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El primer contacto de los jesuitas con la región del Darién y Chocó tuvo lugar en 1606 cuando los Padres Diego de Torres y Alonso de Sandoval, desde la Nueva Granada, se internaron por las tierras de Urabá, a petición de los mineros españoles que traficaban con el oro de la zona. Tras una primera acogida favorable, no fueron muchos los éxitos de la evangelización debido al temor de los indígenas a ser utilizados en el trabajo de las minas. Esta desconfianza de parte de la población indígena, sumada a la resistencia al dominio español y a los pactos con los colonos europeos que habitaban la zona, también en el futuro hicieron ardua y costosa la evangelización en el Darién, habitada en su mayoría por indígenas kunas.
Años después, los jesuitas de Panamá en sus correrías apostólicas más allá de Chepo, lograron establecer una pequeña misión, pero esta fracasó cuando uno de los misioneros fallecía enfermo camino de Panamá. También en 1654, unos jesuitas panameños, Pedro Ignacio Cáceres y Francisco de Horta, trabajaron en la región de los “noanamás” (waunan). En esa zona del norte en san Francisco de Citará (Quibdó), se logró establecer una misión que duró hasta 1689, en la que trabajaron los PP. Carvajal, Marzal y Escudero, Izquierdo y Delgado. Pero acusados falsamente de buscar riquezas por los mineros y los curas doctrineros que se oponían a la defensa que los jesuitas hacían de los indígenas, decidieron mejor emplear sus fuerzas en las misiones del Amazonas, recientemente abiertas.
Por más de treinta años, Franciscanos, Agustinos y Capuchinos lucharon con poco éxito por establecer puestos estables de misión y reducciones en las regiones del Chocó y Darién, dedicándose a la evangelización de los indígenas que poblaban mayoritariamente la zona. Pero las dificultades nacían de las continuas revueltas de la población, las que se repetirían desde 1751. A las dificultades de la evangelización se sumaba la presencia de una colonia escocesa presbiteriana en Nueva Caledonia y de un grupo disperso de forajidos franceses, dedicados al contrabando con el apoyo indígena. Los asaltos eran frecuentes en Yaviza, Caná y el Real de Santa María.
En Octubre de 1739, ante la presión militar de los españoles sobre la zona y persuadidos por Juan Sanni, los líderes kunas del Sur acordaron con el Presidente Dionisio Martínez de la Vega un acuerdo de paz, que sería aprobado por el Virrey de Nueva Granada Sebastián Eslava y refrendado por el Obispo Morcillo Rubio. La Corona española deseaba establecer en este momento un mayor control de una zona ambicionada por otras potencias europeas por sus riquezas naturales y ubicación estratégica, y para ello veía la presencia misionera como un factor integrador clave. Poco después se unió al acuerdo uno de los principales caciques del Norte, el sáhila Felipe Urinaquicha. Ambos líderes indígenas quedaron nombrados coroneles y puestos al frente de los demás líderes a quienes se les confirió el título de capitanes, todos con sus respectivos salarios.
La segunda cláusula de dicho tratado establecía que, para evitar las vejaciones de los antiguos curas doctrineros, “únicamente los Padres de la Compañía de Jesús, sujetos de conocida virtud y buenas costumbres”, podrían entrar al territorio “a predicar e instruir en los misterios de la santa fe”. Informada la Corona española, por Cédula real del 27 de Marzo de 1740, solicitó del P. Retz, General jesuita, el envío de misioneros: los de la Provincia del Nuevo Reino se ocuparían de la zona norte (hoy Chocó colombiano), mientras que los de la Provincia de Quito (a la que pertenecía el Colegio de Panamá) se harían cargo de la zona sur. En el deseo del P. Retz expresado en su carta de marzo de 1741, unos y otros, alejándose de la codicia de los mineros y colonos extranjeros, debían dedicarse al trabajo pastoral entre los indígenas buscando reducirlos a poblaciones y asegurando su catequización.
