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Dos urbanismos propios de las ciudades virreinales
El estudio del urbanismo virreinal se ha centrado prevalentemente en la investigación de los hipotéticos antecedentes europeos de los que haya podido derivar la traza cuadriculada en damero para las ciudades hispanoamericanas; o también en la ponderación crítica de algunos ingredientes barrocos, que desde luego resultarían algo tardíos comparados con el período del establecimiento y propagación en Hispanoamérica del sistema cuadriculado.
Al plantear la existencia de dos tipos distintos de urbanismo coexistentes en algunas de las ciudades virreinales peruanas, no pretendemos transferir al análisis del urbanismo del Perú los planteamientos formulados por algunos ideólogos mexicanos acerca de la influencia de los levantamientos urbanos prehispánicos sobre el trazado de la cuadrícula virreinal, o sobre algunos aspectos más resaltantes de la misma. Por esta vez, Gasparini ha centrado sus críticas dentro de un enfoque correcto del tema, lo que le ha permitido deslindar cualquier adaptación del urbanismo virreinal al preexistente urbanismo indígena mexicano, de lo que hubiera resultado alguna influencia de este último sobre el urbanismo introducido por los conquistadores españoles.
Constatamos que la gran mayoría de las ciudades de fundación española en Hispanoamérica acomodaron integralmente su trazado urbano al diseño de cuadrícula; y que este sistema inicial ha sido respetado en el crecimiento ulterior de las ciudades virreinales, hasta llegar también a la etapa de la independencia nacional. Escribía a este propósito Nicolini: “Incluso el crecimiento de sectores nuevos se produjo manteniendo la traza reticular modulada inicial del siglo XVI, por lo que se evidencia como un fenómeno histórico de larga duración capaz, no sólo de mantenerse casi intacto a lo largo de todo el proceso, sino de determinar la forma del crecimiento urbano”.
En un amplio estudio acerca de la fundación de las ciudades hispanoamericanas, Zawisza sólo alude reiterativa y uniformemente a la traza ortogonal de la cuadrícula como único esquema aplicado en todas las ciudades virreinales. Imbuido sin duda por esta cosmovisión mono urbanista, anota que “la planificación que abandona por completo cualquier referencia, o sea el trazado libre, es un concepto moderno”; mientras que “la cuadrícula se extiende a manera de ‘mancha de aceite’ con increíble persistencia” en las ciudades virreinales; “hasta llegar a un esquematismo exasperante y un empobrecimiento estético”.
Reflejan en cierta manera estas interpretaciones tan simplistas de Zawisza la opinión generalizada entre los historiadores acerca del urbanismo de las ciudades virreinales hispanoamericanas; pues suponen que en todas ellas, sin excepción, hubiera prevalecido uniformemente el sistema de traza cuadriculada en damero como el único patrón para el desarrollo de esas ciudades durante la época virreinal.
Al detenerse con prolijidad en el análisis del patrón cuadriculado extendido por toda la geografía hispanoamericana, no han parado mientes en la posibilidad de que junto a ese esquema oficial coexistiera algún otro esquema virreinal espontáneo y no controlado por la burocracia urbanista del virreinato; pero que no por diferir del patrón oficial ha dejado de condicionar el plano de algunas, al menos, ciudades virreinales.
Los planos de algunas ciudades virreinales pertenecientes a diversos países que han sido estudiados por los especialistas muestran sólo el urbanismo de cuadrícula. De estos datos vienen a inferir que ese mismo sistema único de urbanismo rigió también en todas las ciudades virreinales hispanoamericanas. Lo que sucede es que esta inducción incompleta, pues no abarca el análisis de todas las ciudades afectadas por la traza en damero, no ofrece suficiente garantía de validez epistemológica.
El problema de la coexistencia del esquema de damero cuadricular con otro esquema urbanista diferente se presenta ciertamente en algunas ciudades virreinales del Perú, no en todas ellas. Da la coincidencia de que los expertos en urbanismo virreinal no han tenido la oportunidad de analizar los planos de estas pocas ciudades con doble sistema urbanista. Suponemos que las condiciones peculiares de estas pocas ciudades virreinales peruanas acaso no se hayan repetido en la fundación y desarrollo de la gran mayoría de las ciudades de otros virreinatos hispanoamericanos; pues parece ser que sólo acontecieron en muy pocas ciudades del virreinato del Perú. Pero esta limitación no obsta para que la dualidad simultánea de urbanismos diferentes en el trazado de la misma ciudad deba ser estudiada como caso peculiar.
