CONCILIO MEXICANO TERCERO; Intervención jesuítica
Introducción Don Pedro Moya de Contreras fue el primer arzobispo secular de México. Sin duda alguna, la convocación y dirección del Tercer Concilio Mexicano fue su obra más destacada. Moya abrió el concilio en enero de 1585 y lo cerró en octubre del mismo año. Asistieron los obispos sufragáneos de Tlaxcala, Don Diego Romano; de Oaxaca, fray Bartolomé de Ledesma; de Michoacán, fray Juan de Medina Rincón; de Nueva Galicia, fray Domingo de Alzola; de Guatemala, fray Fernando Gómez de Córdoba; y de Yucatán, fray Gregorio Montalvo. El obispo de Chiapas, fray Pedro de Feria, sufrió un accidente camino del concilio y no pudo asistir; el de Verapaz, Antonio de Hervías, se encontraba en la Península. Hay que resaltar los numerosos memoriales que diversos personajes —obispos, catedráticos de Universidad, misioneros, cabildo eclesiástico y municipal, particulares— enviaron a la asamblea, planteando muy diversas cuestiones.
Durante diez meses los padres conciliares diseñaron un programa pastoral que incorporaba el concilio de Trento a la realidad mexicana. Fue decisiva la participación de los jesuitas en el concilio, representados por los Padres Juan de la Plaza, Pedro de Hortigosa, y Pedro de Morales. Personaje clave del concilio fue su secretario, el doctor Juan de Salcedo (1545-1626), catedrático de Derecho Canónico en la Universidad mexicana; fue el principal redactor/compilador de los decretos.
Entre las cuestiones debatidas, ocuparon un lugar principal las doctrinas de indios encomendadas a religiosos, la guerra chichimeca y los repartimientos indígenas. Además de los decretos, el concilio elaboró un catecismo, un ritual y un «Directorio para confesores y penitentes». Los obispos enviaron también una extensa carta a Felipe II, en la que hacían hincapié en la necesidad de cortar con los abusos a los naturales.
Dos palabras sobre la metodología de compilación de los decretos, pues nos servirá más adelante. Juan de Salcedo y otros redactores/compiladores partieron de las constituciones del I y II Concilios Provinciales Mexicanos, como eje de los trabajos. A esas constituciones añadían multitud de comentarios canónico-pastorales, tomando pie además de otros concilios o de fuentes internas del concilio: memoriales y otros escritos. Pues bien, sólo sobre el I Mexicano se realizaron tres revisiones, siendo la última de tipo más solemne, intitulada: “Vistas las constituciones sinodales deste Arzobispado de México hechas en el concilio provincial primero que en esta ciudad celebró el Illmo. Don fray Alonso de Montúfar el año de mill e quinientos y cincuenta y cinco años, sobre ellas se decreta, provee y manda lo siguiente” . Sin embargo, esta solemne declaración es, quizá, el final de un proceso compilatorio, pero no significa en ningún modo que los decretos finales coincidirían con lo decidido en esta instancia, como se verá.
El concilio fue aprobado por el papa Sixto V, mediante la bula «Romanum Pontificem» de 28 de octubre de 1589. Felipe II retrasó su aprobación hasta 1591. Y sólo en 1622 el arzobispo de México Juan Pérez de la Serna consiguió que se publicaran los decretos. Sin embargo, su legislación perduró en Filipinas, Centroamérica y gran parte de México hasta finales del siglo XIX. De toda la riquísima temática conciliar, nos vamos a centrar exclusivamente en la participación de los jesuitas Pedro de Hortigosa y Juan de la Plaza. Antes hemos de trazar un breve esbozo biográfico, para detenernos a continuación en sus obras y participación en el Tercer Mexicano.
Pedro de Hortigosa, S. J. (1546-1626).
Nació en Ocaña (Toledo). Doctor en Artes por la Universidad Complutense antes de entrar en la Compañía de Jesús. Después del noviciado, estudió teología en Alcalá. Tras la ordenación sacerdotal sucedió en la cátedra a su maestro, el gran teólogo moralista Juan Azor. En 1576 llegó a Nueva España en la tercera expedición jesuítica. Un año después se convirtió en el primer lector jesuita del Colegio mexicano de San Pedro y San Pablo, del que llegó a ser rector. En 1582 la Pontificia Universidad de México le confirió el título de doctor.
El arzobispo Pedro Moya de Contreras le tomó como su maestro privado de teología desde 1584, y le encargó que diera clases de teología al clero secular. Además de sus diversas actividades académicas, desarrolló trabajos pastorales también con indígenas, cuya lengua náhuatl llegó a conocer. Tras la clausura del Tercer Mexicano, la II Congregación Provincial de la Compañía en Nueva España le nombró su procurador (1586).
