DIGNIFICACIÓN DE LA MUJER
Sumario
Situación de las mujeres en la América Prehispánica
Aunque circunscrita a la sociedad azteca, quizá la mejor información sobre la situación de las mujeres en la América Prehispánica es la que nos proporciona fray Bernardino de Sahagún. El sabio fraile franciscano con la ayuda de sus discípulos indígenas en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, recopiló información suficiente sobre muchos temas, incluyendo el que nos ocupa.
Su método –por el que muchos lo consideran «padre de la etnología»- fue recabar información, investigar sobre datos confusos, clasificar e interpretar esa información, y por último asentarla por escrito, usando la lengua náhuatl para mayor precisión; la traducción sería lo último. Por lo que se refiere al tema de la mujer, ésta quedó registrada, sobre todo, en los capítulos XIII, XIV y XV del Libro Décimo de su magna obra «Historia general de las cosas de la Nueva España».[1]
El tema de la mujer no lo limita Sahagún a esos tres capítulos; también lo aborda en muchos otros relacionados con costumbres y ceremonias de la sociedad azteca, como el capítulo XVIII del Libro Sexto, en el que describe “Del lenguaje y afectos que los señores usaban hablando y doctrinando a sus hijas cuando ya habían llegado a los años de la discreción”, etc.
Ya los títulos y subtítulos del Libro Décimo de la «Historia verdadera de las cosas de la Nueva España» nos indican que la condición de las mujeres dentro de la sociedad azteca era muy diversa: “Capítulo XIII: De las mujeres nobles: mujer hidalga, señora de familia, mujer principal, hija de buen linaje (etc.) Capítulo XIV: De las condiciones y oficios de las mujeres bajas: mujer honrada, hilanderas, costureras, médicas (etc.) Capítulo XV: De muchas maneras de malas mujeres: mujeres públicas, mujer adúltera, alcahueta (etc.)”
Igualmente, en el mismo Libro Décimo, encontramos información importante sobre las relaciones por parentesco que naturalmente se van dando, lo que permite ubicar adecuadamente la posición que ocupaban las mujeres en la sociedad azteca: “las calidades y condiciones de las personas conjuntas por parentesco” (Capítulo I), y “De los grados de afinidad” (Capítulo II).
En la «Introducción al Libro Décimo», José María Garibay dice que si se le diera un nombre contemporáneo a este Libro de la obra de Sahagún, debería ser el de “Antropología de los antiguos mexicanos”,[2]comentando además que quien lee el contenido de los capítulos I al XXVI “queda impresionado…Primero, porque acumula todo género de modalidades humanas, naturales, sociales, económicas. Desde los miembros de la familia hasta los vendedores de lo mínimo. Y la segunda razón de su admiración la proporciona al lector la exposición en forma de antítesis. «El padre bueno tiene estas cualidades…pero el padre malo tiene estas otras…».[3]
Es un hecho inamovible de la naturaleza humana, el que la mujer pueda ser madre y el varón no. Por tal razón, en cualquier cultura de cualquier lugar y de cualquier época, la mujer es generalmente venerada por su fertilidad y por el cuidado que dé a sus hijos. Y el pueblo azteca no era la excepción: “La propiedad de la madre es tener hijos y darles leche; la madre virtuosa es vigilante, ligera, veladora, solícita; cría a sus hijos, tiene cuidado de ellos, tiene vigilancia en que no les falte nada (…) La madre mala es boba, necia, dormilona, perezosa, desperdiciadora, no mira por las cosas de su casa, no corrige las culpas de los de su casa…”.[4]
Esas características naturales de la mujer eran proyectadas a las numerosas «diosas» de la mitología y del politeísmo prehispánico. Por ejemplo «Chicomecóatl» diosa de lo que se come y lo que se bebe; «Cihuacóatl» diosa que daba adversidades; «Temazcalteci» abuela de los baños; «Tzapotlatena» inventora de una resina medicinal de muchos usos llamada úxitl; «Tlazolteotl», diosa de las cosas carnales, etc.[5]Otro tanto hacían las leyendas sobre las diosas, como la de «Cihuacóatl», que también recibía los nombres de «Coatlicue»y «Tonántzin».