El tema de la yuxtaposición de dos sistemas de urbanismo en algunas ciudades del virreinato del Perú ha sido planteado lúcidamente por Teresa Gisbert, quien con inocultable sorpresa ha podido escribir: “Los indígenas agrupados en barrios marginales, con su propio esquema urbano, su propia iglesia y sus propias autoridades, es una de las modalidades de las ciudades del Virreinato en la cual no han reparado los investigadores de la historia urbana”. Nos proponemos aquí glosar y ampliar en algo las aportaciones originales de Teresa Gisbert.
El hecho objetivo de la coexistencia de dos formas diversas de urbanismo en algunas ciudades virreinales peruanas tiene como fundamentación sociológica la separación urbana casi completa entre la nación de los españoles y la nación de los indígenas; al menos durante los siglos XVI y XVII. En lo que respecta a los pueblos, se fundaron pueblos de españoles y otros pueblos de indios mucho más numerosos que los primeros, de los que fueron excluidos casi por completo los vecinos españoles, negros, mulatos y mestizos.
Para las ciudades se introdujo el sistema de barrios especiales donde vivían los indios. El problema del doble urbanismo no afectó en nada a los «pueblos de indios» creados masivamente durante la época de las reducciones toledanas; ya que para ellos se adoptó invariable y rígidamente el sistema urbanista de cuadrícula regular con calles rectas y cuadras iguales divididos en solares según el modelo oficial asignado a los visitadores toledanos.
El dualismo urbanista surgió en las ciudades virreinales al establecerse en ellas barrios de indios. Anota Teresa Gisbert: “Cabe añadir que los barrios indígenas tienen una estructura urbana y una red vial diferente del sector hispano sujeto al damero”. Es un urbanismo irregular de calles torcidas, sin distribución sistemática de cuadras, sin alineamiento concordante de las calles. Posiblemente, no pudo hacerse en tales barrios otra cosa que reproducir el trazado anárquico de las viejas ciudades medievales españolas, o de los poblados indígenas autóctonos; ya que esos asentamientos indígenas ocuparon terrenos marginales de las ciudades muy accidentados, y sin posibilidad efectiva de extenderse en urbanizaciones llanas y rectas.
Es interesante constatar que el mismo fenómeno del doble urbanismo se produjo desde, épocas muy tempranas en la nueva ciudad de México, donde los indígenas de los suburbios construyeron sus viviendas en forma irregular y sin acomodarlas al trazado de calles en damero.
Interesa ahora determinar en qué ciudades del virreinato del Perú coexistieron las dos clases de urbanismo. Por lo pronto, el Cuzco tenía una larga tradición prehispánica de doble urbanismo: el del centro de la ciudad, habitado por la alta burocracia y aristocracia incaica, y el de los barrios marginales correspondientes a los indios de las diversas regiones que prestaban servicio cívico en la ciudad. La fundación española de la ciudad no alteró en nada el sistema de los dos urbanismos; antes bien, introdujo en el Cuzco barrios artesanales como el de San Blas.
Cambió en el Cuzco el vecindario asentado en el centro de la ciudad inca, pues los conquistadores y pobladores españoles desplazaron a la clase indígena gobernante en la posesión de los mejores solares de la ciudad. El caso del Cuzco no es, pues, producto del urbanismo español; sino de la continuidad histórica de la misma ciudad habitada por nuevos vecinos. En el Cuzco virreinal llegaron a existir ocho barrios de indios, según anota Teresa Gisbert.
Describe Teresa Gisbert los barrios de indios existentes en las ciudades virreinales del Alto Perú, Bolivia, a saber: La Paz tenía tres barrios, Oruro dos, Chuquisaca dos barrios, y Potosí contaba con catorce barrios de indios “correspondientes a las catorce provincias sujetas a la mita”. El plano de la ciudad de Potosí, procedente de la Biblioteca de la «Hispanic Society» de Nueva York, aporta el más elocuente testimonio acerca de la existencia del doble urbanismo en las ciudades virreinales peruanas.
Los barrios de indios en Potosí tuvieron mayor extensión y población que el centro de la ciudad trazado a cuadrícula regular en damero. La existencia de estos barrios de indios con su peculiar urbanismo anárquico no se limitó a las ciudades del Alto Perú; ni tampoco a la ciudad del Cuzco; ya que reapareció también en otras ciudades virreinales peruanas a las que hay que extender el estudio iniciado por Teresa Gisbert.