Junto con el arzobispo Moya partió para España en 1586. Regresó en 1588 con un grupo de jesuitas, y reanudó sus clases en la Universidad. Colaboró con el tribunal de la Inquisición. Frecuentó la amistad del famoso eremita afincado en Nueva España Gregorio López. Murió en México en 1626.
Las obras mayores de Hortigosa son las siguientes: «Comentarii in IIª 2e d. Thomae de Fide, Spe et Charitatae» (1590), «De sacramento penitentiae» (1603), «De Angelis» (1606), «De sacra theologia» (1610), «comentario a Summa theologiae, I, q. 3, a. 4». Por lo que respecta a la moral se conserva una «Resoluçión de algunas dudas», referidas al sacramento de la penitencia.
Pasando a su participación en el Concilio, su papel fue tan importante que alguno le ha apostrofado “alma del Tercer Concilio Mexicano”; afirmación que, quizás algo exagerada, refleja en parte la realidad. No recibió oficialmente ningún nombramiento para participar en la asamblea: no era consultor, y no tenía derecho a participar en las reuniones de obispos y consultores. Sin embargo, la gran estima de Pedro Moya de Contreras, y su gran valía teológica, hizo de él una pieza clave en el desarrollo del concilio. Sus actuaciones en él fueron las siguientes.
– Dos memoriales, firmados con el P. Antonio Rubio, sobre repartimientos y obrajes: «Parecer de los PP. Antonio Rubio y Pedro de Hortigosa, S.J., acerca de repartimientos de los indios», y unos «Puntos consultados a los PP. Antonio Rubio y Pedro de Hortigosa, S.J., acerca de los obrajes y su parecer acerca de ellos». Se trata de los “memoriales desaparecidos de la Compañía”, llamados así por Llaguno al no encontrarse entre la documentación de la Bancroft Library de Berkeley.
Hortigosa encabeza además las firmas de cinco jesuitas del «Parecer de los PP. de la Compañía de Jesús sobre la guerra chichimeca». En este muy breve documento se decantan, como otros, por la solución pacífica del conflicto.
– El llamado «Papel de Hortigosa». El 14 de marzo de 1585 el arzobispo Moya presentó a los conciliares unos “quadernos a la sala para veer de ellos lo que se puede tomar para este arzobispado y provincia”. En principio, aquellos cuadernos eran del arzobispo, aunque Salcedo no tenía muchas dudas de que su autor era el teólogo personal de Moya. De hecho, cuando Salcedo recorre los capítulos del I Concilio Mexicano (1585) para formar los decretos, se refiere al “papel que vuestra señoría ilustrísima, que llamo yo de Hortigosa...”, “el papel de Hortigosa”, “el papel”, “el Papel de V. Sría Ilma.”, refiriéndose siempre al mismo documento.
Se trata de un tratado latino, dividido en dos partes. La primera se ocupa de la regulación de la vida de los canónicos y prebendados de las diócesis. La segunda, más extensa, se ocupa de los siete sacramentos. Cada una de las dos secciones está dividida en títulos y capítulos. El enfoque es plenamente canónico-pastoral, como convenía a las necesidades del concilio.
El texto no tiene el tono de una propuesta personal, salvo algunas excepciones, donde se expresan dudas sobe cómo acometer un argumento; se presenta en general como una legislación ya terminada y completa en sí misma, lista para ser directamente aprobada por los padres conciliares, con expresiones del tipo: “Así pues conviene que vosotros sacerdotes os purifiquéis, puesto que lleváis los cálices del Señor...” ; “Para que en adelante no se cometa el mismo error por ignorancia, manda el santo sínodo que...” ; “Considera este santo sínodo, y así manda que se guarde...”.
Se trata de un cuerpo legal amoldado a las características de la provincia eclesiástica mexicana. El concilio, en la persona de Juan de Salcedo, tomó muy en serio este «papel», y aparece citado con frecuencia en las revisiones de los decretos del I Concilio Mexicano. Las referencias apuntan a los sacramentos del bautismo, matrimonio y orden. Para estudiar el influjo de este importante documento, tendremos en cuenta tanto su contenido como la ocasión en la que viene citado en las diversas fases de revisión del I Concilio de México, y sus desarrollos textuales posteriores: la versión castellana final de los decretos del concilio, y la de la primera edición de 1622.
