Diferencia entre revisiones de «CARIDAD EN LA CRISTIANDAD INDIANA»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Revisión del 20:50 13 ene 2017

La Historia de la Caridad es un hecho demostrativo de la respuesta de la Iglesia a la necesidad concreta del hombre, y de la cura específica del enfermo como persona


En la España de los «Reyes Católicos»

No se puso en marcha una renovación de la vida cristiana tan fuerte, como en la España de los «Reyes Católicos» de finales del siglo XV, donde se estaba produciendo una notable reforma católica que dará también sus frutos en la historia de la evangelización de América; tal reforma se ve también en la historia de la caridad, de la santidad, así como en la creación de numerosos hospitales.

Uno de estos, que podemos considerar como ejemplar, también arquitectónicamente, es el «Hospital Tavera» de Toledo, fundado en la primera mitad del siglo XVI del homónimo cardenal toledano. En la España del tiempo nace una orden religiosa consagrada totalmente al servicio de los enfermos por obra de San Juan de Dios: los hermanos de San Juan de Dios, que desde Granada se extenderá por todo el mundo cristiano.

También Roma ve un florecimiento de la caridad hacia los enfermos de este tiempo; emergerá la experiencia carismática de san Camilo de Lellis, violento soldado mercenario, también él afectado por una enfermedad en ese tiempo incurable de origen venérea; Camilo, después de su conversión, consagra toda su vida al servicio de los enfermos, vistos como presencia de Cristo. Entorno a él nacerá una compañía de amigos consagrados a este fin.


La historia de los hospitales y de la caridad en el Nuevo Mundo

La historia de los hospitales del Nuevo Mundo coincide con la historia de su evangelización. El primer hospital del Nuevo Mundo surge en 1503 en Santo Domingo, por obra de Don Nicolás de Obando con una cincuentena de camas; en 1509, Diego Colón, hijo del descubridor y continuador suyo, da noticia de otros dos hospitales en la Isla. Hernán Cortés funda en Méjico, inmediatamente después de la conquista, y antes de edificar una iglesia, los dos hospitales de la Concepción y de San Lázaro.

“El conquistador, como buen cristiano, consideró que el mejor homenaje que podía hacer a Dios, que le había dado la victoria, era una obra de caridad. Una obra mediante la cual hallasen consuelo en sus enfermedades los desvalidos”. Esta obra hospitalaria ha continuado hasta nuestros días. Clemente VII aprobó la constitución de un patronato para su sostén con una bula fechada en el 1529.

Otro ejemplo paradigmático de esta caridad misionera, también en México y precisamente en las regiones del actual estado de Michoacán, fue la obra del gran obispo Vasco de Quiroga. A su llegada a México en el 1531 se encuentra con un mundo llagado por el dolor, la miseria y la desorganización, “cosa de no poder creer si no se ve”, como él mismo escribió. El recién llegado, que era entonces un simple laico mandado por el emperador Carlos V como Oidor (Juez) de la segunda Audiencia de México.

Reacciona frente a esta penosa situación, según el obispo de México, el franciscano Fray Juan de Zumárraga, con “un amor visceral por los indios, pero no con la pequeñez de aquel que entiende que cumple su cristianismo teniendo al día algunos momentos de caridad, sino con esa plenitud de cristiano íntegro que sabe que la caridad es la vida entera, y que por tanto vive en caridad”.

Don Vasco crea los «hospitales-pueblo», dónde recogerá huérfanos, y sobre todo gente dispersa, poblaciones de indios extraviados; donará una morada a los minusválidos y a los sin casa y patria, se ocupará de enfermos; en una palabra crea una especie de pequeñas «repúblicas-hospitales», como las llamará él mismo, con el objetivo de convertirlas en lugares de memoria cristiana y morada humana donde los dolores de todos fueran aliviados y curados y las personas encontraran un hogar.

Estos «hospitales-pueblo» han sido un verdadero ejemplo de curación de heridas profundas, también físicas y sobretodo psíquicas y morales, debidas a los traumas que siguieron a la conquista en muchas poblaciones, de desarrollo humano, de convivencia cristiana y de respuesta a los problemas de los pueblos indígenas del centro de México en momentos harto dramáticos de su historia.