Creo que debemos descartar que se trata de un proceso similar al de las ciudades mineras mexicanas, o al de las ciudades coloniales del Brasil, que analiza Gasparini. Estas ciudades mexicanas y brasileñas carecen por completo de trazado en damero; mientras que, a las ciudades virreinales peruanas, trazadas en su núcleo central en damero cuadriculado perfecto, se yuxtapuso otro trazado irregular para los barrios marginales de indios.
Se da la paradoja de que los funcionarios virreinales españoles habían sido capaces de imponer violentamente y coactivamente el trazado en damero para toda la masa indígena andina reduciéndola a centenares de nuevos pueblos de indios en los más apartados e inaccesibles lugares andinos, todo ello durante el corto período de las reducciones toledanas; pero aparentemente, los funcionemos virreinales fracasaron al no poder controlar el trazado de unos pocos barrios de indios levantados en los alrededores de importantes ciudades virreinales.
Lo que sucedió es que la planificación urbanista española funcionaba bien en terrenos llanos, despejados o en declive suave y homogéneo; mientras que estos barrios de indios se establecieron alrededor de las ciudades sobre terrenos abruptos e irregulares, del todo inadecuados para recibir el trazado urbano en damero. Cuando los barrios de indios se establecieron en terrenos homogéneamente llanos, como sucedió en el denominado «Cercado» de Lima, y en algún barrio de Arequipa, como Characato, la traza urbana resultó tan regular como si se hubiera tratado de alguna de las reducciones toledanas.
Las ciudades virreinales del Alto Perú, Bolivia, con barrios de indios en trazado irregular fueron principalmente mineras; y el proceso se explica por la necesidad de acomodar a los indios mitayos en los arrabales de la ciudad a la que acudían masivamente. Pero en las ciudades peruanas, con excepción de Huancavelica, que era centro minero importante, no se produjo tal afluencia masiva indígena. Las restantes ciudades peruanas no mineras: Lima, Arequipa y Ayacucho, requirieron la presencia de indios agrupados en barrios marginales para cumplir los servicios domésticos y civiles: agricultura, construcción, comercio y transporte de mercancías, limpieza, etc. La fundación de la ciudad de Arequipa por los españoles dio lugar al traslado forzoso de algunos indios, cuyas tierras de cultivo y chozas de vivienda fueron tomadas para el asiento de la ciudad. Un documentado estudio del doctor Guillermo Galdós Rodríguez ha descrito las comunidades indígenas existentes en las dos bandas del río Chili a la llegada de los españoles al lugar; así como las mutaciones de población producidas por los repartimientos y encomiendas. A estas mutaciones de poblaciones nativas se añadieron posteriormente las originadas por las mitas de indios collaguas llevados a Arequipa para las reconstrucciones de los edificios después de algunos terremotos.
Por unas y otras causas, la ciudad de Arequipa, sin ser centro minero, vio incrementado su centro urbano regular destinado a la vecindad de los españoles con otros barrios de indios y con pueblos cercanos también de indios. Estos nuevos asentamientos de pobladores indígenas en las inmediaciones de Arequipa, algunos establecidos durante el proceso de fundación de la ciudad, y otros con posterioridad a ella, fueron independientes de las reducciones creadas en la época del virrey Toledo; y por consiguiente no estuvieron sometidos a la rígida planificación urbanista de los pueblos toledanos.
Parece ser que se trataba en Arequipa de asentamientos espontáneos, sin que intervinieran en ellos las rígidas disposiciones urbanistas dictadas por las autoridades virreinales. Ello indujo a la formación en la ciudad de Arequipa del doble urbanismo complementario: el regular en damero de la ciudad de los españoles, y el de los barrios y pueblos de indios para el servicio de la ciudad. Las condiciones más favorables del terreno no impidieron adoptar en algunos de estos asentamientos indígenas una traza cuadriculada más o menos regular; pero tampoco resultó ella a consecuencia de las disposiciones urbanistas dictadas por los españoles fundadores de la ciudad.
Otra de las fundaciones andinas no mineras fue la ciudad española de San Juan de la Frontera, denominada después Ayacucho. No se han realizado al igual que acerca de Arequipa algunos estudios sobre los asentamientos indígenas preexistentes en el lugar antes de la fundación de la ciudad española de Ayacucho por traslado desde Quinua. Pero considero probable que no existieran en ese lugar núcleos indígenas de población numerosa, dada la poca provisión de agua para la agricultura; y por consiguiente, cabe suponer que no hubo necesidad de hacer traslados significativos de indios asentados, en el lugar para dejar expedito el terreno a la nueva fundación española.
