CONCILIOS PROVINCIALES MEXICANOS PREPARATORIOS AL PLENARIO LATINOAMERICANO
León XIII (1878-1903), el gran Pontifice, de la Aeterm Patris (1879), de la lnmortale Dei (1885), de la Rerum Novarum (1891); veia con ojos dc pastor a todas y cada una de las naciones que componían el gran territorio latinoamericano. Se acercaba la celebración de los 400 años del llamado "Descubrimiento dc America": 400 años de la Evangelización del Nuevo Mundo; 400 años donde la Luz de Cristo iluminaba las tierras del nuevo Continente; hacia 400 años que el mensaje de Amor habia penetrado en los corazones de un pueblo compuesto de diversas etnias, lenguas, culturas, pero que los unía la voz del único Pastor. Era importante pues mirar el pasado para descubrir la manera como se habia caminado en la res¬puesta y el compromiso de una autentica fe, para que de esa manera se pudiera valorar el presente y se proyectara el futuro.
Y es al Arzobispo de Chile, Mons. Mariano Casanova, a quien le corresponde el mérito, en cierta forma, de haber sugerido, en 1888, la realización de un Conci¬lio; su idea inicial era la celebración de un Concilio para America del Sur, en el cual incluía también a México; pero la idea se extendía para toda América Latina.
Esta clase de Concilios no era algo nuevo, pues ya se habían llevado a cabo en otras regiones eclesiales del orbe, como en Irlanda, Baltimore en los Estados Unidos, y en algunas regiones de Asia; asi como las llamadas Convenciones, como la de Francia, Hungría, Alemania y Bélgica, cuyos frutos de unidad, de organiza¬cion y dc bùsqueda de las soluciones màs adecuadas a las necesidades pastorales, era algo patente.
León XIII, con una gran experiencia en este tipo de Concilios, retomó la idea de esta reunión episcopal, dando un impulso decisivo para que fuera una reunion que abarcara todos los paises latinoamericanos; de esta manera, el Sumo Pontífice se constituye en el más importante promotor del Primer Concilio Plenario de la América Latina, que se celebró en Roma en 1899; en un marco de reconstrucción y unidad episcopal, dentro de la gran panorámica de la Iglesia universal.
La propuesta de Mons. Mariano Casanova, que venía muy a propósito con el ánimo y la voluntad del Pontífice, fue analizada el 31 de enero de 1889, en la sesión 619. Casi un mes después, el 18 de marzo, el Card. Mariano Rampolla del Tindaro envió una circular a los Arzobispos de América Latina para preguntarles sobre esta iniciativa y su opinión sobre las condiciones sociales y politicas para lle¬varla a cabo. En las respuestas de los Obispos se descubre el temor al anticlerica¬lismo de los gobiernos. Por ejemplo, el viejo Arzobispo de México, Pelagio Anto¬nio Labastida y Dávalos, en 1889, manifestó que estaba de acuerdo en la celebración de un concilio, pero expresaba, junto con diez prelados más, su temor de que no fuera en un tiempo favorable para su realización, el miedo al gobierno liberal-masón, y sus reacciones, los hacian dudar de su oportunidad y eficacia.
Un poco más de cinco años duró esta primera etapa de consulta y planeación de cara al proyecto de la celebración de un Concilio Plenario de toda la América Latina. En la sesión 731, celebrada el 11 de junio de 1894, se organizaron las estrategias a seguir, entre las que destacaron: el esfuerzo precisamente de reanudar relaciones diplomáticas con las repúblicas que hubieran interrumpido sus relaciones con la Santa Sede, y el nombrar una comisión para la preparación al Concilio.
Era importante buscar soluciones ante los gobiernos que impedían una libre acción pastoral de la Iglesia Católica. Mons. Casanova insistia en la búsqueda de soluciones ante los peligros de gobiernos civiles ligados a las logias masónicas, o liberales con su actitud marcadamente anticlerical; esto se manifestaba claramente desde las legislaciones civiles hasta en la práctica de la vida cotidiana en donde se registraban injustas persecuciones contra los católicos.
El liberalismo se había esta¬blecido imponiendo la educación laica, el matrimonio civil, el control de los regis¬tros de los nacimientos y las defunciones, el control de los sacerdotes, y otra serie de golpes contra la Iglesia. El Obispo de Paraguay, Mons. Bogarin, en 1896, lanza «una pastoral contra la francmasonería, y en cartas sucesivas se refiere al protestantismo, laicismo, positivismo y modernismo. Alerta a los cristianos contra la ola de anti¬clericalismo y laicismo que venían de otras latitudes. Habla en defensa de la verdad, y condena los errores, desviaciones y doctrinas contrarias al magisterio de la Iglesia». En Centroamérica también se estaba viviendo un momento dificil; la crisis económica y la politica estaban en efervescencia. Ya en 1884, en esta región central, la fuerte oposición de los gobiernos liberales terminó por frustrar la iniciativa del Secretario de Estado, el Cardenal Jacobini, que consistia en una reunión de los Obispos cen¬troamericanos para deliberar sobre las más urgentes necesidades pastorales.