Uno de los grandes misioneros y misionólogos del siglo XVI en México y Perú, el padre José de Acosta, escribe en el capítulo XII de su tratado «De procuranda indorum salute»: “nadie se ama a sí mismo como conviene, si abandona el cuidado de su salud corporal y espiritual o no persevera en ella. Lo primero que es necesario inculcar a los indios, sobre todo a los bárbaros, es que miren por su propia vida y salud y no atenten contra ella, como muchas veces hacen, por desesperación o por obstinación”, y el misionero jesuita concluye: “Hay que enseñar a los bárbaros […] a que aprendan a amarse a sí mismos, su sentido y su cuerpo, y a conservarse conforme a la naturaleza”.

Una historia de caridad heroica de dedicación al enfermo buscando su curación.

La historia de la caridad en la América española se manifiesta en la dedicación a los enfermos y a todos los necesitados por parte de los religiosos misioneros de la primera hora como los franciscanos, dominicos, agustinos, mercedarios y jesuitas, y, después de estas, por órdenes fundadas a este fin como los «Hermanos de la Caridad» (Fratres a Caritate), los «juaninos» o hermanos de San Juan de Dios (Ordo Hospitalarius Sancti Ioannis de Deo), «antonianos», «betlemitas», los hermanos de San Hipólito, más tarde los «camilos», y por parte de muchos miembros del clero secular, laicos individuales y cofradías formadas por ellos.

La historiadora mexicana, Josefina Muriel en su obra «Hospitales de la Nueva España», nos ofrece un estudio monumental de los más de trescientos hospitales creados sólo en México de los siglos XVI al XVIII; 200 solamente en el siglo XVI, muchos de ellos en lugares lejanos y en localidades apartadas. Algunos de estos hospitales llegaron a asistir a medio millar de enfermos, especialmente durante las frecuentes epidemias.

Casi siempre estos hospitales estaban regidos por cofradías o por órdenes religiosas; entre estos, uno, el de los betlemitas, que fue la primera orden religiosa fundada en el Nuevo Mundo, y precisamente en la Ciudad de Guatemala por obra del beato canario Pedro de Bethancourt en el 1660. Este santo facilitó el trabajo en los hospitales “primero a sacerdotes, después a seglares distinguidos, y luego a familias enteras, como lo fue la del Virrey Duque de Alburquerque”.

Otro exponente significativo de esta historia de la caridad hacia los que sufren y los enfermos fue Bernardino Álvarez, fundador de los Hermanos de la Caridad y de dos redes hospitalarias consagradas a la atención de los dementes. “Contando ya setenta años de edad, cansado y enfermo, seguía saliendo a las calles y con gran humildad reclamaba de la sociedad el auxilio para sus pobres. Incansable en el pedir, invencible ante las humillaciones y trabajos que esto le implicaba, mereció que se le llamara: ‘limosnero heroico’. Formaba sus compañeros y los alentaba para soportar las penalidades de los trabajos que implicaba el tratar con locos, idiotas, incurables y con enfermos de la más baja esfera social como eran los esclavos y los forzados”.

Una nota particular merecen las cofradías, congregaciones y terceras órdenes, formadas según los casos por seglares, sacerdotes, religiosos y con miembros que provenían de toda clase social y étnica: blancos, mestizos, indios, negros, mulatos, criollos… Estas cofradías tuvieron especial cuidado de los enfermos y los pobres; alimentaron su vida de piedad cristiana y su caridad en la oración. Solamente en la ciudad de Lima hacia el 1630 existieron 57 de estas cofradías. “Particularmente activas eran las de indígenas, la más antigua de las cuales fue la fundada en Santo Domingo en 1554. Como todas las similares, sus miembros daban de comer a los pobres, visitaban a los enfermos. […] De todas nos parece ser la más interesante la de la Caridad, instituida para el enterramiento de los pobres”.

