Diferencia entre revisiones de «GUADALUPE; Antiaparicionismo»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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ENCICLOPEDIA GUADALUPANA, pp. 42-44
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'''ENCICLOPEDIA GUADALUPANA''', pp. 42-44

Revisión del 11:36 12 jun 2014

Siempre han existido antiguadalupanos; ya sea porque rechazan el consolador influjo de la Virgen de Guadalupe sobre los dolores de las gentes que sufren, o porque niegan lo sobrenatural de la devoción, atribuyéndolo todo a engaño de la Iglesia, de la que dicen “inventó” la aparición para ganarse la adhesión de los indígenas.


El antiaparicionismo ha tenido tres momentos cruciales: a.) La llamarada de petate que levantó fray Francisco de Bustamante en 1556. b.) La tecnificación de ese antiaparicionismo con la “memoria” de Muñoz en España. c.) La carta de García Icazbalceta en México. A esto hay que agregar el escándalo promovido a raíz de la coronación de la Virgen en 1895 y la ampliación de la basílica para alargar el presbiterio y quitar el coro central, que restaba espacio y visibilidad a las multitudes, crecientes cada año. Añádase a esto la insistencia de los protestantes que atacan la devoción a la Virgen como supuesta muestra de una idolatría que se empeñan en ver dentro de la piedad católica.


Primer momento: el sermón de Francisco de Bustamante[1]

La primera fuente de oposición viene de un hombre desconcertante, docto, virtuoso, superior provincial de la Orden de San Francisco y con varios otros cargos de responsabilidad: fray Francisco de Bustamante, quien llenaba los templos donde iba a predicar: también estaba al tope de ávidos oyentes suyos, la capilla de San José en el convento de San Francisco de la capital, en aquel 8 de septiembre de 1556, fiesta de la Natividad de Nuestra Señora. Entre esos oyentes se contaban el virrey, oidores de la audiencia y demás mandatarios de aquel México piadoso y pintoresco. Habló de la devoción y culto a la Virgen del Tepeyac. Nunca lo hubiera hecho ni puesto juntos tantos dislates. Fray Alonso de Montúfar, arzobispo sucesor de Zumárraga, dispuso una información oficial, con ocho testigos llamados a declarar y un noveno, Juan de Masseguer, que se presentó espontáneamente, movido por la indignación general que había suscitado el sermón de Bustamante. Entre sus disparates, decía que la Virgen de Guadalupe había sido pintada por un indio; que la adoraban como si fuera Dios; que tal devoción carecía de sólido fundamento y que se dieran cien azotes al primero que dijo que esta Virgen hacía milagros.


El efecto de estas aseveraciones fue contrario a lo que pretendía Bustamante; lejos de apagar la devoción hacia la Guadalupana, la encendió aún más, pues la reacción fue de escándalo contra el predicador y desagravio hacia la imagen tan desconcertantemente atacada. Ocho años nada más habían pasado desde que murieran Juan Diego y fray Juan de Zumárraga, de quienes todos habían escuchado la narración de los hechos históricos, tal como hoy los conocemos. Por eso Juan de Masseguer aseveraba: “Hubo gran escándalo en el auditorio y lo ha habido en la Ciudad”. Bien a bien los muchos que han tratado este tema no han logrado explicar por qué Bustamante actuó así, con un exabrupto tan imprudente y ofensivo para la general aceptación de la devoción guadalupana.


Mariano Cuevas S.J. es quien mejor ha trazado la línea psicológica por la que Bustamante llegó a este frenético ataque, "todo temblando y demudada la color. No fue obra de la cabeza, dice Cuevas, ni menos de la crítica; fue tan sólo la explosión de un corazón herido y humillado". Al llegar el nuevo arzobispo, fray Alonso de Montúfar, tomó personalmente el cuidado de la incipiente devoción guadalupana, puso de capellán de la ermita levantada por Zumárraga a un sacerdote secular, y se dio con generosidad y celo a reunir recursos para levantar un templo más digno de la petición de la Virgen, pues la anterior ermita era "muy moderadita, de adobe, sin género de cal y canto". Montúfar bendijo e inauguró su templo diez años después de este sermón, en el año de 1566 y sus medidas (10 x 6 metros y casi siete de alto) eran como tres veces mayores a la ermita que levantó Zumárraga en las prisas de 1531, dos semanas después de las apariciones.


