ZAPATA DE CÁRDENAS, Luis
Sumario
- 1 (Llerena, 1510 - Bogotá, 1590) Arzobispo, franciscano
- 2 El catecismo para indios
- 3 El clero del arzobispo
- 4 Colegio seminario de San Luis
- 5 Dificultades con la Real Audiencia
- 6 Muerte de Gonzalo Jiménez de Quesada
- 7 Los restos del fundador de Bogotá
- 8 El Arzobispo y los dos cleros
- 9 Muerte del Arzobispo
- 10 NOTAS
- 11 BIBLIOGRAFÍA
(Llerena, 1510 - Bogotá, 1590) Arzobispo, franciscano
Por los días imperiales del descubrimiento, Extremadura da con prodigalidad conquistadores, frailes y obispos. Extremeño y franciscano fue el señor de los Barrios, primer arzobispo de Santa Fe. Extremeño y franciscano fue su sucesor don Luis Zapata de Cárdenas, igualmente conspicuo y famoso en nuestra historia eclesiástica.
Nacido hacia 1510 en Llerena, militó de joven en los ejércitos del emperador por tierras de Alemania y Flandes y llegó a Mestre de Campo; pero ya cuadragenario, se mudó a mejor vida y profesó en el monasterio franciscano de recoletos en Hornachos, pueblo de moriscos de Badajoz. Nombrado comisario de su Orden en Perú –año de 1561–, pasó por Santa Marta, en donde dejó seis religiosos y siguió con los restantes hacia Lima. Su actuación de comisario fue alabada por unos y censurada por otros, como suele acontecer. Vuelto a la Corte cinco años más tarde, en 1570 fue presentado por el rey para el obispado de Cartagena de Indias; pero antes aún de que le expidieran las bulas pontificias, fue trasladado a Santa Fe de Bogotá.
Las bulas tienen fecha de 8 de noviembre de 1570 y las ejecutoriales le fueron expedidas a 7 de abril de 1571. A fines de marzo de 1573 se hallaba en Santa Fe. Como regalo para su feligresía trajo una reliquia insigne: algunos huesos de la cabeza de santa Isabel de Hungría, que por tal motivo fue votada patrona principal de la arquidiócesis. Colmó de obras buenas su pontificado de diecisiete años. Giró visita pastoral por los distritos de Santa Fe, Tunja y Pamplona, empresa rayana en lo heroico por esos descaminos, soledades y primitivas condiciones; fundó hacia 1582 el seminario tridentino, uno de los primeros en el Continente; admitió los primeros monasterios de mujeres: clarisas en Tunja (1578) y Pamplona (1584), y concepcionistas en Santa Fe.
Dio remate –o casi– a la catedral, para lo cual trajo de España albañiles expertos; erigió, a 13 de junio de 1580, como Universidad Pontificia la casa de estudios dominicanos de Santa Fe; cerró un convento de los padres carmelitas, iniciado sin los debidos requisitos; publicó un notable catecismo en 1576 y convocó en 1583, para el 15 de agosto, un concilio provincial, que en realidad no pudo celebrarse; creó las dos nuevas parroquias de Santa Bárbara y las Nieves, multiplicó las ordenaciones sacerdotales, medida que le acarreo censuras y disgustos, levantó en 1586 el proceso referente a la maravillosa renovación del lienzo de la Virgen de Chiquinquirá y, como era previsible e inevitable, mantuvo agrios conflictos con la Real Audiencia.
Por los días en que los oidores ordenaron a los curas decomisar a los indígenas el oro de sus ídolos y llevarlo a la Real Audiencia, el prelado alzó protesta y supo que después la Corte le daba la razón. Cuando en 1587 se desarrolla la terrible epidemia de la viruela, el arzobispo difundió sus bondades y limosnas hasta empeñar sus vajillas para aumentar los socorros.[1]Tal fue su dinámica actividad de apóstol y de pastor. Pero entre sus varias manifestaciones merecen más demorada mención las referentes al catecismo, al clero y al seminario.
