PAPAS DEL SIGLO XX Y AMÉRICA LATINA
Sumario
Presentación
Hacia una mayor conciencia de la unidad religiosa americana
El objeto de este trabajo se circunscribe a las intervenciones de los Pontífices Romanos, relativas a América Latina, desde San Pio X a nuestros días. Al establecer este límite, me ha parecido prudente prescindir del magisterio de León XIII, convocante del Concilio Plenario Latinoamericano. También orillaremos las cuatro Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano (Rio de Janeiro, Medellín, Puebla y Santo Domingo). Desde las cuatro intervenciones de San Pio X, a los quince viajes pastorales de Juan Pablo II, convocante de la Asamblea especial para América del Sínodo de los Obispos, celebrada a finales de 1997, se detecta una atención cada vez mayor de la Santa Sede hacia América. El episcopado latino americano tomo conciencia, en 1899, con ocasión del Plenario, de que el Subcontinente latino americano constituía, en su diversidad, una unidad cultural y religiosa. Casi cien años después, al celebrarse la Asamblea especial del Sínodo, los prelados americanos han advertido que América debe ser considerada, de Norte a Sur, como un Continente unitario, aunque estructurado en tres zonas bien diferenciadas: la América septentrional, fundamentalmente anglófona, aunque con fuerte presencia francófona e hispánica; el Caribe, multirracial y multicultural; y Latinoamérica, de expresión hispanoportuguesa, salpicada por diferentes lenguas autóctonas, algunas relativamente extendidas. El siglo que va desde el Plenario a la Asamblea especial del Sínodo, ha supuesto la quiebra de muchos antiguos prejuicios y el alumbramiento de nuevas realidades; pero, sobre todo, ha significado una mayor conciencia del carácter ecuménico de nuestra fe católica, que necesariamente lleva a la unidad, bajo el influjo del Espíritu. Es este un camino, que parece irreversible, y que se aprecia tanto en América, como también en Europa y en los demás Continentes; es una muestra expresiva de la eficacia, en la historia, de aquello que estaba solo apuntado en la jornada memorable de Pentecostés, y que se consumará al fin de los tiempos.
Algunas estadísticas
Los casi cien años que median entre la primera intervención "americanista" de San Pio X, en 1905, donde se dolía de las injurias hechas a la religión católica por el gobierno ecuatoriano, y la Exhortación apostólica «Ecclesia in America», de 1999, pueden, a su vez, dividirse en dos etapas: hasta el Vaticano II, incluyendo la Conferencia de Rio y la creación del CELAM; y desde el Concilio a nuestros días. La atención pontificia por el Nuevo Orbe ha ido «in crescendo», como se advertirá por los datos, siempre provisionales y sujetos a corrección, que ofrezco seguidamente. En efecto: de San Pio X tenemos cuatro intervenciones dedicadas expresamente a América Latina; de Benedicto XV, una solamente; de Pio XI, siete; de Pio XII, treinta y cuatro; de Juan XXIII, seis; de Pablo VI, noventa. Las de Juan Pablo II son prácticamente incontables: más de trescientas, considerando cada uno de sus viajes pastorales como una unidad, que a su vez habría que desmenuzar en múltiples discursos y gestos. En este ciclo temporal de casi un siglo se inscribe, además, otro fenómeno doctrinal que merece una consideración particular. Se trata de la configuración de la moderna Misionología, estructurada al dictado de unas cuantas intervenciones magisteriales. Este «corpus magisteri» está constituido, en efecto, por un decreto del Vaticano II, cinco encíclicas, dos exhortaciones apostólicas y dos instrucciones pontificias. Por orden cronológico: la enciclica Maximum illud, de 30 de noviembre de 1919 de Benedicto XV; la encíclica Rerum Ecclesiae de 28 de febrero de 1926 de Pio XI; la enciclica Evangelii praecones, de Pio XII, de 2 de junio de 1951; la encíclica Princeps pastorum, de 28 de noviembre de 1959, de Juan XXIII; el decreto conciliar Ad gentes, de 7 de diciembre de 1965, la exhortaci6n Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, de 8 de diciembre de 1975; la encíclica Redemptoris misio, de Juan Pablo II, de 7 de diciembre de 1990, y la exhortación Ecclesia in America, de 22 de enero de 1999.
El desarrollo teológico de la moderna Misionología
De 1919 hasta el Vaticano II
América Latina tenia, en el año 1900, ciento dieciocho diócesis, que pasarían a ser trescientas, en 1955, al inaugurarse la Conferencia de Rio. En 1960, contaba ya con 34.797 sacerdotes (repartidos casi al cincuenta por ciento entre el clero regular y secular). No era, pues, una tierra de misión en el sentido tradicional del término, ni a comienzos de siglo, ni lo es ahora, salvo quizá algunos territorios interiores, apartados de las zonas más pobladas. Sin embargo, a principios de siglo preocupaba a la Santa Sede la evangelización de América Latina, como también preocupaba, por aquellos años, la evangelización de Europa, donde la Iglesia se enfrentaba a una potente presión anti-eclesiástica. Inquietaba Latinoamérica por varias razones: porque dependía todavía demasiado del clero europeo, es decir, era escaso el clero autóctono; también porque las enormes bolsas de inmigrantes europeos, constituidas por millones de personas, corrían el riesgo de perder sus raíces cristianas; así mismo porque una defectuosa instrucción religiosa podía arrastrar, a amplias muchedumbres, a formas de sincretismo religioso; porque largas guerras civiles o entre países, habían repercutido sobre la estabilidad familiar y las buenas costumbres; y, finalmente, porque la presión revolucionaria (menos la liberal, ya casi agotada, y más la incipiente revolución anarco-socialista) se cernía sobre muchas instituciones eclesiásticas. Se hacía precisa una enérgica acción misional para solucionar, total o parcialmente, esas dificultades. Es lógico, pues, que las primeras encíclicas misionológicas, publicadas en 1919 y 1926, aunque no escritas expresamente para América, porque América no era en el sentido clásico una tierra de misión, tuvieran en el Nuevo Orbe un eco notable. Benedicto XV trazó, en su encíclica «Maximum illud», de 30 de noviembre de 1919, las líneas fundamentales de la moderna Misionología, que después serian continuadas y perfeccionadas por Pio XI, Pio XII y Juan XXIII. El fundamento de la misión -decía Benedicto XV- es el mandato de Cristo a los apóstoles: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las naciones» (Mc 16,15). Tal mandato no debía limitarse exclusivamente al tiempo apostólico. Desde entonces, la Iglesia no ha cesado de enviar a todas partes mensajeros de la doctrina revelada por Dios y dispensadores de la salvación eterna, alcanzada por