El sermón de Bustamante ya entonces, fue la mejor ayuda que inconscientemente podía dar a la causa guadalupana. Promovió su culto, encendió mayor devoción y, en lo que a nosotros interesa, demostró que los ataques a nuestra Virgen provienen, no de la severidad crítica y acuciosa, sino de pasiones temperamentales y motivos mezquinos, que no alcanzan categoría como para ser llamados argumentos. Bustamante aceptó con humildad el fallo, se retiró a Cuernavaca, por lo que el arzobispo Montúfar sobreseyó la causa, archivó el proceso, que permaneció inédito hasta el siglo XIX. (v. Bustamante fray Francisco de)


Segundo momento: la memoria de Juan Bautista Muñoz[2]

Existe entre los eruditos, a partir de Juan B. Muñoz y de su fiel seguidor Joaquín García Icazbalceta, una especie de fruición por desmantelar todo lo que pueda apoyar el origen sobrenatural y a las mismas apariciones de María a Juan Diego en el Tepeyac. Se advierte un intenso regusto al desacreditar la tradición guadalupana. Ante el gozoso testimonio que desde Perú escribe el jesuita Juan de Alloza (1654), dicen que "aventajó en mentiras a Miguel Sánchez". También fray Luis de Cisneros, mercedario mexicano, en su Historia de la Virgen María de los Remedios, impresa en México el año de 1621, habla ciertamente de Nuestra Señora de Guadalupe, pero no como aparecida: (sino que Dios para manifestar lo grato que le es el culto de las imágenes, obra por su medio singulares favores o milagros), diciendo que es una imagen que se venera «casi» desde que se ganó la tierra. "Ese casi no puede referirse a 1531, es decir, doce años después de conquistada: tal vez se refiere a 1524, que fue el año en que llegaron los doce franciscanos a la Nueva España y, como queda dicho, pusieron una imagen en sustitución al ídolo de la madre de los dioses".


Se insiste, para desprestigiar la verdad histórica de la aparición, en que la Virgen quería el templo en el cerro, sin hacer caso de que expresamente le dice a Juan Diego: "y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que «aquí en el llano» me edifiquen un templo." Afirman pues que no respetaron la voluntad de la aparecida, y que por eso se confirma que, lejos de ser histórica su aparición, es una fábula. Hasta del preciso y precioso informe de Bernal Díaz del Castillo, que en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España dice: "... y la santa casa de Nuestra Señora de Guadalupe, que está en lo de Tepeaquilla... y miren los santos milagros que ha hecho y hace cada día, y démosle muchas gracias a Dios y a su bendita Madre nuestra Señora por ello..."


Ernesto de la Torre comenta en su libro Testimonios Históricos Guadalupanos: "Brillante oportunidad para decir algo que nos indicase la aparición, pues de las palabras citadas, en rigurosa lógica, lo único que se deduce es que la Virgen de Guadalupe hacía milagros en su santa casa… Dureza mental de tantos «eruditos», empeñados en negar que hiciera a México la singular merced de aparecerse a uno de sus más pequeños, Juan Diego y, en él, a todos los que el Evangelio alaba: «te doy gracias, padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los sencillos».


También desprecian el valioso y directo testimonio de Suárez de Peralta (1589) sobre la entrada del virrey a México: “llegó a nuestra Señora de Huadalupe, que es una imagen devotísima, que está de México como dos lehuechuelas, la cual ha hecho muchos milagros (aparecióse entre unos riscos, y a esta devoción acude toda la tierra), y de ahí entró en México, y aquel día se le hizo gran fiesta de a caballo, con libreas de seda, que fue una escaramuza de muchos de a caballo, muy costosa”. Sin argumento alguno, reparan para sacar adelante su prejuicio; “Esta aparición no es la del Ayate…, aunque fuese entre unos riscos y acuda a ella toda la tierra”.


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ENCICLOPEDIA GUADALUPANA, pp. 42-44