mención especial merece, en esta etapa, la labor de la Junta Económica Administrativa de Montevideo, que mostró especial preocupación por la educación de los niños. En 1865 la Junta tomó dos medidas trascendentes. Por un lado, creó la Comisión de Instrucción Primaria, integrada por Blas Vidal, Isidoro de María (inspector general), Plácido Ellauri, Laurentino Giménez, Elbio Fernández y Pedro Giralt, con el fin de controlar la tarea de las escuelas de la ciudad. También elaboró el «Reglamento interno provisorio para sus escuelas» que incluía: las materias a dictarse, la duración de la jornada escolar y las vacaciones, las diferentes secciones de las escuelas (superior, mediana e inferior), los métodos de aprendizaje (basados en la memoria), las calificaciones (óptima, buena, mala y pésima), la prohibición de castigos corporales, la edad escolar (de seis a catorce años), la exigencia de la vacunación, entre otros.
También reglamentaba la enseñanza religiosa, que entendía debía ser brindada a los niños junto con los principios de la moral, al tiempo que “declaraba santos patronos de las escuelas de niñas a la Virgen del Carmen y de la de los varones a San José de Calasanz, cuyas festividades deben observarse yendo a misa niños y maestros a la iglesia más cercana. Los domingos los maestros acompañarán a los niños que lo deseen a la misa y deben prepararlos para la comunión, hacerles rezar todos los días el Padre Nuestro y el Ave María al empezar las clases y cuando pase el Viático debe suspenderse la clase y arrodillarse los niños y el maestro”.
En 1955, año de la presentación del «Informe», se registraban en Montevideo tres escuelas públicas a las que asistían 500 alumnos de ambos sexos. Hacia 1865 el número había aumentado a 26, con una asistencia aproximada de 2.266 alumnos. En 1876 -un año antes de que se aprobara el Decreto Ley de Educación Común- se contabilizaban 62 escuelas públicas en Montevideo con 9.070 alumnos. Estas cifras revelaban el éxito de la labor de la Comisión en la capital. En el mismo año 1876, las escuelas privadas eran 96 y a ellas concurrían 3.546 niños.
El reglamento de la Junta Económica Administrativa de Montevideo, pensado para ser aplicado en la capital, fue adoptado rápidamente por Juntas de otros departamentos. El alcance de dicho documento y el éxito de la gestión de la Comisión, determinó que, en 1875, el gobierno decretara el cese del Instituto de Instrucción Pública y estableciese en su lugar la «Comisión de Instrucción Pública de Montevideo», que se ocuparía de la orientación de toda la enseñanza en el país. Esta labor allanó, en parte, el camino que iba a emprender José Pedro Varela en la etapa siguiente.
El Decreto Ley de Educación Común
Matriz ideológica de José Pedro Varela.
Arturo Ardao ha caracterizado muy bien los componentes fundamentales del pensamiento de José Pedro Varela, destacando la influencia de dos corrientes del siglo XIX: la «educación popular» y la «educación científica».[4]La primera, también conocida como «educación común», tuvo su origen en el Iluminismo francés, y fue ampliada luego por el desarrollo tecnológico, la democracia política y el sufragio universal.
En este contexto fue cobrando cada vez más relevancia el concepto de «pueblo», siendo éste emblemático en Estados Unidos y en la Europa romántica, en particular en Francia, durante las oleadas revolucionarias de 1830 y 1848. Corresponden a este período obras significativas como las del estadounidense Horace Mann, que ejerció fuerte influencia en Varela, y más tardíamente las del francés Jules Simon, como La Religion Naturelle (1856), L´Ecole (1864), La Femme au XXe siècle (1891).
La «educación científica», por su parte, entronizaba el concepto de ciencia, en un contexto ideológico de fuerte presencia positivista. Se trataba de la formación y de la adquisición de conocimientos por la vía de la exclusión de la “enseñanza dogmática” -asociada a la enseñanza religiosa- y la inclusión de la “enseñanza democrática”.
La confluencia de ambas corrientes (la «educación popular» y la «educación científica») en Varela, ubicaba al reformador escolar dentro del gran movimiento educacional europeo y norteamericano del siglo XIX. Compartió con éste sus principios básicos: enseñanza democrática, gratuita y laica; desarrollo de escuelas comunes y bibliotecas populares; métodos prácticos de instrucción y alfabetización, esto último de fuerte influencia norteamericana.
La Tercera República francesa se instaló en 1879, precisamente el año de la muerte de Varela. Por lo tanto el reformador no vivió el proceso de laicización de la educación en Francia, consolidado en las “leyes laicas”. Tampoco conoció a sus principales promotores: Jules Ferry, Paul Bert, Ferdinad Buisson. De allí que la influencia francesa no fuera definitoria, al menos en los primeros años de la reforma, como sí lo fueron las experiencias vividas en Estados Unidos con motivo de su visita a ese país en 1867.
El propio Varela hizo explícita esta influencia cuando, en 1868, afirmó que había tomado por guía “a los grandes escritores norteamericanos”.[5]A su juicio, esas ideas eran “más provechosas y adaptables a nuestro país”, “encargadas de ejercer sobre poblaciones democráticas” una fuerte y notoria influencia. Resultaba claro que el modelo político que quería reproducir a través de la educación, era el sistema democrático norteamericano basado en la igualdad, mucho más que el sistema político europeo, al que veía con un componente histórico de base más aristocrática y, por tanto, más proclive a la desigualdad desde el punto de vista social.
El “cambio de bibliotecas” y el incremento de la influencia francesa en el terreno educativo se hizo sentir mucho más hacia el 1900. Para los pedagogos uruguayos del cambio de siglo, las referencias dominantes a los teóricos franceses y a su modelo de secularización, legitimaban la adopción de posturas más radicales, tomando así distancia del modelo norteamericano.