El catecismo para indios
Fue fruto de sus conocimientos teológicos y de sus experiencias pastorales. Después de su visita convocó a los provinciales de Santo Domingo y San Francisco, y a través de ellos a los doctrineros, y el 1° de noviembre de 1576 promulgó su catecismo, denso de contenido, atinado en la doctrina, práctico en las aplicaciones pastorales. Es, en cierto modo, un espejo de las necesidades sociales de la época y de la paternal diligencia de la Iglesia para remediarlas. Los sociólogos actuales no deberían desconocer siquiera las dos primeras partes del catecismo, que en su debido lugar será más ampliamente expuesto y estudiado. Modernamente, en 1958-59, el historiador jesuita P. Juan Manuel Pacheco publicó el Catecismo del señor Zapata en la revista «Eclesiástica Xaveriana».[2]
El clero del arzobispo
El clero era escaso en los días de su antecesor y además no muy recomendable. Informes apasionados de los oficiales de la Real Audiencia comunicaron al Rey a 10 de abril de 1575 que el Arzobispo ordena “oficiales y advenedizos y sin letras y mestizos y otros muchos.” Cuatro años después, en 1579, reiteran que “sobre todo de un año a esta parte ha dado en ordenar a muchos mestizos, idiotas y que no saben ninguna gramática o latín y apenas saben leer, y hombres de mala opinión, delincuentes, infames, que no han profesado letras ni otro decente oficio, ni ejercicio sino ser oficiales mecánicos o arrieros o estancieros o soldados y hombres perdidos y del todo indignos del sacerdocio.”
Hacia 1587 vino como visitador el agustino fray Juan González de Mendoza (años después obispo de Popayán) y en su informe al rey notificaba que algunos miembros del clero eran muy ignorantes y otros “están cargados de pecados de simonía”, y añade que el más culpado es el arzobispo, el cual no exceptúa casados ni mestizos ni otras personas indecentes. Por último, en 1590 el presidente Antonio Gonzales informa al Rey que “varios clérigos, aunque hijos naturales y padeciendo otros defectos, fueron ordenados por el señor arzobispo.”
¿Qué hay de tales acusaciones? El historiador franciscano Alberto Lee López, estudiando el caso, concluye: “No fueron tan ignorantes los clérigos ordenados por Zapata cuando no les faltó la ciencia necesaria para las pastorales demandas de su grey; ni fueron tan indignos, pues si bien es cierto que algunos no supieron respetar su dignidad o tuvieron que ejercer oficios para subsistir, tal como hoy lo vuelven a pedir no pocos pastoralistas, no es menos cierto que fueron más numerosos los que hicieron una vida ejemplar.”[3]El mismo historiador hace un catálogo de los sacerdotes ordenados por el arzobispo Zapata y apenas suben un poco del centenar; lo que no parece excesivo para las circunstancias críticas que hubo de padecer.
Colegio seminario de San Luis
El Concilio de Trento, uno de los soplos de Pentecostés sobre la Iglesia, adoctrinó y legisló con sabiduría y acierto sobre la formación de los sacerdotes, cuya reformación era urgente. En la sesión XXIII, de octubre de 1563, ordenó que los obispos abrieran cerca de su sede y catedral un colegio regentado por sacerdotes expertos, destinado a recibir niños de al menos doce años para cultivarlos en las letras humanas y divinas como posibles candidatos al sacerdocio.
En beneficio de los niños pobres ordenó el Concilio que cada párroco u otro eclesiástico que tuviera beneficio, contribuyera con una cuota anual para el sostenimiento del colegio o «semillero» «seminarium» de sacerdotes. Era la cuota tridentina. Tres eran las notas distintivas del seminario conciliar: 1°debía su vida a una disposición del obispo; 2° tenía como objeto principal buscar y seleccionar futuros sacerdotes; 3° el obispo, para sostenerlo, debería aplicarle el producto de la cuota tridentina.
Tocó al arzobispo Zapata de Cárdenas reducir a la práctica esas ordenaciones tridentinas, y ello con más urgencia cuanto era más grave la penuria y necesidad de eclesiásticos que su arquidiócesis experimentaba. Arrancando de esta iniciativa del segundo arzobispo, el seminario de Bogotá es de los más antiguos del mundo y quizá el segundo de América.
El fundador quiso que se llamara de San Luis, como recuerdo de su propio nombre, y para albergarlo escogió las casas de la esquina N.O., carrera 7 y calle 7, frente a la iglesia de San Agustín. Empezó a fines de 1581. El prelado, en carta al Rey de 12 de mayo de 1582, le dice “que viendo la grande necesidad que los niños pobres de este arzobispado tienen de ser adoctrinados, ha dado orden cómo el colegio Seminario que el Concilio Tridentino manda hacer, se hiciese y fundase en esta ciudad.”