Cristo para el género humano (n. 2). Aquí, con estas escuetas apreciaciones preliminares, se acaba el planteamiento doctrinal de la encíclica, que prosigue con unas consideraciones históricas. La evangelización comenzó con la cristianización de la cuenca mediterránea y ha llegado, en tiempos recientes, hasta Australia y la inmensidad del Pacifico. Sin embargo, el buen fruto misional ha sido obstaculizado por sentimientos monopolistas o exclusivistas. Por consiguiente, las familias y congregaciones religiosas evitarán el escollo de considerar como «posesión propia y exclusiva» una parte de la viña del Señor (n. 24 y 25). (¿Quién no habrá pensado, al releer estas palabras del Pontífice, en la primera evangelización del Japón, correspondiente a finales del XVI y primeros años del XVII, o en las disputas sobre los ritos malabares, en el Subcontinente indio, o en otros ejemplos parecidos?). Un objetivo primordial de toda misión debía ser la constitución de un abundante clero indígena (nn. 30-39) -continuaba el Papa- sin rebaja alguna con respecto al clero europeo, de modo que esos sacerdotes pudieran encargarse, a su debido tiempo, del gobierno de la Iglesia en las nuevas circunscripciones eclesiásticas. Además, el Pontífice recordaba que los misioneros no eran embajadores de sus países de origen, sino sólo de Cristo. Debían soslayar, por consiguiente, el peligro de equipararse a benéficos colonizadores. Tenían que olvidar, a toda costa, los sentimientos nacionalistas (nn. 43-48), y ofrecer una imagen de desprendimiento y de pobreza, a la altura de los fines sobrenaturales pretendidos. El Pontífice también reclamaba una buena preparaci6n intelectual y pastoral de los misioneros, el estudio de las lenguas indígenas, la santidad de vida, la confianza en Dios, etc. ¿En qué contexto se inscribía esta Misionología propugnada por Benedicto XV? El marco sociológico de la encíclica venia definido por los grandes trasvases demográficos intercontinentales. El Tratado de Versalles, de 28 de junio de 1919, había liquidado el Imperio colonial alemán, y había consolidado el inglés, el francés y el estadounidense. También era un hecho la desmembración de los Imperios turco y austro-húngaro, como lo era así mismo la aparición del Imperio soviético. La migración europea hacia los Estados Unidos, Brasil y el Rio de la Plata, iniciada a mediados del siglo XIX, había adquirido unas dimensiones insospechadas, al sumarse a los clásicos emigrantes irlandeses, italianos, portugueses y españoles, los emigrantes alemanes y los europeos del Este. Los números eran, en efecto, extraordinarios. Se calcula que solo a Brasil y Argentina llegaron, entre 1870 y comienzos del siglo XX, unos tres millones de inmigrantes. En 1900, Latinoamérica, incluido el Caribe, contaba ya con unos 60 millones de habitantes; su población, pues, se había incrementado un 50% en treinta años, pasando de 40 millones a 60. Ya a finales del siglo XIX había comenzado una fuerte inmigraci6n alemana, dirigida, sobre todo, al Brasil, que aumentó al finalizar la Gran Guerra. Con todos estos datos solo pretendo señalar que la encíclica de Benedicto XV, redactada en aquel contexto de trasvases demográficos continentales, recordando la necesidad de incrementar el clero autóctono y de orillar cualquier asomo de «nacionalismo misional», tuvo un impacto americanista notable y, por consiguiente, fue leída, a ambos lados del Atlántico, con respeto y atención. De Pio XI es la encíclica «Rerum Ecclesiae», de 28 de febrero de 1926, la segunda de las piezas de la moderna Misionología, escrita, en parte, para impulsar las vocaciones misioneras, animando a los Obispos europeos a que, con generosidad, se desprendieran de algunos de sus sacerdotes en bien de otras latitudes (nn. 36-42). Esto estimuló un gran fervor misionero en muchos países europeos, que no es el momento de relatar aquí. También señalaba Pio XI la importancia de contar con abundante clero indígena (nn. 66-84): «Debéis proveer a vuestras Misiones de clero indígena -decía-, en orden a la propagación de la fe y aun al gobierno de las nuevas cristiandades, como si ningún auxilio de misioneros hubieseis de recibir de fuera» (n. 84). E implicaba en la tarea misional a los religiosos estrictamente contemplativos (nn. 106-112). Respondiendo al llamamiento pontificio se establecieron monasterios de trapenses y carmelitas en tierras de misión. Los frutos de la encíclica fueron alentadores. Durante el pontificado de Pio XI, los sacerdotes misioneros pasaron de doce mil a dieciocho mil; se crearon unas trescientas nuevas circunscripciones misioneras; y se multiplicó por dos el número de los católicos en tierras de misión. En muchos lugares se produjo, poco a poco, la transición de una Iglesia misionera a una Iglesia plenamente institucionalizada. Pio XI nombró patrona universal de las misiones a Santa Teresita de Lisieux, por él canonizada en 1925. La tercera gran encíclica misional es la «Evangelti praecones», de Pio XII, que data del 2 de junio de 1951. Este documento vio la luz con ocasión del vigésimo quinto aniversario de la Rerum Ecclesiae, de Pio XI. Es importante recordar que Pio XII, siendo todavía Cardenal, había viajado a Argentina, en 1934, para presidir el Congreso Eucarístico Internacional, y que conocía bien la vida católica del Cono Sur. Su encíclica se publicó poco después de que la Segunda Guerra mundial hubiese devastado las misiones asiáticas. El Papa se lamentaba de tales desgracias, al tiempo que recordaba, con mucha confianza en Dios, que la sangre de los mártires es siembra de futuras vocaciones. Entre las zonas del planeta todavía poco misionadas, Pio XII se refería expresamente a las «regiones interiores de América Latina, teniendo bien sabido –decía- qué peligros y a cuántas insidias están expuestos [los operarios apostólicos] por parte de los errores de los no católicos, que se difunden, ya abierta, ya solapadamente» (n.18). Este comentario aludía a la expansión de la actividad protestante, promovida por los misioneros evangélicos que, al igual que los católicos, habían tenido que abandonar sus misiones asiáticas a causa de la ocupación japonesa. Las cifras eran, en efecto, preocupantes: en 1890 había, en América Latina, unos 50.000 adherentes a confesiones protestantes; en 1925, cerca de medio mill6n; en 1952, cuando el Papa redactaba su encíclica, se había llegado casi a los tres millones y medio, sobre un total de unos ciento tres millones de habitantes. Pio XII recordaba también la importancia del clero nativo (n. 25) y sugería la cooperaci6n de los seglares y de la Acción Católica en la labor misional (nn. 29ss.). Se detenía en la