En Argentina, por ejemplo, bajo el gobierno del general Julio A. Roca (1880-1886) también «entraba a gobernar una nueva generación (...) positivista en costumbres como consecuencia de las feraces tierras de la pampa húmeda, del comercio con Europa y la valoración inmobiliaria. La influencia de la masonería, que se expresaba en el Club liberal, habia llegado a su ápice tanto entre los nativos como entre los inmigrantes extranjeros, entre los cuales arribaban los primeros socialistas». Por todo esto, los Obispos manifestaban un vivo interés para que esta reunión de pastores fuera una realidad y de esta manera se tuviera la máxima preparación para dar respuestas claras ante la difícil situación en la que se encontraban.
Ciertamente una buena preparación era indispensable, tanto en el ámbito civil como eclesial. Fueron varios años los que se emplearon para definir con más preci¬sión cómo se debia realizar el Concilio. A lo largo de estos años, se escucharon varias propuestas; por ejemplo, el Obispo de Guatemala, Ricardo Casanova, propo¬nía la realización de varios y diferentes Concilios para cada región de América; sugeria, por ejemplo, que en México, en Perú, en Argentina y en Brasil, se desa¬rrollaran Concilios plenarios; mientras que, para Guatemala fuera un Concilio pro¬vincial.
Los Obispos de Caracas y el de Mérida fueron los que sugirieron que se enviaran algunos delegados de parte de la Santa Sede para que realizaran una labor de diálogo con los diferentes gobiernos latinoamericanos, y al mismo tiempo prepararan, allanando las dificultades, para que fuera una realidad este encuentro.
Por otro lado, el Obispo de Quito sugirió que el «Esquema» de trabajo fuera elabo¬rado por algunos obispos latinoamericanos en unidad con el Papa, o con el dele¬gado que él designara. Otros obispos de Sudamérica hacian referencia a las largas distancias entre las naciones latinoamericanas, especialmente con respecto a México, lo que hacia muy difícil y penosa la reunión eclesial en tierra latinoameri¬cana. De hecho, desde 1889, la mayoria de los Obispos fueron muy favorables a la propuesta de que la sede del Concilio fuera la ciudad de Roma.
En el marco de esta profunda preparación, el Papa León XIII nombró una comisión cardenalicia integrada por Angelo di Pietro, Serafino Vannutelli y Mariano Rampolla del Tindaro; este grupo de eminentes prelados se reunió el 20 de septiembre de 1894 y propusieron una lista de candidatos para que el Papa eli¬giera consultores especiales y de esta manera se prepararan los decretos del Conci¬lio Plenario de la América Latina; cinco dias después, el Papa aprobó a once de los mejores sacerdotes para esta misión.
A finales del siglo XIX, México se encontraba en un momento de fuerte desa¬rrollo económico y progreso industriaI, de una manera casi frenética; después de haber pasado la guerra de la independencia, años de desajustes, por la búsqueda de una identidad, gobiernos que entraban y salian con su cuota de sangre, con una persecución declarada en contra de la Iglesia Católica, que se plasmó en las Leyes de Reforma, y que posteriormente fueron e!evadas al rango constitucional; una Iglesia que sufría los tremendos bandazos de quienes buscaban el poder supremo. Ahora, México iniciaba un largo periodo que se desenvolvió entorno a un personaje politico: el general Porfirio Díaz, quien gobernó de 1876 a 1911; a esta época se le ha denominado «porfirismo», tiempo en donde la conciliación, la paz y el progreso se conseguían sobre la base de una marcada injusticia social y laboral.
Para los Obispos mexicanos era un momento que encerraba un grave peligro de aislarse y estancarse ante esa politica de «conciliación»; sin lugar a dudas, era un arma de doble filo, pues podía engendrar un miedo a realizar cambios profundos por no herir esta estructura de tolerancia y verse en el riesgo de que el Gobierno aplicara con toda su fuerza las leyes anticlericales, iniciando una posible persecución sangrienta; o el riesgo de que los Obispos se conformaran con la situación y se mostraran pasivos ante injusticias claras.
Es importante destacar que esta politica de «conciliación» del Gobierno no signi¬ficaba colaboración o protección a favor de la Iglesia Católica, sino màs bien, un control de las diferentes fuerzas, un equilibrio con mano de hierro, para que el pais se mantuviera suficientemente estable y pacífico, y asi fuera campo seguro para la inversión extranjera. El general Porfirio Diaz sabía que una Iglesia perseguida le podría dar más dolores de cabeza que una Iglesia relativamente libre, tolerada, pero hábilmente controlada. Si bien el sagaz general había renunciado al más alto grado de la masonería, en 1895, para equilibrar las diferentes fuerzas que existían en la sociedad, esto no quería decir que no continuara apoyándolos; de esta manera y al mismo tiempo pudo dominar al selecto grupo de positivistas, a los liberales, a los socialistas; asi como motivar la entrada de las sectas protestantes.