Por la pobreza de los curatos de indios que no podían afrontar renta para sustentación del seminario, el prelado pidió al monarca que cuando quedase vacante un beneficio, su producto, que en virtud del patronato debía pasar a las Reales Cajas, fuese cedido para el seminario. ¿Razones? 1° Es obra de mayor importancia sostener en tal colegio la educación de los niños. 2° De ello se beneficiarán a la larga los mismos curatos, que así tendrán eclesiásticos que ocupen los beneficios. 3° Se podrá establecer así la cátedra de lengua general de los indios, que es tan necesaria para la conversión y buena doctrina.
Entraron al seminario unos quince o dieciséis colegiales, oían gramática y retórica, canto y otras cosas; debían, por probable petición de los canónigos, gravados para el sostenimiento del plantel, acudir a la iglesia todos los días, de a tres o cuatro, para cantar en el coro, y tenían pagado médico y barbero, que acudían a curarlos cuando había necesidad.
El uniforme consistía en “ropas azules y ropas pardas y sus bonetes, y a cada uno cama aderezada y camisas y todo lo demás necesario de la manera de los colegios de España.” Rectores fueron los sacerdotes Francisco Sánchez, Pedro Ortiz de Chaburru y Gutierres Fernández Hidalgo, y algo así como prefecto de estudios Cipriano Hernández de Cea.
El P. Zamora cuenta que el seminario sólo tenía estudios inferiores; los más adelantados iban a clases de arte y teología en el convento dominicano. No todos aquellos alumnos sentían la verdadera vocación sacerdotal, y por ello la obligación de asistir a los servicios del altar en la catedral les parecía a varios demasiado gravosa.
“…y mandando Su Señoría que acudiesen a la iglesia y coro, no sólo no lo quisieron hacer, pero de esto tomaron [...] para salir del colegio. Y los primeros que salieron fueron Francisco Martín y Bartolomé Guillén, criados que habían sido del Dr. Francisco Guillén de Chaparro; y como los demás colegiales vieron que estos dos se habían salido y no les habían hecho nada, se fueron todos los demás que quedaron poco a poco, hasta que no quedó ninguno.”
El provisor, don Francisco de Porras Mejía, “mandó llamar y juntar a todos los colegiales y les hizo una plática persuadiéndoles no dejasen la virtud. Y los dichos colegiales respondieron todos a una y cada uno de por sí que querían ir como habían hecho los demás.” El día que se salieron los alumnos fue el lunes 20 de enero de 1586.[4]
Esta desbandada, las rentas escasas, las deudas que pasaban de los 2.500 pesos, obligaron al prelado a clausurar el seminario y seguir ordenando las vocaciones tardías.[5]
Dificultades con la Real Audiencia
No le faltaron tampoco al señor Zapata los ineludibles encuentros y roces con los representantes del rey. Primero, solía el prelado recibir los idolillos de oro que los neo-conversos entregaban voluntariamente para aplicar su valor a la construcción de la catedral.
Los oidores, a quienes “parecía no moverles el celo de la justicia como el de la codicia, raíz de todo mal, no lo sufrieron, y mandaron que todos los doctrineros ocurriesen a la Audiencia, en las cosas de la idolatría, trayendo a su presencia los ídolos que fuesen de oro.”[6](se ve que los de palo o barro no fomentaban la idolatría).
El arzobispo se opuso, y de ahí se formó competencia, con grave escándalo; y a tal punto llegó la pasión que los oidores llegaron a escribir a S.M. que el arzobispo les había quitado el oro a los indios por medio de crueles tratamientos en los órganos genitales. “Hasta ahí la vileza de los acusadores.”[7]
Su majestad dio razón al Prelado y declaró que estos negocios competían a su oficio; pero la obra de la catedral sufrió interrupciones “porque las cosas civiles y del siglo –anotaba el «Becerro» de la catedral– no daban lugar a que se tuvieran las del divino culto en paz y sosiego.”