cuesti6n social, con una referencia a las doctrinas comunistas «que se difunden por todas partes», decía; y señalaba el deber, que incumbía también a los misioneros, de mitigar las penalidades y miserias de los fieles, y de remediar, de alguna forma, las injusticias sociales (n. 48). Muy importante nos parecen los puntos dedicados a la inculturación (nn.58-62), con palabras que se leerían con provecho todavía en nuestros días. Ni que decir tiene, que el Papa no empleaba todavía este neologismo. La extensa y detallada Constitución «Exsul Familia», publicada al año siguiente, el 1 de agosto de 1952, proporcionó indicaciones precisas y complementarias acerca de la atención de los emigrantes, con especial referencia a los italianos y alemanes emigrados a América después de la Segunda Guerra mundial. Un hecho llama la atención: las tres encíclicas que acabo de presentar deben leerse en su contexto histórico. La primera y la segunda se inscriben en el marco de la hecatombe sufrida por los imperios centrales europeos y las avalanchas migratorias europeas hacia nuevas tierras. La Santa Sede quería evitar, a toda costa, una especie de "colonización católica", que pudiese abocar a una errónea comprensión euro-centrista de la Iglesia. Más tarde, cuando la emigración explotó nuevamente (a Venezuela emigraron 345.000 extranjeros, especialmente italianos, españoles y portugueses, en 1953), el temor a los guetos o bolsas de católicos no asimilados, atendidos por pastores connacionales, todavía preocupó más a la Santa Sede, y de ello se haría eco Pio XII.
La insistencia de los tres Papas en formar un clero nativo, que pudiese sustituir con ventaja a los misioneros europeos y ocupar los cargos de gobierno de las futuras diócesis, fue también una constante, que todavía hoy debe tomarse en consideración.
Finalmente, sobre todo a partir de Pio XII se aprecia una mayor insistencia en las actividades sociales promovidas por los misioneros, a fin de frenar el avance de las utopías marxistas. La confianza en la colaboraci6n de los laicos, especialmente en estas tareas de carácter social y educativo, particularmente de los fieles asociados en la Acción Católica, fue señalada por Pio XI y recordada por Pio XII.
Unas palabras todavía acerca de la última encíclica preconciliar, la «Princeps pastorum» de Juan XXIII, publicada en 1959 con motivo del cuadragésimo aniversario de la enciclica Maximum illud, de Benedicto XV. Se trata de un documento práctico, con una breve introducción doctrinal de escaso relieve, reveladora del ansia que consumía a Juan XXIII por que la fe llegase a todos los rincones del mundo.
El tema central de la encíclica es el clero local, es decir, el fomento de las vocaciones sacerdotales autóctonas, promovidas por los misioneros. También estimula Juan XXIII los estudios de Misionología, recordando la creación de la Universidad Romana de Propaganda Fide, ahora Pontificia Universidad Urbaniana. Tales estudios parecen muy necesarios para la preparación de los misioneros y para la adecuada acogida de los elementos culturales propios de las regiones donde ellos desarrollen su ministerio. Por último, insiste también en la participaci6n del laicado en las tareas misioneras, sobre todo del laicado nativo, como ya habían subrayado Pio XI y Pio XII.
El Concilio Vaticano II
El 7 de diciembre de 1965, los padres conciliares aprobaron el decreto «Ad gentes», promulgado por Pablo VI. El documento, que comenzó siendo meramente disciplinar y práctico, fue enriqueciéndose, durante su elaboración, con notables aportaciones de orden doctrinal. Tales principios se hallan recogidos en el capítulo primero (nn. 2-9), donde se subraya que la Iglesia peregrinante es, por naturaleza, misionera; que tal condición tiene su origen en la misión del Hijo y del Espíritu Santo, siendo como una prolongación de éstas dos misiones; y, por consiguiente, que el designio universal de Dios para la salvación del género humano dimana del amor Fontal o caridad de Dios Padre. El decreto pasa revista a la praeparatto evangélica, consistente en las diversas iniciativas religiosas de los hombres de todos los tiempos, que necesitan ser iluminadas y saneadas por Dios providente, para que se abran a la gracia de Cristo. En tal contexto se inscribe, primero la Encarnación, como misión visible del Hijo, y las misiones visible e invisible del Espíritu Santo, que impulsan desde dentro la expansión de la Iglesia hacia su plenitud. La actividad misionera tiene dos momentos (comienzo o implantación, y novedad o juventud), pero no termina nunca: tendrá que proseguir a lo largo de la historia, hasta el fin de los tiempos. Por consiguiente, aunque la misión entre los gentiles difiera de la actividad pastoral que hay que realizar con los fieles, y de las iniciativas para restaurar la unidad de los cristianos, estas tres vertientes están íntimamente unidas y constituyen como aspectos complementarios de la única misión recibida por la Iglesia, de anunciar el Evangelio a todos los hombres, entre la primera y segunda venida de Cristo. «Ad gentes» es, pues, un desarrollo de los contenidos de «Lumen gentium», en el sentido de que ofrece una perspectiva complementaria para una mejor comprensión de dos figuras de la Iglesia, aparentemente antagónicas: Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo que se configura en Pueblo, porque peregrina en la historia. No hay dialéctica entre ambas categorías. Como Pueblo que peregrina y que se enriquece por la agregación de nuevos fieles, la Iglesia ha conocido y conoce momentos de kénosis, es decir, de abatimiento o retroceso, y momentos de euforia y expansión, y tan solo alcanzará la plenitud al final de los tiempos. En el tiempo intermedio o histórico se completa lentamente el Cuerpo de Cristo, en la medida en que crece como Pueblo; por ello, la Iglesia se ve como acuciada por la necesidad de consumar la historia. (Es el tema, tan repetido por la patrística y posteriormente recogido por la catequesis bajomedieval y renacentista, acerca de las sillas vacías del cielo, abandonadas por los ángeles rebeldes, que deberán ser ocupadas por los hombres que se salven, hasta que se cumpla el número de los elegidos). El progreso especulativo con relación a «Maximum illud» es notab1e. Las fundamentos misionológicos de Benedicto XV, remitiendo al colofón del Evangelio según San Marcos, han adquirido en el Vaticano II, después de casi medio siglo de reflexión teológica, una mayor riqueza doctrinal. De este modo, la Misionología ha quedado enmarcada en la encrucijada histórico-escatológica de la Iglesia, y se ha establecido el nexo adecuado entre Eclesiología y Misionología.