Por ejemplo, mientras el generaI Díaz llevaba amistad con algunos prelados, miembros de su gobierno perseguían a sacerdotes bajo el consentimiento del dicta¬dor. Como lo experimentó el Obispo de Puebla, Francisco Melitón Vargas, quien al realizar su visita pastoral en las parroquias foráneas, se encontró con una desa¬gradable sorpresa, el gobierno le impedía cumplir fielmente con su deber pastoral, el prelado informaba las razones en su Carta Pastoral del 26 de diciembre de 1891: «la inesperada y no recelada prisión -decía el prelado- de los religiosos fran¬ciscanos de Cholula, y de los carmelitas y agustinos de la Ciudad Angélica, cautelosa¬mente concertada y hábilmente ejecutada por los agentes y autoridades del Gobierno liberal ».
Mientras esto ocurria en la ciudad de Puebla, en la capitaI el Presidente alentaba a los padres josefinos para que fueran como misioneros a la zona de los indios del Norte del país que estaban en pie de guerra contra el gobierno que les había decomisado gran parte de sus tierras para ofrecerlas a la inversión extran¬jera. Y no era secreto para nadie que Porfirio Díaz se prestaba a ser padrino de algun prelado como lo fue de Mons. Eulogio Gillow, Arzobispo de Antequera, Oaxaca, sellando su alianza personal con el obsequio de la mitra, el báculo y el anillo pastoral.
Era realmente una politica ambigua. La mayoria de los gobernadores de los Estados eran decidida y abiertamente masones, que paradójicamente mandaban a sus hijos a estudiar a las escuelas católicas. Un ejemplo mas de esto fue en 1892, cuando el padre jesuita Cappelletti escribía al padre provincial de México, José Alzola S.J, informándole de la situación de los jesuitas en la ciudad de Saltillo, en donde habían tenido algunos enfrentamientos con los masones; y aunque el Gober¬nador de aquel Estado tenía dos hijas estudiando en sus colegios jesuitas, sin embargo, dudaba de su intervención a favor de los religiosos ya que tenia un grado importante entre los masones.
Los masones no solo vivían esta ambigiiedad, sino que todavía se erigían como los inspectores de los religiosos como, por ejem¬plo, el mismo José Alzola escribía al Padre General la actitud de los masones de la ciudad de México, quienes trataban de encontrar cualquier pretexto para ir en contra de la Iglesia, y en especial en contra de la Compañía de Jesús.
El Padre Alzola , narraba así los hechos: el 9 de agosto de 1892 «arrestaron al P. Arne¬yave, por un sermon que predico el dia 4. Predico contra la impureza; y la recomendación que le hicieron, primero el alcalde y después el gobernador, fue que había escandalizado, porque se habia atrevido a proferir en el púlpito las palabras fornicación y lascivia; ya que las niñas que ignoraban lo que esto significaba, buscarian el significado en el Dic¬cionario; y ya se puede entender que pensamientos se les pondrian. Le hicieron severas advertencias y le dejaron ir». El P. Alzola interpreto el hecho, «como una demos¬tracion -decia- para contentar a los masones, que no pueden sufrir el que se predique contra los vicios ni que se oigan las confesiones. Por eso la logia se proponía, segun el último aviso, o cerrar la iglesia de los nuestros, o propalar tantas calumnias contra ellos, que les obligara a abandonar el campo ».
A pesar de todo, la Iglesia trató de adaptarse a las nuevas exigencias y circuns¬tancias históricas que se le presentaban. De hecho, el optimismo de la Iglesia de México no decayó. Tanto los prelados como la feligresía, en general, tenían gran¬des esperanzas en la labor evangelizadora que les tocaba vivir.
Para América Latina «La "mision Muzi", el colegio Pío Latinoamericano, el Concilio Plenario latinoamericano, fueron los primeros pasos importantes para establecer una comunicación regular entre la Iglesia universal y las Iglesias locales del Nuevo Mundo». Por ello se habia visto la necesidad de llegar a relaciones diplomáticas con los gobiernos latinoamericanos, por medio de algún delegado o visitador apos¬tólico, para que creara esos espacios de diálogo y se pudiera llegar a una convi¬vencia digna. El Papa León XIII, dio manos a la obra y eligió a Nicolás Averardi como Visitador Apostólico para México, el 26 de febrero de 1896, con la misión de lograr un posible dialogo con el Gobierno, asi como buscar vias de solución para algunos conflictos al interno de la Iglesia y preparar al magno encuentro conciliar por medio de la celebración de Concilios Provinciales. Oficialmente el gobierno mexicano aclaró que, de parte de él, no se pretendía llegar a ningún tipo de arre¬glo o concordato con el Vaticano, y que el trabajo que debía realizar el represen¬tante de la Santa Sede era exclusivamente en el plano eclesiástico, siendo esto posi-ble por la libertad religiosa de la cual hacia alarde. Sin embargo, y muy a su pesar, el Gobierno no pudo evitar el cariñoso recibimiento popular que se le brindó al representante de la Santa Sede en México el 22 de marzo de 1896.
El Visitador Apostólico se encontró con un país que era todo un mosaico de contrastes. Desde los primeros enfrentamientos con esta nueva realidad, Averardi manifestó su desagrado de encontrarse en México. Ya desde el inicio de su misión se sentia agobiado por el trabajo, por los conflictos que se le presentaban; incluso por la actitud de algunos eclesiásticos. A los seis meses de su llegada, en septiembre de 1896, se quejaba con el Secretario de Estado de la Santa Sede, el cardenal Rampolla: «Me permita Eminencia que yo le diga con toda sinceridad de ánimo que estoy abatido de espíritu y de cuerpo; Dios sólo sabe cuánto sufro! Con làgrimas en los ojos le suplico y exconjuro a tener compasión de mi. Me libre pronto de penas, que le juro, jamás asi de graves he sufrido en mi vida».