El Decreto Ley.
El 24 de agosto de 1877, Lorenzo Latorre aprobó el Decreto Ley de Educación Común que cambió para siempre la fisonomía de la escuela primaria en el Uruguay, a la vez que abrió fuertes instancias de debate, pues golpeó duramente la autoridad e influencia de la institución eclesiástica. La ley se basó en el proyecto de José Pedro Varela, presentado al gobierno a los tres meses de asumir el cargo de inspector nacional, publicado, junto a su extensa fundamentación, bajo el nombre de «La legislación escolar», en 1876.
En dicho proyecto se establecía la gratuidad, la obligatoriedad y la laicidad de la enseñanza primaria, principios que se mantuvieron en el texto de la Ley. Sin embargo, el contenido original de la propuesta originaria de Varela fue modificado en forma sustancial, en las disposiciones del Decreto, en particular en lo relativo a la educación religiosa. En su proyecto inicial, Varela sostenía la más absoluta laicidad, mientras que el decreto aprobado incluyó la enseñanza religiosa pero reducida al mínimo, sin que fuera obligatoria para niños cuyos padres profesaran otras creencias. El artículo 18 del Decreto Ley expresó en forma textual: “La enseñanza de la religión católica es obligatoria en las escuelas del Estado, exceptuándose a los alumnos que profesen otras religiones y cuyos padres, tutores o encargados se opongan a que la reciban”
La norma educativa reglamentaba además, todo lo concerniente al funcionamiento de la Dirección General del Instrucción Pública, autoridad máxima en materia educativa. Estaba integrada por siete miembros, designados por el Poder Ejecutivo, y tenía amplias facultades, entre las que se destacaban: dirigir la instrucción primaria del país, dirigir la futura Escuela Normal, designar y destituir maestros y otorgarles los diplomas, seleccionar los textos escolares. La ley también definía las funciones del Inspector Nacional de Primaria, el Inspector Departamental y las Comisiones Departamentales.
En cuanto a las disposiciones sobre la enseñanza primaria, el Decreto-Ley de 1877 estableció su carácter de pública o privada, definió las características de los tres grados que deberían tener las escuelas primarias, a la vez que determinó las materias obligatorias que se debían impartir en cada una de ellos. Con respecto a éstas, una novedad fue la inclusión de la asignatura “Lecciones sobre objetos”, que “implicaban una apelación a los sentidos introduciendo un cambio sustancial en la metodología educacional, basada todavía en el uso casi exclusivo de la palabra”.[6]
Por otra parte, la ley estableció la obligación de poseer el título de Maestro, expedido por la Dirección General de Instrucción Pública, para quienes quisieran ejercer la docencia en las escuelas del Estado, así como otras reglamentaciones orientadas hacia el personal “enseñante”. Otras disposiciones reglamentaban el funcionamiento de las Escuelas Normales, donde se formarían los futuros maestros. En otro orden, el artículo 45 establecía la creación de las Bibliotecas Escolares y Populares.
Las «Disposiciones Generales» del Decreto-Ley se referían de manera directa a la educación privada. Si bien se mantenía la libertad para la fundación de escuelas particulares, se reglamentaba su funcionamiento. Los directores de estas escuelas debían suministrar todos los datos que las autoridades escolares les solicitaran, así como permitir la inspección de los establecimientos. Debe acotarse que no siempre estas reglamentaciones se cumplieron en forma efectiva.
La labor fundacional de José Pedro Varela fue continuada a su muerte por su hermano Jacobo, desde su acción al frente de la Dirección General de Instrucción Pública. Su gestión se caracterizó por la organización de la reforma que apenas llevaba dos años de implementada. Fue duro su enfrentamiento con los opositores a la misma, especialmente los católicos, quienes no solo cuestionaban el decreto de educación en relación a la enseñanza religiosa, sino también las posturas radicales del inspector respecto a la existencia de las escuelas particulares.
Durante su gestión, se fundó el Instituto Normal de Señoritas, dirigido por la maestra María Stagnero de Munar. En 1890, luego de un breve interinato del Dr. José Piaggio, la Inspección Nacional fue ocupada por el Dr. Urbano Chucarro. Durante su gestión se creó el Instituto Normal de Varones bajo la dirección de Joaquín R. Sánchez; el Jardín de Infantes dirigido por la maestra Enriqueta Compte y Riqué, al tiempo que se sancionó la ley de Jubilaciones y Pensiones Escolares.
Debido a desavenencias con el gobierno central, Urbano Chucarro fue destituido por el presidente Lindolfo Cuestas. En su lugar fue designado el Dr. José P. Massera en 1898. Dos años después este dimitió y en su lugar fue nombrado Abel J. Pérez, quien debería ser considerado, junto con José Pedro Varela, otro «padre fundador» de la escuela republicana en Uruguay.
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA
ARAÚJO, Orestes, Historia de la Escuela Uruguaya, Montevideo, 1911;
ARDAO, Arturo, Etapas de la inteligencia uruguaya, Montevideo, 1989;
BRALICH, Jorge, Una Historia de la educación en el Uruguay. Del Padre Astete a las computadoras, Montevideo, 1996;
CARBONELL Y MIGALL, Arturo, Historia, Organización y administración de la escuela uruguaya, Montevideo, 1929;
VARELA, José Pedro, “Discurso pronunciado en el Club Universitario el 18 de setiembre de 1868”, en Obras de José Pedro Varela (II), La primera memoria, con una selección de documentos de época, Montevideo, 1989;
VARELA, J. P., “La legislación escolar”, Obras de José Pedro Varela (I), Montevideo, 1989.
CAROLINA GREISING