Gobernaron el Nuevo Reino, en paralela coincidencia con el señor Zapata, el presidente Francisco Briceño, muerto en diciembre de 1575, los oidores Francisco de Anuncibay y Andrés Cortés, que por famoso crimen terminó decapitado y espiritualmente absuelto y asistido por el arzobispo, a quienes sucedió en 1578 el presidente don Lope Díez Aux de Armendáriz, de la nobleza española, que recibió como visitador al licenciado Juan Bautista Monzón. Este, como juez de presidencia, suspendió al mandatario Armendáriz y lo redujo a prisión. Armendáriz, enfermo, pocos años después murió en la cárcel y fue enterrado en el templo de San Francisco. En torno a la visita de Monzón se crearon facciones opuestas. El arzobispo, que en atención al turbio estado de la política del Nuevo Reino, tejida de arbitrariedades y violencias, había pedido visitador; discrepó luego de los procedimientos del mismo, pero supo, llegada la oportunidad, comportarse como caballero, cristiano y pastor. Los oidores habían maquinado apresar a Monzón y aun darle muerte.
Enterado el jerarca del siniestro proyecto, “se colocó resueltamente con sus acólitos y criados en el puente que unía el convento de los franciscanos con la posada del visitador a fin de impedir que estos frailes, que como los agustinos eran partidarios suyos, acudiesen a sus voces o franquearan el paso a sus parciales [...] Pero cuando a media noche –refiere Zamora– quisieron cortar la cabeza al visitador, el arzobispo a quien avisaron a aquella hora se levantó de la cama y vino a la cárcel, en donde con cuatro guardianes salvó la vida del licenciado Monzón.”[8]
Muerte de Gonzalo Jiménez de Quesada
Durante el episcopado de Zapata de Cárdenas acaeció la piadosa muerte del fundador de Santa Fe y adelantado del Nuevo Reino don Gonzalo Jiménez de Quesada. Quiso el Señor prolongarle los días hasta ver crecida, próspera y capitana la villa que fundara en 1538. De los doce bohíos de paja se había pasado a ciudad con blasones y reales privilegios, metropolitana en lo eclesiástico, cabecera en lo civil, hervorosa de juvenil cultura en colegios y universidades, asistida por conventos, poblada de honesto vecindario hispano. Hasta el cabo de sus días conservó don Gonzalo su espíritu aventurero. En 1569 dicen Henao y Arrubla, emprendió una expedición larga y aparatosa: trescientos soldados, varios sacerdotes seculares y regulares, mil quinientos indios de servicio y esclavos negros, más de mil caballos, seiscientas vacas, ochocientos cerdos y gran acopio de pertrechos. Los expedicionarios atravesaron los Llanos de San Martín y después de tres años de una peregrinación muy difícil llegaron en número muy reducido a la desembocadura del río Guaviare en el Orinoco. Tantos esfuerzos resultaron inútiles: el conquistador volvió a la capital con menos de una centena de soldados, contados indios y dieciocho caballos. En vez de hallar oro acrecentó sus deudas porque en la empresa perdió cerca de doscientos mil pesos.[9]
Gobernando la Audiencia a la partida de Venero a España, le dio encargo a Quesada para pacificar a los indios Gualíes, y no lo rehusó, aunque estaba “doliente y en edad cansada”. Esta campaña dio el resultado apetecido: los naturales quedaron sujetos y el Adelantado fundó, a algunas leguas de Mariquita, un pueblo con el nombre de Santa Águeda, que no subsistió.
Ya en Santa Fe, el ilustre conquistador cerró su carrera y se retiró a Suesca, donde vivió parte de sus últimos días. Allí escribió la historia de su descubrimiento y conquista, que se conoce con los nombres de «Los ratos de Suesca» o «Compendio Historial»; el precioso manuscrito se perdió, pero se conserva inserciones de él en las obras de los pocos historiadores que pudieron consultarlo.[10]
Quesada se trasladó después a Tocaima, luego a Mariquita, y en esta ciudad falleció el 16 de febrero de 1579, ya octogenario, pobre y en la religión de sus mayores. Por voluntad de su testamento, sobre su sepulcro se grabó esta inscripción de fe y de suprema confianza: «Espero la resurrección de los muertos».
Los restos del fundador de Bogotá
Santa Fe de Bogotá no olvidó a su fundador. Intérprete de este sentimiento de gratitud y veneración fue el deán de la catedral don Lope Clavija, quien se encargó de traer desde Mariquita las cenizas del adelantado. Zamora lo refiere así:
“En 23 de julio de 1597, puestos en la capilla de la Vera Cruz y armadas las compañías de milicia, le batieron las banderas y tendidas sobre el cajón en que estaban los huesos, las levantaron de allí para su marcha en señal de ser su Adelantado. Fue solemne la pompa funeral y de grande ostentación el acompañamiento que se hizo de todas las religiones, clerecía, cabildos, presidentes y Real Audiencia, con muchas posas que se le hicieron en las esquinas de la calle Mayor.