A pesar de todo, Nicolás Averardi trató de trabajar para lograr el éxito de su misión. En primer lugar, buscó construir puentes de diálogo con el Gobierno; que¬ríaa ganarse la confianza de Porfirio Díaz; pero, en realidad habia menospreciado la conocida fama de la habilidad politica del viejo general. El general Díaz aprovechó esta relación para recordarle al clero, que él tenia el poder para someterlo y, si fuera necesario, hasta usar la violencia. Como en el conflicto que se desarrolló entre el gobernador y el Obispo del Estado de San Luis Potosi, las palabras del viejo general fueron trasmitidas puntualmente por Averardi al Secretario de Estado del Vaticano, a quien le informaba: «El mismo Sr. Presi¬dente de la República me decia confidencialmente, no tiene mucho, que si él [el Obispo de San Luis Potosí, Mons. Ignacio Montes de Oca] continúa a meter desorden en el Estado de San Luis Potosi, excitando al clero y al pueblo al odio contra aquel Goberna¬dor y contra la autoridad civil, será obligado (sus precisas palabras) a hacerlo arrestar y ponerlo en prisión ».
Averardi siempre guardó una profunda esperanza de ganarse el favor del pre¬sidente Díaz de frente a su misión y a la Santa Sede, ya que el Dictador se encargó hábilmente de fortificar sus promesas de ayudar a la Iglesia, siempre y cuando no lo comprometieran públicamente. En este complejo mundo de intereses, es el mismo astuto general Díaz quien le advertía a Averardi de la supuesta mala disposición del ya mencionado obispo Montes de Oca para con su misión: «El mismo Sr. Presidente y su Señora, mujer piadosísima (que con vivo interés me pide siempre noticias de la preciosa salud del Santo Padre)varias veces me han señalado el espíritu de oposición de Mons. Montes de Oca a mi misión, y por consecuencia a mi persona, refiriéndome entre otras cosas una conversación en la cual osaba decir que es una ilusión del Santo Padre, de V.I. y mía, el esperar alguna cosa de este Gobierno, especialmente del Sr. Presidente, Indio falso, como él lo llama. Estaspalabras eran referidas por el Sr. Porfirio Díaz con fuerte resentimiento, y yo busqué de excusar a dicho Mons. Montes de Oca, atribuyendo todo esto a su lige¬reza de espiritu».
Averardi llegó a creer tanto en las consideraciones del viejo general, que no sólo lo consideraba como un estadista modelo, sino que además hacía responsable al clero de que se mantuvieran las leyes en contra de la Iglesia en la Constitución; asi lo expresaba, en 1896, al Secretario de Estado del Vaticano, Cardenal Rampo¬lla: «Si de algún tiempo hay paz, esto se debe a la mano férrea del actual Presidente, que ha bien conocido, que este pueblo quiere ser gobernado con la sola fuerza bruta. Diré también, que de las negativas leyes de este país, causa ha sido en parte también el clero indisciplinado, el cual ha buscado de turbar la paz pública, siendo, por índole y por educación, enemigo de la autoridad cualquiera ésta sea».
Todavía un mes más tarde, en octubre de 1896, Averardi declaraba con fuerza: «comprendo la gran necesidad de una reforma en el clero, el cual, sin exagerar, es sumamente inmoral, indisciplinado, y que quizàs y. Sin el quizás, ha también dado causa a las negativas leyes civiles, que ahora están en vigor»,
Fueron pocos años después los que se necesitarían para que el representante de la Santa Sede cambiara de opinión, pues se fue dando cuenta que Díaz solo lo habia usado para lograr sus intereses politicos; y al mismo tiempo, tuvo que admi¬tir que el clero no se encontraba tan mal como inicialmente lo habia calificado. Pero veamos la labor del Representante de la Santa Sede en la delicada tarea de preparar a los Obispos para afrontar el Concilio Plenario, motivando la realiza¬ción de los Concilios Provinciales.
Para el Visitador era esencial conocer la opinión del general Díaz sobre la conveniencia de estas reuniones; Averardi informaba al Secretario de Estado de la Santa Sede, Card. Rampolla: «témole también, que estos Sínodos preparen el camino a un Sínodo Nacional para el cual no hay, al menos por ahora, obstáculo alguno de parte del Gobierno, como he podido bien entender de algunas palabras que me han sido dirigidas del mismo Presidente de la República ». Esta idea de la celebración de un Concilio Nacional fue un proyecto inicial al observar la envergadura del compro¬miso latinoamericano, pero esto no prosperó y se vuelve al camino de la idea ori¬ginal de la celebración de un Concilio Plenario para toda la América Latina. Si bien en un primer momento, los Obispos de México no veían tan necesario una preparación especial para participar al Concilio Plenario; sin embargo, Ave¬rardi logró que se celebrara el V Concilio Provincial Mexicano, y los Primeros Concilios Provinciales de Durango, Michoacán y Guadalajara. Aqui hay que hacer notar dos puntos importantes: primero, que aunque se habia programado el Conci¬lio de Linares, al final no se llevó a cabo; y segundo, que el Arzobispo de Ante¬quera, Oaxaca, Eulogio Gillow, había realizado en 1892 su Concilio Provincial, adelantándose a todos los demás, ya que el inquieto prelado se había informado de estos proyectos conciliares, e inmediatamente puso en práctica los deseos y motiva¬ciones de la Santa Sede.