En el Darién norte, al oriente del golfo de Urabá, los jesuitas tardaron en entrar. Habían sido destinados desde Cartagena los PP. Pedro Lefevre (Fabro) y Salvador Grande. Pero las dificultades para acceder a la zona por las hostilidades de la guerra con Inglaterra postergaron la entrada. Además no existían poblados grandes en la región y el cacique principal, Santos Bullico, no contaba con el apoyo de sus colegas para recibir a los misioneros, temerosos de que se repitieran las crueldades del corregidor Bravo. Al fin, los misioneros lograron establecerse en la orilla del río Caimán en 1745. Pero la disposición de los franceses hacia los misioneros era hostil. Sin ellos era difícil acceder a la población indígena aliada con los europeos y que además desconfiaba del propósito de los misioneros de reunirlos en poblados. Por otra parte, el Protector de los Indios, Joaquín Balcárcel, en nada ayudaba al trabajo de los misioneros arguyendo que los acuerdos de paz habían sido firmados sólo por algunos caciques sin someter la decisión a la consulta de la mayoría. Mientras el P. Grande salió por el río Sinú para Cartagena en búsqueda de provisiones y con el deseo de informar al Virrey, el P. Fabro trató de entrar en contacto con la población, pero sus esfuerzos resultaba inútiles ante el recelo y desconfianza de franceses e indígenas. En informe al Virrey Eslava, le confesaba abiertamente que “por lo que toca a los habitantes de Nueva Caledonia y demás indios del lado Pacífico, tengo por imposible la reducción”. Al fin, sin esperanza de poder llevar a cabo la misión encomendada, también el P. Fabro se vio obligado a abandonar la misión a comienzos de 1749 y retirarse a Cartagena.
Por lo que toca al Darién sur, entre las dos costas del Istmo de Panamá, el propio Provincial de Quito, Carlos Brentano, antiguo misionero en el Amazonas, viajó por tierra por Barbacoas, Chocó y el Darién hasta la ciudad de Panamá, a donde llegó el 12 de febrero de 1743 con los PP. Joaquín Álvarez y Claudio Escobar, escogidos para esta misión y dispuso, de común acuerdo con la Audiencia, los preparativos para la entrada en el territorio asignado.
El P. Álvarez se estableció en Yaviza, como centro de operaciones y desde allí se desplazó a Chucunaque, residencia del cacique Juan Sanni. Las poblaciones recibieron al misionero con interés que, a pesar de las dificultades del camino, logró catequizar y bautizar algunas familias. Sin embargo el viaje no fue muy fructuoso, pues por un accidente cuando atravesaba un río, perdió un ojo y cuando al fin encontró al cacique Sanni, este se encontraba casi agonizante atacado por la epidemia de viruelas que azotaba la zona. Logró bautizarlo antes de morir y que le prometiera que su dudoso hermano Atunchile ratificase los acuerdos de paz y aceptara el bautismo, ahora con el nombre de Juan de Dios. Junto con él, su esposa y los demás caciques de la zona, el P. Álvarez viajó a Panamá en febrero de 1845 donde consiguió que todos recibieran el sacramento de la Confirmación de manos del propio Obispo, siendo padrino el mismo gobernador Alcedo y Herrera. A su regreso al Darién, el P. Álvarez consiguió bautizar algunas otras familias indígenas, pero no logró que la misión prosperara.
El P. Claudio Escobar, por su parte, se ubicó en la zona del río Tuira y se dirigió a Paya residencia del cacique Urinaquicha para establecer un poblado, pero el cacique se hallaba escondido por temor a las represalias de sus hermanos amotinados con los franceses en oposición a los pactos establecidos con el gobierno de Panamá. En Paya, como en Cupé, logró el P. Escobar formar una comunidad con los bautizados, pero la epidemia de viruelas le impidió proseguir su obra. Pronto se enfermó el P. Escobar y hubo de ser llevado a Panamá. Aunque relativamente exitosa, pronto concluía esta primera tentativa de evangelización y pacificación del territorio.
Pronto fueron destinados a suceder a sus hermanos en la zona, los PP. Ignacio M. Franciscis, natural de Palermo y Jacobo Walburguer, austríaco. El primero, desconfiado de la labor de los intérpretes asignados, se dedicó intensamente al estudio de la lengua kuna, en la que pronto pudo componer un Catecismo y una Gramática. En Paya se entrevistó con el cacique Urinaquicha y en 1746 se dirigió a la zona norte para entrevistarse con su compañero de la Provincia del Nuevo Reino, el P. Pedro Fabro con el ánimo de emprender el trabajo pastoral en la colonia francesa, pero más tarde hubo de regresar seriamente enfermo a Panamá.
Por lo que toca al P. Walburger, con la experiencia adquirida en su trabajo de años en la evangelización en territorio de los guaimíes en Chiriquí, entró en el territorio en 1745 y se concentró en crear una reducción cerca del Real de Santa María, en el pueblo de Yaviza, donde ya antes otros religiosos habían establecido un pueblo. Desde allí Walburguer visitaba los poblados de Molineca y Balsas y logró comenzar el repoblamiento de Tucutí y Cupe. Logró reunir a 200 indígenas, edificar casas y organizar las siembras. En el centro del pueblo se ubicaba una iglesia. Y el pueblo fue bendecido en mayo de 1747. Pese al primer éxito de su evangelización y al dominio de la lengua, pronto el Padre comenzó a encontrar serias dificultades promovidas sobre todo por los leres, ministros religiosos indígenas que denostaban el cristianismo y la presencia del misionero, por considerarla un obstáculo para su propia cultura. Al decir del Presidente Alcedo, con la partida de su compañero el P. Franciscis, Walburguer llegó incluso a atravesar la cordillera y se dirigió a la zona norte para predicar a los franceses e indígenas, cuya lengua aprendió del Protector Joaquín Valcárcel, llegando a componer un catecismo en su propio idioma.