Entraron los huesos en la iglesia catedral, donde celebrados los oficios y predicando en su alabanza el padre maestro Fray Leandro de García, famoso predicador de aquellos tiempos, enterraron los huesos en el mismo presbiterio al lado de la epístola y sobre la sepultura pusieron la bandera de la Conquista, que en compañía del Estandarte Real llevó el Regidor más antiguo en todo el acompañamiento. Permanece hasta los tiempos presentes y es de tafetán doble morado, en que está bordada la imagen de un santo Cristo crucificado.”[11]
Flórez de Ocáriz da más minuciosos detalles: “y están sepultados (los restos) en el tránsito, dentro de las barandillas, a la peaña del altar Mayor, al lado de la epístola.”[12]Allí permanecieron hasta que a principios del siglo XIX fue demolida la catedral.
El Ilmo. don Fernando Caycedo y Flórez, constructor e historiador de esta basílica, nos dice lo siguiente: “Cuando se hizo la excavación en el presbiterio de la catedral para su reforma, se hallaron al lado de la epístola algunos restos del cadáver del señor Quesada, conociéndose su identidad por haberse hallado ellos solos debajo de una sola, que él mismo en su testamento mandó se pusiera en su sepulcro, con esta sola inscripción: «Expecto resurrectionem mortuorum». Todo se halló como se decía, por lo que no hay duda que son los mismos. Hoy se hallan puestos en un cajón en la bóveda al lado de la epístola del nuevo presbiterio.”[13]
Hacia 1891 se dieron pasos para sacar de la catedral los restos del fundador, y efectivamente fueron entregados por el venerable capítulo de la arquidiócesis al honorable Consejo Municipal para ser conservados en un monumento levantado en pequeño jardín frontero al cementerio, en donde en 1923 pasaron al callejón central del mismo.
El andariego que fue Jiménez de Quesada seguía caminando después de muerto. En 1938, al celebrarse el cuarto centenario de la fundación de Bogotá, se pensó que era conveniente y decoroso devolver a la basílica los restos de quien había iniciado con una capilla choza la que hoy es basílica de la gran ciudad.
El 5 de agosto de ese año, en solemne procesión, se trajeron los venerados restos para colocarlos en la capilla de santa Isabel de Hungría, patrona de la arquidiócesis, votada como tal en vida del adelantado por el arzobispo Zapata de Cárdenas, que trajo, como regio obsequio de la esposa de Felipe II, “algunos huesos de su sagrada cabeza”.
Allí descansa Jiménez de Quesada, al lado de egregios arzobispos y del precursor de la independencia don Antonio Nariño. El severo y elegante monumento es obra del afamado artista don Luis Alberto Acuña. Y la emoción de esa hora fue interpretada en elegante oración por el canónigo José Vicente Castro Silva, Rector del Colegio Mayor del Rosario.[14]
El Arzobispo y los dos cleros
En 1584 se conoció en Santa Fe una real cédula dirigida a todos los obispos de las Indias, promovida –según parece– por petición del jerarca santafereño: los religiosos debían entregar sus parroquias al clero secular. La reacción de los regulares fue impetuosa. El áspero, fatigoso, fructificante laboreo de medio siglo, ya a punto de cuajar en magníficas cristiandades, se les truncaba bruscamente. Tenían que ceder sus campos y precisamente a obreros evangélicos semi-improvisados y de inferior cultura. Ello no era tolerable, y los religiosos elevaron sus quejas al monarca, exhibieron las razones que los asistían y dos años después, a 9 de marzo de 1586, obtuvieron nueva cédula, que les permitía continuar en sus doctrinas. Dura contradicción para el prelado, que ya se disponía a cumplir el traslado y a proveer de clérigos sus queridas doctrinas. Ya bastantes habían pasado a sus manos, y poco a poco les pasaron todas, dejando para los regulares la vida del convento, de la predicación, del estudio y del ministerio de sus iglesias.[15]
Muerte del Arzobispo
El 24 de enero de 1590 falleció el Ilmo. Sr. don Luis Zapata de Cárdenas, llorado por toda la feligresía. Fue enterrado en la catedral con su antecesor, y su cuerpo se halló incorrupto y oloroso al trasladarlo a la nueva iglesia.