Muchos, religiosos y laicos, han gastado su propia vida en el servicio de los pobres y los enfermos; entre los laicos, algunos notables: “a vía de ejemplo, entre los indios, Don Pablo, Rey de Michoacán, que muere vistiendo el hábito de la Compañía de Jesús, atendiendo a las víctimas de la peste de 1576 o Don Juan Cacique de Pátzcuaro, que vistió el sayal franciscano renunciando antes a su inmensa fortuna, que distribuyó entre los pobres”.

La historia de la caridad se convirtió a menudo no solamente en asistencia, sino también en promoción social y esfuerzo para mejorar la condición de vida y salud de la gente, todo en nombre de Cristo y por amor al hombre, su imagen: el trabajo en las «reducciones», fundaciones de ciudades, saneamiento de las tierras, obras hidráulicas y de todo género. “El misionero aparecía como la encarnación de la providencia para el indio”, comenta el conocido historiador francés Robert Ricard, refiriéndose a México.

Fray Pedro Juárez de Escobar, en su relación mandada a Felipe II de España, escribe que “los religiosos son [para los indios] sus padres y sus madres, sus abogados, sus representantes, sus defensores y sostén, sus escudos y protección, que en su lugar reciben los golpes de la desgracia; sus médicos y enfermeros, lo mismo para sus llagas y dolencias corporales, que para las faltas y pecados en que por su miseria caen; ellos recurren en sus sufrimientos y persecuciones, en sus hambres y escaseces, y en su regazo si refugian para llorar y lamentarse, como los niños en su madre”.

Los ejemplos de dedicación también coinciden a menudo con la historia de la santidad canonizada, como en el caso de san Martín de Porres, que convirtió la portería del convento de San Domingo de Lima en un verdadero hospital para los pobres. La gente lo llamaba «Martín de la caridad».

San Pedro Claver hizo lo mismo con los esclavos llevados desde África metidos en los barcos negreros que llegaban a Cartagena de Indias; él convirtió parte de la residencia de los jesuitas de aquella ciudad en un lugar de acogida y asistencia a los más enfermos y llenos de llagas; él se definía así mismo como «esclavo de los esclavos» y supo implicar en esta obra suya de caridad no sólo a sus hermanos sino también a muchas otras personas seglares de la ciudad. Lo mismo se puede decir del beato Fray Junípero Serra, apóstol de la caridad entre los indios chichimecas de la Sierra Gorda de Querétaro en el México central y evangelizador después de la California.

Santo Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima y patrono de los obispos americanos, ejercitaba su ministerio, al final del siglo XVI y primeros años del XVII, buscando a los enfermos y los que tuvieran impedimentos en sus mismas casas, especialmente en los tiempos dramáticos de las epidemias de viruela y de otras pestes, sin miedo alguno al contagio o a morir; como escribe su biógrafo Nicolás Sánchez Prieto y afirma un testigo «de vista»: “Que por estar todos los indios en sus casas caídos con la dicha enfermedad [viruela], se andaba el dicho señor arzobispo de casa en casa a confirmarlos, sufriendo el hedor pestilencial y material de la dicha enfermedad. En lo cual conoció este testigo que el amor de verdadero pastor y gran santidad de dicho señor Arzobispo lo haría sufrir y hacer lo que […] ni persona particular pudiera hacer”.

Una historia cristiana universal

He hecho una referencia específica al caso de la historia cristiana de la América Latina. Esta misma historia de caridad y cuidado exquisito de los enfermos es muy rica en otros lugares. La historia de los hospitales, por ejemplo, en la España de la época moderna es un claro ejemplo. Es conocido en el siglo XVII el caso del noble sevillano Manuel Mañara, hombre público, que consagra toda su vida al servicio de los enfermos fundando muchos hospitales y cofradías, y que una vez viudo él mismo vivirá entre los enfermos con una consagración total a su servicio.

Muchos de estos hospitales aún hoy se conservan. Buena parte de los fundadores de la época moderna, San Juan de Dios, San Camillo de Lellis, San Vicente de Paul, y hasta los grandes santos fundadores y fundadoras de los siglos XIX y XX como el mexicano San José María de Yermo y Parres, han vivido la caridad exquisita de Cristo hacia los pobres, dolientes y enfermos, con numerosas fundaciones nacidas justamente de su propio carisma, precisamente en momentos en que la sociedad secularizada o en camino hacia un neo-paganismo descuidó totalmente la necesidad global de las personas más discriminadas, necesitadas y enfermas.