El Arzobispo de Durango, Santiago Zubiria, fue uno de los primeros en poner manos a la obra en el proyecto conciliar. La convocatoria al Concilio de Durango se publicó el 17 de mayo de 1896, indicando la apertura de los trabajos conciliares el 8 de septiembre de ese mismo año; sin embargo, fueron los obispos sufragáneos quienes le hicieron caer en la cuenta de las dificultades reales para preparar todo un Concilio; y si bien, el prelado se daba cuenta que efectivamente había actuado con demasiado entusiasmo, gracias al impulso del Visitador Apostólico, el Concilio Provincial de Durango inició sus trabajos ese 8 de septiembre, como se había pro¬gramado, concluyendo casi un mes después, el 9 de octubre.
La apertura del Concilio Provincial de Michoacán se tenía programada para el 12 de diciembre de 1896; sin embargo, tuvo que posponerse para el 10 de enero de 1897, concluyendo el 28 de marzo. El anciano y enfermo Arzobispo de Guadalajara, Pedro Loza, puso todo su esfuerzo para que se realizara el Concilio Provincial de Guadalajara, pero en reali¬dad no estaba convencido de la necesidad de la reunión conciliar. Su opinión era: «por beneficio de Dios no hay que lamentar males tan grandes que necesi¬ten en el acto el urgentísimo remedio de un Concilio Provincial»; sin embargo, el Concilio solemnemente abrió el 17 de diciembre de 1896, concluyendo el 2 de mayo de 1897.
La única región eclesiástica que no realizó su Concilio Provincial fue la de Linares. En junio de 1896, el Arzobispo de esta provincia, Jacinto López, estaba de acuerdo en realizarlo, aunque al mismo tiempo hacía notar al Visitador Apostó¬lico, las múltiples dificultades, las cuales se resumían en tres: la enfermedad del mismo Arzobispo, el gran calor que hacía en la ciudad de Monterrey, y los proble¬mas familiares del prelado. En vano se gastó tinta y tiempo, para resultar siempre con una rotunda negativa. A fines de 1897, Averardi no se daba por vencido y apelaba en todas las maneras posibles para que se desarrollaran los trabajos conci¬liares; incluso se fijó el dia 8 de diciembre de aquel año para que se realizara la apertura. Todo resultó inútil.
El V Concilio Provincial Mexicano sirvió de modelo para los demás Concilios, y fue de una gran importancia, si se toma en cuenta que en 1771 fue cuando se realizó el IV Concilio, que en realidad nunca fue aprobado por la Santa Sede y, por lo tanto, nunca se aplicó; fue entonces el III Concilio, celebrado en 1585 y aprobado hasta 1629, el que estaba en vigor.
El Arzobispo de México, Próspero María Alarcón declaraba la oportunidad de realizar este V Concilio Provincial Mexicano: «Oportunidad es, por lo tanto, en nuestros dias, y bien pudiéramos decir necesaria la celebración de un Concilio Provincial cuando se contempla con dolor el criminal abandono en que viven muchos católicos». Siendo la Arquidiócesis más importante, el Arzobispo Alarcón se esforzó para que este Concilio Provincial fuera bien realizado; formó un buen equipo, contando como teólogo consultor y secretario con el Obispo de San Luis Potosí, Ignacio Montes de Oca, y el entonces Pbro. Leopoldo Ruiz y Flores, fungiendo también como secretario.
La convocación fue el 29 de mayo de 1896, en donde anunció que la apertura sería el 23 de agosto del mismo año, asistiendo los Obispos sufragáneos: de Pue¬bla, Chilapa, Cuernavaca y Veracruz; además se conto con la asistencia de los cabildos de las catedrales y el de la Colegiata de Santa Maria de Guadalupe, los rectores de los seminarios, y los superiores de las más importantes casas religiosas.
El Concilio tocó temas muy importantes. Viendo simplemente el índice que presentó el Arzobispo, podemos darnos cuenta de los diversos tópicos: la primera parte era sobre la administración del Magisterio Eclesiástico, en la segunda, se abordaría la administración del régimen eclesiástico; en la tercera, se trataría sobre la administración de los sacramentos y los sacramentales; la cuarta, era el culto y el clero, y finalmente en la quinta se abordaría el tema de los juicios y penas eclesiásticas.