Comentando el capítulo 38 del I Concilio Mexicano (“Que no se hagan Matrimonios clandestinos, y la pena, en que incurren los contrayentes, y los testigos”), escribe Juan de Salcedo dos referencias al escrito de Hortigosa. Veamos la primera: “Quién es el propio párroco, el dél o della, no lo quiso declarar el provincial de Quiroga actione 3ª c. 48, y véase el Papel de V. Sría Ilma. «De Sacramentom matrimonii,» c. 3º”.
El capítulo 38 del I Mexicano trata, entre otras cosas, de las proclamas previas al matrimonio, pero no hay mención a quien debe asistir el matrimonio, si el párroco del novio o de la novia. El texto del «Papel» del teólogo jesuita afirma:
“…casarlos corresponderá al párroco de la esposa, como parece más razonable por atención a la honra de la mujer; o bien a aquel párroco donde los contrayentes deben habitar. El concilio determine cuál de los dos curas será más conveniente que les case,… [Y añade]: “…y si se podrán hacer las denunciaciones el día que va el ministro a visitar, aunque no sea fiesta, porque parece que sí, porque entonces se junta el pueblo, y así se consigue el fin que se pretende de que venga a noticia de todos, y se manifieste si hay impedimento alguno, demás que esto está en uso.”
Es decir, que a la cuestión de la preferencia del párroco de la mujer, Hortigosa añade otra medida; amparándose en su experiencia pastoral, propone hacer coincidir las amonestaciones con las visitas del ministro a las comunidades indígenas, aunque no fueran domingos o fiestas de precepto. Y anota que se trata de una praxis vigente.
Más adelante, en una ulterior revisión del capítulo 38 del citado I Concilio Provincial Mexicano se confirma lo decidido anteriormente: “…siendo los contrayentes de distintas parroquias, se entienda ser el propio párroco, para poderlos casar, el párroco della, conforme al Papel de su señoría ilustrísima, trasladarlo, y que las amonestaciones en pueblos de yndios, las pueda hazer el párroco, aunque no sea fiesta, siendo día en que concurre el pueblo yendo visitando”. .
Es un tono imperativo que obliga a incluir estas observaciones en el decreto final del Tercer Mexicano. De nuevo otra revisión posterior para decretar sobre las sinodales de 1555 se dice: “Capítulo 38, 2º. Que se advierta quién será el propio párroco, el de la muger o el del marido […] 7º Y si las vanas [amonestaciones?] se podrán hazer fuera de fiesta, en días que se juntan” , señal de que las dos cuestiones seguían muy vivas en los compiladores del concilio.
Finalmente, llegaron las decisiones finales sobre los decretos qua había que dar siguiendo el orden de las sinodales del I Concilio Mexicano y, en lo referente a nuestro tema se decide: “Ytem, que siendo los contrayentes de diversas parroquias, se declara el propio párroco para poderlos casar, ser el párroco de la muger. Ytem que las amonestaciones en pueblos de yndios las pueda hazer el párroco, aunque no sean días de fiesta, como sean en días que el pueblo concurre, yendo el ministro visitando” . Las propuestas de Hortigosa habían sido oficialmente aceptadas.
Sin embargo, si observamos la versión castellana oficial de los decretos (que hemos llamado MM 267) sólo encontramos recogidas una de las dos propuestas del teólogo jesuita: la de considerar los días de reunión de las comunidades indígenas como aptos para las amonestaciones, aunque no fueran festividades:
“… Y declara [el concilio] que en los pueblos de los yndios quando el ministro ba visitando bastara azerse estas amonestaciones en tres días, aunque no sean de fiesta, como se hagan en los tiempos que el pueblo concurre en la iglesia, porque de otra suerte no se podrían hazer los matrimonios de los yndios sin mucho estorvo de la doctrina” .
En la edición príncipe de 1622 esta parte de la sinodal se expresa como sigue: “declarat autem hæc Synodus, in Indorum oppidis satis esse, si quando minister visitaverit, tres huiusmodi denuntiationes ab eo fiant, tribus diebus etiam non festivis, dummodo eo tempore Populus in Ecclesiam conveniat. Aliter enim Matrimonia Indorum celebrari non possunt, sine magno impedimento Doctrinæ Christianæ, qua Indi sunt erudiendi”.
Encontramos recogido en parte el «Papel de Hortigosa» en un aspecto esencial, que es la posibilidad de que el ministro pueda legítimamente hacer las amonestaciones matrimoniales en pueblos de indios sin ser días de fiesta. Pero el decreto final, tanto la versión provisional de 1585 como la edición oficial de 1622 añaden nuevos particulares: se habla de tres denunciaciones o amonestaciones; y se señala que no basta la reunión del pueblo en general: esta ha de tener lugar en la iglesia. Se entiende que esa presencia en la iglesia es esencial para la catequesis de los indios, toda vez que se trata de un caso de no residencia permanente del sacerdote.