Parecida situación era la de otros pueblos prehispánicos en otras latitudes. Por ejemplo, en la mitología quechua «Mama quilla» era la hermana y esposa del sol, y se le consideraba la diosa de la fecundidad y la maternidad; «Pacha mama», madre de la tierra y de la fertilidad de los campos; «Coco mama» diosa promiscua a quien sus amantes dividieron en dos partes, transformándose su cuerpo en la primera planta de coca; «Mama cocha», madre del mar, que representaba también todo lo femenino, etc.[6]
Pero tanto la mujer como el varón de la época prehispánica, fuera cual fuera su posición social y económica, vivían inmersos en una cosmovisión mítico-mágica, impidiéndoles alcanzar una conciencia «crítica» que les permitiera razonar acerca de lo verdadero y lo falso. Por eso en los pueblos prehispánicos encontramos poesía pero no filosofía, aunque algunos llamen filosofía a la poesía, como es el caso de la llamada «filosofía náhuatl».
“Y esto es así porque frente a lo que existe, en verdad (la conciencia) no está «frente» a él, sino, hasta cierto punto, incluido en él en estado de in-mediatez (…) la «re-presentación» presenta el hecho (la tierra como fuente de vida) transmutada en mito (la Pachamama). No se trata de una abstracción estricta, pues mientras la abstracción es la operación por la cual se prescinde de los elementos individuantes (particulares) y logra la unidad (lógica) del universal, la re-presentación mítica (relato que transmite y fija un acontecimiento) no sólo no prescinde de los elementos individuantes, sino que los incluye en una especie de re-presencia de lo singular.[7]
Esa mentalidad mítico-mágica tuvo varias consecuencias; una de ellas era la carencia de una escritura «fonética» dado que para la conciencia en estado de in-mediatez, lo re-presentado y el signo que lo representa son lo mismo.[8]
Otra consecuencia fue el «determinismo» cósmico: los astros eran «dioses» que exigían la sangre humana y controlaban absolutamente toda la vida de las personas. Por ello, de hecho, esa mentalidad anulaba la libertad de las personas, aunque estas no pertenecieran a la clase social de los esclavos. Tal situación es señalada por José Vasconcelos cuando escribió: “…ni siquiera los caciques eran prósperos y libres dentro del México precortesiano; menos aún los vilipendiadísimos habitantes”.[9]
Como en todo el paganismo, la mujer prehispánica fue considerada un objeto, ciertamente valioso, pero al fin y al cabo objeto que lo mismo se regalaba, se vendía y se compraba. Fray Juan de Zumárraga constataba que “A los principales holgazanes les hacen presente de las hijas los mismos padres.”[10]
Cuando los españoles fueron recibidos por Xicoténcatl en Tlaxcala, constataron esa práctica: “Otro día vinieron los mismos caciques viejos y trujeron cinco indias, hermosas doncellas y mozas (…) y traían para cada india otra india moza para su servicio, y todas eran hijas de caciques. Y dijo Xicotenga a Cortés: «Malinche: esta es mi hija, e no ha sido casada, que es doncella, y tómala para vos».”[11]
En las sociedades prehispánicas el número de mujeres que tenía un varón era señal de su posición social; si eran muchas es que era un cacique principal, si pocas, un macehual. Así se ve en el caso de Moctezuma: “quinientas esclavas tenía el harem real”.[12]Además de las concubinas estaban las esposas, pues por lo general las familias prehispánicas eran polígamas.