Dentro de los temas más importantes que se abordaron fue el de la educación de los laicos, y especialmente la que debía desarrollarse en los seminarios, en donde se declaraba en el número 121: «El primer cuidado de los Obispos al formar el reglamento de los Seminarios deberá ser, infundir en los alumnos el decoro, hacer que cultiven las virtudes; fomentar y robustecer el sincero amor a la piedad; pues si sus corazones no se purifican por completo de la mancha de los vicios, y no se revisten gra¬dualmente de las virtudes adquiridas, jamás serán dignos ministros de Jesucristo; porque ellos deben ser el modelo de todas las virtudes que los fieles han de imitar. Y como también tienen que enseñar a los fieles, es necesario que, a la piedad y santidad se sume la debida ciencia».
Sobre las obligaciones y potestades de los eclesiásticos y los demás clérigos, el Concilio declaraba en el numero 398, «Por ningun modo se permitirán los clérigos inmiscuirse públicamente en asuntos políticos en que, según los fines de la doctrina cató¬lica y las leyes cristianas, puede darse libertad de ideas; sobre todo, deben precaverse de atacar injusta e imprudentemente en los papeles públicos, o en diarios o periódicos, los actos de las autoridades civiles». Y en el numero 399, afirmaba: «Aunque sea deplorable la absoluta separación que en nuestro país existe entre la Iglesia y el Estado, sin embargo, los eclesiásticos se portarán respetuosamente con las autoridades civiles y, sin perjuicio de los derecbos de la verdad y de la justicia, y salvas las prescripciones de la Iglesia, les darán auxilio oportuno siempre que se los pidiesen».
En cuanto a la administración del Culto Divino y de los Sacramentos, el Con¬cilio determinaba en el capítulo II, numero 434: «Exhortamos a todos los párrocos y a todos los predicadores de la divina palabra, a que con la mayor frecuencia traigan a la memoria de los fieles la milagrosa aparición de la Santísima Virgen de Guadalupe, que por constante y antigua tradición hemos heredado de nuestros antepasados: recorda¬rán igualmente sus beneficios a favor de toda nuestra Nación y de cada uno de los fie¬les ». Y se ordenaba que su imagen estuviera en todos los templos.
El Concilio traía a la memoria que la Santa Sede había concedido que la Santísima Virgen de Guadalupe fuera declarada Patrona Principal de la Nación y de toda la Iglesia mexicana, «después de una minuciosa y prudente investigación, por el sapientísimo Pon¬tífice Benedicto XIV, de feliz memoria, quien además concedió benignamente Oficio pro¬pio y Misa con rito de primera clase y octava íntegra ».
Y en el número 439, el Concilio recordaba que fue el Papa León XIII quien, recogiendo las súplicas del Episcopado Mexicano, había concedido la solemne coronación pontificia de la ima¬gen de Nuestra Señora de Guadalupe, el mismo Sumo Pontifice, el 2 de agosto de 1894, había dirigido unas sentidas líneas a los prelados mexicanos en las que los exhortaba a seguir siendo testimonio de unidad entre ellos y el pueblo fiel, «de lo que resulta que sean más firmes los vínculos con esta Sede Apostólica. Como quiera que vosotros mismos reconocéis que la autora y mejor conservadora de esa unión, es la misma bondadosísima Madre de Dios que se venera bajo la advocación de Guadalupe, por eso, con grande caridad y por medio de nosotros, exhorta¬mos a la Nación mexicana a que conserve su devoción y su amor como la más pura de sus glorias y el manantial de los más preciosos bienes. Ante todo, la fe católica, sobre la que en verdad nada hay más excelente, pero en estos tiempos nada más combatido, tened por cierto y seguro que vivirá inquebrantable y firme en vosotros mientras dure constante la misma piedad, digna de vuestros antepasados ».
Interesante también el tema de la Penitencia, en especial la labor entre los indígenas; en el numero 606, los padres conciliares señalaban: «Tengan presente los párrocos en cuya parroquia haya indígenas que usen otra lengua que la española, que en gran manera trabajarán por la gloria de Dios así como por el propio oficio y obligación de conciencta, si se aplican a estudiar no solo las principales preguntas puestas en el idioma de los indios, relativas al valor e integridad de los Sacramentos, sino la misma lengua para para que puedan predicar a los indios y hacer las explicaciones del catecismo».
Y en este mismo tema el Concilio era claro en el numero 609: «Antes de la confesión se exigirá a los penitentes que pertenezcan a cualquier secta, la abjuración pública y privada de los errores, según las circunstancias, conforme a las reglas prescriptas por la Santa Sede y contando de antemano con las correspondientes facultades » Y en el numero 610: «En cuanto a los penitentes que por su empleo o por cualquiera otra causa hubieren prometido guardar la constitución política vigente entre nosotros o las leyes llamadas de Reforma: a su confesión debe preceder la retractación escrita o por lo menos oral que se obtendrá con prudencia y suavidad según las reglas dadas por los buenos autores».
El numero 611 dice: «Para la abjuración de la herejía, profesión de fe y retractación, se usará la fórmula establecida por la Santa Sede». Y complementa todo el numero 612: «Rigurosamenie hablando, el confesor, con prudencia, segun las disposiciones del enfermo, conforme a las reglas enseñadas por la Santa Sede y por auto¬res de nota, omitirá los actos que no son esenciales o absolutamente necesarios, ni para la reparación del escándalo, ni para dejar de pertenecer a las sociedades secretas, para no arrancarle de raíz junto con la buena voluntad la última esperanza».