Pero, al margen de algún eventual proceso migratorio de pobladores indígenas asentados en el lugar, se formaron muy pronto en Ayacucho algunos arrabales indígenas periféricos para el servicio de la ciudad en los oficios y actividades menos calificadas. Incluimos entre estos barrios el de Belén, el de San Juan Bautista y el que asienta en la quebrada circunvecina del Monasterio de Carmelitas de Santa Teresa. Estos barrios indígenas ocuparon terrenos muy accidentados y laderas inclinadas de los cerros más cercanos a la ciudad española; y en estos lugares no era posible asentar la traza de damero cuadriculada por más empeño que se pusiera en ello.
También se formaron estos barrios indígenas circunvecinos del asentamiento español antes del período de las reducciones toledanas. Por todos estos motivos, surgieron los barrios indígenas ayacuchanos mediante la libre y espontánea iniciativa de los pobladores, y sin haber sido previamente planificada la traza de tales asentamientos.
En la ciudad minera de Huancavelica perdura con traza urbana irregular el barrio de San Cristóbal, a manera de prolongación espontánea de la traza cuadriculada al otro lado del río Ichu y sobre un terreno que comienza a presentar ciertas irregularidades topográficas.
La doble plaza de los pueblos rurales andinos
Cuando se contempla desde lejos el caserío de algún pueblo andino, destaca robustamente sobre el nivel uniforme de las casas y corrales la robusta corpulencia de la iglesia. Pero no es sólo su imponente volumen lo que confiere significación a la iglesia, sino más que ningún otro aspecto su colocación dentro del trazado urbano cuadricular. Ello resalta con mayor nitidez al comparar la ubicación territorial de la iglesia en la plaza de las ciudades peruanas virreinales, y la de la iglesia de los pueblos rurales, ambas en relación a la plaza pública.
Tomemos como ejemplo cualquiera de las ciudades de Lima, Trujillo, Arequipa, Ayacucho o Huancavelica, todas de fundación española y sin conexión con asentamientos prehispánicos en el mismo lugar. Está situada la iglesia mayor de estas ciudades en uno de los lados de la «plaza pública», con entrada directa desde ella, pero compartiendo con otros edificios anexos el solar de la cuadra sobre la que queda asentada. Ocupa, pues, la iglesia una parte de esa cuadra frontera de la plaza; pero no ha tenido asignada para su servicio toda la cuadra.
Difiere esta situación de la que ocupan las iglesias de los pueblos rurales andinos. En efecto, no están situadas las iglesias rurales en la plaza pública como otro de los edificios que la circundan; sino que asientan dentro de una cuadra propia vacía de otras edificaciones civiles, colocada esta cuadra en uno de los lados de la plaza pública. De este modo, en los pueblos rurales se ha formado otra segunda plaza abierta junto a la plaza pública, de las mismas dimensiones que esta última, pero dedicada exclusivamente al servicio de la iglesia, pues está libre de edificaciones civiles. Esto determina un principio urbanista propio de los pueblos rurales andinos: el principio de la doble plaza integrada por dos cuadras yuxtapuestas, libres de edificaciones civiles; una cuadra para plaza pública y la otra para la plaza eclesiástica.
Es conveniente destacar muy claramente que la disposición de la iglesia dentro de la traza urbana de las ciudades y pueblos rurales del virreinato del Perú no cumplió nunca con lo establecido en las ordenanzas reales de pobladores dictadas por el rey Felipe II en 1573. No sólo las iglesias anteriores a esta fecha, sino también masivamente las posteriores, sin excepción; a no ser la segunda iglesia en los pueblos que contaron con dos o más, como los de la provincia de Chucuito, y esto por la sencilla razón de que no se asentaron las dos iglesias en la misma plaza, sino en plaza distinta.
Disponía esta ordenanza que el templo “no se edifique en la plaza, sino algo distante de ella donde esté separado de otro cualquier edificio que no pertenezca a su comodidad y ornato”. Esta disposición reflejaba el urbanismo propuesto por los clásicos renacentistas. Pues bien, desde la primera fundación española en tierras peruanas, la iglesia aparece invariablemente levantada con frente a la plaza pública en todos los pueblos y ciudades virreinales, y esto se ha hecho tradición popular en el Perú incluso después de la independencia nacional.
No podía exigirse que las Ordenanzas de Felipe II tuvieran efecto retroactivo ni tampoco se aceptaran como norma urbanista; pues para 1573 tenía medio siglo de vigencia en el Perú la vinculación de la iglesia con la plaza en todas las poblaciones virreinales hasta entonces fundadas. Ni siquiera el virrey Toledo, con toda la autoridad de que disfrutaba, hizo el más mínimo intento para cambiar el patrón urbanista tradicional; y las numerosísimas reducciones toledanas de la década de 1570-1580 prosiguieron colocando la iglesia adyacente a la plaza pública.