Después del Concilio: el pasaje de «misión» a «evangelización»
Un documento que merece una atención especial, por su trascendencia doctrinal, es la exhortación apostólica de Pablo VI «Evangelii nuntiandi», de 1975. Este documento pontificio, que se lee en una cierta continuidad con las cuatro encíclicas constituyentes de la Misionología, antes enumeradas, es, sobre todo, un desarrollo a partir del decreto «Ad gentes» y de la nueva Eclesiología que se abría paso después el Vaticano II y como consecuencia de éste. Se trata, evidentemente, de un documento de mayor calado teológico que las cuatro encíclicas preconciliares. En esta exhortación se observan algunos cambios de perspectiva importantes, con relación a las encíclicas citadas; la Evangelii nuntiandi denota, en efecto, una honda recepción del Vaticano II, que el mismo Papa reconoce, cuando destaca que el documento se publica en el décimo aniversario del Concilio. Las trazas del Vaticano II son detectables, en primer lugar, por la desaparición de los términos «misión », «misionar» y otros derivados, sustituidos sistemáticamente por «evangelizar» y «evangelización». También se advierte el influjo de «Ad gentes» en el marcado carácter cristológico del documento, que se refiere a Cristo como «el primer evangelizador», ungido por el Espíritu del Señor. Se subraya, al hilo del espíritu conciliar, que «evangelizar» consiste en «anunciar el Reino». Se pone de relieve, además, que las comunidades cristianas son, a la vez, evangelizadas y evangelizadoras, es decir, que la evangelización tiene un sentido activo y pasivo. Se concluye, por último, que la evangelización es la tarea propia de la Iglesia. Es innegable que Evangelii nuntiandi ha tenido una intensa y extensa repercusión en América Latina. Quizá haya sido el documento de mayor impacto, en los últimos lustros, después de los documentos emanados por el propio Concilio. Por ello, el Cardenal López Trujillo diría, años más tarde, que el Sínodo sobre la Evangelización, celebrado en 1974, del que brotó Evangelii nuntiandi, «fue un Sínodo de impronta latinoamericana ». Casi al comienzo de Evangelii nuntiandi aparece citada la «liberacion», palabra entonces en boca de todos. Tal noción se asoma en el contexto de la salvación anunciada por Cristo y operada por su vida, pasión, muerte y resurrección (n. 9). «Este reino y esta salvación [. . .] pueden ser recibidos por todo hombre, como gracia y misericordia, pero, a la vez, cada uno debe conquistarlos con la fuerza [. . .], con la fatiga y el sufrimiento, con una vida conforme al Evangelio, con la renuncia y la cruz, con el espíritu de las bienaventuranzas» (n. 10). Ante todo, pues, la liberación debe alcanzarse con la radical conversión interior. A partir de este presupuesto, el documento aborda la evangelizaci6n de las culturas, el testimonio cristiano, el anuncio explícito del Evangelio, etc. De especial importancia, en el contexto histórico en que Pablo VI dio a conocer su documento, son los números 33 y 34, en los que se define con precisión qué sea la «liberación evangélica»: tal liberación no se reduce a la simple y estrecha dimensión económica, política y social o cultural, aunque tampoco queda circunscrita al terreno religioso, desinteresada de los problemas temporales del hombre. En todo caso, la Iglesia «rechaza la sustitución del anuncio del reino por la proclamaci6n de las liberaciones humanas y proclama también que su contribución a la liberación no sería completa si descuidara anunciar la salvación en Jesucristo» (n. 34). Finalmente, se excluye la violencia para la mejora de las estructuras, sobre todo si la violencia consiste en apelar a las armas (n. 37). En todo caso, las expresiones que acabo de citar, referidas a su concreto contexto, es decir, pronunciadas en el marco de la primera generación de la Teología de la Liberación, supuso una orientación preciosa, que algunos han denominado un «recentramiento capital» de las teologías latinoamericanas. Pasemos ahora a Juan Pablo II. Su encíclica «Redemptoris missio», de 7 de diciembre de 1990, es la primera encíclica directamente misionera, redactada después del Vaticano II, y enlaza con las cuatro encíclicas del mismo género, publicadas por Benedicto XV, Pio XI, Pio XII y Juan XXIII. No debe olvidarse, sin embargo, que sus antecedentes inmediatos son el Decreto conciliar Ad gentes y la exhortación Evangelii nuntiandi. De particular relieve, para nuestro tema, es el capítulo II de Redemptoris missio (nn. 12-20) dedicados al Reino de Dios. También son destacables el n. 51, sobre las «comunidades de base », descritas como fuerza evangelizadora; y el largo y denso n. 52, sobre «la encarnación del Evangelio en las culturas ». Estos dos últimos números tienen a la vista problemas teológicos y pastorales suscitados principal, aunque no exclusivamente, en América Latina. Llegamos finalmente a la reciente exhortación apostólica «Ecclesia in America», del 22 de enero de 1999, que se enmarca también en el contexto de la misión ad gentes, aunque se escribe específicamente para América, tomada como un continente unitario. Todos los temas teológicos y pastorales que han interesado a los teólogos y pastores americanos, tanto latinoamericanos, como del Caribe y la América anglófona del Norte, son aquí recibidos y, debidamente depurados, acogidos. Ante todo, Juan Pablo II recuerda a América que ella está llamada a la «misión fundamental evangelizadora » (n. l), es decir, que no debe considerarse sólo con derecho a ser evangelizada, sino que debe tomar la iniciativa, llevando la evangelización a todos los hombres y mujeres que habitan en propio suelo americano. En esto vemos una continuidad, sin solución, con Evangelii nuntiandi. Así mismo el Papa hace hincapié en que la Iglesia, desde la misión religiosa que le es propia, debe «impulsar un espíritu solidario entre todos [los pueblos que forman el Continente]» (n. 5). Finalmente, remitiendo a Evangelii nuntiandi (cf., por ejemplo, el n. 2 y lugares paralelos de esta exhortación), Juan Pablo II insiste en que no se trata de «una reevangelización, sino más bien de una evangelización nueva. Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión » (n. 6), tema que el Papa ya había desarrollado, con anterioridad, en múltiples ocasiones. La nueva evangelizaci6n debe partir de un encuentro con Jesucristo vivo. No debe olvidarse, tampoco, el papel de Santa María en la evangelización del Continente. Por ello el Papa determina que la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, «Madre y Evangelizadora de América» se celebre en todo el Continente (n. 11). Insiste, también, en que las Iglesias locales no pierdan la memoria de los santos y beatos americanos, frutos de santidad de la tarea evangelizadora llevada a cabo en América. Pasa finalmente a desarrollar el tema de la evangelizaci6n en los distintos ámbitos de la vida social, política, económica y cultural del mundo americano, con valiosas observaciones en cada caso, de inmediatas repercusiones pastorales. De especial trascendencia pastoral es el capítulo VI, sobre «la misión de la Iglesia hoy en América: la nueva evangelización» (n. 66-74), donde el Pontífice ofrece perspectivas de análisis y de reflexión, que exceden con mucho las pretensiones de este escrito. He aquí, sin duda, un programa de reflexión teológica, con hondas implicaciones espirituales y pastorales que habrá de tener una notable influencia en los próximos años.