Los padres conciliares advertían sobre las negativas consecuencias cuando solo se celebraba el matrimonio por la parte civil, por lo que exigían una especial aten¬ción para que también se celebrara el Sacramento delante de la Iglesia, lo expresa¬ban en varios números pero destaca el 690: «Asi pues, para evitar los peligros que fácilmente pueden sobrevenir de las actuales leyes civiles, mandamos a los Párrocos que en los sermones y en privado amonesten a los padres de la esposa, para que por ningún motivo permitan que ésta salga de la casa paterna, sin que los esposos hubieren antes cumplido con la propia conciencia por medio del matrimonio verdadero en la forma que acostumbra la Iglesia; además que no entreguen la hija al esposo antes de que sus dere¬chos civiles se hayan asegurado en presencia del juez civil».
También se abordó el tema de las sepulturas; el Concilio expresaba en el numero 717: «Por ningún motivo se bendecirán los cementerios erigidos por los munici¬pios y meramente civiles, aunque sea porque falte cementerio católico (defecto que debe urgentemente remediarse), y si han de bendecirse se usará la bendición designada en el Ritual Romano para el nuevo cementerio». Sobre el tema de los Bienes Eclesiásticos y su administración, destaca el numero 727, que dice: «Como quiera que el Romano Pontífice, a causa del sacrilego despojo principalmente de los Estados Pontificios, necesite no poco de las limosnas de los fieles para que pueda atender el régimen de la misma Iglesia, a la propagación de la fe, asi como al decoro de toda la Curia Romana, sera un deber, a la vez que santo, gratiísimo de los Obispos y clérigos ofrecer todos los años como es costumbre, un óbolo pia¬doso al Supremo Pastor de la Iglesia, ya de las propias rentas ya de las oblaciones de los fieles».
Los trabajos concluyeron el 10 de noviembre de 1896, con una solemne alocu¬ción de clausura, en donde el Metropolitano exhortaba a todos a trabajar por la unidad de los fieles con su clero y de esta manera la prosperidad del país no fuera solo en el orden material sino también en el espiritual. Es interesante el compro¬bar como los padres conciliares no se limitaron a una preparación simbólica, o a un estudio un tanto superficial de los temas; sino que analizaron con profundidad la vida eclesial en México y dieron observaciones incluso detalladas en cuanto a la disciplina y la manera de desarrollar la vida cristiana.
Si bien, aún faltaba más reflexión sobre algunos campos, como por ejemplo, el mundo de la industria, del proletariado; o también en la manera de llevar la pastoral en el mundo agrario, que por otro lado, se impulsarían más adelante por medio del mismo Concilio Plenario y del Santo Padre, creando los Círculos Agrarios y Obreros que tanto benefi¬cio darían; sin embargo, no podemos dejar de admirar la manera tan responsable de parte de los Obispos en afrontar un Concilio que, no solo les ayudó para pre¬pararse al Plenario, sino que dejaron un camino bien desarrollado para la vida de la comunidad católica de México, y sirvió de modelo para los demàs metropolita¬nos que fueron celebrando sus propios Concilios Provinciales.
Todavía manteniendo la esperanza de que se realizara el Concilio en Linares, y en plenos trabajos de los Concilios de Guadalajara y Michoacàn; el Visitador Apostólico se manifestaba satisfecho de los trabajos realizados hasta esos momen¬tos, por lo que programó una peregrinación a Roma, que coronaría estos trabajos. Los obispos mexicanos no ocultaban su deseo de que el Concilio de la Amé¬rica Latina fuera realizado en México, aunque no desconocían las dificultades que podría plantear dicha reunión, pero estaban dispuestos a enfrentarlas.
Desde 1897, Mons. Averardi había sondeado la opinión del general Diaz; el representante de la Santa Sede le escribía a Eulogio Gillow, arzobispo de Antequera, Oaxaca: «Como bien sabe (...)en una relación que hice a la Santa Sede expuse lo conveniente que seria celebrar en esta república dicho Concilio Plenario; idea que mucho le agrada al Emmo. Sr. Presidente (según me lo indicó alguna vez que le hablé de este asunto) que reportaría, asi en lo politico como en lo religioso, grandes bienes a la Iglesia Mexi¬cana». De esta manera, México se constituia en un candidato para servir de sede a la reunión latinoamericana. Pero al final, fue Roma, la Ciudad Eterna, la ele¬gida sede del gran evento.
Si bien los Obispos de México se habian reunido gracias a los Concilios Pro¬vinciales, ahora daban un segundo paso; afrontar los últimos detalles para su parti¬cipación en ese primer encuentro sin precedencia con los pastores de la América Latina. Esta experiencia estrecharia aún más los lazos de unidad y ayudaría a pro¬fundizar más su fe. El 12 de julio de 1897, el Cardenal Rampolla exponia breve y claramente los objetivos esenciales de la reunión Plenaria: «una regla comun de acción (y) una autorizada exposición de las doctrinas fundamentales de la Iglesia».
