Diferencia entre revisiones de «DEVOCIÓN AL ROSARIO EN LA NUEVA ESPAÑA; Su importancia en el arte»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Así por ejemplo, san Francisco, al igual que santo Domingo, tomó el rosario de la propia María, como se ve en una pintura del templo de San Francisco en San Luis Potosí. Pero las cosas no pararon ahí: si bien san Francisco había sido estigmatizado milagrosamente con las llagas de Jesucristo y así se le simbolizaba, ¿por qué santo Domingo no iba a representarse «estigmatizado» con la figura de la Virgen en las manos y en el pecho, si este y su Orden gozaban de su predilección? Al respecto es muy interesante el pequeño cuadro que está en uno de los retablos de la capilla doméstica del Museo Nacional del Virreinato (Tepotzotlán, Méx.).  
 
Así por ejemplo, san Francisco, al igual que santo Domingo, tomó el rosario de la propia María, como se ve en una pintura del templo de San Francisco en San Luis Potosí. Pero las cosas no pararon ahí: si bien san Francisco había sido estigmatizado milagrosamente con las llagas de Jesucristo y así se le simbolizaba, ¿por qué santo Domingo no iba a representarse «estigmatizado» con la figura de la Virgen en las manos y en el pecho, si este y su Orden gozaban de su predilección? Al respecto es muy interesante el pequeño cuadro que está en uno de los retablos de la capilla doméstica del Museo Nacional del Virreinato (Tepotzotlán, Méx.).  
  
Y fue a raíz de las disposiciones de Felipe IV que a la Guadalupana se le rezó el rosario. La advocación de Nuestra Señora de Guadalupe es, desde luego, una de las tantas personificaciones de María, y como a Ella está dedicada la oración; es en efecto, la «Regina sacratissimi rosari» conforme dice la Letanía Lauretana. La Virgen de Guadalupe con un rosario a sus pies, puede observarse en un grabado alemán del siglo XVIII que publica Francisco de la Maza, así como en un lienzo del crucero del templo de Santa María Tonanzintla (Pue.), y en un cuadro del pintor Juan de San Pedro Flores, del año de 1737 (Museo de América de Madrid).
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Y fue a raíz de las disposiciones de Felipe IV que a la Guadalupana se le rezó el rosario. La advocación de Nuestra Señora de Guadalupe es, desde luego, una de las tantas personificaciones de María, y como a Ella está dedicada la oración; es en efecto, la «Regina sacratissimi rosari» conforme dice la Letanía Lauretana. La Virgen de Guadalupe con un rosario a sus pies, puede observarse en un grabado alemán del siglo XVIII que publica Francisco de la Maza,<ref>Véase: Francisco de la Maza, «El guadalupanismo mexicano», México, Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 14.</ref>así como en un lienzo del crucero del templo de Santa María Tonanzintla (Pue.), y en un cuadro del pintor Juan de San Pedro Flores, del año de 1737 (Museo de América de Madrid).<ref>El cuadro aparece publicado en «Historia de México», t. IV, p. 293.</ref>
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En las tres imágenes se ven ángeles niños sosteniendo coronas de rosas alusivas a las avemarías de la oración y comunes a la iconografía de Nuestra Señora del Rosario desde el siglo XVI. El rezo del rosario a la Guadalupana fue tan ferviente en la Nueva España que no solo se representó en algunas imágenes, sino aún se manifestó en la construcción de quince monumentos que recordaban los misterios del rosario a lo largo de la calzada que conducía al cerro del Tepeyac.  
 
En las tres imágenes se ven ángeles niños sosteniendo coronas de rosas alusivas a las avemarías de la oración y comunes a la iconografía de Nuestra Señora del Rosario desde el siglo XVI. El rezo del rosario a la Guadalupana fue tan ferviente en la Nueva España que no solo se representó en algunas imágenes, sino aún se manifestó en la construcción de quince monumentos que recordaban los misterios del rosario a lo largo de la calzada que conducía al cerro del Tepeyac.  
La distancia entre cada uno de esos altares, al parecer, fue calculada para rezar las diez avemarías durante las continuas peregrinaciones y procesiones que se hacían al santuario mariano.  La fábrica de la «Calzada los Misterios» se inició en el año de 1675, –encargada a Cristóbal de Medina Vargas– y se concluyó en mayo de 1676. 
 