Moctezuma “tenía dos grandes cacicas por sus legítimas mujeres, que cuando usaba con ellas era tan secretamente que no lo alcanzaban a saber sino alguno de los que lo servían.”[13]Otro ejemplo es el que narra fray Toribio de Benavente «Motolinía» sobre el padre de uno de los «Niños Mártires de Tlaxcala»: “Además de aquellos cuatro señores principales, había otros muchos que tenían y tienen muchos vasallos. Uno de éstos, llamado por nombre Aexotéclatl, tenía sesenta mujeres, y de las más principales de ellas tenía cuatro hijos”.[14]
Los dos mayores obstáculos que encontraron los misioneros en su labor evangelizadora fueron: en el orden espiritual y religioso, la idolatría; y en el orden moral y social, la poligamia. Sin embargo, por medio de la predicación “comenzaron algunos a dejar la muchedumbre de mujeres que tenían y a contentarse con una sola, casándose con ella como lo manda la Iglesia.”[15]
Actitud de conquistadores y misioneros para con las mujeres
Además de las obvias diferencias que existían entre la conciencia mítico-mágica de los pueblos prehispánicos y la conciencia crítica de los europeos, herederos del pensamiento greco-romano, la actitud de los españoles venía conformada por la fe católica que les llevó a trabajar intensamente por integrar a los indígenas a la cultura occidental, y en ella a lo que consideraban lo más valioso que poseían: la fe católica. Por ello Sahagún escribe en el prólogo de su obra ya citada: “…es certísimo que estas gentes todas son nuestros hermanos, procedentes del tronco de Adán como nosotros, son nuestros prójimos, a quienes estamos obligados a amar como a nosotros mismos, quid quid sit (lo que es, es)”.[16]
Ante ese propósito y a pesar de innegables incongruencias, abusos e injusticias, en los españoles y portugueses de los siglos XVI y XVII prevalecieron las acciones para integrar a los pueblos indígenas a las respectivas coronas y al seno de la Iglesia Católica. La actual realidad de América Latina como un continente mayoritariamente mestizo y católico, es prueba de que tal propósito prevaleció sobre las miserias de los europeos. Y en ese proceso integrar y dignificar a las mujeres fue fundamental.
Aunado a la cosmovisión cristiana, los españoles de los primeros tiempos de la conquista y evangelización tenían un ejemplo de total e indiscutible aceptación y gran contundencia: a la cabeza de la Corona y de las acciones en Las Indias estaba una mujer; Isabel la Católica. Y después, durante la mayor expansión de la presencia española en América que fue en la primera mitad del siglo XVI, también fue una mujer quien dirigió el actuar en momentos y circunstancias importantes: Isabel de Portugal, esposa de Carlos I de España y V de Alemania.[17]
Otro elemento importante en la conformación de la actitud de los españoles para con las mujeres, era el arraigado concepto de «hidalguía» que se tenía en España. Un «hidalgo» (hijodalgo, en castellano antiguo) era una persona que, careciendo de un título de nobleza, seguía una conducta noble y socialmente valiosa, y la sociedad lo reconocía anteponiendo a su nombre la palabra «don». Este «título de nobleza popular» era extensivo a las mujeres, en cuyo caso se anteponía a su nombre la palabra «doña». Era elemento básico de la hidalguía de los varones el comportarse con «caballerosidad»[18]en su trato con las mujeres, al grado de no concebirse hidalguía sin caballerosidad.
Pero como ocurrió también en otros ámbitos del proceso de conquista y evangelización, si bien esa actitud de hidalguía y caballerosidad fue la que prevaleció en el trato a las mujeres, a pesar de las fuertes tradiciones y de no pocas normas y leyes, no faltaron abusos e injusticias, como desgraciadamente ocurre en toda obra realizada por seres humanos.