En verdad, lo ocurrido en el urbanismo de las nuevas poblaciones peruanas constituye una excepción peculiar; sino que continuó la práctica usual de todos los asentamientos urbanos virreinales fundados enteramente en México y en América Central. Otra diferencia entre el urbanismo virreinal peruano y las Ordenanzas reales de Felipe II consiste en la forma del perímetro de la plaza pública. Dispuso el Rey en las reales ordenanzas firmadas en Segovia que la plaza debería tener forma rectangular; mientras que desde cincuenta años antes de promulgadas las ordenanzas reales, todas las plazas virreinales trazadas en el Perú ofrecían planta cuadrada; y todas las plazas posteriores a 1573, sin excepción alguna se trazaron igualmente con perímetro cuadrado. Los fundadores de pueblos y ciudades en el Perú eran gente de sentido práctico, y para ellos hubiera resultado muy engorroso introducir una plaza rectangular dentro de una cuadrícula urbana cuyas cuadras sin excepción constituían cuadrados perfectos.
Mucho más sencillo resultaba para aquellos fundadores de poblados dejar una de las cuadras del damero vacía de construcciones y dedicarla a plaza pública; sin tener que diseñar acomodos geométricos artificiosos. A ello se añade todavía que el sistema de la doble plaza pudo introducirse con toda comodidad en el urbanismo ortogonal de cuadras y plazas cuadradas. Esta simple adaptabilidad de la plaza cuadrada al damero se impuso sobre el sofisticado urbanismo de Felipe II tomado de los tratados renacentistas teóricos.
Cuando se plantea el problema histórico de la influencia eventual ejercida por las bastidas francesas sobre el urbanismo virreinal hispanoamericano, se toma en consideración el aspecto macrourbanista de la simple traza cuadricular. Pero ello solo no configura el urbanismo virreinal, especialmente al peruano. Hay además otros aspectos estructurales más particularizados dentro del esquema general de la cuadrícula en damero en los que difieren el urbanismo de las poblaciones peruanas y el de las bastidas francesas.
De estas últimas anotaba Zawisza: “la plaza colocada en el centro con su perímetro aporticado. La iglesia no forma parte de la plaza central, sino que se encuentra en una zona separada”. Desde luego, ninguna entre las numerosísimas reducciones toledanas rurales contó en ningún momento de su historia con plaza porticada; y en todos los centenares de pueblos toledanos la iglesia aparece invariablemente colocada dentro de la plaza eclesiástica abierta en una de las lindes de la plaza pública.
Pero es que, además, el esquema de la doble plaza es totalmente extraño al urbanismo de las bastidas francesas, al de las idealizaciones geométricas renacentistas y a cualquier antecedente dado en ciudades españolas o europeas anteriores al descubrimiento y población de América. Es precisamente en estas conformaciones estructurales de detalle donde radica la originalidad del urbanismo empleado en las reducciones toledanas rurales del Perú.
El trazado urbano diseñado a priori que fueron aplicando los visitadores para las reducciones toledanas incluía el diseño de la doble plaza. No es esta una innovación introducida algún tiempo después de la fundación de los poblados, como sí lo fue la apertura de las plazuelas conventuales limeñas frente a algunas iglesias. Considero que la doble plaza no fue inventada por los planificadores del urbanismo toledano; y tampoco pudo ser asumida por imitación del trazado de las primeras ciudades virreinales en las que no ha estado implantada la doble plaza.
A mi entender, el diseño de la doble plaza tiene antecedentes en aquellos pueblos peruanos pre-toledanos en los que la iglesia fue levantada sobre edificaciones prehispánicas. De este modo, el amplio solar que vino a corresponder a la iglesia quedó libre de otras edificaciones a manera de plaza; y fue completado, con la apertura de la plaza pública adyacente a la iglesia. Acaso constituyan un prototipo de este urbanismo virreinal pre-toledano los pueblos de Chincheros, Vilcashuamán y Huaytará.
Las exigencias de la evangelización masiva de los indios, una de las motivaciones invocadas para su reducción a pueblos, aconsejarían el acondicionamiento de grandes espacios libres alrededor de la iglesia. Este trazado fue asumido por los planificadores urbanistas de las reducciones toledanas en base a la experiencia de los primeros pueblos virreinales fundados sobre asentamientos prehispánicos. El conjunto de las dos plazas adyacentes pasó a constituir el núcleo organizador del urbanismo rural. Están situadas las dos plazas una frente a la otra, unidas, pero no integradas, sino discontinuas y con estructuración diferente para cada una. Entre las dos forman un solo espacio abierto.