Respecto a la otra cuestión que hemos visto: la propuesta de que el sacerdote celebrante sea el párroco de la mujer. A pesar de que reiteradamente las revisiones de los compiladores del concilio eran favorables a esta distinción, en el libro IV sobre el matrimonio del Tercer Concilio de México no hay ninguna referencia a esta materia. Es decir, que los revisores del concilio, muy favorables a las propuestas de Hortigosa, no obtuvieron la sanción final en el decreto definitivo. Quizás las últimas votaciones de obispos y consultores decidieron matizar y completar esas propuestas, por otro lado algo normal en el método compilatorio que regía la elaboración de los decretos.
Veamos ahora el influjo del «papel» en otra de las anotaciones del secretario del Concilio al capítulo 38 del I Concilio provincial . Se trata de una cuestión de justicia social, que el Papel de Hortigosa acomete con carga profética: Tit. 7: Del sacramento del matrimonio. Cap. 8: De la libertad de los indios y esclavos en contraer matrimonio. “En estos tan deplorabilísimos tiempos ha crecido tanto la ambición, que los hombres llegan a pretender con execrable avaricia, que les sea lícito impedir a los indios que tienen a su servicio doméstico, el contraer matrimonio con libertad (por no decir sin ella), para que de esa manera tenerlos en su casa casi a perpetuidad, de la cual opresión vemos cuántos daños han venido, máxime para algunas mujeres domésticas que sus amas retienen con tan excesiva opresión y rigor, que quedan completamente excluidas y expulsadas de contraer matrimonio. Este mal, ciertamente, no se ocultó al concilio ecuménico de Trento, cuando en otro título, a saber, el de los señores temporales y magistrados, a quienes las pasiones y afectos terrenos les ciegan los ojos de la mente, al grado de obligar a las mujeres y aun a los hombres indios a casarse, a tales violadores de la libertad del matrimonio les declara reos de anatema. Y como no sea menor la culpa el prohibir que el obligar a otros que se casen, se vio la conveniencia de actuar contra tales insolentes violadores de la libertad del matrimonio, este santo concilio mexicano, previa triple amonestación, los declara excomulgados, a menos que se arrepintieren y cesaren en tales presiones. Y así, los indios de esta provincia, tanto varones como mujeres, tengan libertad de contraer matrimonio cuando quisieren y con quien quisieren, sin que hayan de esperar o requerir el asentimiento de sus amos y amas, o encomenderos, sino que les sea libre contraer o no contraer, quitada toda violencia, la cual este santo concilio, en cuanto sea posible, desea extirpar. Y el mismo juicio exactamente se ha de tener acerca de los siervos o esclavos negros” .
Se trata de defender el derecho natural a contraer libremente el matrimonio, precisamente en las categorías débiles de la sociedad mexicana: indígenas, esclavos indios y negros. El secretario del concilio se serviría de este «capítulo» para la elaboración de un nuevo decreto. Al comentar la constitución 38 del I Mexicano, sobre matrimonios clandestinos y grados prohibidos, anota: “Ytem, que ninguno haga fuerça a otro para que se case o no se case. Se ponga a la letra el Papel [al margen: tresladar lo del Papel] «de sacramento matrimonii», c. 8º, así en yndios como negros, como allí lo dize, haziendo mención de caçiques y principales, conforme al párrafo del capítulo 72 destas constituciones de 1555, que aquí a de hir incluso” .
Salcedo, al comentar la constitución 38 (que no hacía referencia a la libertad del matrimonio), opta por crear un decreto exclusivo sobre la cuestión, pues la considera importante. Lo que hace es tomar completo el capítulo 8 del título sobre el sacramento del matrimonio del «Papel de Hortigosa», y le añade también la segunda parte de la constitución 72 del I Mexicano, que sí se ocupaba de esa materia.