OTRAS IMÁGENES DE NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO
 
  
De las imágenes rosarieras que han recibido culto, aunque su cofradía fue erigida por los franciscanos con licencia de los dominicos desde el siglo XVI o bien por el clero secular en la segunda mitad del XVII, pueden citarse, entre algunas otras, la pequeña figura que se venera en la parroquia de Santiago de Talpa, Jal., la de Tintoque, Nay., la de Tlaltenango, Zac., la de Charcas, S.L.P., la de Guasave, Sin., la de Soyotlán del Oro, Jal., la de Ciudad Guzmán, Jal., la de San Juan Bautista de Tuxpan, Jal., la de Poncitlán, Jal., la de la catedral de Guadalajara, la de Atemajac del Valle, Jal., la de Toyahua en la parroquia de Nochistlán, Zacatecas.
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La distancia entre cada uno de esos altares, al parecer, fue calculada para rezar las diez avemarías durante las continuas peregrinaciones y procesiones que se hacían al santuario mariano.<ref>Francisco de la Maza, «La ciudad de México en el siglo XVIII», México, Fondo de Cultura Económica, 1985, pp. 15-16.</ref>La fábrica de la «Calzada los Misterios» se inició en el año de 1675, –encargada a Cristóbal de Medina Vargas– y se concluyó en mayo de 1676.<ref>Manuel Ramírez Aparicio, «Los conventos suprimidos en México», reproducción facsimilar de la primera edición México 1861, México, Banco Nacional de Obras y Servicios Públicos, 1982, p. 522; Martha Fernández, «Arquitectura y gobierno virreinal. Los maestros mayores de la ciudad de México», Siglo XVII, Universidad Nacional Autónoma de México, 1985, pp. 131-132.</ref>
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==OTRAS IMÁGENES DE NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO==
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De las imágenes rosarieras que han recibido culto, aunque su cofradía fue erigida por los franciscanos con licencia de los dominicos desde el siglo XVI o bien por el clero secular en la segunda mitad del XVII, pueden citarse, entre algunas otras, la pequeña figura que se venera en la parroquia de Santiago de Talpa, Jal.,<ref>Cuenta la tradición que la imagen perteneció al indio Diego Felipe quien la obsequió a su hermano, pero éste la abandonó en la antigua capilla del pueblo, donde fue víctima de la carcoma, pues era de pasta de caña. Un día del año de 1649, la escultura se restableció “milagrosamente”, motivo por el cual, desde entonces, fue objeto de culto y de incesantes peregrinaciones a su santuario. Se halla actualmente vestida y con cabello natural, por lo que resulta imposible analizarla. Cfr. Luis Enrique Orozco Contreras, «Iconografía mariana de la Arquidiócesis de Guadalajara», Guadalajara, Jal., [s.e.], 1977, t. II., p. 158.</ref>la de Tintoque, Nay., la de Tlaltenango, Zac., la de Charcas, S.L.P., la de Guasave, Sin., la de Soyotlán del Oro, Jal., la de Ciudad Guzmán, Jal., la de San Juan Bautista de Tuxpan, Jal., la de Poncitlán, Jal., la de la catedral de Guadalajara, la de Atemajac del Valle, Jal., la de Toyahua en la parroquia de Nochistlán, Zacatecas.<ref>Ibid., t. II, pp. 158-160.</ref>
  
 
Así, una devoción nacida en la Nueva España con el impulso de los hermanos predicadores, alcanzó su apoteosis con la creación de incontables y espléndidas obras de arte promovidas incluso por otras órdenes religiosas y aun por el clero secular. Obras todas diferentes, pero engendradas en los albores de la evangelización, cuando el Rosario fue la insignia, el símbolo de la conquista espiritual dominicana.
 
Así, una devoción nacida en la Nueva España con el impulso de los hermanos predicadores, alcanzó su apoteosis con la creación de incontables y espléndidas obras de arte promovidas incluso por otras órdenes religiosas y aun por el clero secular. Obras todas diferentes, pero engendradas en los albores de la evangelización, cuando el Rosario fue la insignia, el símbolo de la conquista espiritual dominicana.

Revisión del 21:48 18 may 2025

Una insaciable sed de aventura era la característica primordial de los españoles de principios del siglo XVI. Acostumbrados por generaciones al continuo batallar contra los moros, en el fondo de su ser se esgrimía la necesidad de lo heroico, de la epopeya.[1]Ellos, providencialmente, habían arrojado a los intrusos de su tierra; luego, América se les reveló como otra gracia de Dios. Había que dominarla, primero, con la fuerza de las espadas, después, con un Dios en el corazón.

Al militar lo impulsaban el extraordinario deseo de enriquecerse, de colmarse de oro, de saciar su pasión por la aventura, de extasiarse ante la contemplación de lo desconocido, de lo grandioso y de lo formidable, pero también su excepcional fe en los designios celestiales. Las creencias religiosas empujaban al fraile al apostolado, al martirio, al esfuerzo sorprendente de transmitir su fervor a los naturales.

Hombres de tal envergadura y de tal fuerza espiritual forjaron en su mente la creación de un mundo mejor al que era Europa. Un mundo cuya economía debía girar en torno a la posesión de la tierra por derecho de conquista. Un mundo organizado por los frailes evangelizadores, con el apoyo de los conquistadores. Un ideal de «república monástica señorial» que se ha entendido como el «primer proyecto de vida en la Nueva España».[2]

Un sueño que daba por hecho que la encomienda, institución rural de raíces medievales, funcionaría bien en la tierra virgen de América. Suponía también que las órdenes mendicantes disfrutarían por siempre de las prerrogativas otorgadas por las bulas pontificales en cuanto a la administración y evangelización de las Indias.

PARTICIPACIÓN DE LA ORDEN DE PREDICADORES EN LA UTOPÍA AMERICANA

Los dominicos participaron en este programa: primero marginalmente durante los dos años posteriores a su llegada en 1510; medianamente, a partir del de 1528 y, con gran ímpetu desde el de 1535 en que las fundaciones conventuales se sucedieron una tras otra hasta casi la octava década del siglo, en que disminuyeron con notoriedad.