La lista de los mártires de la caridad en toda la Iglesia es incalculable; esta lista en el caso específico de cada Región forma por sí misma un nutrido martirologio y generalmente acompaña la estría de la evangelización y los hechos cotidianos de cada iglesia particular.

A modo de conclusión

Hay muchas maneras de escribir la historia de la Iglesia. Una tentación podría ser aquella de quedarse en el análisis de hechos, o de ofrecer sólo consideraciones abstractas, sin tener presente todos los factores de la vida y de la historia de la Iglesia, uno de los cuales es precisamente la historia y la vida de los santos o la historia de la caridad puesta en práctica en la vida de la iglesia en relación a la cura de los enfermos.

Se puede afrontar el tema de esta relación a través de un elenco de datos, de textos de la escritura, de documentos con el fin de demostrar la existencia de un carisma de «curación» desde los Apóstoles en la vida de la iglesia. Estos datos, objetivamente compulsados, son siempre imprescindibles; pero se arriesgaría, a mi parecer, a dar una historia incompleta. El método de estudio exige una visión complexiva en el variado operar del Espíritu en la Iglesia, como ya hemos indicado en un libro nuestro.

Este método requiere una mirada de conjunto a la historia de la Iglesia en sus diversos aspectos: el aspecto de la sacramentalidad de la unción de los enfermos (sacramentos), y el sentido del mismo como se evidencia desde la Iglesia primitiva, el aspecto de la acción sanadora en práctica en la Iglesia a través de la mediación de los santos y la oración de la Iglesia, de la historia de la caridad y de la cura de los necesitados de compasión y de curación, especialmente de los enfermos.

Entre estos aspectos forma parte fundamental la mirada a los santos. Forma parte del realismo metodológico “mirar el rostro de los santos”, según la antigua indicación de la «Didajé». La historia de la santidad canonizada; la historia de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia, de ministerios al servicio de la construcción de la Iglesia misma, se estudia precisamente para individuar la presencia de carismas específicos y de modo particular del obrar del Espíritu Santo en ella. Cuanto Jesús y los Apóstoles han hecho y ordenado realizar, se verifica en la historia subsiguiente de la iglesia.

En este sentido es importante esta mirada para descubrir o verificar el tema de los carismas de curación, de los ministerios en este sentido y de su significado, el significado de la curación de los enfermos, del sacramento de la unción de los enfermos y otros aspectos conexos. La historia de la santidad canonizada, vida y milagros de los santos, tiene necesidad de ser descubierta continuamente para poder entender hasta el fondo la temática antes indicada. Sin embargo, estas riquezas no se inventan. Están constituidas de hechos y datos, y sus fuentes se encuentran en numerosos archivos y sus procesos se pueden encontrar, sobretodo, en los archivos de la Santa Sede.

Vida y milagros de los santos es historia demostrativa del Acontecimiento cristiano, y demuestra como la promesa hecha por Cristo a sus Apóstoles se cumple. En la compañía de estos santos que testimonian a Jesucristo, la secuela de Cristo es más fácil y más fascinante. No es abstracta. En los santos se evidencia la gracia y la libertad de Cristo. Los santos no pasan a la historia de la Iglesia como meteoros, sin dejar huella: no sólo testimonian a la iglesia, sino que la transforman, la ponen continuamente en movimiento, muestran la eficacia reformadora de la santidad vivida en la iglesia, son constructores de Historia de la Iglesia.

Los santos son siempre tempestivos regalos de Dios a su iglesia. En fin, a la santidad le viene reconocido un carácter providencialmente tempestivo. Las bulas de canonización subrayan que las personas que se consagran a la santidad han llegado en el “tiempo oportuno” para responder a las necesidades profundas de la Iglesia y del mundo en el cambiar de las épocas.


NOTAS


BIBLIOGRAFÍA

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FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