En los tres lados habitados de la plaza pública se encuentran los locales para las instituciones del gobierno virreinal local, los que hacen de ella el centro cívico del pueblo. Por lo general, la plaza pública es abierta, y las calles desembocan en ella sin limitaciones. Pero también apareció en el urbanismo virreinal el tipo de plaza pública cerrada mediante arcos en los accesos de las calles, como si se tratara de un espacio destinado a una utilización restringida o que pudiera cerrarse fácilmente en determinados casos.
Son ejemplos muy notables de plazas públicas cerradas con arcos las de Chincheros y Tinta. Teresa Gisbert ha estudiado algunos casos de plaza doble en que la plaza pública está cerrada en algunos pueblos del virreinato del Perú que actualmente pertenecen al Perú y otros a Bolivia. Anota allí esta observación plenamente válida: “Cuando los conjuntos de atrios y posas están en las ciudades, en algún barrio de indios, como ocurre en San Martín y La Concepción de Potosí, no llega a crearse plaza doble. Los conjuntos de plazas dobles son propios de los pueblos de indios...”.
No nos ocuparemos ahora de formular la valoración estilística de las plazas cerradas virreinales andinas. Los arcos que cierran las entradas de las calles no añaden ninguna monumentalidad o aspectos decorativos especiales, como para diferenciarlas de las plazas andinas abiertas. Desde su especial posición adversa a cualquier enjuiciamiento proclive a lo hispanista, que le resta a priori alta dosis de objetividad, disertaba Gasparini acerca de si la creación de espacios cerrados como la Plaza Mayor de Madrid y la de Salamanca constituye un concepto propio del urbanismo barroco español.
Ni que decir tiene que la respuesta de Gasparini había de resultar negativa; lo que ahora no hace al caso. Pretendemos señalar aquí únicamente que las plazas cerradas virreinales andinas son anteriores a las dos plazas monumentales españolas. Surgieron estas plazas cerradas peruanas durante la etapa del primer urbanismo virreinal cuando prevalecía en el Perú la inicial arquitectura renacentista. Teniendo además en cuenta lo apartado de los pueblos andinos donde se cierran esas plazas, resulta impensable que pudieran llegar hasta allí el eco siquiera remoto de influencias directas o indirectas europeas. Más parecen las plazas andinas cerradas una reminiscencia remota de las calles cerradas con arcos en algunas viejas ciudades españolas medievales.
Son elementos ornamentales de las plazas públicas andinas la fuente del agua de beber, o en su lugar el rollo de piedra para los pregones. La plaza eclesiástica abierta en uno de los lados de la plaza pública alberga la iglesia y las estructuras arquitectónicas complementarias. Suelen diferenciarse con alguna frecuencia las dos plazas al interceder un desnivel del terreno entre sus pavimentos. Cuando esto ocurre, la plaza eclesiástica ocupa una plataforma más elevada que la plaza pública.
Es frecuente encontrar plazas de iglesia elevadas en los pueblos andinos de las más diversas regiones: el Cuzco, el Collao, Ayacucho, etc. Pero otras muchas plazas andinas eclesiásticas integradas en una plaza doble, están en el mismo nivel de terreno que la plaza pública adjunta, ya que la llanura del pueblo no permite la formación de plataformas elevadas amplias.
Como elemento ornamental casi infaltable en las plazas eclesiásticas encontramos una gran cruz de piedra elevada sobre varias gradas escalonadas. Destaca muy notoriamente esta cruz cuando ella ha sido colocada en la parte delantera de la iglesia, casi al borde mismo de la gran escalinata, sobre la plataforma que se alza ante la plaza pública; como sucede en los pueblos de Urcos y San Jerónimo en el Cuzco, y Asillo en Puno. La cruz colocada en el centro de la plaza eclesiástica llana contribuye a fragmentar el espacio del gran atrio, como observamos en el pueblo de Sacsamarca en Ayacucho. La delimitación interna de la plaza eclesiástica queda muy marcada al diferenciarse ella incluso del espacio correspondiente a las calles adyacentes de la misma. Ello indica que la plaza eclesiástica constituye una cuadra vacía independiente propiamente dicha: esa cuadra está desprovista de toda otra construcción o vivienda que no sean los edificios del servicio eclesiástico. Con frecuencia, la plaza eclesiástica más elevada que la plaza pública queda perfectamente delimitada de esta, pues entre una y otra se interpone una escalinata, sea a lo largo de todo el lado común entre ellas, como en Andahuaylillas; sea tan sólo a manera de acceso más corto en el centro del lado común, como en Asillo y La Asunción de Chucuito. Esta escalinata sirve de comunicación abierta entre las dos plazas contiguas, al mismo tiempo que de separación de sus espacios privativos.