Los conjuntos conventuales que funcionaron como centros de evangelización y de aculturación, se localizaron en el ámbito rural, constituían las tres naciones de la Provincia de Santiago de Predicadores de la Nueva España, y formaban una ruta desde la ciudad de México hasta Chiapas y Guatemala, pasando por las ciudades de Puebla y de Oaxaca. No obstante, la importancia de los establecimientos del campo, el convento mayor de la Provincia era el de Santo Domingo de México.

La devastada Tenochtitlán formó parte también de los sueños señoriales de los conquistadores, y de la utopía renacentista del virrey Antonio de Mendoza (1535-1550). Primero, Alonso García Bravo, sobre las ruinas de la antigua ciudad, trazó la nueva, respetando en esencia al anterior plano urbano. Hernán Cortés la dividió en solares que repartió entre los conquistadores quienes, “temerosos de levantamientos y ansiosos de equipararse a los hidalgos y señores de España […] construyeron sus habitaciones como pequeños castillos”.[3]

Los ahora «señores» desde sus fortificaciones observarían a la ciudad que habían dominado. Más tarde, el virrey Mendoza —cuyo gobierno tenía entre sus propósitos el de atemperar el poder que habían alcanzado los conquistadores— pondría en práctica el plan urbanístico de la ciudad ideal de León Battista Alberti, según el cual se ensancharían las calles y se adecuarían a la ya existente traza en damero.[4]En esa ciudad señorial y a la vez renacentista del «primer proyecto de vida» se erigió el convento de Santo Domingo.

EL CONVENTO DE SANTO DOMINGO EN LA CIUDAD DE MÉXICO

Aunque el convento de México era la cabeza de la Provincia Dominica, no fue precisamente el mejor construido. En efecto, la primera iglesia conventual —de planta basilical o de una sola nave— era de materiales perecederos aun al mediar el siglo. Ello, o bien se debía a la mayor importancia de la evangelización en las zonas rurales, a la carencia de arquitectos, o a que el humilde edificio respondía a las disposiciones del virrey Mendoza sobre la «traza moderada», que —durante su gobierno— rigieran a las obras religiosas.[5]

Dicho templo, pese a la modestia que presentaba por esos años, para 1538 cobijaba ya al altar de la Virgen de la cofradía del Rosario. La hermandad, fundada en respuesta a los mandatos providenciales, se erigió canónicamente en todas las casas de la Provincia de Santiago, como privilegio exclusivo de la Orden de Predicadores, pues solo esta podía dar licencia a otros clérigos y religiosos para que la instituyeran donde no hubiera dominicos.

El prior del convento, en este caso fray Tomás de San Juan, fue designado primer capellán de la confraternidad, y su función consistió en promover el rezo entre los fieles quienes, al inscribirse en el libro de aquella, se convertían en cofrades, adquirían las indulgencias y beneficios prometidos, y se responsabilizaban de participar en todas las actividades y celebraciones propias del culto a la Virgen.[6]

LAS COFRADÍAS DEL ROSARIO

Las cofradías eran instituciones de origen medieval, nacidas con el impulso de los burgueses en las nacientes ciudades del siglo XIII y multiplicadas en las dos centurias posteriores. La del Rosario, con algo más de cincuenta años de vida europea, se trasladó a América, al ideal «mundo teocrático»[7]de los frailes y encomenderos. Uno de ellos, muy importante para la cofradía novohispana, fue Gonzalo Cerezo, ex conquistador y alguacil mayor de la Real Audiencia hasta su muerte, quien, tanto por fe religiosa como para ganarse prestigio social, se convirtió en el primer patrono de la ilustre institución al regalarle una imagen de la Virgen de proporciones reales y de plata pura con piedras preciosas incrustadas, figura que permaneciera por más de tres siglos en Santo Domingo de México, y que desapareció durante la confiscación de los bienes de la Iglesia decretada por la Reforma liberal de 1857.

Al naciente patronazgo que persistió durante toda la época virreinal vinieron a agregarse las considerables sumas habidas de la caridad de los cofrades. Durante el siglo XVI se destacaron la familia Guerrero y otra de apellido Salamanca, las cuales corrieron con los gastos de las fiestas de la cofradía, además de cubrir «la dote» de doncellas huérfanas que debían casarse antes de «perder la virtud». El proporcionar este tipo de dádivas satisfacía el ansia de los cofrades por mostrarse acaudalados benefactores, pero también se cumplía con una función social previamente establecida en las constituciones de la hermandad.

EL ROSARIO, INSIGNIA DE LA EVANGELIZACIÓN DE LOS DOMINICOS

Si bien en la ciudad de México los vecinos españoles cobraban prestigio por inscribirse en el libro de la cofradía, en el campo, donde transcurría la catequesis, el rosario adquirió su verdadero significado. En principio, los frailes, embargados de una extraordinaria fe en la Providencia y seguros de que esta disponía de ellos para evangelizar a los naturales, recorrían a pie las salvajes, extremosas y desconocidas tierras. Los guiaba la divinidad, el ferviente deseo de obedecer los designios de su Creador. No tenían miedo, se sentían protegidos enarbolando su única arma: un rosario que pendía de su cuello y que rezaban frecuentemente.