“Originóse a su muerte –cuenta Rodríguez Freyle– de la caza a que era aficionado. Contaré este caso como lo platicaban los que fueron con él. Salió su señoría a cazar a Pasquilla la Vieja, tres leguas de esta ciudad, poco más o menos, donde otras veces había ido al propio efecto, acompañado de sus criados y parientes y de algunos clérigos y seglares. Hízose una ramada grande en aquel sitio; colocáronse los indios de Ubaque y de Chipaque, Usme y otros de aquella comarca.
Fue Su Señoría a hacer noche a la ramada. Desde las cumbres de aquel páramo la misma noche los indios con trompetas y fotutos y otros instrumentos dieron a entender cómo estaba allí. Amaneció el día claro y alegre; púsose su señoría a caballo; tomó su perro de la laja a don Fulgencio de Cárdenas, su sobrino, y a Gutiérrez de Cárdenas mandó tomó otros y puso las paradas de su mano quedándose a vista de todos. Por esos montes sucedió que el señor arzobispo se extraviara por causa de la niebla que envolvía el páramo de Pasquilla y no lo hallaron hasta ya cerrada la noche.
Allí –prosigue Freyle– trazaron una hamaca en que le metieron, y clérigos y seglares cargaron de él, que fue otro rato de gusto, por los dichos y chistes que pasaban. También llevaron el venado que tenía muerto junto a sí. Allegaron a la ramada, adonde le estaba aderezada una regalada cena, la cual cenó con mucho gusto, y contando lo que había pasado con el venado, acabó de cenar y fuese a acostar.
A rato que estuvo en la cama le comenzaron a dar unos calofríos que hacían temblar toda la cama. El licenciado Alvaro de Auñón, médico, que estaba con él, le aplicó algunos remedios, y el uno de ellos fue meterlo en una sábana mojada en vino y muy caliente, con lo cual su señoría se sosegó y durmió un rato. Al día siguiente se trasladó a Bogotá, donde expiró”.[16]
NOTAS
- ↑ José Restrepo Posada, Arquidiócesis de Bogotá. Datos biográficos de sus Prelados. T. I. (Bogotá: Editorial Lumen Christi, 1961), 17-21.
- ↑ Mario Germán Romero, Fray Juan de los Barrios y la evangelización del Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Academia Colombiana de Historia, 1960), 204 y ss. Cap. III: El catecismo de Zapata de Cárdenas. Cfr. el texto de dicho catecismo, en: Juan Manuel Pacheco, “El catecismo del Ilmo. Sr. Dn. Luis Zapata”, Ecclesiastica Xaveriana, VIII-IX (1958-59).
- ↑ Alberto Lee López, Clero indígena en el arzobispado de Santa Fe en el Siglo XVI (Bogotá: Editorial Kelly, 1962), 33-34.
- ↑ Cfr. Arquidiócesis de Bogotá, La Iglesia, (1985):132 y ss.
- ↑ José Restrepo Posada, Apuntes para la historia del seminario conciliar de Bogotá (Bogotá: Editorial Centro, 1940). En concreto, sobre el Seminario de San Luis: José Abel Salazar, Los estudios eclesiásticos en el Nuevo Reino de Granada (1563-1810) (Madrid: CSIC, 1946), 319-325. También, Arquidiócesis de Bogotá, La Iglesia, (1985): 132 y ss.
- ↑ Alonso de Zamora, Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada (Caracas: Editorial Sur América, 1930), 279.
- ↑ Cfr. Boletín de Historia y Antigüedades, vol. XV-XVI (1924): 585-650; Igualmente José Alejandro Bermúdez, “Los tunjos de oro del Arzobispo Zapata de Cárdenas”, Boletín de Historia y Antigüedades, vol. XLIV, (1957): 287-94.
- ↑ Fray Alonso de Zamora, Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada, Tomo II (Bogotá: Editorial ABC, 1945), 304.
- ↑ Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, Historia de Colombia: para la enseñanza secundaria, 7.a edición (Bogotá: Librería Voluntad, 1952), 190-91.
- ↑ Enrique Otero D´Costa, Gonzalo Jiménez de Quesada, (Bogotá: Cromos, 1931). Las tres primeras partes de este notable libro discurren sobre las empresas literarias del fundador de Bogotá: Epítome, Compendio Historial, etc. Más moderno: Demetrio Ramos, Ximénez de Quesada. Cronista, (Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1972).
- ↑ Zamora, “Historia”, 1945, 280-81.
- ↑ Juan Flórez de Ocáriz, Genealogías del Nuevo Reyno de Granada, Tomo I (Madrid: Ioseph Fernández de Buendía, 1674), 276.
- ↑ Fernando Caycedo y Flórez, Memorias para la historia de la santa Iglesia Metropolitana de Santafé de Bogotá, capital de la República de Colombia, (Bogotá: Imprenta de Espinosa, 1824), 84.
- ↑ Traslación de los restos de Jiménez de Quesada del cementerio central a la catedral. Acta Firmada por Isamel, Arzobispo de Bogotá y Guillermo Hernández de Alba, secretario «ad hoc»: SHA (1938), págs, 571-575.
- ↑ Zamora, “Historia”, 1945, 288-297. Comienza Zamora diciendo: Es justicia que primero que todos coma el labrador del fruto de su trabajo. Palabras que indican ya por dónde corre el razonamiento del historiador.
En la edición de Caracas hay una nota que bien puede ser del P. Mesanza que empieza así: Toda la disertación de Zamora en este particular de las doctrinas de los religiosos e interpretación de los privilegios de éstos, peca de apasionada y poco concluyente, pues no mira la cuestión desde el legítimo punto de vista que es la natural jurisdicción del Obispo respecto de sus párrocos y el fin que a los dos cleros, secular y regular, corresponde, dentro de la Iglesia, sino que la traslada a un terreno totalmente distinto, como es el de los mayores e indiscutibles méritos de los frailes en la evangelización de los indios y consiguiente formación de las parroquia. Alonso de Zamora, Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada, (Caracas: Editorial Sur América, 1930), 296 nota ng. - ↑ Juan Rodríguez Freyle, El Carnero (Bogotá: Librería Colombiana, Camacho Roldán, 1935), 263.
BIBLIOGRAFÍA
Arquidiócesis de Bogotá, La Iglesia, (1985). Bermúdez, José Alejandro. “Los tunjos de oro del Arzobispo Zapata de Cárdenas”, Boletín de Historia y Antigüedades, vol. XLIV, (1957). Caycedo y Flórez, Fernando. Memorias para la historia de la santa Iglesia Metropolitana de Santafé de Bogotá, capital de la República de Colombia. Bogotá: Imprenta de Espinosa, 1824. Flórez de Ocáriz, Juan. Genealogías del Nuevo Reino de Granada, Tomo I. Madrid: Ioseph Fernández de Buendía, 1674. Henao, Jesús María y Arrubla, Gerardo. Historia de Colombia: para la enseñanza secundaria, 7.a edición. Bogotá: Librería Voluntad, 1952. Lee López, Alberto. Clero indígena en el arzobispado de Santa Fe en el Siglo XVI. Bogotá: Editorial Kelly, 1962. Otero D´Costa, Enrique. Gonzalo Jiménez de Quesada. Bogotá: Cromos, 1931. Pacheco, Juan Manuel. “El catecismo del Ilmo. Sr. Dn. Luis Zapata”, Ecclesiastica Xaveriana, VIII-IX (1958-59). Ramos, Demetrio. Ximénez de Quesada. Cronista. Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1972. Restrepo Posada, José. Apuntes para la historia del seminario conciliar de Bogotá. Bogotá: Editorial Centro, 1940. Restrepo Posada, José. Arquidiócesis de Bogotá. Datos biográficos de sus Prelados. T. I. Bogotá: Editorial Lumen Christi, 1961. Rodríguez Freyle, Juan. El Carnero. Bogotá: Librería Colombiana, Camacho Roldán, 1935. Romero, Mario Germán. Fray Juan de los Barrios y la evangelización del Nuevo Reino de Granada. Bogotá: Academia Colombiana de Historia, 1960. Salazar, José Abel. Los estudios eclesiásticos en el Nuevo Reino de Granada (1563-1810). Madrid: CSIC, 1946. Zamora, Alonso de. Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada, Tomo II. Bogotá: Editorial ABC, 1945. Zamora, Alonso de. Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada, Caracas: Editorial Sur América, 1930.
CARLOS EDUARDO MESA © Missionalia Hispanica. año XLII – N°. 121 - 1985