La mujer indígena y el mestizaje «racial»
Aún más importante que el ejemplo de las mujeres gobernantes, o el de la hidalguía española, fueron las leyes, normas, instrucciones y mandamientos que tanto la Iglesia como la Corona dieron desde un principio para la conformación de las familias. Una «Instrucción» de la Reina Isabel dada al Gobernador de «Las Indias» el 29 de marzo de 1503 decía: “Mandamos que el dicho nuestro Gobernador e las personas que por él fuesen nombrados para tener cargo de las dichas poblaciones, e ansi mismo los dichos Capellanes, procuren como los dichos indios se casen con sus mujeres en haz de la Santa Madre Iglesia; e que ansi mismo procuren que algunos christianos se casen con algunas mujeres yndias e las mujeres chistianas, con algunos indios…”.[19]
Pero esta última indicación no se cumplió, pues en sus inicios el mestizaje «racial» el varón fue siempre español y la mujer indígena, ya que las mujeres españolas solteras sólo en muy contadas ocasiones viajaban a América. Pero la instrucción de 1503 no deja lugar a dudas: sin en el menor asomo de racismo, el mestizaje «racial» fue deseado y promovido apenas cinco años después del Descubrimiento; y no de una manera irresponsable o anárquica, sino dentro de la familia, la institución básica de la sociedad cristiana.
“La posición de la mujer es inseparable del concepto de la familia, y si en la mentalidad española la familia es la institución básica por excelencia de todo orden social posible, la mujer es el cimiento insustituible de la unidad familiar (…) Sólo perdiendo el sentido de ciertas cosas se puede dejar de ver lo que para la dignificación de la mujer significaban esas provisiones. Si se las uno a la amplia legislación que ordena el regreso a España de aquellos que han dejado a su esposa en la Península, provisiones que tienden a regular la fortaleza familiar, se advertirá uno de los aspectos del tono moral que predomina en la empresa de Indias.”[20]
El mestizaje «racial» se llevó pues a cabo, inicialmente, a partir del varón español y la mujer indígena; después, cuando naturalmente surgieron criollos y mestizos, se amplió enormemente el abanico racial. Sin embargo también en un principio no fueron pocos los conquistadores que tuvieron hijos con amantes indígenas. De hecho fueron esos hijos los primeros mestizos americanos.
Sin pretender minimizar la incongruencia de los conquistadores por esas relaciones contrarias a lo que en todo tiempo señala la moral cristiana, también hay que hacer notar que la gran mayoría de los conquistadores que se unieron a una mujer indígena sin casarse “en haz de la Santa Madre Iglesia”, como señalaban los monarcas y la Iglesia, trataron a sus amantes con caballerosidad, no como esclavas o meretrices. Ejemplo de lo anterior es Hernán Cortés, quien antes de iniciar la Conquista de México ya había contraído matrimonio en 1517 en Cuba, con una mujer española: Catalina Juárez. Sin embargo, cuando tras rechazar el ataque de unos caciques en Tabasco (15 de marzo de 1519), éstos “les dieron hasta veinte mujeres de sus esclavas para que les cociesen pan, y guisaran de comer al ejército”.[21]Entre ellas estaba una joven de 17 años de edad, Malintzin Tenépatl, “una muy excelente mujer que se dijo Doña Marina, que así se llamó después de vuelta cristiana.”[22]Sobre ella Vasconcelos escribe: “Vendida como esclava por la madre y dotada de rara inteligencia, esta mujer se sintió liberada al caer en manos de los españoles y les fue de gran utilidad y una fidelidad insuperables”.[23]
Hernán Cortés se sintió atraído por doña Marina, y ella, que por primera vez no fue tratada como objeto, también se sintió atraída por Cortés; posteriormente se hicieron amantes y engendraron un hijo: Martín Cortes. Al concluir la Conquista y llegar a México la esposa de Cortés, éste hizo gestiones para que Doña Marina contrajera nupcias con uno de sus capitanes, Juan de Jaramillo. Considerando esta situación, Doña Marina dijo “que Dios la había hecho mucha merced en quitarla de adorar ídolos y ahora ser cristiana, y tener un hijo de su amo Cortés, y ser casada con un caballero como era su marido Juan Jaramillo.”[24]
La mujer indígena y el mestizaje «cultural»
Como ya hemos señalado, la realidad contemporánea del América Latina es la de ser un «Continente mestizo»; y ello no únicamente por la mezcla de razas, sino también por su cultura, la que es también mestiza. Por eso en Latinoamérica un criollo racialmente «puro» es culturalmente mestizo; y un indígena racialmente «puro», también es culturalmente mestizo. Esa es precisamente la identidad de Latinoamérica.
