ARTE Y PENSAMIENTO EN IBEROAMÉRICA
Con el Descubrimiento de América, comenzó a los ojos de Europa uno de los procesos, de culturización en un primer momento, y, con posterioridad de enriquecimiento mutuo, más sugestivos y apasionantes de la Historia Moderna.
Desde el inicio, los españoles y portugueses asociaron la conquista del nuevo y exuberante territorio a la evangelización de las gentes que lo poblaban y, de este modo, ya desde el segundo viaje que realizara Colón a las “Indias'Texto en cursiva” en el año 1493, le acompañaron fray Bernardo Boyl, delegado de su Santidad, y otros religiosos. Pero hubo que esperar unos años más para que la evangelización del nuevo continente tomara un cariz más ordenado y profundo y con una planificación que abarcara la mayor parte del inmenso y accidentado territorio.
Así relata fray Toribio de Benavente “Motolinía” la llegada de los considerados primeros misioneros en la Nueva España, los que se ha venido en llamar los “doce apóstoles de México'Texto en cursiva”, de los que él, precisamente, formaba parte: "En el año del Señor de mill quinientos y veinte y cuatro, día de la conversión de Sant Pablo, el padre Fr. Martin de Valencia, de santa memoria, con once frailes sus compañeros, partió de España para venir á esta tierra de Anahuac, enviados por nuestro padre el Rmo. Sr. Fr. Francisco de los Ángeles, entonces ministro general de la orden de nuestro glorioso y Seráfico Padre S. Francisco, é agora cardenal de Santa Cruz. Vinieron con favores espirituales de la Silla Apostólica á la conversión de estos naturales muy necesarios, y con especial mandamiento y licencia de la Cesárea Católica Majestad.”[1]
En 1526, dos años después de que arribaran los franciscanos, lo hicieron los dominicos y, en el año 1533, los agustinos. Posteriormente, pero en el transcurso del siglo XVI, llegaron otras órdenes como los Carmelitas Descalzos y los Trinitarios y, en el año 1566, la Compañía de Jesús, cuyas fundaciones guaraníticas, amén de la notable importancia histórica, cultural y artística que tuvieron, se convirtieron en una de las experiencias misionales más valiosas de las llevadas a cabo por la Iglesia en América.
La diversidad y complejidad de las lenguas existentes en el Nuevo Mundo fue una de las grandes dificultades halladas por los evangelizadores, que no dudaron en aprenderlas en bien de su labor catequizadora[2]. De esta importancia dada a las lenguas indígenas, tanto por la Iglesia como por la Corona, resultó la elaboración de catecismos que permitieran a los naturales, de manera directa y sencilla, la comprensión de lo fundamental de la religión católica. Ilustrativo y valioso es, en este aspecto, el Catecismo de la doctrina cristiana en jeroglíficos de Pedro de Gante, que se sirvió de un amplio conocimiento de la escritura ideográfica precolombina para construir un librito a base de dibujos y pictogramas que sintetiza de manera admirable las verdades de la fe cristiana.[3]Le seguirían catecismos impresos en diversas lenguas como la pampanga o guaraní y textos como los elaborados por Antonio Ruiz de Montoya y titulados Tesoro de la lengua guaraní (1639) y Arte y vocabulario de la lengua guaraní (1640), obras de carácter excepcional para la comprensión de este habla.
Inmediatamente después de la llegada de los primeros españoles a América fue necesaria la fundación de ciudades, que, en algunos casos, se edificaron de nueva planta y, en otros, se asentaron sobre poblados indígenas. Para su construcción, con el transcurrir de los años, se generalizó el trazado de damero, que provenía de época clásica y se había recuperado durante el renacimiento. La parte central la va a ocupar una amplia plaza donde se instalarán los edificios representativos del poder político, religioso y ciudadano. Consecuencia de la creación de estos núcleos urbanos fue la inmediata fundación de las primeras diócesis americanas que quedaron al cargo de sus respectivos obispos ayudados por el clero secular, todos ellos procedentes de la metrópoli.[4]
Trascendental sería dentro de la labor evangelizadora desarrollada por la Iglesia en el continente americano, la obra de los misioneros de la Compañía de Jesús. Los jesuitas habían llegado a América en la segunda mitad del siglo XVI, no sin ciertas reticencias por parte de los monarcas Carlos V y Felipe II, pero fue hasta los siglos XVII y XVIII cuando sus proyectos alcanzaron su máximo apogeo. Aunque se extendieron por gran parte del continente, llegando a California, su trabajo se desarrolló fundamentalmente en una densa superficie que comprende, en la actualidad, parte de las repúblicas de Paraguay, Uruguay, Argentina y Brasil. Fue en esta zona donde pusieron en marcha sus comunidades cristianas denominadas “reducciones”. Se trataba de poblados articulados en torno a una amplia plaza central cuyo extremo más destacado lo ocupaba la iglesia, el colegio y el cementerio. Las casas de los indios se encontraban alineadas en torno a la plaza[5].