En una ulterior reordenación del material, el compilador, sobre este punto del capítulo 38 del I Mexicano escribe: “4º. Que se advierta si será bien proveer en lo que toca las fuerzas y ventas que hazen los caciques de sus súbditos en los matrimonios”. Aquí ya se consideran a los jefes indígenas como los únicos poderosos que impiden la libertad matrimonial de sus súbditos. Como ya hemos señalado antes, hay una última y definitiva revisión del los decretos, más solemne y, aparentemente, casi indicadora de la versión final. Acerca de nuestro tema señala:
“Ytem que ninguno haga fuerça a otro para que se case o no se case, y para esto se propone este decreto: «Hac deploratissima tempestate…iudicium habeatur» Y se haga expresa prohibición en este decreto de los maçehuales y caciques, conforme al capítulo 72 destas sinodales [de 1555], que aquí a de hir incluso con la pena que pone, demás de la del derecho y sancto concilio tridentino”. Además, se amplía mucho la temática de los matrimonios entre negros con la prohibición de vender negros, donde se impida perpetua o por mucho tiempo la vida matrimonial. No hay discontinuidad con el primer comentario de Salcedo a la constitución 38 del I Mexicano. El resultado puede contemplarse en la versión castellana final del concilio, Libro IV, tít. 1, § 8: “Queriendo el santo Conçilio Tridentino que se conserbe la libertad que rrequiere el contrato del matrimonio, manda so pena de excomunión ipso facto, que no se haga biolençia a persona alguna para que se case contra su boluntad, conforme a lo qual, por aber en estas partes muchas personas que por sus yntereses propios, para serbirse de los yndios o esclabas les hazen ffuerça en sus matrimonios, se hordena y manda que ningún español haga ffuerça a yndio o esclavo para que se casen, ni por biolençia le ynpida casarse con quien quisiere, so pena de excomunión late sentençiae, y lo mismo manda a los casiques de los yndios, so pena de treynta días de carçel, y que serán castigados con gran rigor”.
Al final, el largo y profético decreto de Hortigosa (donde el hombre y la mujer se ponían en pie de igualdad, al revés de la constitución 72 del I Mexicano) queda muy reducido. Se omite su larga arenga. La redacción final sigue muy de cerca el decreto de reforma de Trento, al que se le añaden las peculiaridades mexicanas. Se incluye la referencia a los caciques de la constitución 72, incluso con la misma pena de treinta días de cárcel.
El decreto endurece la pena de excomunión: ya no es «previa triple amonestación», sino «late sentençia», adecuándose al concilio de Trento. Se da un fenómeno similar al caso precedente: durante las sucesivas revisiones se recoge integralmente el «Papel Hortigosa» y al final, en los decretos oficiales, se matiza mucho su propuesta, con gran elasticidad.
– «La traducción al latín de los decretos del concilio y la elaboración de los decretos». A nuestro juicio, se trata de la más importante aportación de Hortigosa a los decretos conciliares. Las fuentes y los estudios no siempre son claros al respecto. No es posible, en nuestra opinión separar tajantemente el trabajo en la redacción de los decretos y la traducción latina. Intentemos ahora repasar el problema y proponer una solución. Podemos iniciar con una frase de Juan de Salcedo, dirigida a Juan de la Plaza; se sitúa al final de un largo escrito sobre el modo de incorporar los memoriales de Plaza al concilio. Así dice el secretario:
“Conforme a esto, vuestra paternidad con vuestro padre rector ordenen y compongan, no mudando los dos pesos del juego , pues con las modificaciones y penas que agora se decreta, está bien proveydo. Oy viernes 19 de julio 1585”.
La identificación de este «rector» con Pedro de Hortigosa es automática, pues en 1585 era el rector de la provincia jesuita mexicana. Pero si atendemos el tenor literal de la frase de Salcedo antes citada, lo que se nos dice es que Plaza y Hortigosa podían trabajar con total libertad («ordenen y compongan») sólo en lo referente a la incorporación de los memoriales de Plaza en los decretos, que no era poco.
Pero no se entiende –el escrito de Salcedo es oficial, y muy preciso– que podían componer «todos» los decretos del concilio. Era, sin duda ninguna, una grandísima prueba de confianza en los dos jesuitas; una responsabilidad, que no se concedía a otros: los demás memoriales eran presentados, estudiados, pero no volvían al autor para que preparara su inclusión en el concilio. Pero insistimos: de este texto no se puede inferir que Plaza y Hortigosa se ocupaban de redactar la generalidad de los decretos del concilio. Un nuevo e interesante elemento lo tenemos en la carta anua de la provincia jesuita de la Nueva España, fechada el 31 de enero de 1586. Era la primera anua que se mandaba a Roma tras la terminación del concilio, y dedica un número completo a la cuestión: “Mostraron mucho todos ellos [los prelados del concilio] la estima que tienen de la Compañía, en servirse della, más particularmente, en todo lo que se les ofresció, para el buen despacho del consilio. Para el cual elegieron, por consultores, dos padres de los nuestros. Y cometieron a la Compañía el hazer el catechismo, para spañoles y yndios; y una directión de confessores, que ordenó el consilio que se hiziese. Y tanbién quisieron que uno de los nuestros pusiese en orden y stylo, todo lo que en el concilio se avía determinado; quedando muy agradescidos del trabajo que en ello se puso, y desseosos de tener, cada uno [de los obispos] Padres de la Compañía que les ayudasen”.