El P. Walburguer en su “Breve Noticia de la Provincia del Darién”, escrita en 1748 a solicitud del Presidente Dionisio de Alcedo, presenta un largo y detallado relato cargado de pesimismo al comprobar las casi insalvables dificultades para la evangelización. En él describía la región, la ubicación de las poblaciones, la religión y costumbres de los kunas y las inmensas penalidades vividas en su trabajo misionero. El infierno, del que hablaba el misionero, era para los leres el lugar de castigo sólo para los españoles; la prohibición de la poligamia resultaba un obstáculo para las tradiciones laborales y familiares de los kunas, y la presencia de los españoles sólo buscaba asegurar mano de obra esclava para el trabajo de las minas con los españoles. Grande era la oposición de los leres a las ceremonias del misionero de las que se burlaban aplicándolas a los animales y especialmente al bautismo de adultos y niños, llegando incluso a enterrar vivos a algunos de los bautizados.
El “diablo vestido de negro”, como apodaron al Padre, resultaba una amenaza para las creencias tradicionales y sólo buscaba la extinción de este pueblo, por lo que, según el propio Walburguer, llegaron a planear secretamente su asesinato. El mensaje de estos sacerdotes tradicionales hizo su efecto en la población y el pueblo comenzó a decaer: los habitantes de los cerros se resistían a trasladase a Yaviza por considerar que eso rompía con el modo tradicional de vida e incluso algunos regresaron a sus lugares de origen. Pero además, a finales de 1747, una gran epidemia de sarampión acabó con la vida de cincuenta pobladores de la zona, lo que los enemigos de Walburguer achacaron a la presencia del misionero en la zona. El poblado quedó reducido a 25 familias y aún estas permanecían alejadas de las actividades religiosas. Enfermo y desgastado por el trabajo, el P. Walburguer murió en el Darién en 1751, sin duda abrumado por el poco éxito de una misión en la que había cifrado tantas esperanzas.
Al fin, ante la falta de apoyo de los líderes locales y del propio gobierno español a los misioneros y la resistencia a la evangelización, el Padre General de la Compañía recomendaba al Padre Provincial Ángel María Manca en diciembre de de 1871, retirar a los misioneros del Darién y enviarlos a la misión de los Guaimíes donde las esperanzas eran mayores y así los jesuitas se dirigieron a Veraguas y Chiriquí. En un detallado informe dirigido al gobierno, el P. Maroni, rector del Colegio de Panamá mostraba el parecer sin duda compartido por los misioneros del Darién: era preciso trasladar a los colonos extranjeros que habitaban el Darién a otras regiones distantes, pues entorpecían la labor evangelizadora. Por otra parte, los líderes locales buscaban más su reconocimiento ante sus iguales y la retribución que recibían de la Corona, que apoyar la labor de los misioneros. Por último, una nueva revuelta se estaba tramando entre los caciques indígenas: pocos años después los indígenas asaltaban la población de Yaviza y daban muerte a varias familias kunas que se mantenían firmes en su fe cristiana.
La misión jesuita del Darién fue a la vez breve y heroica. Las muchas dificultades de acceso a los poblados aislados en las orillas de los ríos, las continuas epidemias, las familias diseminadas, la falta de una catequización previa y, sobre todo, la desconfianza de los pobladores hacia los misioneros a quienes veían como emisarios de un gobierno que deseaba controlar el territorio y acabar con su cultura, hicieron duras y penosas las condiciones de esta misión. Los acuerdos y negociaciones establecidas entre los kunas y el gobierno de Panamá, en los que se contemplaba la evangelización dirigida por los jesuitas, habían sido, con frecuencia, sólo decisiones de un grupo de líderes indígenas que agobiados por el acoso militar español, veían en ellas únicamente la oportunidad de reorganizar las estructuras de gobierno ancestrales, pero no contaban ni con el apoyo de la mayoría de los pobladores de la zona, ni de los colonos extranjeros, lo que hacía de esta misión un proyecto casi imposible. Se hacían verdad los versos de un poema esculpido en las paredes de un fuerte militar abandonado a la entrada del Darién: “Cuando entres al Darién, encomiéndate a María; en tu mano está la entrada, en la de Dios la salida”.
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JESÚS M. SARIEGO SJ