Algunas plazas eclesiásticas quedan abiertas en sus cuatro lados; pero en muchos otros pueblos andinos las plazas eclesiásticas cuentan con un cerco perimetral alrededor que las independiza de todos los espacios colaterales, incluso de la plaza pública. Aparece entonces el «atrio» cercado como un espacio urbano libre de otras edificaciones que no sean la iglesia y las estructuras arquitectónicas complementarias, algunas de ellas características de la región andina.
No son, pues, conceptos equivalentes el atrio y la plaza eclesiástica; puesto que el atrio sobreañade a la plaza eclesiástica el cerco perimetral externo, mientras que la plaza eclesiástica pura y simple forma un espacio abierto sin cerco perimetral. Esa diferencia no afecta en nada a la posición del atrio o de la plaza eclesiástica respecto de la contigüidad de tales ambientes con la plaza pública.
En un valioso estudio que abrió nuevas perspectivas a la investigación acerca del urbanismo virreinal, escribía Teresa Gisbert: “Una consecuencia del atrio en la plaza doble, es decir, la existencia de dos espacios abiertos adyacentes, delimitados por arcadas o muros”. Sin negar validez a los análisis de Teresa Gisbert, consideramos que la plaza doble es de suyo independiente de la existencia o no del atrio circundando la plaza eclesiástica. Se forma la plaza doble mientras existan los dos ambientes de las mismas dimensiones: la plaza pública y la eclesiástica yuxtapuestas, como dos cuadras limítrofes de la cuadrícula del damero vacías de edificaciones, cuente o no cuente la plaza eclesiástica con cerco perimetral que la convierta en atrio.
Existe verdadera plaza doble en los conjuntos urbanos cuzqueños de Oropesa, San Jerónimo, etc., sin que la plaza eclesiástica, elevada sobre la plaza pública y comunicada con esta por medio de escalinatas corridas, esté circundadas por muros de arquerías, antes bien está abierta en sus tres partes laterales. Lo mismo ocurre en la interesantísima iglesia del pueblo de Haquira, dada a conocer y estudiada por Ramón Gutiérrez: “se alza sobre un notable atrio-plataforma con cuidadas escalinatas... El emplazamiento es dominante respecto a la plaza el frente y a las viviendas que flanquean el conjunto”; es decir, se encuentra dentro de una plaza eclesiástica elevada sobre la plaza pública, pero carece de cerco externo que convierta a esta en atrio propiamente dicho.
Las dos plazas abiertas y contiguas en Haquira forman una verdadera plaza doble sin atrio. Está levantada la Catedral de Puno dentro de un espacio abierto y elevado de las mismas dimensiones que la plaza pública adjunta, con una gran escalinata como separación entre los dos ambientes. Podemos decir consiguientemente que en Puno hay verdadera plaza doble conformada por la plaza pública en el nivel inferior y la plaza eclesiástica elevada, ambas iguales en extensión. Pero tampoco aquí la plaza eclesiástica ha sido cerrada para formar atrio propiamente dicho.
Hay que notar, sin embargo, que las plazas eclesiásticas elevadas sobre plataformas con escalinatas no carecen necesariamente en cuanto tales del cerco perimetral. Alguna de este género, tan característico como la que contiene la iglesia de La Asunción en Chucuito, está circundada de cerco externo y forma un verdadero atrio. La iglesia de La Asunción y la de San Pedro, ambas en Juli, están más elevadas que la plaza pública conexa, no obstante lo cual forman verdadero atrio con hermosos arcos de entrada. Por consiguiente, ni la situación de desnivel entre las dos plazas es determinante para carecer de atrio; ni la horizontalidad de ambas cumple necesariamente con la existencia del atrio, en una u otra posición, existe verdadera plaza doble con o sin la conformación del atrio para la plaza eclesiástica.