Dejando de lado el lógico tono laudatorio de estas cartas, el contenido citado es muy preciso. La frase “Y tanbién quisieron que uno de los nuestros pusiese en orden y stylo, todo lo que en el concilio se avía determinado”, respecto a la redacción de los decretos, sí es omniabarcante: uno de los padres que participó en el concilio –y sabemos que fueron tres: Pedro de Hortigosa, Juan de la Plaza y Pedro de Morales– compiló los decretos. ¿Se trata de la mano que escribió la versión castellana final (MM 267)?
Deliberadamente queremos dejar la cuestión aún en suspenso, para ocuparnos ahora de la traducción latina de los decretos. Hay muchos autores que afirman que el teólogo Hortigosa tradujo los decretos castellanos (MM 267) al latín, para enviarlos a Roma. Por ejemplo, el citado Eguiara y Eguren, admirador de Juan de Salcedo, afirma: “[El concilio] había sido escrito en castellano por el ilustrísimo doctor Salcedo, mencionado arriba, y después fue traducido al latín por el P. Pedro de Ortigoza, de la Compañía de Jesús, en la Universidad de México primer doctor de Sagrada Teología y por muchos títulos celebérrimo”.
Otros coinciden en esta apreciación, en forma pacífica, aunque alguno piensa que a la autoría de Hortigosa hay que añadir la de Salcedo. Pensamos que la prueba definitiva a favor de la autoría del jesuita de esa versión es el estudio paleográfico del documento, que se encuentran en el Archivo Secreto Vaticano y que ha sido estudiado por Juan Fornés. Significativamente, Fornés ha llamado a este documento el manuscrito O, por Hortigosa.
A nivel caligráfico, hemos realizado un cotejo del manuscrito con algunos escritos ciertos de Hortigosa, conservados en el Archivum Historicum Societatis Iesu, de Roma. El resultado es que resulta altamente probable que la caligrafía de los decretos latinos enviados a Roma coincida con la letra de Hortigosa. Este dato, unido a la común afirmación de los estudiosos nos lleva a concluir que el P. Pedro de Hortigosa colaboró, con el P. Juan de la Plaza, en la elaboración final de algunos decretos.
No sabemos si esa participación se extendió al resto de los decretos, pero sí es claro que Hortigosa es el que se encargó de la traducción latina de los decretos, para ser enviada a Roma y Madrid, para recibir las correspondientes aprobaciones. Esa versión es el manuscrito que Fornés ha llamado O, y que se encuentra en el Archivo Secreto Vaticano.
Juan de la Plaza (1527ca.-1602). Personaje muy importante en los inicios de la Compañía en México y hombre clave en el Tercer Concilio.
Nació en Medinaceli (Soria) en 1527 o 1528. Después de estudiar en la universidad de Alcalá, en 1548 pasó a Sigüenza, donde ingresó en la Compañía en 1553. Posteriormente fue enviado a Córdoba y luego a Granada, donde fue rector en 1556. Además de ser nombrado provincial de Andalucía, fue hombre de confianza del arzobispo granadino Pedro Guerrero, y amigo de San Juan de Ávila. En 1574 es enviado visitador al Perú.
Iniciaba una nueva etapa. Su estancia en la provincia de Perú, que va de 1575 a 1579, le permite conocer los problemas civiles y religiosos del virreinato peruano. Nombrado visitador de Nueva España, entró en México 1580. Ese mismo año fue elegido provincial. Durante su gobierno, los ministerios con los indios cobraron nuevo auge. Murió en México en 1560. Sintetizando sus grandes prendas, se puede afirmar: “espíritu cultivado, con fuerte y sincera espiritualidad, algo rigorista, con gran experiencia de gobierno, conocedor de la realidad peruana y mexicana, amante de los indígenas”.
Respecto a sus obras, además de lo que escribió para el Tercer Mexicano, se conocen algunos opúsculos espirituales: «Pláticas sobre la oración», «Carta sobre la indiferencia», además de su correspondencia.
En lo que se refiere a sus muchos aportes al Tercer Mexicano, vamos a presentarlos en forma concisa, pues son muy conocidos y no presentan problemas historiográficos. Vaya por delante la condición de consultor teólogo que ostentó durante el concilio.
«Los memoriales»: como cualquier fiel de la archidiócesis de México, el Padre Plaza respondió a la invitación de Moya de Contreras a mandar escritos al concilio, y envió siete memoriales. Sea por el prestigio personal de Plaza, sea por la hondura y oportunidad de lo escrito, estos memoriales fueron estudiados con especial profundidad en el concilio.
El 19 de julio de 1585 fue avisado oficialmente al Padre Plaza y al rector de México Hortigosa, que ordenasen y compusiesen los decretos relativos a las cuestiones tratadas en los memoriales. Sólo como ejemplo, señalamos que, a partir de una sugerencia del memorial de confesores de Plaza, el concilio prescribió que los obispos compelieran a los clérigos no graduados en teología o cánones a seguir cursos de casos de conciencia. El primer paso del proceso son las afirmaciones claras, tajantes del memorial. No se limita Plaza a señalar el mal, sino que indica una vía muy concreta para resolverlo: “... No sé yo con qué conciencia se puede dar licencia para confessar al que no ubiere estudiado a lo menos dos años de casos de conciencia; porque, si la experiencia muestra que los que han oydo antes y quatro años de theología escolástica, no saben lo que es menester para confessar, si no estudian de nuevo materias morales y de sacramentos (...) Tengo por necesario que en este santo concilio se dé remedio, que no se pueda dar licencia para confessar a quien no hubiere oydo un año de materia de sacramentos y otro de mandamientos; y encargar los praelados la consciencia, que assí lo cumplan”.
Revisando el memorial, el Concilio emana un decreto: en él mantiene su espíritu, pero rebaja el rigor: no hay referencia a los dos años de estudios de sacramentos y casos de conciencia. Señala algunas categorías de clérigos que no están obligados a asistir a los cursos: los que no viven en las ciudades, los bachilleres teólogos o canonistas que gozan de la satisfacción del prelado. En cuanto al aspecto penal, no tratado por Plaza, se concreta.
“Y porque en muchas de las ciudades desta provincia, demás de las lectiones de artes y theología, que se leen, se leen casos de conciencia y sacramentos, se manda a todos los obispos que en sus obispados, con rigor y cuydado, compelan a los clérigos acudan a oyr y oygan los dichos casos y sacramentos, estando de asiento en las dichas ciudades, y, no siendo bachilleres en theología o cánones, de quien el prelado tenga satisfactión, y usando de pena, quanto al ordenante, no le ordene, ni suba a las [órdenes] que le faltan, y a los sacerdotes no les dé beneficio ni otro proveymiento alguno, sobre que se le encarga la consciencia”.
Veamos ahora cómo quedó en la versión castellana manuscrita definitiva: Libro III, título I, «De doctrina curae», § 3:
“Ytem. Ordena y manda, para que aya copia de confesores doctos y bien ynsttuidos (sic) en la administraçión de los sanctos sacramentos y se eviten los errores e ynconvinientes que de la ygnorançia de los ministros provienen, que en los obispados donde hasta agora no a avido lection de casos de conçiencia y sacramentos, que luego el prelado provea como la aya, y en las partes donde ay estas lectiones ya puestas se de horden como perseveren, y los prelados compelan a todos sus clérigos que rresidieren en las çiudades donde estas lectiones se leyeren, que acudan a oyrlas, ex] cepto los graduados en cánones o theologia, de quien el prelado tuviere satisfación. So pena que los que no las oyeren no sean admitidos a hordenes ni proveidos en benefiçio o administraçión alguna”.
Se observa que en el decreto final se pone una exposición de motivos que no existía en el «decreto previo», tomado evidentemente del memorial. Además, se añade una nueva disposición: se deben instituir cursos casos de conciencia en los lugares donde no los haya. Se ha respetado, pues, el espíritu de la propuesta del memorial. La exposición de motivos del decreto se escribe en forma más sobria y esencial; se elimina la duración de dos años de los cursos y se configuran unas nuevas obligaciones para los obispos, con un correspondiente régimen penal.