Documentos pontificios referidos expresamente a América Latina
Pasemos ahora a los documentos pontificios que directamente tuvieron a América Latina por objeto. Ya hemos dicho que son muy abundantes; más en la segunda etapa, desde el Vaticano II a nuestros días, que en la primera. Como son tantos, vamos a prestar atención solo a algunos que nos parecen de mayor relieve, siguiendo, lógicamente, un orden cronológico.
San Pio X
San Pio X dirigió una carta a los Obispos del Perú, ya en 1906, instándoles a que se reuniesen en sínodo trienalmente, siguiendo las disposiciones del Concilio Plenario Latinoamericano de 1899. Màs nos interesa, sin embargo, la encíclica «Lacrimabili statu Indorum», de 7 de junio de 1912, remitida al episcopado de América Latina, sobre la necesidad de mitigar la deplorable condición en que se hallaban los indios de América del Sur. Esta encíclica de 1912 era un canto profético que se retrotraía al Papa Benedicto XIV, sin duda uno de los Pontífices más destacados de los tiempos modernos. Benedicto XIV, en efecto, había publicado, en 1741, su carta «Immensa Pastorum», lamentando la triste suerte de los amerindios (en latin: Indi) esclavizados, incluso por «tratantes» católicos («homines orthodoxae Fidei cultores»), o vendidos como esclavos, a pesar de los esfuerzos desplegados por la Sede Apostólica para evitarlo. (Es evidente que se referiría a los tratantes que actuaban en la zona fronteriza entre Luso-américa e Hispanoamérica, en las latitudes del Paraguay). Partiendo del diagnóstico de Benedicto XIV, Pio X constataba que la esclavitud había poco a poco remitido y que su abolición oficial en el Brasil y en otros países (Cuba, Puerto Rico y Paraguay), había tenido lugar entre 1870 y 1888, en buena medida, a instancias de la Iglesia ante los gobernantes de esos países. No obstante, a pesar de haber mejorado la condición de los amerindios y afroamericanos, Pio X reconocía que quedaba todavía mucho por hacer. El Papa se lamentaba, entre otras desgracias, de que todavía fuesen marcados al fuego o azotados, por motivos fútiles o por pura sevicia, o apresados sin motivo o, incluso, exterminados masivamente. Reconocía que muchas tribus habían sido tan diezmadas en pocos años y que prácticamente habían desaparecido. Así mismo denunciaba la captura de mujeres y de niños, para someterlos a todo tipo de infamias, que superaban con mucho, las torpes bajezas de los pueblos paganos. Constataba que los gobiernos de las naciones intentaban frenar tales excesos, aunque nada podían en los territorios más alejados de los centros de decisión. Por todo ello, San Pio X animaba a los misioneros allegar hasta esos lugares tan apartados, al tiempo que instaba a la jerarquía eclesiástica a instruir a los fieles católicos, especialmente a los candidatos al sacerdocio, sobre la necesidad de practicar la caridad cristiana con todos los hombres, sin distinci6n de nación o de color, tratando a todos como verdaderos hermanos, no sólo de palabra, sino también con obras. La enciclica terminaba con un anatema terrible: «Nos, condenamos y declaramos culpables de crimen abominable a quienes osen reducir a esclavitud a los indios, venderlos, comprarlos, cambiarlos, entregarlos a otros, separarlos de sus esposas e hijos, expoliarlos de sus bienes y posesiones, alejarlos de sus tierras, llevarlos a lugares extraños, en fin, privarlos de su libertad, en todas sus formas, y retenerlos en cautividad». San Pio X no estaba mal informado. En el Brasil, por ejemplo, se observaban intentos de restaurar el régimen esclavista, por motivos meramente económicos. Y en el Chaco, los misioneros denunciaban, todavía a finales del siglo XIX, una caza sin cuartel contra el indio. Las grandes misiones argentinas entre los patagones, promovidas por los salesianos; las misiones franciscanas en el Chaco; y las misiones capuchinas en el interior del Mato Grosso, iniciadas a partir 1883, recibieron un notable impulso y se consolidaron al socaire de esta encíclica. Terminada la «campana del desierto» y la guerra contra los patagones, en 1879, y después de la capitulación de los últimos jefes indios en 1884, los salesianos pudieron comenzar su evangelización de la Patagonia septentrional y Central, y de la Tierra de Fuego. Así mismo, los franciscanos pudieron restablecer sus reducciones en el Chaco, después de la terrible guerra de 1860 a 1870. Estos misioneros debieron de informar a la Santa Sede de la persecuci6n sistemática que sufrían los indios de tales regiones. De hecho, tenemos noticias de genocidios en el Chaco hacia 1892. Otro tanto se podría decir de las tierras interiores del Brasil.