Con Dios y la Virgen en el alma y el «avemaría» en los labios, se enfrentaron al maligno convencidos de ganarle la batalla y de conseguir para el cielo las almas de los indios. El rosario fue entonces la insignia, el símbolo de la conquista espiritual de los frailes dominicos.

La enseñanza del rosario entre los indios fue más lenta. La tarea no era fácil. Hubo que salvar incontables obstáculos, y el más arduo, quizá, el de las diferentes lenguas. El aprendizaje de estas se dio especialmente en tres centros de estudio: en Oaxtepec, el náhuatl; en Yanhuitlán o en Teposcolula, el mixteco; y, en la ciudad de Oaxaca primero y más tarde en Cuilapan, el zapoteco. Al unísono se fundaban conventos y se implantaba la cofradía.

EL ROSARIO Y LA EVANGELIZACIÓN CON IMAGENES

Importancia capital tuvo en ese tiempo la imprenta. Establecida en el año de 1539, surtía a los frailes de estampas con imágenes religiosas y de numerosos textos para la instrucción de la doctrina y del rezo del rosario, para conocer las indulgencias y hacer buena confesión, para entender las palabras más frecuentes de una determinada lengua, y hasta para conocer los «milagros» que se daban cita en la Nueva España.

La gran mayoría de las obras eran bilingües, frecuentemente traían imágenes de santos de la Orden y de la Virgen del Rosario. Los padres asimismo explicaban la doctrina cristiana mostrando grandes lienzos pintados con escenas del Evangelio, o con la representación de los favores que la Virgen dispensaba a los devotos de su rosario. Por desgracia, de estos no subsiste ninguno, aunque formalmente pudieron ser muy semejantes al mural en que aparece «Un milagro del Rosario», del exconvento de Tetela del Volcán, único testimonio plástico que resta, tal vez, del fervor rosariero de aquella época.

Conforme transcurría la conquista espiritual y se multiplicaban los recintos conventuales en el territorio de la Provincia de Santiago, los indios se inscribían en el libro de la cofradía del Rosario, lo llevaban al cuello y lo rezaban con devoción. De aquel “primer proyecto de vida en la Nueva España”[8]restan los majestuosos conventos, símbolo de la alianza de los encomenderos y los frailes mendicantes, mudos testigos de la ardua tarea evangelizadora. Conventos que funden y mezclan elementos góticos, mudéjares y platerescos. Fastuosamente decorados en sus paredes y en sus portadas, pintadas y esculpidas por artistas indios (tlacuilos), quienes aun faltos de formación artística dentro de la cultura occidental, interpretaron grabados europeos.

El arte de los recintos no fue para entendidos, como el arte posterior, sino utilitario, ejecutado para cumplir con los fines de la evangelización, y que a ella respondía con un alto contenido cristiano, aunque a veces de forma descuidada. Dentro de este arte, subsiste una iconografía rosariera procedente de las celebraciones y representaciones de la Virgen en los misterios de la Natividad, Anunciación, Purificación y Asunción, en las cuales aparece con o sin rosario; también se le ve indistintamente abrazando al Niño o sin Él, rodeada algunas veces por el sartal en forma de aureola, y con santos de la Orden o cofrades, religiosos y civiles, a sus pies.

LA GENERACIÓN CRÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA

El espíritu rural que caracterizara a los cincuenta años que siguieron a la conquista, agonizaba junto con los ideales de la época dorada de la Nueva España. Al fracaso y a la frustración de los anhelos de la primera generación, seguirían los sentimientos de desesperanza y desilusión que definirían tan bien al “nuevo hombre novohispano —[a] criollo que tiene conciencia de serlo—”[9]que Jorge Alberto Manrique ha analizado en numerosos estudios,[10]y que constituiría lo que ha denominado la “generación crítica de la Nueva España”.[11]

Esta “es la generación de los nietos de los conquistadores y primeros pobladores que añoran las glorias pasadas, el tiempo ido de las grandes hazañas evangelizadoras y guerreras, aquel mundo épico y mítico que ya no les tocó vivir y que echan de menos sin ningún pudor”.[12]Los sentimientos y pensamientos de esos primeros criollos eran análogos al general estado de pesadumbre que privaba en Europa ante el avance del protestantismo y la consecuente contrarreforma.[13]

EL MANIERISMO

El manierismo nace en Italia durante la tercera década del siglo XVI, en el esplendor del Renacimiento y muere con la centuria, en los albores del barroco. Surge en el momento en que la perfección, buscada y añorada desde el «quattrocento», se cree alcanzada por los grandes maestros: Leonardo, Rafael y sobre todo Miguel Ángel.