Lo que sí es muy claro es que Plaza y su rector gozaron de un status único entre los consultores, pues les fue delegada la capacidad de redactar los decretos, a partir de las propuestas de los memoriales. En este sentido, merece la pena citar también una notificación muy explícita de Salcedo a Plaza y su rector, en donde les dice: “... Sobre la obligación que los prelados tienen a predicar por sus personas, y lo que cerca de esto vuestra paternidad advertió en su memorial, se provee que, pues a vuestra paternidad está cometido, ordene y decrete lo que, con la brebedad posible, se debe decretar y ordenar sobre la vida, officio y exemplo de los obispos, assí en sus personas, como casas y domésticos. Assí, en este propio lugar, vuestra paternidad, fundándose en los decretos del sancto concilio tridentino, que tan clara y patentemente hablan deste officio de predicar, ordene un decreto «sub iniuncta brebitate» exagerando la obligación del obispo en esto, y mandando lo que en satisfactión de su apostolado y officio pastoral y observantia del sancto concilio tridentino, deben y están obligados a hazer y cumplir, debaxo de las penas dél, y de que en los concilios provinciales sean obligados cada uno a dar rrazón del effecto y execución desto, o de la negligencia que ayan tenido, donde se corrija «pro modo culpae et negligentiae»” .
La nota hace referencia a una previa delegación a Plaza y a su rector Hortigosa para que compongan los decretos referentes a los memoriales del primero. En este caso, se trata de un tema de la mayor importancia. Se pasa de la mera referencia al memorial del jesuita sobre que el obispo debe predicar personalmente, a la comisión a Plaza de redactar un decreto nada menos que “sobre la vida, officio y exemplo de los obispos, assí en sus personas, como casas y domésticos”, con un apoyo en el Concilio de Trento.
Frutos de estos trabajos fueron un decreto del libro primero sobre la predicación, y todo un capítulo, con cuatro parágrafos, del título primero del libro tercero. En este caso, la nota de Salcedo no provocó uno, sino diversos decretos, y además sobre un tema tan capital como el de la vida cristiana del obispo. Resalta aquí en forma muy clara no sólo la confianza del concilio en Plaza (y Hortigosa) sino la amplitud de los decretos que surgieron de tantas sugerencias como habían sido vertidas en los siete memoriales.
«El catecismo del Concilio de México». Que Juan de la Plaza sea el autor del catecismo del Tercer Concilio de México es algo ya sabido. Nos limitaremos a ofrecer algunas pinceladas. Ernest Burrus, el autor principal al respecto, ya demostró en 1958 que fue Plaza el autor de los catecismos del concilio. Los documentos de la Bancroft Library son, en este caso, muy claros: el 26 de enero se hizo una redistribución entre diversos consultores para que escribieran las partes de un catecismo mayor y otro breve.
Seguidamente el catecismo fue comisionado y realizado exclusivamente por el jesuita soriano: “porque todo lo compuso –acredita Juan de Salcedo– el dicho padre Plaça y se aprobó por auto y confirmó como consta en los originales”. En la Bancroft Library se conserva el texto de ambos catecismos, con la caligrafía de Juan de la Plaza. Ha sido publicado. Del catecismo fue enviada a Roma una versión latina, que se encuentra en la Biblioteca Vallicelliana, y que ha sido publicado con transcripción y reproducción fotográfica.
«El Directorio de confesores y penitentes». Se trataba, en la mente de los padres conciliares, de una pieza clave, complemento de los decretos. Buscaba homogeneizar el sistema de exámenes previos para que un clérigo fuera admitido al ministerio de la confesión. Además, suponía un manual teológico, canónico, espiritual y social para todos los confesores de la archidiócesis. Aunque los papeles de la Bancroft Library son claros al respecto, sólo recientemente se ha reconocido la paternidad de Juan de la Plaza sobre este importante instrumento conciliar.
Quizá una de las señales más claras sea la siguiente anotación al capítulo 91 del I Mexicano, sobre las excomuniones, donde el revisor anota: “y estos casos y censuras se pongan en el confessonario, que el padre Doctor Plaça haze por orden de este sancto concilio provincial para que los confessores los sepan”. Una vez confiado a Plaza la redacción del Directorio, los revisores del diverso material canónico pasaban al doctor jesuita diversas integraciones para la versión definitiva.
Existen varias copias manuscritas íntegras en el Archivo Capitular de México, La Biblioteca Nacional de Madrid y la Biblioteca Pública de Toledo. Se ha publicado recientemente una versión digital, a partir del manuscrito 7196 de la Biblioteca Nacional de Madrid, con estudio introductorio.
De todo lo dicho nos queda la figura de uno de los más importantes protagonistas del Tercer Mexico: Juan de la Plaza, junto con su rector Pedro de Hortigosa; fue el responsable de no pocos decretos, y fue redactor de dos instrumentos conciliares muy importantes: el catecismo y el Directorio para confesores y penitentes.
NOTAS
LUIS MARTÍNEZ FERRER
©José J. Hernández Palomo-José del Rey Fajardo, SI (Coords), Sevilla y América en la historia de la Compañía de Jesús, Cajasur-CSIC