Al igual que en el caso del mestizaje racial, el papel de la mujer indígena en la formación de esa « cultura mestiza» fue de gran importancia y trascendencia; y no precisamente por el papel intelectual que llegaron a alcanzar algunas pocas, sino por el papel moral que casi todas tuvieron en la formación de hogares cristianos, donde los hijos recibieron la sensibilidad indígena y aprendieron a hablar y rezar en castellano. “El primer ser al que el español procura dignificar en América es a la mujer india. Cuando esa mujer es madre, se le da nombre y se forma un hogar, donde se la eleva moral y espiritualmente.”[25]
Aunque el aporte de las mujeres al mestizaje cultural fue principalmente en el ámbito de la familia, no se limitó a ella. “Dice Torquemada en su «Monarquía indiana» que en ese año (1530) fueron enviadas seis dueñas, beatas, ejercitadas en mucha virtud, ordenándose al presidente y oidores de la Real Audiencia de México que, a costa de las rentas reales, les hiciesen edificar casas acomodadas «para recoger en ellas las Niñas, hijas de los indios principales, y otras de Populares, y enseñarles juntamente con la Doctrina Christiana, los oficios mujeriles de las españolas, y manera de vivir honesta y virtuosamente».”[26]
No fueron esfuerzos aislados o circunstanciales los que se llevaron a cabo por dignificar a la mujer indígena; así lo hace ver una carta que la reina Isabel de Portugal le envía a fray Juan de Zumárraga, obispo de México, fechada en Valladolid, el 3 de septiembre de 1536: “También he holgado de lo que decís que hay grandes congregaciones de niñas y muchas hijas de caciques y principales en ocho o diez casas de trescientas y cuatrocientas en cada una, que aprenden y dicen bien la doctrina cristiana, y horas de Nuestra Señora, como monjas, y que vienen a oírlas sus padres, y que doctrinadas y enseñadas las que tienen edad las casáis con los muchachos que ansí criáis; y visto con lo que me suplicáis (…) envío a mandar al dicho Virrey que las provea de lo necesario para su vestido y en sus enfermedades, como veréis por la cédula que va en ésta.”[27]
Por implementar esa política de la Corona es que, en toda la geografía hispanoamericana, encontramos en el siglo XVI innumerables obras cuyo principal objetivo era la elevación moral, cultural y espiritual de las mujeres; y si en un principio estas fueron para indígenas, con la aparición de mestizas y criollas se crearon muchas otras dedicadas a ellas.
Por lo que se refiere al Perú, encontramos que en 1556 el virrey Antonio de Mendoza instituyó el primer establecimiento para mestizas, “colocado bajo la custodia de doña Catalina de Argüelles, viuda del licenciado Cepeda”; en Cuzco, el virrey Toledo funda un recogimiento para mestizas; en 1564, en Lima, “doña Leonor Portocarrero fundan el monasterio de la Encarnación, que atendía a mestizas huérfanas”. También en Lima las Clarisas abrieron un establecimiento para niñas indígenas. Una de esas niñas formada con las Clarisas llamada Beatriz Ñusta, contrajo matrimonio con Martín de Loyola, pariente de San Ignacio, el fundador de la Compañía de Jesús.[28]
Los frutos de las acciones de dignificación de la mujer realizadas desde los inicios del siglo XVI, se verán claramente al finalizar ese siglo y en el siguiente; sobre todo en la conformación de una sociedad estable, cuyo centro era la familia y donde la madre ocupaba el lugar que canta una copla popular de Catamarca: “Aquella casita blanca / que está en esos olivares / Vale más que el mundo entero / Porque allí vive mi Madre.”