En los inicios se utilizó para su edificación la madera, inclusive para el templo, que era el edificio más destacado y de mayor empaque. Con posterioridad, aunque la madera siguió siendo el elemento esencial, se utilizarían otros materiales como la piedra, sobre todo para la construcción de la iglesia. En estos lugares, apartados de la nefasta influencia que ejercían los españoles sobre los nativos, los jesuitas enseñaron el Evangelio a la vez que les protegían de las incursiones portuguesas en busca de esclavos. La expulsión de los jesuitas en el año 1767 de España y todos sus territorios por Orden de Carlos III, cerró una de las más bellas páginas de la evangelización americana.
Particular notoriedad tuvieron las misiones españolas implantadas por los franciscanos en el sur del actual territorio de los EEUU y que se extendieron hacia el norte por su costa oeste. La mayor parte de ellas responden al siglo XVIII, y no hubieran logrado el esplendor que tuvieron de no haber sido por el ímpetu y la audacia del mallorquín fray Junípero Serra, de quien Juan Pablo II, en su segundo viaje a EE.UU, en la Basílica de la misión de San Carlos Borromeo en Carmel, donde descansan sus restos, dijo: «He not only brought the Gospel to the Native Americans, but as one who lived the Gospel he also became their defender and champion».
Ya se ha puesto de relieve cómo uno de los fines principales por parte de los españoles fue la evangelización de las gentes que poblaban el territorio descubierto. Para ello, comenzaron a levantarse edificios que pudieran acoger las comunidades de frailes que llegaban a la vez que se erigían templos donde poder celebrar los sacramentos. Durante estas primeras décadas de colonización se desarrolló un proceso que ha venido denominándose transculturización, por el cual, se trató de imponer de manera pronunciada en las manifestaciones artísticas, los conceptos y diseños propios de modelos europeos. Así puede constatarse en la catedral de Santo Domingo (República Dominicana) edificada entre 1512 y 1541, cuyo diseño arquitectónico responde al gótico tardío europeo en lo que es una de las escasas referencias americanas a este estilo que, sobre todo, se visualiza en los sistemas de cubrición utilizados por las órdenes mendicantes en los templos, como sucede en la iglesia de San Francisco de la misma ciudad de Santo Domingo, en la iglesia de los dominicos de San Juan de Puerto Rico, o en las mexicanas de San Agustín en Acolman y de Santo Domingo de Guzmán en Oaxtepec.
Todos estos templos así como sus claustros y algunas otras dependencias estaban dotados de importantes programas iconográficos elaborados con pinturas murales que facilitaban a los religiosos su misión primordial. Mención especial merece el antiguo convento agustino de San Nicolás de Tolentino en Actopan (Estado de Hidalgo, México), que conserva uno de los conjuntos de pintura mural al fresco más completos del arte novohispano del siglo XVI. Avanzado el siglo XVI hace su irrupción el plateresco y, en el último cuarto de este siglo, el renacimiento. A este periodo pertenecen algunas de las grandes catedrales americanas como las mexicanas de la Capital, las de Puebla y Guadalajara o las peruanas de Lima y Cuzco. La utilización de mano de obra local en el ornamento exterior de muchos de estos edificios quinientistas se tradujo en marcados influjos del mundo indígena. Interesante es en este aspecto la portada de la iglesia de Huaquechula en México.
Durante este siglo XVI llegaron procedentes de España y de los territorios europeos que pertenecían a su corona, una gran cantidad de artistas para satisfacer las demandas requeridas. Eran muchos los edificios que precisaban de amplios programas iconográficos pictóricos y escultóricos que facilitaran a la Iglesia su labor doctrinal. Estos artistas, como quedó reflejado en la mayor parte de su producción, fueron poco permeables a la infinidad de matices que les ofrecían las expresiones artísticas precolombinas. Obras de artistas como Simón Pereyns (Virgen del Perdón de la catedral de México, desaparecida), y Andrés de la Concha (Santa Cecilia, pinacoteca virreinal de San Diego, México, D.F) en el campo de la pintura, y de Pedro de Requena (retablo mayor de la iglesia de Huejotzingo, México), en la escultura, lo corroboran. Mención aparte merece la obra del sacerdote jesuita Bernardo Bitti, de origen italiano, que trabajó fundamentalmente para los templos peruanos de la Compañía de Jesús. Bitti, cuyo arte se caracterizó por una clara tendencia manierista, fue el introductor de la influencia italiana en la pintura del virreinato del Perú y su obra se convirtió en un referente para la pintura cuzqueña durante décadas.
El siglo XVII ha sido considerado tradicionalmente como un periodo de transición entre lo que se venía realizando a finales de la centuria anterior y la explosión de las artes iberoamericanas que tendría lugar en el barroco pleno. No obstante, el espíritu general contrarreformista que se vivía enriqueció sustancialmente la temática y, por ende, avivó el surgimiento de nuevas iconografías. A esta época responden la fachada de la iglesia conventual de San Francisco en Lima y la portada del templo de la Compañía en Cuzco, dos de las obras arquitectónicas más espléndidas del primer barroco americano.
Igualmente, en el siglo XVII, siguieron llegando a América, procedentes del viejo continente, artistas y numerosas obras de arte, que tuvieron una especial trascendencia en la formación de los artífices que habían nacido en el territorio americano, quienes las tomaron como referencia a la hora de elaborar sus creaciones. Buen número de ellas lo constituían lienzos y grabados flamencos. Dentro de las manifestaciones escultóricas tuvieron una especial significación los relieves pétreos, que no sólo ornamentaban las fachadas de los templos sino que se convirtieron en un medio didáctico imprescindible en el clima de la contrarreforma. Soberbio es el relieve de la fachada del antiguo templo conventual de San Agustín de México capital (actual Biblioteca Nacional). En la estatuaria exenta, los influjos de la escuela andaluza son evidentes y, en particular, la obra de Martínez Montañés. Deudoras del hacer del maestro alcalaíno son el Jesús Niño del convento de San Francisco el Grande de Guatemala o el Cristo a la columna perteneciente al templo de la Compañía en la población peruana de Ayacucho[6]
También en el campo pictórico, y, sobre todo, en el México de la segunda mitad del siglo XVII, encontramos referencias claras al tipo de arte de maestros españoles. Tal es el caso de la carga zurbaranesca, presente en las obras de pintores como Sebastián de Arteaga, Pedro Ramírez o José Juárez entre muchos otros.[7]No hay que olvidar el ambiente contrarreformista en el que trabajaban estos pintores y que dio como fruto las series pictóricas de uno de los artistas más eminentes del primer barroco iberoamericano: Miguel de Santiago. Las series denominadas La doctrina cristiana (Museo de San Francisco, Quito) o los Artículos del Credo (Museo Metropolitano, Bogotá), encarnan de manera sobresaliente la efectividad requerida por la Iglesia a la hora de transmitir su mensaje. Pero es quizá la pintura cuzqueña, la que presenta una mayor carga de originalidad al asimilar de manera admirable los influjos provenientes de Europa y, ser capaz, a la vez, de iniciar una escuela en la que los rasgos locales van a tener cada vez más una mayor importancia. La pintura de Diego Quispe Tito (1611-1681) se convirtió en el sustento para un gran número de artistas indios y mestizos que desarrollarían, ya en el siguiente siglo, un tipo de obras alejadas de las normas preceptivas que caracterizaban la pintura europea. En lo que se refiere a iconografías fue la imagen pictórica de la Virgen de Guadalupe una de las más difundidas; gracias en buena medida al gran número de obras que con este tema pintó Juan Correa. Las representaciones debidas a Correa contribuyeron también a fijar un modelo que se basaba en el original y que se repetirá por los artistas del siglo XVII y XVIII sin apenas variaciones. De la trascendencia que tuvo la imagen guadalupana son testimonio las numerosas representaciones conservadas en España, de entre las que destacamos la perteneciente al convento de las Madres Concepcionistas de Ágreda (Soria) o la correspondiente a la iglesia de San Pedro y San Isidoro de la localidad salmantina de Ciudad Rodrigo, que se encuentra firmada por el propio Juan Correa en la parte inferior derecha del lienzo.
La llegada de los borbones al trono español produjo cambios sustanciales que afectaron seriamente a los territorios de ultramar en el ámbito fiscal, comercial, administrativo y judicial. Reformas como las auspiciadas por el marqués de la Ensenada y el conde de Floridablanca, fueron decisivas a la hora de potenciar los intercambios comerciales entre las Indias y España. En este sentido la medida más relevante fue promulgada por el monarca Carlos III mediante decreto de 12 de octubre de 1778. En ella se ponía fin al monopolio que ejercía la ciudad de Cádiz en favor del comercio libre entre América y la metrópoli.
El siglo XVIII se presenta como el periodo más radiante de las manifestaciones artísticas americanas, que dejaron una impronta verdaderamente exuberante, principalmente en México y Perú, donde el barroco, esencialmente decorativo, alcanzó en el ámbito arquitectónico, retablístico, escultórico y pictórico una riqueza simbólica y expresiva intensificada por un vivo cromatismo sin parangón en Europa. Todo ello fue posible merced al sincretismo cultural que había comenzado a manifestarse en las artes décadas antes, y que traerá como consecuencia un desarrollo artístico de una marcada originalidad.
Las portadas de los templos se van a convertir en retablos profusamente decorados. Así en México capital, la portada principal de la iglesia de la Santísima Trinidad o la fachada catedralicia correspondiente a la capilla del Sagrario, ambas estructuradas mediante grandes estípites, son dos ejemplos en los que el barroquismo las inunda por completo. En otro sentido destaca la iglesia de Santa Prisca en Taxco (México), templo patrocinado por don José de la Borda y cuya hermosura se advierte especialmente en su majestuosa fachada flanqueada por poderosas y elegantes torres. La fachada retablo también tuvo en la arquitectura religiosa dieciochesca peruana ejemplos de un preciosismo desbordante como lo constatan la fachada de la iglesia de San Agustín en Lima o la correspondiente a la iglesia del Hospital de Belén en Cajamarca.
Otro de los grandes focos del barroco iberoamericano fue Brasil donde, como no podía ser de otro modo, se dejó sentir la influencia portuguesa. Ejemplos exquisitos en el campo de la arquitectura religiosa dieciochesca de este país son la iglesia de la Orden Tercera del Carmen y la iglesia de San Francisco de Asís, ambas en Ouro Preto. El proyecto de los dos templos se debe a Antonio Francisco Lisboa, apodado el Aleijadinho. El interior de los templos alcanzó un grado de suntuosidad deslumbrante merced, en buena medida, al trabajo de ricas labores de yesería y a la utilización de lujosos artesonados. A ello se suma, en el ámbito escultórico, el particular desarrollo que tuvieron los retablos, donde el uso de la madera creó escenografías prodigiosas; tal es el caso del Altar de los Reyes de la catedral de México y del interior de la iglesia de San Francisco en Bahía (Brasil).
Dentro del panorama pictórico novohispano del siglo XVIII destacó Miguel Cabrera↗ (1695-1768), persona de magnífica formación y, con un dominio en sus obras, de la plástica y el colorido, verdaderamente admirable. El retrato por él ejecutado de sor Juana Inés de la Cruz (Museo Nacional de Historia, México D.F.) es un ejemplo manifiesto de su hábil pericia. Muy considerable siguió siendo la pintura producida en la ciudad peruana de Cuzco que durante este siglo XVIII tendrá un marcado carácter local. Su representante más destacado fue Marcos Zapata (1710-1773).
Mención aparte merece la platería colonial, que alcanzó cotas de un altísimo grado de perfección gracias, en buena medida, al buen hacer de los locales, que habían adquirido una considerable destreza en el trabajo de los metales durante el periodo precolombino.[8]A ello se sumó la extraordinaria riqueza en recursos auríferos y argentíferos que poseía el continente. Todo ello dio lugar a una gran cantidad de objetos, que como ya ha puesto de relieve Esteras Martín, tendrán sus particularidades dependiendo de la zona geográfica en la que se desarrollen.[9]Las primeras de estas obras pertenecen a mediados del siglo XVI y acusan motivos ornamentales propios del repertorio renacentista. Con el transcurrir de los años, el barroquismo se apoderaría de ellas dando lugar a piezas exquisitas lujosamente decoradas, que convirtieron a los siglos XVII y XVIII en el periodo de mayor producción de las artes suntuarias.
Cruces de altar y procesionales, cálices, custodias y arquetas eucarísticas, entre otras creaciones, fueron encargadas por la Iglesia para enriquecer y dignificar la celebración litúrgica. Deslumbrante es el conjunto dieciochesco del Santuario de Ocotlán (México) compuesto por frontal de altar, sagrario, gradas, jarras para flores y lámparas votivas.
Muy significativos fueron también los encargos de obras de platería de uso doméstico por parte de la sociedad civil adinerada. Jarras, bergenales, braserillos de mesa, fuentes, platos, tazas, etcétera, dejan constancia de la inclinación al lujo de aquella sociedad y de sus gustos eminentemente barrocos.
Ciertamente, la mayor parte del arte que se desarrolló en Iberoamérica durante el periodo colonial, fue sustancialmente religioso, lo que se explica por ser en su mayoría encargos realizados por la Iglesia para facilitar su labor evangelizadora. No obstante, resulta también muy importante el capítulo referente a la arquitectura civil colonial que alumbró hermosos edificios tanto de uso doméstico como público. No en todas las zonas geográficas y ciudades se pudieron erigir construcciones de una cierta solidez y envergadura y así citaremos algunos ejemplos sencillos pero indispensables para la comprensión general de la arquitectura desarrollada en este periodo.
Los ejemplos más antiguos están localizados en la ciudad de Santo Domingo, en la que destaca sobremanera el denominado Alcázar de Colón. Se trata de un bellísimo edificio de corte italianizante levantado en el segundo decenio del siglo XVI por orden de Diego Colón, hijo del descubridor y del que no existe modelo precedente en España[10]. Lo más interesante es su fachada articulada en doble cuerpo de arcadas de inusitado estilo renacimiento para el tipo de arquitectura que se desarrollaba en la época y más aún en tierras americanas. De una arquitectura mucho más modesta son las residencias que se conservan del siglo XVI en la ciudad de Cuzco (Perú) y de las que destacamos la Casa de Silva, la Casa de las Sierpes y la Casa del Almirante, esta última de espacioso patio con doble galería en altura.
En el siglo siguiente los palacios adquieren mayores proporciones; tal es el caso del Palacio de los Virreyes (México, D.F.), uno de los edificios más monumentales y paradigmáticos de la arquitectura colonial que ejerció una influencia determinante en numerosas obras de la Nueva España. En la misma ciudad de México se construyeron durante el siglo XVIII un buen número de casas y palacios de buena traza y cuidada ornamentación. La Casa del conde de la Cortina, la Casa de los Azulejos, la Casa del conde de San Mateo de Valparaiso o el Palacio de Itúrbide están en esta línea. En Puebla, especial finura y contraste cromático se observa en la Casa del Alfeñique, obra maestra de la arquitectura barroca. También en las principales ciudades pertenecientes al Virreinato del Perú se edificaron magníficos palacios domésticos, muchos de ellos desaparecidos en la actualidad.
Un rasgo bien distinto es el que caracteriza la arquitectura doméstica del siglo XVIII en parte de lo que fue el Virreinato de Nueva Granada. El distanciamiento de los focos culturales más importantes (capitales de los Virreinatos de Nueva España y del Perú) así como la sociedad eminentemente rural de esta zona geográfica, produjo un tipo de arquitectura de gran sencillez pero a la vez con unas peculiaridades propias que tenían su origen en la tradición artística de aquellas gentes. De entre las conservadas destacan la Casa Cural (Guacarí), la Casa de Marisancena (Cartago) y la Hacienda de Cañasgordas (Cali) todas ellas en Colombia. Dentro de la arquitectura civil pública el edificio más representativo fue el ayuntamiento, que siguió durante el siglo XVI, en cuanto a diseño, el modelo porticado que se había generalizado en la Península Ibérica. Testimonio de ello es el ayuntamiento de la ciudad mexicana de Tlaxcala edificado en el segundo cuarto de la citada centuria en estilo renacentista.
El barroco dejó variados ejemplos de edificios civiles de carácter público en toda Iberoamérica y concretamente en la ciudad de La Habana, donde se alzan la Casa de Correos y la Casa de Gobierno, verdaderas joyas de la arquitectura cubana erigidas ambas en las postrimerías del siglo XVIII. De este mismo momento y fruto de la inestabilidad política son algunos fortines como el de San Gerónimo en Puerto Rico.
Desde finales del siglo XVIII venían gestándose en el territorio americano dependiente de la corona española, ciertos movimientos que preconizaban ideas de libertad y avivaban un cierto nacionalismo que comenzaba a echar sus raíces. Un ambiente éste de auténtica convulsión que se vio fortalecido por la revolución francesa, las ideas de la Ilustración y el proceso de emancipación de los Estados Unidos, y que llevó, durante las primeras décadas del siglo XIX, a la independencia de la mayor parte de las colonias españolas.
Esta inestabilidad política y social frenó, en gran medida, durante la primera mitad del siglo XIX, la acentuada actividad constructiva que se venía desarrollando en el continente y que a partir de este momento, tras la ruptura con España, tendría fundamentalmente a Francia como modelo cultural. Por vez primera las manifestaciones artísticas dejaban de ser esencialmente religiosas y comenzaban a adquirir una gran importancia los encargos públicos y los patrocinados por particulares de clase alta. Bajo patrones neoclasicistas se levantaron la catedral peruana de Arequipa (1844), el Capitolio de Bogotá (1846), el teatro Iturbide (1852) en la ciudad mexicana de Querétaro y numerosos edificios en la capital guatemalteca, necesarios para restablecer la normalidad en la ciudad después del devastador terremoto acaecido en el año 1773.
En Argentina el neoclasicismo, en este caso de corte italianizante, dejó una obra maestra en la iglesia de la Candelaria de la Viña en Salta, construcción de los arquitectos José Macchi y Francisco Righetti. La vuelta al pasado también se manifestó en la recuperación del estilo gótico como sucede en la Basílica de Luján en Argentina, un templo de dimensiones catedralicias en el que intervinieron los arquitectos Ulrico Courtois y Alfonso Flamand. Y dentro de esta remembranza estilística del pasado aflora el eclecticismo que brilló especialmente en el Teatro Juárez en Guanajuato (México) y en la iglesia de Yurrita en Guatemala.
En la pintura del siglo XIX, que adquirió un marcado carácter autóctono, quedaron también reflejadas las diferentes corrientes artísticas europeas, aunque llegaron más tardíamente y de forma simultánea; lo que hizo que convivieran “… manifestaciones tan disímiles como el romanticismo propagado por los viajeros europeos, y las artes tradicionales heredadas de la colonia, la pintura costumbrista de raigambre popular y la pintura de paisaje y la de historia que fundamentalmente erigieron las academias como puntales de la formación que ofrecían”[11]. El género de la retratística adquirió un gran desarrollo durante este periodo y nos legó composiciones tan refinadas como los retratos de doña Dolores Tosta de Santa Anna, del pintor Juan Cordero, y el de don Jerónimo Antonio Gil, ejecutado por Rafael Jimeno y Planes; ambas obras en clara corrección de dibujo y cromatismo. Y una vez más, no hay que olvidar la gran producción artística que tenía como finalidad satisfacer las demandas de las clases medias provinciales. Es precisamente en estos encargos donde encontraremos una realidad bien distinta que retrata las costumbres autóctonas de los diferentes pueblos que conformaban lo que hoy se ha venido en llamar Iberoamérica.
Notas
- ↑ Benavente Toribio de, Motolinia. Memoriales, primera parte, cap. 1, tomo I de Documentos históricos de México, publicados por Luis García Pimentel, México-París-Madrid, 1903
- ↑ Enguita Utrilla José María, Las lenguas indígenas en la evangelización del Perú, en Actas del Segundo Congreso Internacional de Historia. Madrid, 1992, tomo II, pp. 343-354
- ↑ Resines Luis, Catecismo de la doctrina cristiana en jeroglíficos, en Catálogo de la exposición Testigos. Las Edades del Hombre, Ávila, 2004, pp. 445-446
- ↑ De la Hera Alberto, Las primeras diócesis americanas, en Memoria del X Encuentro del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano, México 1995, pp. 587-602
- ↑ Rodríguez de Diego José Luis, Plano del pueblo guaraní de San Juan Bautista, en Catálogo de la exposición Remembranza. Las Edades del Hombre, Zamora, 2001, pp. 281-282)
- ↑ Bernales Ballesteros Jorge, Escultura montañesina en América, En Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, 1981, pp. 499-566.
- ↑ Mesa Figueroa José, y Gisbert de Mesa Teresa, La pintura mejicana del siglo XVII, en Summa Artis. Historia general del Arte, Madrid, 1985, pp.531-537
- ↑ Benavente Toribio de, Motolinia, Historia de los indios de la Nueva España, Madrid, pp. 356-359).
- ↑ Esteras Martín Cristina, “Aproximaciones a la platería virreinal hispanoamericana”, en Gutiérrez Ramón, Pintura, escultura y artes útiles en Iberoamérica, 1500-1825, Madrid, 2000, capítulo 22, pp. 377-403 y Esteras, pp. 119-145.
- ↑ Sebastián López Santiago, De Mesa Figueroa José y Gisbert de Mesa Teresa, Arte Iberoamericano desde la colonización a la Independencia, Espasa-Calpe, Madrid, 1985, p.108
- ↑ Gutiérrez, obra citada p. 186).
Bibliografía
A nivel escultórico destacaron durante el siglo XIX y buena parte del XX los monumentos públicos y la estatuaria funeraria para los que se emplearon materiales nobles como el mármol y el bronce. Creaciones realizadas para conmemorar determinados acontecimientos o para perpetuar la memoria de importantes personajes, que embellecieron las calles y plazas de muchas ciudades americanas y en especial la capital de la Argentina. Respecto a la escultura de carácter religioso hay que lamentar que como consecuencia de la llegada de las corrientes clasicistas a los centros más importantes de América se produjo un furor iconoclasta que destruyó un buen número de retablos barrocos que fueron sustituidos por otros, en muchos casos, anodinos.
Durante el siglo XX surgieron en América en el ámbito de las Artes fuertes personalismos que han alcanzado talla internacional. Lucio Costa y Oscar Niemeyer vieron materializadas sus obras en Brasilia, ciudad de nueva creación y capital de la República del Brasil desde el año 1960. El conjunto de obras allí realizadas, tales como la catedral de Nuestra Señora Aparecida, el Museo Nacional de la República, la Biblioteca Nacional o el Palacio de la Alvorada, entre otras muchas, testimonian la constante búsqueda de integración de la arquitectura con el espacio ansiada por Niemeyer. Prácticamente contemporánea a estas arquitecturas erigidas en la capital brasileña es la construcción de la Ciudad Universitaria de México, uno de los espacios urbanísticos más destacados del siglo XX en el que se apostó por la modernidad partiendo del antiguo y rico pasado mexicano.
Dentro de los movimientos artísticos americanos del siglo XX hay que subrayar el muralismo mexicano como una de las cotas más altas a las que llegó la plástica contemporánea. Inmediatamente después a la revolución mexicana, el gobierno constituido alentó el surgimiento de esta forma de expresión artística cuyo objetivo principal era romper con el academicismo imperante y acercar el arte a la sociedad. Un arte más en consonancia con el antiguo pasado y, por tanto, claramente vinculado con las raíces del pueblo. Para ello se sirvieron de la figura humana y de un uso sorprendente de la luz y del color. Los máximos representantes fueron Diego Rivera (1886-1957), José Clemente Orozco (1883-1949) y David Alfaro Siqueiros (1896-1974); creadores de muchas obras que encontraron su sitio tanto en el interior como en el exterior de muchos edificios públicos mexicanos. Pero el muralismo no quedó circunscrito solamente a México sino que muy pronto, en la década de 1930 se extendió a Argentina, Perú y Brasil.
En este mismo siglo XX, pero ya en su segunda mitad, desarrollaron la mayor parte de su actividad artística un nutrido grupo de artistas como el pintor cubano Wifredo Lam (1902-1982) y el colombiano Fernando Botero (1932); este último, que sigue trabajando en la actualidad, se ha convertido en uno de los artistas más prolíficos y de estética más personalista de toda Iberoamérica.