Sea circundando las plazas eclesiásticas elevadas, o las que están al mismo nivel que la plaza pública, los cercos que las convierten en atrios admiten diversas configuraciones. Una primera modalidad más abundante en el Collao es el cerco en forma de tapia alta con series de pequeños arcos abiertos en ella, y cubierta de tejas para preservarla de la erosión de las lluvias por estar construida con adobes de tierra. Las Iglesias de La Asunción de Chucuito, Santiago de Pupuja y Humachiri son bellos ejemplos de esta tipología.
También es común la modalidad de atrio formado por un pretil o pared poco elevada, construida generalmente de piedra, con pináculos sobre pequeños pilares interpuestos a trechos en este cerco: algunas iglesias virreinales del valle del Coica destacan por la belleza rítmica del cerco de sus atrios con pináculos intercalados.
El sistema urbanista de la doble plaza introduce la desconexión espacial entre la iglesia y la plaza pública, que era norma usual en las ciudades virreinales. La iglesia como lugar de reunión para grupos numerosos de personas genera por su propia naturaleza un espacio externo, no sólo con capacidad de vía de acceso masivo, sino también de complementación del espacio interno de la iglesia. Sirve la fachada principal de la iglesia, sea ella la de los pies, sea una lateral, como vínculo o conexión entre el espacio externo y el interior de la iglesia; y en esta complementariedad surge una organización direccional del espacio externo proyectada desde la fachada principal del templo.
La iglesia situada en uno de los lados de la plaza pública proyecta sobre ésta la organización complementaria del espacio exterior a través de la fachada que cae a la plaza. Por lo general, en las ciudades virreinales con iglesia mayor o catedral sobre la plaza (Lima, Ayacucho, Arequipa, Huancavelica) una sola dirección vincula la iglesia con la plaza.
La multiplicación de iglesias sobre la plaza pública en el Cuzco, situadas en dirección perpendicular una a la otra, introdujo una red múltiple abierta en ángulo recto de tensiones direccionales dentro del mismo espacio externo, de lo que no podía esperarse otra cosa que la pugna entre las instituciones eclesiásticas de esas iglesias por conseguir el predominio de la organización direccional del espacio en la plaza pública cuzqueña.
La iglesia de los pueblos rurales situada dentro de la doble plaza eclesiástica organiza su espacio externo sobre la plaza eclesiástica de un modo inmediato, no sobre la plaza pública adjunta a la plaza eclesiástica. La desconexión entre la iglesia y la plaza pública se hace más patente en muchos pueblos por la circunstancia de estar levantada la iglesia en sentido longitudinal a la plaza pública, pero siempre dentro de la plaza eclesiástica. En otros pueblos, el cerco que forma el atrio sirve de frontera entre las dos plazas y sus espacios abiertos.
A partir de la talla de las grandes portadas-retablo virreinales en las ciudades, la ciudad espacial-direccional adquiere categoría decorativa. Algunos pueblos han asumido tardíamente, a partir de finales del siglo XVII o comienzos del siglo XVIII, la organización evangelizadora del espacio emanada de la portada-retablo: Ayaviri, Lampa, Asillo, Santiago de Pupuja. En cambio, en muchos de los pueblos fundados durante la época de las reducciones toledanas, prevaleció la organización de evangelización del espacio direccional externo mediante esas estructuras tan peculiares como las capillas abiertas, las posas, las capillas dobles de indios, etc., que conforman junto con la iglesia el urbanismo de la doble plaza eclesiástica. Todo este sistema de urbanismo eclesiástico se desarrolla junto a la plaza pública, pero con total independencia de ella, en el recinto de la plaza eclesiástica.
Corresponden ambas formas de organización direccional del espacio adyacente a la iglesia no sólo a la contraposición entre el urbanismo de las ciudades y el de los pueblos rurales; sino también a una distinta concepción funcional del espacio externo en relación a la iglesia. Como tantas otras cosas, también el urbanismo espacial-decorativo de las ciudades virreinales fue asumido tardíamente por algunos pueblos andinos en cuyas iglesias se tallaron vistosas portadas-retablo o no-retablo barrocas, especialmente durante el siglo XVIII, lejos ya de la etapa heroica de la evangelización masiva de los indígenas.
Pero la ornamentación de las portadas-retablo, propia de la vinculación directa de las iglesias con las plazas públicas, fue transferida en esos otros pueblos andinos a la conexión espacial de la iglesia con la plaza eclesiástica. La portada lateral de la iglesia de Santiago de Pomata no se abre frente a la plaza pública, sino dentro del atrio que circunda la plaza eclesiástica donde está situada la iglesia. Se ha transferido allí la ornamentación que era propia de la comunicación directa de la iglesia con la plaza pública al interior del atrio, desconectada de esta plaza cívica.