Es cierto que la obra cultural e intelectual de Sor Juana Inés de la Cruz es, quizá, la más excepcional realizada por una mujer en la época virreinal; pero eso no significa que Sor Juana haya sido la única mujer que se dedicó a cultivar su espíritu y escribir obras.[29]Por el contrario, la excepcional vida y obra de Sor Juana demuestran esa labor de dignificación e instrucción de la mujer la cual llegó, en mayor o menor grado, a infinidad de ellas. Si esa labor no se hubiera realizado, la integración de la identidad de Hispanoamérica habría sido un total fracaso.
NOTAS
- ↑ Redactada hacia 1569 en dos columnas, una en náhuatl y otra en castellano; fue publicada en México en 1938. Utilizo la séptima edición de Editorial Porrúa, México, 1989, con numeración, anotación y apéndices de Ángel María Garibay.
- ↑ Ibídem, p. 535
- ↑ Ibídem, p. 536
- ↑ Ibídem, Libro Décimo, Capítulo I, p. 545
- ↑ Cfr. Ibídem, Libro I, capítulos VI-XII
- ↑ Cfr. HENRIQUE URBANO, “Thunupa, Taguapaca, Cachi. Introducción a un espacio simbólico andino”. Revista Andina 11, 1988.
- ↑ CATURELLI Alberto, El Nuevo Mundo. Ed. EDAMEX, México, 1991, p.136
- ↑ Cfr. CATURELLI, ob., cit., p.138 y ss.
- ↑ VASCONCELOS José, Hernán Cortés; creador de la nacionalidad. Ed. Tradición, 3 ed. México, 1975, p.56
- ↑ Citado por SIERRA D. Vicente, Así se hizo América. Ed. Cultura Hispánica, Madrid, 1950, p. 286
- ↑ DIAZ DEL CASTILLO Bernal, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Cap. LXXVII. Ed- ESPASA-CALPE, octava edición, Madrid, 1989, p.152
- ↑ VASCONCELOS, p. 81
- ↑ DIAZ DEL CASTILLO, Cap. XCI, p.152
- ↑ BENAVENTE Toribio de (MOTOLINÍA), Historia de los indios de la Nueva España. Tratado Tercero, Cap. XIV. (el manuscrito está fechado el 24 de febrero de 1541).
- ↑ BENAVENTE, Tratado Segundo, Cap. VII
- ↑ SAHAGÚN, ob., cit., p. 20
- ↑ Isabel de Portugal (Lisboa, 1503-Toledo, 1539 ), fue la única esposa de Carlos I de España, y por tanto emperatriz del Sacro Imperio Romano Germánico y reina de España. Actuó como gobernadora de los reinos españoles durante los frecuentes viajes por Europa de su marido. Entre algunas de las acciones importantes que realizó estuvo la destitución de la primera audiencia de México, y la firma de la cédula de la fundación de Puebla de los Ángeles.
- ↑ El «caballero» medieval era aquel guerrero que juraba poner su espada al servicio de la mujer, de la viuda, del huérfano y de la Iglesia.
- ↑ Citada por SIERRA, pp. 282-283
- ↑ Ibídem. SIERRA, p. 282-283
- ↑ LÓPEZ DE GÓMARA, Francisco. Historia de la Conquista de México. Pedro Robledo, México 1943, Vol. I, p.94
- ↑ DÍAZ DEL CASTILLO, cap. XXXVI, ob., cit., p. 8
- ↑ VASCONCELOS, op., cit., p. 46
- ↑ DÍAZ DEL CASTILLO, cap. XXXVII, ob., cit., p. 83-84
- ↑ SIERRA , ob., cit., p. 281
- ↑ SIERRA, ob., cit., pp. 284-285
- ↑ Citada por SIERRA, ob., cit., pp. 285-286
- ↑ Cfr. SIERRA, ob., cit., p. 288
- ↑ La biblioteca que Sor Juana tenía en su convento en la ciudad de México estaba conformada por más de 4000 libros. Obviamente no todas podían tener privilegios semejantes.