La adquisición de la «maniera» suponía la codificación de las normas que guiaban a la perfección. Los tratados las difundirían entre los artistas, y estos las aplicarían en sus obras, convirtiéndose así de seguidores de la maniera, en manieristas. La continua imitación de los modelos clásicos con el tiempo suscitaría la simultánea distorsión de las formas o la superación de las reglas y provocaría la crisis de la perfección. Los artistas abandonarían entonces el antiguo ideal para buscar la expresión.[14]

A la perspectiva central se impondría ahora multiplicidad de líneas en desequilibrio; el tema medular se alejaría del primer plano; la figura humana se ensancharía, se alargaría, se retorcería, se movería en serpentina, aparecería cortada o a la mitad; los personajes se agruparían en difíciles escorzos, mientras que los colores, intensos y fríos, provocarían efectos teatrales. Lo conflictivo de la pintura y de la escultura, a fin de cuentas, reflejaría el común desasosiego de la época, pero también un alto grado de intelectualidad y refinamiento propios de los grupos sociales de espíritu aristocrático. No obstante, el manierismo, en tanto que proviene de los cánones del Renacimiento, guarda en esencia “el acervo formal de ese estilo, y en cierta medida también su modo de servirse de esas formas”.[15]

El manierismo alcanzó gran difusión a través de los tratados de arte que explicaban los triunfos del Renacimiento y solo por el estudio de las reglas, adquirió su sentido intelectual y su carácter internacional.[16]“El manierismo es el estilo artístico de un estrato cultural esencialmente internacional y de espíritu aristocrático […]. En todas las principales cortes de Europa disfruta la preferencia sobre cualquier otra tendencia. Los pintores áulicos de los Medici en Florencia, de Francisco I en Fontainebleau, de Felipe II en Madrid, de Rodolfo II en Praga, de Alberto V en Munich son manieristas”.[17]El Manierismo, al estudiar y copiar a los maestros italianos que encontraron la perfección, es también “el Renacimiento fuera de Italia”.[18]

EL MANIERISMO EN NUEVA ESPAÑA

El manierismo, arte internacional, hace su aparición en la Nueva España quizá ya en los tempranos 50’s con el incesante arribo de maestros europeos conocedores de las reglas y de su aplicación, pero “se afianza y define hacia 1570-1580 y […] sobrevive hasta una fecha alrededor de 1640-1650”.[19]

Los artistas vienen a México en el séquito de los virreyes a cumplir algún contrato con una institución, con una orden religiosa o con un rico criollo, o bien con el propósito de hacerse de fama y fortuna en el Nuevo Mundo. Se establecen en las ciudades, instalan sus talleres, forman discípulos y, ansiosos de conocer la moda artística de Europa, la beben de los tratados de preceptiva, de las estampas y grabados, y hasta de las obras de arte que llegan en los navíos.[20]Comparten los conocimientos adquiridos con los aprendices y con otros artistas con los cuales, algunas veces, tienen lazos de parentesco, amistad y aun de rivalidad. Crean así, «cenáculos cultos» donde las cuestiones del oficio se discuten ampliamente.[21]

Pero si bien es cierto que en esas reuniones de artistas se configura el gusto manierista que privaría en las ciudades novohispanas, también lo es que no hubiera sido posible sin un público que se complaciera con la nueva tendencia. De tal suerte, hay una retroalimentación entre artistas y clientes cultos provenientes sobre todo de las altas esferas oficiales, verbigracia la corte virreinal que, igual a las europeas, se reconoce a sí misma en las formas del manierismo. Los cabildos eclesiásticos y civiles, los ricos criollos y las cofradías —como la del Rosario— cada vez más opulentas, son asimismo los patrocinadores de las artes y de los artistas.

El <<manierismo» es un arte esencialmente urbano, culto y secular, distinto del arte conventual de espíritu rural. Las obras manieristas se levantan sobre todo en las ciudades, son ejecutadas por artistas entendidos y compradas o patrocinadas por clientes de espíritu cultivado.[22]Pero es más que eso: es el arte de la «generación crítica»; el arte de los descendientes de los conquistadores; el arte de los nuevos criollos que, a diferencia de sus padres y de sus abuelos, son elegantes, refinados, cultos y leídos, educados en la Universidad de México que abriera sus puertas en el año de 1553 con el especial objetivo de instruirlos.[23]Es también el arte que reflejara la crisis de los ámbitos económico, político y social, que hicieran mella en Nueva España a partir del séptimo decenio del siglo XVI y que trastornará profundamente al espíritu de sus habitantes.

A través de sus obras, los artistas manifiestan su conocimiento de los elementos técnicos y formales de su tiempo, pero también por medio de aquellas expresan el pensamiento de la época que les tocó vivir. Pensamiento provocado por su medio social y cultural. Ciertamente, en México, el manierismo coincide con “la aparición de un nuevo hombre novohispano”[24], y esto es de importancia capital porque demuestra que este grupo social es portador de un gusto nuevo.[25]

En coincidencia con el afianzamiento del manierismo en la ciudad de México, hacia el año de 1571 los dominicos estrenaban un segundo templo. Iniciaron la construcción tres años después de que partiera el virrey Mendoza y con él la idea de la «traza moderada». El nuevo virrey, Luis de Velasco, en su calidad de vice patrono de la Iglesia novohispana —conforme disponía el Real Patronato Indiano— corrió con los gastos de la fábrica para la cual fray Vicente de las Casas contratará en Europa a los maestros Francisco Martí, Juan Sánchez Talaya y Ginés Talaya, aunque más tarde se encargarían de la obra Francisco Becerra y Claudio de Arciniega.

La portada era “de la misma manera que la del famoso convento y iglesia de San Lorenzo el Real del Escorial”,[26]mientras que la planta cripto-colateral, inspiraría la del templo dominico de Puebla —confiada primero a Francisco Becerra y después a Pedro López Florín y a Francisco de Aguilar— e influiría también en el arquitecto de la de Santo Domingo de Oaxaca; edificios, ambos, comenzados en la década de los 70’s y finalizados en la centuria siguiente.

La planta de la iglesia conventual de la capital del virreinato parecía proceder de la de San Esteban de Salamanca y esta, aunque de moda en la península, seguía muy de cerca el diseño de León Battista Alberti para la de San Andrés de Mantua, cuyos lineamientos desarrolló finalmente Giacomo da Vignola en la del Gesú de Roma. Las iglesias dominicas de las ciudades de México, Puebla y Oaxaca, serían manieristas en su planta y en su portada —como aún puede verse en las dos últimas— y estarían asimismo a la vanguardia de las disposiciones tridentinas.

Uno de los primeros lienzos con el tema de la Institución de la cofradía del Rosario, es tal vez el que la cofradía rosariera de Puebla encargara al maestro José Rodríguez Carnero para el estreno de su capilla, en abril de 1690. El enorme cuadro, situado a espaldas del ciprés, está dividido en tres escenas, identificadas con la Iglesia purgante, la militante y la triunfante. En esta última, plena de gracia y majestad, sobre la luna en cuarto creciente, coronada de rosas y sosteniendo a su pequeño, se ve a María enarbolando un rosario al igual que Jesús.

Un rompimiento de gloria da paso a la celestial pareja, mientras que Dios Padre y el Espíritu Santo parecen contemplar a infinidad de ángeles que reparten sartales a cientos de cofrades, laicos y religiosos, del plano intermedio. Al centro de este hay tres frailes dominicos: uno, el del medio, es santo Domingo de Guzmán, según denuncia el perro que muerde la tea encendida; otro, el de la izquierda, es Alano de la Rupe escribiendo el «Salterio de la Virgen María»; y, el de la derecha, es Santiago Sprenger desembrollando multiplicidad de contadores, en vista de que él simplificó el Salterio y formó el rosario con la tercera parte de aquel. Finalmente, en el extremo inferior, las afligidas almas extienden los brazos para alcanzar los sartales que sostienen varios angelillos y que servirán para arrancarlas de las llamas del purgatorio. De idéntico tema y similar composición, es el gran lienzo que está en el sotacoro de la capilla de la Tercera Orden, del mismo templo dominico. La desigualdad más notable con respecto al cuadro de Rodríguez Carnero, es el atuendo dieciochesco de los personajes, así como el de la Virgen, ahora ataviada con el hábito de la Orden de Predicadores. Análoga a las dos anteriores, es la tela, de menores dimensiones (2.50 x 1.80 m. aproximadamente), que hoy se localiza en el presbiterio de la iglesia conventual de San Pedro y San Pablo de Teposcolula (Oax.). Las diferencias fundamentales de esta con las anteriores residen en la factura popular y en el tipo iconográfico de María, rodeada por los ya tradicionales medallones que ostentan escenas representativas de los quince misterios. La pintura se concluyó el 25 de noviembre de 1746 a devoción del alcalde don Ignacio de Salazar, mayordomo de la cofradía de las Ánimas, y lo firmó el pintor Martínez de Roxas.

La Virgen rosariera, además de obsequiar el rosario a santo Domingo y a través de él a todos los frailes de la Orden de Predicadores, también da de beber de su leche al fundador, conforme aparece en las yeserías del coro de Santo Domingo de Oaxaca y en la recién restaurada «Alegoría del Rosario», del maestro Cristóbal de Villalpando. El tema de la «Virgen de la leche» es bastante antiguo: figura en la historia del arte desde el siglo II, en las catacumbas de Santa Priscila, en Roma. Más tarde la plástica medieval escenificó una leyenda según la cual María había dado de su leche a san Bernardo de Claraval, en recompensa de su infinito amor.[27]

De los pasajes de la vida de este santo y de la Orden del Císter se inspiraron santo Domingo, los frailes de su Orden e inclusive sus hagiógrafos, quienes no tardaron en apuntar el máximo favor que María regalara a sus hijos predilectos. En la representación del coro de Oaxaca, además de expresarse lo dicho con anterioridad, se manifiesta la idea del consuelo que, a través de su leche, la Virgen ofrece al santo flagelado, aún con el torso desnudo y la disciplina en la mano.[28]

En las procesiones de la cofradía del Rosario, los estandartes con la figura de la patrona tuvieron la función de encabezar la comitiva.[29]En los pendones bordados de los templos de Santo Domingo de México y de San Luis Potosí, aparece la Virgen en el acto de donar el rosario a los santos Domingo y Catalina. Otro, quizá del siglo XVIII, es el que hoy está en el Museo del ex convento dominico de Coixtlahauca (Oax.). La Virgen aparece dentro de una tarja, también bordada, y sigue formalmente el tipo de la Virgen rosariera que a la fecha se aloja en la capilla privada de los religiosos de Santo Domingo de México.

Entre las numerosas esculturas de Nuestra Señora del Rosario, no se pueden dejar de mencionar dos estupendas tallas exentas de la colección del Museo Franz Mayer. Una es del siglo XVI, mide 1.15 m. de alto y luce una aureola de plata dorada; la otra, aparentemente del siglo XVIII, porta también un halo de plata dorada, mientras descansa en una peana de idéntico material, repujada y cincelada. Del siglo XVIII es, asimismo, la talla dorada, policromada y estofada, con incrustaciones de marfil y pedrería, de la colección del Museo de la Basílica de Guadalupe. La imagen mide 1.25 m., se apoya sobre una peana de plata, lleva un enorme nimbo de rayos y sostiene un rosario compuesto de rosas en lugar de cuentas. La dulzura y amabilidad dieciochesca de las Vírgenes del Rosario de Miguel Cabrera, gozaron también de gran estima (Catedral de Aguascalientes, oficinas del Obispado) y antes de estas, las escenas donde la Virgen se aparece a santo Domingo de Guzmán, representadas por José de Ibarra (Museo de Guadalajara). Imágenes, estas, que responden al “espíritu de una sociedad bonancible, sensiblemente aburguesada y ansiosa de afirmar su prestigio local”.[30]

LA «REGINA SACRATISSIMI ROSARI»

Después de que Felipe IV, en el año de 1655, extendiera la devoción del Rosario a toda la Iglesia española, aquella trascendió el ámbito de las cofradías dominicas. A las imágenes «exclusivas» de la Virgen del Rosario otorgando el sartal a santos de la Orden de Predicadores, se añadieron santos de otras Órdenes recibiendo el contador de manos de la Virgen, ampliándose con ello la iconografía rosariera.

Así por ejemplo, san Francisco, al igual que santo Domingo, tomó el rosario de la propia María, como se ve en una pintura del templo de San Francisco en San Luis Potosí. Pero las cosas no pararon ahí: si bien san Francisco había sido estigmatizado milagrosamente con las llagas de Jesucristo y así se le simbolizaba, ¿por qué santo Domingo no iba a representarse «estigmatizado» con la figura de la Virgen en las manos y en el pecho, si este y su Orden gozaban de su predilección? Al respecto es muy interesante el pequeño cuadro que está en uno de los retablos de la capilla doméstica del Museo Nacional del Virreinato (Tepotzotlán, Méx.).

Y fue a raíz de las disposiciones de Felipe IV que a la Guadalupana se le rezó el rosario. La advocación de Nuestra Señora de Guadalupe es, desde luego, una de las tantas personificaciones de María, y como a Ella está dedicada la oración; es en efecto, la «Regina sacratissimi rosari» conforme dice la Letanía Lauretana. La Virgen de Guadalupe con un rosario a sus pies, puede observarse en un grabado alemán del siglo XVIII que publica Francisco de la Maza,[31]así como en un lienzo del crucero del templo de Santa María Tonanzintla (Pue.), y en un cuadro del pintor Juan de San Pedro Flores, del año de 1737 (Museo de América de Madrid).[32]

En las tres imágenes se ven ángeles niños sosteniendo coronas de rosas alusivas a las avemarías de la oración y comunes a la iconografía de Nuestra Señora del Rosario desde el siglo XVI. El rezo del rosario a la Guadalupana fue tan ferviente en la Nueva España que no solo se representó en algunas imágenes, sino aún se manifestó en la construcción de quince monumentos que recordaban los misterios del rosario a lo largo de la calzada que conducía al cerro del Tepeyac.

La distancia entre cada uno de esos altares, al parecer, fue calculada para rezar las diez avemarías durante las continuas peregrinaciones y procesiones que se hacían al santuario mariano.[33]La fábrica de la «Calzada los Misterios» se inició en el año de 1675, –encargada a Cristóbal de Medina Vargas– y se concluyó en mayo de 1676.[34]

OTRAS IMÁGENES DE NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO

De las imágenes rosarieras que han recibido culto, aunque su cofradía fue erigida por los franciscanos con licencia de los dominicos desde el siglo XVI o bien por el clero secular en la segunda mitad del XVII, pueden citarse, entre algunas otras, la pequeña figura que se venera en la parroquia de Santiago de Talpa, Jal.,[35]la de Tintoque, Nay., la de Tlaltenango, Zac., la de Charcas, S.L.P., la de Guasave, Sin., la de Soyotlán del Oro, Jal., la de Ciudad Guzmán, Jal., la de San Juan Bautista de Tuxpan, Jal., la de Poncitlán, Jal., la de la catedral de Guadalajara, la de Atemajac del Valle, Jal., la de Toyahua en la parroquia de Nochistlán, Zacatecas.[36]

Así, una devoción nacida en la Nueva España con el impulso de los hermanos predicadores, alcanzó su apoteosis con la creación de incontables y espléndidas obras de arte promovidas incluso por otras órdenes religiosas y aun por el clero secular. Obras todas diferentes, pero engendradas en los albores de la evangelización, cuando el Rosario fue la insignia, el símbolo de la conquista espiritual dominicana.


NOTAS

  1. Se dijo que España tuvo una «Cruzada a domicilio»
  2. Jorge Alberto Manrique, «Ambigüedad histórica del arte mexicano». En Del arte. Homenaje a Justino Fernández. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1977, pp. 169-170.
  3. Jorge Alberto Manrique, «El arte novohispano de los siglos XVI y XVII». En Historia de México, t. 5, México, Salvat, 1974, p. 196.
  4. Guillermo Tovar de Teresa, «La utopía del virrey Mendoza». En Vuelta, n° 108, México, noviembre de 1985, pp. 20-23
  5. Una tesis muy importante al respecto es la del arqueólogo Mario Córdoba, quien en sus excavaciones en el costado norte de la iglesia conventual de Huejotzingo, descubrió la probable “traza moderada” que implantó el virrey Mendoza para los edificios religiosos.
  6. Mariano Navarro, «El santo rosario», México, Imprenta Claret, 1942, p. 129; Enrique B. González Ponce, «Catálogo del ramo de cofradías y archicofradías», México, Archivo General de la Nación, 1977. (Guías y catálogos, 4), pp. 4-9.
  7. Jorge Alberto Manrique, «Manierismo en la Nueva España», en Plural, n° 56. México, mayo de 1976, p. 44.
  8. Jorge Alberto Manrique, «Ambigüedad histórica…», pp. 169-170.
  9. Jorge Alberto Manrique, «Reflexión sobre el manierismo en México». Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. X, nº 40, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1971, p. 42.
  10. Me he servido de los importantes estudios del maestro Jorge Alberto Manrique para construir este capítulo. Algunos trabajos se han citado ya y otros se mencionarán en lo sucesivo.
  11. Jorge Alberto Manrique, «Reflexión…», p. 31.
  12. Loc. cit.
  13. Loc. cit.; Jorge Alberto Manrique, «La época crítica de la Nueva España a través de sus historiadores». Investigaciones contemporáneas sobre historia de México. México, Universidad Nacional Autónoma de México (Instituto de Investigaciones Históricas), 1971, pp. 101-124.
  14. Elisa Vargas Lugo, «Las portadas religiosas de México», Universidad Nacional Autónoma de México, p. 283. Arnold Hauser indica: “No se comprende el manierismo si no se entiende que su imitación de los modelos clásicos es una huida del caos inminente, y que la agudización subjetiva de sus formas expresa el temor a que la forma pueda fallar ante la vida y apagar el arte en una belleza sin alma”, Op. cit., p. 11.
  15. Jorge Alberto Manrique, «Reflexión…», p. 24.
  16. Arnold Hauser, Op. cit., vol. 2, p. 16; Jorge Alberto Manrique, «Ambigüedad histórica…», p. 170; Jorge Alberto Manrique, «Del barroco a la ilustración», en Historia general de México, 1ª reimp. t. II, México, El Colegio de México, 1980, p. 413.
  17. Arnold Hauser, Op. cit., vol. 2, p. 15.
  18. Jorge Alberto Manrique, «Reflexión…», p. 23.
  19. Ibid., p. 26.
  20. Rogelio Ruiz Gomar, Op. cit., pp. 22-26, texto y notas al pie de página.
  21. Jorge Alberto Manrique, «Reflexión…», p. 28; Jorge Alberto Manrique, «Manierismo en Nueva España…», pp. 45-46.
  22. Jorge Alberto Manrique, «Reflexión…», p. 29.
  23. Jorge Alberto Manrique, «Del barroco a la ilustración», pp. 384-386.
  24. Jorge Alberto Manrique, «Reflexión…», p. 42.
  25. Nicos Hadjinicolaou, «La producción artística frente a sus significados», México, Siglo XXI, 1981, p. 85.
  26. Hernando Ojea, «Libro tercero de la historia religiosa de la Provincia de México de la Orden de Santo Domingo», México, Museo Nacional, 1897, p. 10.
  27. Manuel Trens, Op. cit., pp. 457-475.
  28. «Enciclopedia de la religión católica», vol. IV, pp. 1190-1191. Apud. “Congratulaos con Jerusalén, a fin de que chupeis acá de sus pechos la leche de sus consolaciones hasta quedar saciados”, (Ibid., LVI, 10-11).
  29. Alonso Franco, «Segunda parte de la historia de la Provincia de Santiago de México», pp. 542-543.
  30. Jorge Alberto Manrique, «Del barroco a la ilustración», p. 440.
  31. Véase: Francisco de la Maza, «El guadalupanismo mexicano», México, Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 14.
  32. El cuadro aparece publicado en «Historia de México», t. IV, p. 293.
  33. Francisco de la Maza, «La ciudad de México en el siglo XVIII», México, Fondo de Cultura Económica, 1985, pp. 15-16.
  34. Manuel Ramírez Aparicio, «Los conventos suprimidos en México», reproducción facsimilar de la primera edición México 1861, México, Banco Nacional de Obras y Servicios Públicos, 1982, p. 522; Martha Fernández, «Arquitectura y gobierno virreinal. Los maestros mayores de la ciudad de México», Siglo XVII, Universidad Nacional Autónoma de México, 1985, pp. 131-132.
  35. Cuenta la tradición que la imagen perteneció al indio Diego Felipe quien la obsequió a su hermano, pero éste la abandonó en la antigua capilla del pueblo, donde fue víctima de la carcoma, pues era de pasta de caña. Un día del año de 1649, la escultura se restableció “milagrosamente”, motivo por el cual, desde entonces, fue objeto de culto y de incesantes peregrinaciones a su santuario. Se halla actualmente vestida y con cabello natural, por lo que resulta imposible analizarla. Cfr. Luis Enrique Orozco Contreras, «Iconografía mariana de la Arquidiócesis de Guadalajara», Guadalajara, Jal., [s.e.], 1977, t. II., p. 158.
  36. Ibid., t. II, pp. 158-160.