SAN ALBERTO JOSÉ ANTONIO DE

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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(Tarragona, 1727; La Plata, 1804) Arzobispo, Religioso carmelita

Una vida fecunda

En la pequeña villa de Fresno, en la diócesis de Tarragona, España, nació José Antonio de San Alberto el día 17 de febrero de 1727. Muy niño aun ingresó en el Colegio Carmelita de Calatayud y a los quince años tomó el hábito de la Orden con el que había de ser amortajado a la hora de la muerte. Fue Lector de Artes y de Teología. Tenía treinta y nueve años cuando predicó, el 23 de octubre de 1766, en la catedral de Tarragona, la Oración fúnebre de la Reina Isabel Parnesio, madre de Carlos III. Por aquella época San Alberto ya había alcanzado gran fama en España y en el año 1778, el Rey le nombró Obispo de Córdoba. Después de obtener el permiso de los superiores de su orden, redactó en Madrid, con la premura y la anticipación que le dictaba su extremado celo pastoral, la primera Carta Pastoral destinada a sus fieles de Córdoba, impresa en España en el mismo año.

No habían pasado dos años completos cuando San Alberto llegó a la lejana Córdoba del Tucumán (1780) donde había de producir lo mejor de su obra intelectual, suscitada por el medio americano. No conforme con la primera Pastoral, escribió otra en la misma Córdoba el 19 de febrero de 1781 que fuera impresa en la Imprenta de Niños Expósitos en el mismo año. Inmediatamente se hizo cargo de los principales problemas de su diócesis y sus esfuerzos se concentraron en la fundación de las casas de niñas y niños expósitos, mientras en un alarde extraordinario de celo pastoral recorrió dos veces la inmensa extensión de la diócesis en los escasos cuatro años de su obispado.

La Carta Pastoral que escribió en 1783 como introducción a las Constituciones para las Casas de Niñas y Niños Huérfanos, constituye un verdadero y breve tratado de pedagogía cristiana. Casi simultáneamente, pensó y escribió en la ciudad de Córdoba su Carta Pastoral dirigida a los cordobeses, adjuntando su célebre «Instrucción acerca de las obligaciones que tiene un vasallo con su Rey» (1784) y que más tarde se dio en llamar «Catecismo Real», aunque he preferido la primera denominación dada por San Alberto. En esta Instrucción encontraremos lo esencial de su filosofía política, aunque también la hemos de recoger de otros escritos menos importantes.

En 1784 fue elevado al cargo de Arzobispo de Charcas y en 1786 ya le encontramos en La Plata, precedido, una vez más, por una Carta Pastoral (fechada en Córdoba, el 2 de mayo de 1784). Ese mismo año, ya electo Arzobispo de Charcas, pronunció en Córdoba un Sermón de acción de gracias por el nacimiento de los Infantes Carlos y Felipe de Borbón (6 de enero de 1784). Y dejo para el final sus escritos espirituales, sobre todo el delicado y místico «Reloj espiritual» (1786). En dos hermosos volúmenes impresos en la Imprenta Real en Madrid en 1786, publicó San Alberto una Colección de instrucciones pastorales, sin olvidar las Constituciones que escribió para la Universidad de Córdoba en 1784. No dejaré de citar tanto su hermosa Carta a los indios infieles chiriguanos (1790) como su notable Carta a S. S. Pío VI escrita con motivo de los acontecimientos de la revolución francesa (1792). Mientras no cejaba en su fecunda labor pastoral, el Señor le llamó el 25 de marzo de 1804.

La misión del Obispo

Para conocer el pensamiento de San Alberto y sobre todo, para hacernos cargo de la totalidad de su personalidad, lo mejor es detenerse un momento en aquello que era su vocación esencial: el ministerio. Desde otro punto de vista, ya se verá que era el espíritu de la Ilustración su enemigo principal (aspecto crítico) y que la educación del hombre cristiano constituía su preocupación central (aspecto constructivo). Pero volvamos al Obispo. Era tal su celo pastoral que aun antes de llegar a Córdoba se preguntaba: "¿Pero podré yo, Señores, hacer todo eso por mí sólo, y sin vuestra asistencia? ¿Podré yo bilocarme, multiplicarme, y tener pies para a un mismo tiempo residir y visitar todas mis Iglesias? manos para administrar los Sacramentos a todos mis fieles? lengua para predicar en todos mis Pueblos? ojos para ver todas las necesidades de mis diocesanos, y socorrerlos? oídos para saber todos los excesos y escándalos, y corregirlos y remediarlos?”

Ya en esta verdadera pasión pastoral de San Alberto se ve que él la identificaba con su vocación pedagógica, puesto que el Obispo dice a sus fieles, "os busca cama pastor a sus ovejas, os enseña como maestro a sus discípulos, y os ama como un padre a sus hijos". Hay momentos en los cuales se nota una como desesperación (aunque no sea el término adecuado) por no poder cumplir plenamente su misión: "ricos de deseos, y pobres de medios, llenos de buena voluntad, y faltos de caudales; deseamos mucho, y podemos poco".

Y cuando años más tarde se dirige a los curas del Arzobispado de la Plata, consciente que esa Iglesia tiene más caudales, "no por eso pensamos que se ha aumentado nuestro patrimonio, sino el de nuestros hijos, que son los pobres, quienes sobre todo él (aun cuando fuera mayor) tiene el dominio y la propiedad, y nosotros solamente el uso y la administración, contentos con el rico patrimonio de aquella solemne pobreza que profesamos en la reforma de nuestra gran Madre Santa Teresa de Jesús". Estas son, pues, las notas características de la vocación de San Alberto: una incontenible pasión pastoral nacida de su celo apostólico; un desprendimiento ejemplar de todos los bienes; y el sentimiento de una misión educadora irrenunciable.

Prefiguración del hombre argentino

Aquellas características personales de San Alberto no solamente no están separadas del medio concreto (lo que sería una contradicción) sino que penetran en él por modo de simpatía y cuasi identificación. En efecto, semejante celo apostólico y el deseo de formar educativamente a sus fieles, tenía que conducir al Obispo a realizar un esfuerzo por conocer a fondo el tipo de hombre que tenía que educar.

Inmediatamente San Alberto captó ciertas notas distintivas del hombre argentino, en medio de la paupérrima situación del campo. Intuyó que las largas distancias y enormes extensiones, producían un hombre individualista y solitario que debe bastarse a sí mismo para sobrevivir; también comprendió que esta vida "rústica y solitaria" tenía que producir un fuerte amor a la libertad a despecho de la ignorancia, como expresa en la Carta Pastoral que precede a su Instrucción sobre las obligaciones del vasallo con el Rey: "Puede decirse que cada vecino forma un pueblo aparte, donde él solo es Padre, es Señor, es Juez, es Abogado, es Médico, es Maestro; y a la verdad, que tendría que serlo todo, si la miseria, la soledad y la falta de trato o de instrucción, no lo tuviera reducido a ser nada o poco lo que puede, lo que hace y lo que sabe (... ) ; sin embargo se hallan tan contentos y satisfechos con esta vida campestre, rústica y solitaria, que hablarles de unión o de población, es lo mismo que amenazarles con el destierro o con la muerte; tanto pueden en ellos la fuerza de la costumbre y el amor a la libertad, que ya no echan de menos, ni los dulces bienes de la Sociedad, ni sienten los gravísimos males de la ignorancia".

En esta suerte de diagnóstico, no muy optimista pero real, San Alberto ha sabido intuir, como decía, una suerte de prefiguración del carácter del hombre del campo argentino: soledad, individualismo, la infinitud del medio geográfico rusticidad, amor a la libertad. Caracteres que alcanzarán un valor épico en Martín Fierro, en Don Segundo Sombra y en La Guerra Gaucha.

La misión educadora

A su vez, la misión educadora de San Alberto tiene dos orientaciones fundamentales: una se confunde con su celo apostólico y otra se vuelve hacia la adecuada formación del clero. Respecto de la primera, puede evidenciarse, por ejemplo, en su carta a los indios chiriguanos, a quienes ante todo trata de hacer comprender que son hermanos nuestros diciéndoles: "sois nuestros semejantes, sois hermanos nuestros, y os reconocemos por tales, por lo mismo que todos somos obras y criaturas de Dios, y que todos descendemos de un mismo hombre".

Después de exhortarlos a convertirse a la única religión verdadera, ofrece una notable síntesis de toda la Teología Católica en un estilo llano y hermoso a la vez, desde la afirmación de "un Dios infinitamente bueno" que no tiene un nombre adecuado porque "es superior a todo nombre", hasta los Novísimos y la santidad de la Religión. Se ha observado, no sin razón, que los chiriguanos no habrían de entender las palabras del Obispo; pero San Alberto se preocupó para que su carta les llegara en el chiriguano que es dialecto del guaraní, y los sacerdotes que sabían la lengua tenían la posibilidad de explicarla en cuanto los indios lo permitieran.

Respecto de la formación del clero, el tierno celo educativo se transformaen severidad. No se fatigaba en repetir que "no es bastante la Santidad sola para entrar en el Ministerio, son menester también la ciencia y la doctrina". Y agregaba franca y directamente: "¿Qué sacaremos con que el Ordenado sea un santito, si es un ignorante? ¿Con que sea un ejemplar, si es un idiota, y por lo mismo irregular e inútil para el Ministerio? Este santito será muy bueno para cualquier otro estado o empleo secular; mas no para Sacerdote... Al tal santito, si es ignorante por naturaleza, y porque el Señor ni le dio más luces, ni le repartió más talentos, le negaremos las Ordenes con mucho sentimiento y compasión nuestra diciéndole, lo que el Salvador a los hijos del Zebedeo: «nescitis quid petatis…non est meum dare vobis» (Mat. 20, 22-3): ni vosotros sabéis lo que pedís, ni está en nuestra mano daros lo que nos habéis pedido". 10.


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