Pio XI
De Pio XI es sumamente importante su magisterio para los mexicanos durante las dos guerras cristeras. Como se recordará, la situación mexicana, muy complicada ya a primeros de 1926, siguió endureciéndose, hasta que los obispos decretaron, el 31 de julio de 1926, la suspensión de cultos en toda la República. Los primeros levantamientos comenzaron ese mismo día, aunque la explosi6n cristera no tuvo lugar hasta enero de 1927. Los arreglos, en los que tan decisivamente intervino como mediador el financiero norteamericano Dwight Morrow, nombrado embajador en México, llegaron a finales de junio de 1929. Habían transcurrido dos años y medio de combates, tensiones, venganzas, odios y rencores, y extremismos de todo tipo, como corresponde a esas situaciones incontroladas en las que lo político, las reivindicaciones sociales y los sentimientos religiosos y antirreligiosos se mezclan. La intervención de Pio XI en este asunto fue difícil y comprometida, pero de una exquisita prudencia. Ya el 2 de febrero de 1926, antes del levantamiento cristero, había escrito una carta apostólica al Arzobispo de México, Mons. José Mora y del Rio, y a los demás prelados mexicanos, titulada «Paterna sane sollicitudo», donde se lamentaba de la hostilidad de las leyes y decretos del gobierno mexicano contra la Iglesia y los ciudadanos mexicanos católicos, y, sobre todo, de la decisión de no readmitir en México al Delegado Apostólico de la Santa Sede, que se había ausentado una temporada por razones de salud. Pio XI deploraba, también, que el gobierno mexicano intentase crear una «Iglesia nacional », de carácter cismático, Sin embargo, y después de animar a los católicos a propagar lo más posible la Acción Católica, como remedio saludable contra las leyes antirreligiosas, les recordaba que debían mantener las cuestiones religiosas al margen de la política, para no dar pie a que las autoridades confundieran a la Iglesia católica con una facción política. Prohibía, por consiguiente, que los católicos mexicanos, en cuanto tales, se constituyeran en un partido político. También prohibía al clero intervenir directamente en política y en cualquier actividad contraria a su condición clerical. El 18 de noviembre de 1926, pocas semanas antes de la explosión cristera, escribía Pio XI una encíclica, titulada «Iniquis afflictisque», a todos los prelados del mundo, informando «de asperrima rei catholicae condicione in foederatis Mexici civitatibus» 34 (sobre la durísima situación de las cosas católicas en los Estados Unidos de México). Después de un somero repaso a las incontables persecuciones sufridas por la Iglesia a lo largo de la historia, y de recordar algunos acontecimientos importantes de la Revolución mexicana, como los atropellos de 1914-15 y las leyes contrarias a la religión, informaba al mundo católico de la suspensión del culto, decretada por los obispos mexicanos el 31 de julio de 1926, y de la incautación, por parte de las autoridades mexicanas, de todos los lugares destinados al culto católico. Seguidamente narraba cómo la Iglesia mexicana afrontaba la nueva situación, resistiendo de modo heroico. (Esta carta, sumamente prudente, relata con gran dolor la persecuci6n sufrida por los católicos mexicanos, evitando cualquier expresión que pudiese soliviantar los ánimos de los católicos, provocando levantamientos armados. Aunque éstos ya habían comenzado, el Papa los pasó por alto). Finalmente, el 21 de junio de 1929 llegaron los «arreglos». Saliendo al paso de algunas críticas, que interpretaban los «arreglos» como una capitulación del Pontífice, que habría abandonado a los católicos a su peor suerte, Pio XI escribió otra encíclica, la «Acerba animi», de 29 de septiembre de 1932, justificando su decisión de aceptar los arreglos de 1929. El Pontífice reconocía que, a pesar de todo, la persecución continuaba. No obstante, instaba a la paciencia, a mantener el culto, en la medida de lo posible, y a someterse «materialmente» a las disposiciones vigentes, aunque fuesen injustas, para que, antes o después, la situación de dificultad pudiera superarse, sin dejar, entre tanto, al pueblo sin culto por largo tiempo. Este sometimiento «material» no debía interpretarse como una claudicación, es decir, como una «formal » aprobación de unas leyes inicuas, pues la Santa Sede y la jerarquía mexicana no habían cesado de denunciar constantemente la situación. Estos consejos, por otra parte, no significaban ninguna novedad. La Santa Sede ya se había manifestado en términos análogos, con relaci6n a los católicos franceses, en dificultad con la Tercera República, y respecto a los católicos italianos, después de la unificación italiana. Bien es verdad que los matices son importantes, y no se habían expresado exactamente del mismo modo todos y cada uno de los Pontífices Romanos, desde Pio IX a Pio XI.
Al término de la encíclica, Pio XI concluía con una tajante aseveración, que no puede pasarse por alto: «Haec est certa prorsus ac tuta catholica doctrina» (esta es la doctrina católica totalmente cierta y segura). Evidentemente se refería a la resistencia pasiva, y a la aplicación, en el caso mexicano, de lo que podríamos denominar el principio del «mal menor y el bien posible». En otros términos: era preferible un sometimiento material a unas disposiciones injustas, tolerándolas, antes que llegar a la situación extrema de que el pueblo quedase privado, por largo tiempo, de toda asistencia espiritual.
Al aceptar los arreglos y llamar al sometimiento material de los católicos mexicanos, se mostraba coherente y en continuidad con el magisterio pontificio de sus antecesores León XIII y San Pio X. Condenaba, pues, toda violencia, entendida como recurso supuestamente legitimo para superar situaciones de persecución e injusticia; y prohibía, así mismo, a los católicos que se organizasen corporativamente, como si fuesen una facción política más. Años más tarde, en 1968, Pablo VI recordaría esta misma doctrina en Bogotá.
Solo en casos muy extremos, la resistencia a los poderes injustos podría justificar actuaciones corporativas más contundentes por parte de los católicos; pero, siempre en el sobre entendido de que tales actuaciones fuesen licitas. En última instancia, Pio XI, después de atenta reflexión, recordaba a los mexicanos el comportamiento de las primeras comunidades cristianas, particularmente las enseñanzas de San Pablo, vertidas en su epístola a Filemón.
Algunos años más tarde, el 28 de marzo de 1937, volvía sobre el tema con una nueva encíclica, titulada «Firmissimam constantiam» en plena segunda guerra cristera, por así decir, que tuvo un carácter menos religioso y más agrarista, por lo menos, en muchas zonas de la República. Por ello la encíclica, además de centrarse directamente en el desarrollo de la Acción Católica en México y en la formación del clero mexicano (proponiendo la salida al extranjero de los seminaristas), no olvidaba estimular el sentido social de los católicos.
Meyer ha escrito, con relación al fin de la primera guerra cristera: «En 1925 [Pio XI] había prohibido a los católicos que hicieran política; de 1926 a 1929 había negociado, en 1929 aceptaba el modus vivendi, prefiriendo así resignarse a lo peor». Esta lectura coincide con la de muchos protagonistas de los hechos. Por ella, la aceptación de los «arreglos» resultó tan dura para tantos católicos. Sin embargo, y a nuestro entender, la posición de Pio XI no podía ser otra.
Un párrafo, casi al final de la encíclica, habría podido tener repercusiones imprevisibles, de haber sido escrito años antes. Afortunadamente, la política de Lázaro Cárdenas no era ya tan agresiva contra la Iglesia como lo había sido la de Plutarco Elías Calles..., y los católicos, todavía en medio de grandes penalidades, estaban más serenos. En tal contexto, el Papa escribió que, no obstante la ilicitud de toda insurrección o violencia contra los poderes (legítimamente) constituidos, «cuando llegara el caso de que tales poderes se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir los mismos fundamentos de la autoridad, no se podría condenar que los ciudadanos se uniesen para defender la nación y defenderse a sí mismos, por medios lícitos y apropiados, contra aquellos que se valiesen del poder público para llevar a la ruina a su propio país».
Pio XII
Pio XII inaugura una nueva etapa de la solicitud pastoral del pontificado romano por América, sobre todo por Latinoamérica, no sólo por el número de sus intervenciones (treinta y cuatro mensajes, alocuciones, cartas, radiomensajes o discursos), sino por la nueva perspectiva de su gobierno. Debe destacarse, ante todo, su radiomensaje de la Navidad de 1945, donde el Pontífice reconocía que debía cancelarse toda perspectiva excesivamente euro-centrista de la Iglesia, pues «muchos países, en otros continentes, han rebasado -decía- hace no poco tiempo la etapa misionera de su organización eclesiástica; y son gobernados por una jerarquía propia y dan a toda la iglesia bienes espirituales y materiales, mientras antes únicamente los recibían ». También sobresale su Carta apostólica del 29 de junio de 1955, con ocasión de la Conferencia de Obispos de Latinoamérica, que se iba a celebrar en Rio de Janeiro, en la que señalaba las tareas que debía abordar esa Asamblea episcopal: elaborar un plan pastoral conjunto para todo el continente sudamericano, promover la inmigración de sacerdotes procedentes de otras latitudes, que no debían ser considerados extranjeros; defender la fe católica de los adversarios (citaba expresamente la masonería, el protestantismo, las diversas formas de laicismo, las superstición y el espiritismo); y, como cuestión de la máxima urgencia, prestar la debida atención pastoral a la inmigración.
Pablo VI
El corto pontificado de Juan XXIII, de cinco escasos años de duración, cuenta con seis intervenciones destacables, entre ellas una alocución al CELAM, reunido en Roma en noviembre de 1958. Pero, en aras a la brevedad, vayamos al pontificado de Pablo VI. Pablo VI se dirigió frecuentemente a los pueblos latinoamericanos. Hemos contado noventa intervenciones, de distinto rango, expresamente dirigidas a Latinoamérica. Él realizó el primer viaje papal a América, con ocasión de la Conferencia General de Medellín y del Congreso Eucarístico Internacional de Bogotá, del 22 al 24 de agosto de 1968; y, además, estuvo muy atento a la recepción en América Latina, no sólo del Concilio Vaticano II, sino también de dos de sus encíclicas: la Populorum progressio, de 1967, y la Humanae vitae, de 1968. La recepci6n de la Populorum progressio merece alguna especial atención. Esta encíclica estaba pensada, sobre todo, para América Latina y África, como se reconoce en el preámbulo, cuando Pablo VI cita expresamente su propio viaje a Latinoamérica, llevado a cabo en 1960, siendo todavía Arzobispo de Milán. Nadie ignora la interpretación sesgada de que fueron objeto los números 30 y 31, de esta carta magna de la descolonización; ni las importantes consecuencias que se derivaron de esas interpretaciones unidimensionales. Pero, este ha sido tema ya estudiado en distintos foros culturales y no me corresponde volver sobre ello. Aquí nos limitaremos a señalar la trascendencia de su discurso del 23 de agosto de 1968, por la tarde, en la Jornada del Desarrollo; discurso profético, a nuestro entender, porque señalaba la espiral de violencia que el recurso a la fuerza iba a desencadenar. Las palabras de Pablo VI pudieron sonar a conservadoras y paternalistas, a oídos de algunos, pero la historia, que es juez inapelable, ha demostrado, al cabo de los años, que la violencia solo engendra violencia, y que la destrucción produce nuevas destrucciones, abriendo surcos de odio, después difícilmente restañables. Pablo VI se situaba, al fin y al cabo, en la misma perspectiva que Pio XI, aunque en un contexto social y político diferente. Como ya se ha dicho con anterioridad, Pablo VI volvería, en su exhortación Evangelii nuntiandi (n. 37), de 1975, es decir, siete años después de haber visitado Colombia, a descalificar la violencia como legítimo «camino de liberación».
Juan Pablo II y América Latina
Ya señalé, más arriba, que el magisterio de Juan Pablo II con relación a América Latina es abundantísimo. En primer lugar sus intervenciones ordinarias (presentación de embajadores y discursos a los obispos en visita ad limina, palabras a la Pontificia Comisi6n para América Latina y mensajes al CELAM, alocuciones a grupos de peregrinos y saludos a diferentes personalidades, etc.). Ademàs, debe destacarse su presencia física en el Continente de la esperanza, con quince viajes pastorales realizados hasta ahora (1999), en veinte años de pontificado. Puestos a elegir, y dado que sus intervenciones en las dos Conferencias de Puebla y Santo Domingo van a tener un tratamiento propio, vamos a limitarnos ahora a dos documentos doctrinales del mayor relieve: las instrucciones de la Congregaci6n para la Doctrina de la Fe, aprobadas por el Santo Padre, tituladas «Libertatis nuntius», de 1984, y «Libertatis conscentia», de 1986. A comienzos de la década de los ochenta, la Teología de la liberación había iniciado una nueva singladura, que los expertos han denominado su segunda etapa. Esta evolución venia impuesta, evidentemente, por la exhortación Evangelii nuntiandi, que había señalado los límites de un análisis teológico que no guardase el oportuno equilibrio y la debida jerarquía entre las dos vertientes de la liberación: la sobrenatural y la histórica. Por consiguiente, después de Evangelii nuntiandi y, sobre todo, después de las Conclusiones de Puebla, se imponía una perspectiva más teológica, unos planteamientos gnoseológicos de mayor altura, con las excepciones que toda generalización exige. Es preciso reconocer que la instrucci6n Libertatis nuntius de 6 de agosto de 1984, fue recibida polémicamente. Con todo, y es preciso recordarlo, Libertatis nuntius se presentaba a si misma con mucha modestia y discreción. No pretendía un análisis completivo de la liberación; solo quería ser una llamada de atención. No ansiaba tampoco desautorizar la opción preferencial por los pobres, sino simplemente sugerir nuevos caminos que superasen algunos escollos teológicos. Y, además, anunciaba un segundo documento, que llegó en 1986, al que después ha seguido la encíclica Redemptoris missio, de 1990, que ya hemos presentado anteriormente. Como antes Pablo VI, la instrucción aprobada por Juan Pablo II en 1984 recordaba que «las exigencias de la promoción humana y de una liberación auténtica solamente se comprenden a partir de la tarea evangelizadora tomada en su integralidad»; y que «esta liberación tiene como pilares indispensables la verdad sobre Jesucristo el Salvador, la verdad sobre la Iglesia, la verdad sobre el hombre y sobre su dignidad» (n. XI, 5). Exigía, pues, una «presentación integral del misterio cristiano» (n. XI, 17), sin orillar aspectos de la doctrina que algunas teologías de la liberación habían atendido poco o incluso habían desconocido. Todo el debate quedaba reducido, en substancia, a la confesión auténtica de nuestra fe en el «Reino de Dios que, iniciado aquí abajo en la iglesia de Cristo, no es de este mundo, cuya figura pasa, y que su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia, de la técnica humanas, sino que consiste en conocer, cada vez más profundamente, las riquezas insondables de Cristo». La segunda instrucción, prometida en 1984, vio la luz el 22 de marzo de 1986, con el título «Libertatis conscientia». Libertatis conscientia tuvo mejor aceptación que su análoga anterior, y su recepción fue, al menos según las primeras apreciaciones, más fecunda. (De todas formas, la recepción más pacifica de la segunda se debió, en parte, a la reflexión suscitada por la primera). Reconoce Libertatis conscientia que, en adelante, ya no podrá orillar en la teología cristiana el tema de la «liberación», y que ello ha supuesto un indudable enriquecimiento de la especulación teológica. Es más, ese tema habrá que llevarlo hasta sus últimas consecuencias, tanto en el terreno de los principios como de la praxis cristiana. Libertatis conscientia es un documento macizo y denso, que traza unas coordenadas por las que puede avanzar la teología. Se ocupa, pues, no sólo de cuestiones estrictamente especulativas, propias de la Dogmática y la Moral, sino también de temas positivos, principalmente exegéticos, y de asuntos pastorales. En definitiva, es un documento riquísimo, nada coyuntural. De particular interés es su capítulo V, titulado «La doctrina social de la Iglesia: por una praxis cristiana de la liberación», que entronca con el dilatado magisterio de Juan Pablo II sobre cuestiones económicas, sociales y políticas: la anterior encíclica «Laborem exercens», que data de 1981, y las dos posteriores «Sollicitudo rei socialis», de 1987, y «Centesimus annus», de 1991.
Balance conclusivo
Hemos repasado cien años de pontificado romano en relación con América Latina, desde las declaraciones de San Pio X, hasta la última exhortación apostólica de Juan Pablo II. A efectos de una mejor sistematización, hemos dividido nuestra exposición en dos partes. De un lado, la evolución de las doctrinas misionológicas, desde la primera encíclica monográfica sobre el tema, de 1919, debida a Benedicto XV, hasta la exhortación Ecclesia in America, de Juan Pablo II. Por otro lado, y en una segunda instancia, hemos considerado diversos documentos pontificios, relativos a cuestiones puntuales americanas, que nos han parecido de interés, por aclarar cuestiones históricas de relieve, sometidas hoy a debate por la historiografía. En el primer grupo de intervenciones magisteriales, sobre la naturaleza y fines de la misión de la Iglesia, hemos comprobado un enriquecimiento progresivo de los contenidos teológicos de las intervenciones. El punto de inflexión se sitúa, a nuestro entender, en el Concilio Vaticano II. Hay un antes y un después en la Misionología, dividido por el decreto Ad gentes, de 1965. A partir de este documento, la Misionología queda anclada en sólidas bases cristológicas y eclesiológicas; se alcanza una armonización entre dos figuras de la Iglesia, aparentemente inconciliables: Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios; se descubre el sentido activo y pasivo de la evangelización; se inscribe la misión de la Iglesia en coordenadas histórico¬escatologicas, con especial referencia al advenimiento del Reino de Dios; decae el uso del término misión, que es sustituido por evangelización; y, finalmente, se distingue adecuadamente entre re-evange!izaci6n y nueva evangelización. De estas novedades teológico-pastorales participan los pronunciamientos magisteriales de Pablo VI y Juan Pablo II. Antes de éstos, la preocupaci6n de la Misionología se centraba casi exclusivamente en los problemas pastorales más inmediatos: la formación de clero autóctono, la atención de los inmigrantes sin incurrir en un nacionalismo misionero y cómo hacer frente, en América, a los problemas derivados del progreso de las confesiones protestantes o evangélicas. Ahora, atendiendo al reclamo de Ecclesia in America, toda la Iglesia americana está en camino evangelizador. El segundo grupo de documentos que hemos analizado tiene una vertiente más coyuntural y, quizá por ello, resulte más interesante para el historiador que para el teólogo. Hemos visto la denuncia profética de San Pio X contra el exterminio masivo y la esclavización de los indígenas americanos, las prudentes intervenciones de Pio XI en las dos guerras cristeras, la firme actitud de Pio XII contra toda forma eurocentrismo eclesiológico, las precisiones y prevenciones de Pablo VI sobre e1 recurso a la violencia como medio para superar las injusticias, las aclaraciones de Juan Pablo II sobre las teologías de la liberación, etc. En todo caso, y después de nuestro somero repaso al magisterio pontificio sobre América Latina en los últimos cien años, podemos concluir que la atención de la Santa Sede hacia América Latina ha sido constante, con un crescendo indiscutible; y que los Papas han estado siempre bien informados de los sucesos que acontecían y acontecen al otro lado del Atlántico, siguiendo con cercanía y con delicada solicitud pastoral los avatares de la vida cristiana americana.