AMÉRICA LATINA; Continente de mártires II
Sumario
NUEVAS FORMAS DE PERSECUCIÓN Y DE MARTIRIO
El caso extraordinario del Arzobispo Oscar Arnulfo Romero
El catolicismo en América Latina ha vivido hasta hace pocas décadas una dramática historia martirial. Pero estos martirios han adquirido nuevas o inéditas modalidades en nuestros días. Uno de los casos más elocuentes de ello es el del arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero Galdámez, asesinado «en odio a la fe» el 24 de marzo de 1980, y el de muchos casos de sacerdotes asesinados a lo largo de los últimos años.
El caso de Mons. Romero fue examinado y aprobado por la Congregación de las Causas de los Santos en enero de 2015. Y, Mons. Romero fue asesinado mientras celebraba la Eucaristía en la capilla de un hospital. Sus asesinos quisieron eliminar un enemigo político, que nunca había dudado en denunciar los continuos crímenes perpetrados por el Estado. La Causa de canonización se abrió en 1994 y llegó a Roma en 1997.
Durante el Jubileo del 2000, San Juan Pablo II citó a Mons. Romero en el texto de la “celebración de los Nuevos Mártires”, retomando el escrito que dirigió a la Conferencia Episcopal del Salvador el mismo día del asesinato: “El servicio sacerdotal de la Iglesia de Oscar Romero lleva el sello inmolando su vida, mientras ofrecía la Víctima eucarística”.
El Papa Francisco ha citado a Mons. Romero durante una audiencia general en 2015. Ha recordado que el arzobispo de San Salvador “decía que las madres viven un «martirio materno»”. En la homilía para un sacerdote asesinado por los escuadrones de la muerte, dijo él, haciéndose eco del Concilio Vaticano II: “Todos debemos estar dispuestos a morir por nuestra fe, aunque si el Señor no nos concede este honor… Dar la vida no significa sólo ser asesinados; dar la vida, tener espíritu de martirio, es dar en el deber, en el silencio, en la oración, en el cumplimiento honesto del deber; en aquel silencio de la vida diaria; dar la vida poco a poco? Sí, como la da una madre, que sin temor, con la sencillez del martirio materno, concibe en su seno un hijo, lo da a la luz, lo amamanta, lo ayuda a crecer y lo asiste con amor. Es dar la vida. Es martirio”.
La beatificación de Mons. Oscar Romero (23 de mayo de 2015) y de otros sacerdotes asesinados en América Latina durante los últimos años, es una victoria de la Iglesia de los duros tiempos de la actual postmodernidad; una Iglesia que proféticamente se ha entregado a la defensa de la justicia hollada y de los oprimidos, como continuamente remarca el Papa Francisco. Es sintomático que la beatificación de un obispo del talante de Mons. Oscar Romero haya tenido lugar bajo el pontificado del primer papa latinoamericano.
La santidad martirial del arzobispo Romero ya había sido reconocida por los dos inmediatos predecesores del papa Francisco. San Juan Pablo II durante su visita pastoral a El Salvador en 1983, visitó la tumba del Obispo martirizado tres años antes, y tras haber puesto sus manos sobre su tumba, declaraba: “¡Romero es nuestro, Romero es de la Iglesia!”. Luego, durante el Jubileo del 2000, el papa Wojtyla quiso recordar al obispo de El Salvador, colocando su nombre, ausente en el primer texto, en el oremus final, durante la celebración de los nuevos mártires.
También durante la Conferencia de Aparecida del 2007, Benedicto XVI, afirmó con fuerza que para él Romero era como si ya fuese «beato». Más tarde, el 20 de diciembre de 2012, un par de meses antes de su renuncia, el Papa Ratzinger dispuso que se desbloquease la Causa de beatificación del Obispo Mártir y siguiese el curso normal de estos casos.
También el beato Pablo VI tuvo un papel determinante en la vida de Romero, en cuanto el mártir salvadoreño veía en él un «defensor» y un «inspirador», como recordaba el 4 de febrero del 2015 el postulador de la Causa Mons. Paglia en una conferencia de prensa en el Vaticano. Además, como recordaba el mismo Postulador, se daban dos coincidencias significativas con la promulgación del decreto de martirio.
Era el día de la memoria litúrgica de San Oscar y la casi contemporánea introducción también de la causa de beatificación del misionero jesuita Rutilio Grande, martirizado en 1977, también él en El Salvador. Como San Tomás Beckett y Estanislao de Cracovia, Oscar Arnulfo Romero, martirizado sobre el altar, observaba Mons. Paglia, citando las palabras de San Juan Pablo II: “fue asesinado precisamente en el momento más sagrado, durante el acto más alto y más divino”, mientras “ejercitaba la propia misión santificador ofreciendo la Eucaristía”.
Con Romero se quiso “herir a la Iglesia que brotaba del Concilio Vaticano II”, de manera que se puede hablar propiamente de un “mártir de la Iglesia del Vaticano II”. Escogiendo estar con los pobres, Mons. Romero demostró su propia preocupación por el «bien común» y por «el amor hacia su país», también por los ricos que lo veían como adversario. Según alguno de los biógrafos recientes del Obispo mártir (entre ellos Roberto Morozzo della Rocca), su impopularidad entre la elite de su país se debió sobre todo al hecho de que la iglesia salvadoreña había tomado parte por la clase dirigente, que veía en la elección del obispo Romero en favor de los oprimidos una especie de traición.
Sin embargo, Monseñor Romero nunca se alineó con los extremistas; todo lo contrario, tuvo muchas críticas por parte de los guerrilleros de su país, “acabando siendo machacado por la polarización entre esta componente y el poder”, según subrayaba el historiador antes citado. Romero pedía “justicia en términos espirituales y no políticos”, dice el historiador citado, y vivió sus últimos años oprimido por “cartas llenas de insultos, llamadas telefónicas amenazadoras, y avisos incluso en la televisión”, que presagiaban la inminencia de su martirio.
En realidad, a Romero le aterrorizaba la muerte: “En sus últimas semanas le asustaba cualquier rumor. Un fruto de aguacate que caía sobre el techo de su modesta casa lo sumía en el pánico. Cualquier rumor nocturno lo inducía a esconderse”, continua recordando el biógrafo citado.
Sin embargo, el arzobispo de El Salvador “no pensaba en una muerte heroica, que fuese objeto de la historia; no quería desafiar a los enemigos del pueblo a matarlo para luego mostrarse resucitado en la revolución; no concebía su martirio en «sentido» ideológico como un símbolo de una lucha a llevarse a cabo”, sino que pensaba a su muerte “según la tradición de la Iglesia para la que el mártir no es una bandera en contra de algo o alguien, no es un acto de acusación contra el perseguidor, sino que es un testigo de la fe” (Morozzo della Rocca).
En la conferencia de prensa citada, el postulador de la Causa de beatificación de Mons. Romero en El Salvador, Mons. Jesús Delgado, a quien el arzobispo romero había elegido como su secretario en 1977, indicaba también algo que nos causa todavía una mayor admiración: que Mons. Romero no era entonces tampoco amado por el clero de su país.
Contaba cómo su último día de obispo, aquel 24 de marzo de 1980, una jornada densa de citas para el obispo salvadoreño, el mismo secretario le había propuesto sustituirlo para la celebración de la Misa de las 8 de la tarde. Y que tras haberlo aceptado, el mismo obispo Romero había cambiado idea: “Mejor que no; celebraré yo la Misa; no quiero comprometer a nadie en esto”, dijo el obispo. “Podía haber sido yo asesinado en su lugar. El asesino tenía que disparar porque había sido anunciada la presencia de Romero como celebrante”, declaraba el sacerdote, antiguo secretario suyo.
El arzobispo Mártir había nacido el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios (El Salvador) y fue asesinado, por odio a la de, el 24 de marzo de 1980, en San Salvador (El Salvador). Comentaba a los periodistas Mons. Rafael Urrutia, actual Vicario para la Promoción Humana de la Archidiócesis de San Salvador, que trabajó como canciller al lado de Mons. Romero en el último año de su vida, y que se ha encargado de recoger la documentación necesaria para iniciar la causa, que “su beatificación es una victoria de la fe, una victoria de la palabra predicada” del Arzobispo mártir.
Un mes antes de morir asesinado, Mons. Romero dijo unas palabras que se puede decir son como el resumen el sentido de su martirio: “Pongo bajo la providencia amorosa del Corazón de Jesús toda mi vida y acepto con fe en Él mi muerte, por difícil que sea. Ni quiero darle una intención como lo quisiera por la paz de mi país y por el florecimiento de nuestra Iglesia... porque el corazón de Cristo sabrá darle el destino que quiera. Me basta, para estar feliz y confiado, saber con seguridad que en Él está mi vida y mi muerte. Y a pesar de mis pecados, en Él he puesto mi confianza y no quedaré confundido y otros proseguirán con más sabiduría y santidad los trabajos de la Iglesia y de la Patria”.
Los sacerdotes mártires del Perú
Los recientes martirios de sacerdotes en América Latina, han sido resultado de ideologías e intereses a veces opuestos. Así, en el mismo día en que se reconocía el martirio de Mons. Romero, eran declarados también mártires tres misioneros “porque eran cercanos a los más pobres”. Son los religiosos franciscanos conventuales polacos Michal Tomaszek, Zbigniew Strazalkowski y el sacerdote italiano Alessandro Dordi. El papa Francisco los beatificó el 5 de diciembre del 2015.
Murieron en Perú, en la diócesis de Chimbote, a la que pertenecen las parroquias donde fueron asesinados a manos de terroristas de la guerrilla marxista-maoista Sendero Luminoso, «por odio a la fe», el 9 y el 25 de agosto de 1991 en Pariacoto y en Rinconada; fueron asesinados tras la celebración de la Eucaristía. Sobre los cuerpos de los dos franciscanos los asesinos dejaron un cartel con este escrito: “Así mueren los lacayos del imperialismo”.
Al sacerdote Alejandro Dordi lo mataron con dos tiros de pistola cuando se preparaba para celebrar la santa Misa entre un grupo de campesinos. Se encontraba en Perú como misionero desde hacía 11 años; antes había dedicado su vida sacerdotal a los emigrados italianos en Europa, sin mezclarse nunca en cuestiones políticas. Sendero Luminoso lo mató porque lo consideraban una barrera a la implementación de su plan marxista-maoísta.
Los tres mártires promovían a las poblaciones del lugar con su actividad pastoral, educativa y caritativa. Sendero Luminoso lo consideraba una acción «contrarrevolucionaria»; como una injerencia de la Iglesia que impedía llevar a cabo la revolución maoísta en Perú. Se calcula que Sendero Luminoso haya causado unos 70 mil muertos entre la población civil peruana, y entre cuanto
BIBLIOGRAFÍA
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FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