También el Arzobispo de Antequera, Oaxaca, Eulogio Gillow, tenia su opinión sobre los grandes beneficios de un encuentro de esta magnitud; en primer lugar señalaba el posible fortalecimiento del elemento católico y, en segundo lugar, la necesaria barrera a la amenaza liberal, masona y protes¬tante, uniendo más a la Iglesia de Latinoamérica con la Santa Sede.
Los obispos mexicanos en general, aceptaron casi unánimemente el Esquema, sólo el obispo de Tepic, Ignacio Díaz, hacia una importante observación para tomarse en cuenta en las reflexiones del Concilio: «que se reprima la avaricia de los ricos agricultores, la cual presente, ellos suelen ejercer un injusto monopolio en sus precios, de tal manera que los pobres campesinos solamente pueden adquirir para sí en sus Tabernas de los señores y a gran precio, incluso las cosas necesarias para la vida ». El Papa convocó solemnemente al Concilio Plenario de la América Latina el 25 de diciembre de 1898, por medio de las Cartas Apostólicas «Cum Diuturnum», y en las cuales se precisó que el Concilio se iniciaría el 28 de mayo de 1899, en el Colegio Pío Latinoamericano en Roma. Se puntualizaba que los Arzobispos tenían la obligación de asistir, y si alguno tenía un razonable impedimento, debía nombrar un sustituto, mientras que a los Obispos sufragáneos solo se recomendaba su asis¬tencia. El 26 de enero de 1899 la Santa Sede comunicó la necesidad de reunirse por Provincias eclesiásticas y examinar nuevamente el Esquema con las observacio¬nes que anteriormente se habian hecho y determinar quiénes participarían. Los Obispos mexicanos asi lo hicieron y escogieron a 13 prelados para que representa¬ran a México en el encuentro latinoamericano.
Los obispos estaban notablemente emocionados, como se manifiesta en la carta pastoral que dirigió a su feligresía el arzobispo de Durango, el 16 de abril de 1899: «No negamos los atractivos y grandes ventajas que a cada paso ofrece este viaje, principalmente para el que lo emprende porque primero comocer la mar y embarcarse para surcarla desde un continente hasta el otro, con la velocidad del vuelo del ave; arribar a las costas cultivadas de la Europa; desembarcar en magíficos puertos, conocer las capitales de las poderosas naciones; y sobre todo llegar a Roma, la ciudad santa». O como también expresaba el Obispo de Colima, Atenógenes Silva: «Por tanto, con el favor de Dios iremos a visitar la Ciudad Eterna, en la cual hasta el polvo de las calles es un tratado científico que nos da enseñanzas sobre la historia, el arte, las grandezas y el heroísmo. Vamos a esa Roma cristiana, infatigable obrera de la unidad ».
Era verdad, Roma había trabajado para fortificar esta unidad; unidad en una misma vocación al amor y a la paz, en la búsqueda del desarrollo total y dignidad del ser humano; una unidad que viene de Jesucristo como su fuente, y que se mani¬fiesta en el Vicario de Cristo. El historiador R. Bendaña, afirma: «Característica del catolicismo es su unidad, estructurada jerárquicamente, por lo que le es de vida o muerte la relación permanente con su cabeza universal, el Papa como sucesor de Pedro, y que es quien le confirma en su catolicidad y lo orienta por el camino de la fidelidad».
Ciertamente el objetivo principal del Concilio Plenario fue la búsqueda de esta unidad de todos los paises que forman el gran Continente Latinoamericano, y de ellos con el Papa. Podemos afirmar que la preparación al Concilio y la realización del mismo, aunque esto ya sale del marco del presente estudio, es unas de las páginas más interesantes en el desarrollo de la identidad de la Iglesia Católica en el Nuevo Continente. Una realidad que se vivía dentro de paises que hacían esfuerzos por encontrar ese camino de desarrollo en realidades llenas de contrastes.
No cabe duda que la preparación de los prelados de la Iglesia de América Latina tuvo sus problemas y dificultades, como las leyes de los gobiernos que les eran contrarias, la actitud de los liberales y masones; así como la negligencia de algunos prelados, la precipitación de algunas reuniones, las distancias enormes del Conti¬nente, lo difícil de las comunicaciones, el desconocimiento de las diferentes realidades históricas de cada nación latinoamericana, y hasta el naufragio del barco en donde venían algunos de los Esquemas de trabajo.
A pesar de todo, para la Iglesia de México había sido muy importante. Sus pastores se prepararon para participar a esta aventura eclesial, «precisamente, el paso más difícil estaba dado: se habian reunido. Hacia muchos años que los prelados mexicanos trabajaban sin tener una visión pastoral de conjunto. Ahora tenían la oportunidad de ver planteamientos y líneas de pas¬toral con la fuerza y la experiencia de otros paises hermanos que buscaban también la solución a tantos males que aquejaban al pueblo latinoamericano, y el impulso fuerte y decisivo de un Papa como León XIII en la madurez de su pontificado ».
Hoy pode¬mos confirmar que este Concilio fue un primer paso en la búsqueda de la unidad de todo el Continente, ya no sólo de los pueblos latinoamericanos sino de toda América, como lo expresaba el Vicario de Cristo, Juan Pablo II.
NOTAS: