EVANGELIZACIÓN; La transfiguración del mundo prehispánico

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Atracción humana, desmitificación y conversión La transmisión de la doctrina de Cristo suponía una atracción humana del indio porque aquella «captatio benevolentiae» , como la lluvia sobre la tierra, preparaba la siembra de la Palabra. En modo alguno era un ardid o cosa semejante, pues así como la gracia supone la naturaleza, en los misioneros sus actos propiamente misionales suponían, necesariamente, una naturaleza humana dispuesta y llena de benevolencia.

Con los indios lules del Tacumán, indómitos y cerriles, muchos fracasaban; no así San Francisco Solano porque los infieles percibían en él la amorosa disposición y la simpatía humana, y era ésta una situación anterior a la recepción de la Palabra y a la conversión. Cuando San Pablo se dirigió a los atenienses, de pie en medio del Areópago, alabó sinceramente que fuesen “extremadamente religiosos” (Act. 17,22); ni qué decir del anónimo autor del «Discurso a Diogneto» (quizá un discípulo de los Apóstoles en los albores del siglo II) que, al dirigirse al distinguido pagano, el “excelentísimo Diogneto”, alaba ciertamente su “extraordinario interés en conocer la religión de los cristianos”.

Ni siquiera los más polémicos escritos de los Apologistas, cuando se veían necesitados de rebatir a los doctos paganos, dejaban de tratarlos con consideración y demostrarles su amor de caridad. Y los apóstoles de los bárbaros, sin renunciar cada uno a su personal temperamento, nunca dejaron, ante todo con su testimonio personal, de captar su benevolencia. No siempre era necesario hablar: bastaba que los romanos comprobaran con admiración cómo se amaban los cristianos entre sí.

El modelo de los misioneros de las Indias era, pues, el mismo, aunque se tratara, en algunas zonas más o menos que en otras, de pueblos que aún tenían mentalidad primitiva. Los discípulos del Señor eran los modelos, como ha sabido mostrarlo el Padre Borges en su obra histórica: “El camino es doble: los misioneros fijarán su vista en la conducta de los Apóstoles, a la que consideraron como la norma general de todo método. Y como complemento o, mejor, como aplicación de esta norma, ellos mismos se entregaron a la discusión y autocrítica de los métodos en concreto”. No fue casual el gesto de Adriano VI ni el de los llamados «Doce Apóstoles de México», los franciscanos en su coloquio con los jefes y sacerdotes indígenas- al llamarse a sí mismos, precisamente, «doce Apóstoles». Lo mismo debe decirse de muchos otros, como es el caso de Fray Toribio de Benavente, que conquistó para sí el honroso título -impuesto por los indígenas- de «el pobre» (en náhuatl Motolinía) por su imitación permanente del Pobre por excelencia, que es Cristo, y de los pobres por participación que fueron sus Discípulos. Esta atracción humana inicial prepara la encarnación del Evangelio, como tan bien lo expresa el Documento de Puebla: “no entra en pugna (la Iglesia) con ningún otro pueblo y puede encarnarse en todos, para introducir en sus historias el Reino de Dios”. De ahí la necesidad de adaptación humana que los primeros Apóstoles practicaron frente a las culturas antiguas; del mismo modo, especialmente pensando en la catequesis de los indios adultos, era menester asumir su cultura, cosa que ya comenzaba a producirse al poseer sus lenguas aborígenes.

Al mismo tiempo, el propio misionero no quedaba inmune a cierta penetración de la cultura y la psicología del indio; podría decir que se «mestizaba» con el indio desde que su trato no era meramente extrínseco (como el de un comerciante recién llegado) sino de simpatía interior. Por fin, si la norma o el modelo eran los Apóstoles y la Iglesia primitiva, es evidente que la norma de las normas, o el «método de los métodos» no podía ser otro que el amor evangélico. Y este amor transformante no reconoce «reglas» ni «pedagogía» humana, porque «deja hacer» al Pedagogo divino.

El Documento de Puebla recuerda expresamente el gran principio de la «encarnación» formulado por San Ireneo: “lo que no es asumido, no es redimido.” En efecto, los métodos de evangelización (sobre todo el método de los métodos y en el fondo el único método) tienen como fin esta «encarnación» del Verbo en la totalidad del hombre catequizado; pero tal hombre y tal cultura (todo lo hecho y creado por él en el tiempo) traen consigo el reato del pecado; como semejantes culturas primitivas son también expresión de la corrupción de la primera Alianza, es menester quitar de ellas el pecado y la corrupción que son, en el fondo, anti-humanas y anti-culturales.

De ahí que el Documento de Puebla haya sostenido: “La Iglesia, al proponer la Buena Nueva, denuncia y corrige la presencia del pecado en las culturas; purifica y exorciza los desvalores. Establece por consiguiente, una crítica de las culturas. Ya que el reverso del anuncio del Reino de Dios es la crítica de las idolatrías, esto es, de los valores erigidos en ídolos o de aquellos valores que, sin serlo, una cultura asume como absolutos. La Iglesia tiene la misión de dar testimonio del «verdadero Dios y del único Señor»”; por eso “no puede verse como un atropello, la evangelización que invita a abandonar falsas concepciones de Dios, conductas antinaturales y aberrantes manipulaciones del hombre por el hombre”.

Si lo que no es asumido no es redimido, es inevitable la crítica interna de cada cultura en el proceso de evangelización; esta asunción o «encarnación» de la Palabra corrige, purifica, exorciza el pecado, los mitos, las idolatrías: se trata del inevitable momento de y al que podemos denominar «desmitificación»: es un acto inicial, porque comienza con el mismo acto primero de «encarnación» de la Palabra, y es progresivo en cuanto proceso nunca concluido, porque el pecado, los mitos, nuevos mitos e idolatrías propias del hombre «viejo» pugnan por regresar.

De ahí que, primero, fuera condición «sine qua non» la atracción humana del indio e, inmediatamente, el acto y proceso de desmitificación. Es suficiente que el infiel acepte la idea de creación «ex nihilo», para que los mitos de origen, como la reiteración de lo Mismo, el determinismo universal, el dualismo cósmico, la necesidad de la sangre humana para mantener el equilibrio cósmico, la “divinidad” de los entes naturales, estallen y sean aniquilados.

Semejantes mitos, desde el punto de vista de la historia de la salvación, son esencialmente incompatibles con el Evangelio; son como “el reverso del anuncio del Reino de Dios”, como dice el Documento de Puebla. Pero la fuerza de aquellos mitos es innegable y así como las «semillas del Verbo» pugnan por germinar en cada hombre y su cultura, de análogo modo los mitos-mágicos (que se comportan como elementos Verbicidas) pugnan por volver, como acontece con los «tlamatinime» aztecas después de haber escuchado a los Doce Apóstoles franciscanos; o como pasa con los indios adultos que, ya convertidos y bautizados, esconden los ídolos, movidos por un reato de idolatría y superstición que no ha desaparecido del todo.

Tal es el momento y el proceso de desmitificación, aspecto crítico-negativo, punto de arranque del acto de transfiguración. No es posible separar uno de otro porque la «encarnación» del Evangelio provoca la desmitificación y, al mismo tiempo, salva todo lo salvable transfigurándolo en el plano de la «nueva creación». Lo salvable no es destruido sino potenciado, sanado, sobre elevado y llevado a la plenitud de sí mismo.

En la catequesis todo está subordinado a este fin, como puede comprobarse en el amoroso ingenio e inventiva de los misioneros, tan bien historiados por el Padre Borges; a semejante fin se ordenan las iniciativas más inesperadas pero eficaces, como la de fray Domingo de Betanzos O.P., cuyas argumentaciones catequéticas seguían la estructura general de la «Summa» de Santo Tomás.

Lo que el Padre Borges llama «método de autoridad» se fundaba en la ejemplaridad de vida de los misioneros; a la que hay que agregar los «métodos verticales» porque consistían, principalmente, en la conversión y ejemplo del cacique, lo cual producía (como ocurrió con los reyes de la alta Edad Media) el interno acatamiento de los indígenas; esta captación y cristianización de los caciques -que el Padre Borges llama «idea genial»-, llevó a la conversión a multitud de indígenas.

Lo mismo se diga de la educación de los hijos de jefes y notables. Todo lo cual, no excluye sino que incluye la multitud de métodos «capilares»; es decir, los que surgen del contacto personal. Estos métodos, no siempre dieron resultado debido, como siempre, a la falta de ejemplaridad de los cristianos viejos que no eran idénticos con el contenido de su propia fe.

La atracción humana y la «encarnación» de la Palabra debían conducir a la conversión como momento verdaderamente misterioso de libre apertura a la gracia; porque la conversión no es sólo acto sobrenatural de apartamiento del pecado, sino «don» de Dios puesto que, como enseña San Pedro a los cristianos de Jerusalén, “también a los gentiles les ha concedido Dios el arrepentimiento (conversión) para la vida”. (Act. 11, 18). Por eso, los indios al ser regenerados, tenían acceso a la vida nueva y, sin dejar de ser los mismos, no eran ya más los mismos en cuanto elevados al grado (naturalmente inconmensurable) de la «nueva creación». Su vida y su cultura eran entonces «indo-cristianas».

La evangelización y la conversión como acto único transfigurante y como proceso inexhausto

El fin esencial de la evangelización era, pues, la conversión. Esto suponía, por un lado, un «modo» de evangelizar, y por otro lado implicaba algo de mucho mayor trascendencia: el hecho de que no existe un hombre que no tenga sentido suficiente para la fe. Así lo enseñaba el Padre de Acosta cuando, citando a San Pedro (2. 3,9), insistía en que “aunque no comprendan bien lo que oyen, no por eso dejan de ser aprender con la fe, lo que les basta para salvarse”; de ahí que sea “necesario sostener certísimamente que no hay bárbaros sin sentido suficiente para la fe”. .Y si es menester, habrá que practicar más profundamente la caridad que todo lo sufre, que todo lo resiste, que todo lo espera, que es paciente y benigna (1 Cor. 13,4-7).

La evangelización, cuya primera meta es la conversión y el bautismo, encontrará siempre «impedimentos». Estos impedimentos pueden ser de tres categorías: aquellos que existen en el propio evangelizador; los que provienen de extraños; y los que residen en los evangelizados. De los tres, los primeros son los verdaderamente graves.

En efecto, “los que toman el oficio de anunciar el evangelio deben cuidar sobremanera de no serle ellos impedimentos. Porque sucede muchas veces que los que más acusan la desidia y la perversidad de los indios, son los que no cumplen bien con su ministerio; y si se examinasen con diligencia y se juzgasen con sinceridad, hallarían que ellos y no los indios son los culpables de que la cristiandad no prospere”. Cuiden los pastores de no transformarse en lobos. En cuanto a los señores temporales (piénsese en encomenderos y funcionarios), “no impidan con la codicia y violencia su salvación”.

En cuanto a los obstáculos que provienen de los evangelizados, así como los primeros Apóstoles tuvieron que luchar, dice de Acosta, “con ingenios soberbios y contumaces”, en el Nuevo Mundo, los misioneros se encuentran con la inconstancia, el tedio, “la falta de palabra, la bajeza de los naturales, la soledad y el desaliento y desesperación”. Conmueve el ánimo leer estas palabras de quien fuera, además de misionero, gran profesor, fino observador, reflexivo pensador y colaborador de Santo Toribio de Mogrovejo, porque muestra al vivo cuales eran las pruebas más lacerantes y terribles que Dios permitía para sus enviados.

Pero es el mismo Padre Acosta quien, sin vacilar, exime en apreciable grado a los indios porque aquella incapacidad de ingenio, inconstancia y falta de palabra, no provenían, para él, de su naturaleza, sino “de la prolongada educación y del género de vida no muy desemejante al de las bestias”. Por eso no hay que poner el grito en el cielo porque los indios bautizados conserven resabios de la antigua fiereza y de la idolatría y superstición.

En la indagación acerca del proceso de evangelización es posible excavar más profundamente: así como el impedimento principal se ha de encontrar en el evangelizador, también en él se encuentra el poder de irradiación del mensaje de salvación; como otro Cristo -verdadero cristóforo-, sigue el ejemplo de San Pablo: “Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1Cor. 11,1); pero no es esto posible y por tanto el acto mismo de evangelizar, sin la contemplación de lo que debe ser transmitido; para que “vengamos a la conversión de los infieles”, como se expresa de Acosta, es menester, ante todo y primeramente, “la oración y... la plegaria asidua y ferviente”; verdad es que en todo es menester confiar en el auxilio de la oración, pero en esto de la evangelización y conversión de los indios “no hay nada más necesario, ni más poderoso”.

Para que la acción pastoral sea sobrenaturalmente eficaz debe ser precedida por la «contemplación»; este principio elemental, confirmado por lo demás por la mera reflexión filosófica natural, ya que no es posible ninguna operación práctica con sentido sin la previa contemplación de la verdad, es la clave de toda evangelización. A la inversa, la primacía de la pura acción genera un activismo sin freno, una locura de la acción que, en el orden sobrenatural, se precipita a una suerte de abismo, a una especie de contradictoria nada operante y destructora desde que no puede anunciar ni transmitir a nadie.

¿Cómo anunciar a Cristo si previamente no le he contemplado? ¿Cómo ser imitador de Cristo sin Cristo? Nada puede satisfacer más al “dios de este mundo” que la primacía de la acción sobre la contemplación que es, en el fondo, el aniquilamiento de la contemplación. De ahí que los grandes evangelizadores hayan sido grandes contemplativos, y los que hoy creen que todo debe volcarse a la pura «acción pastoral» no se percatan que, sin la contemplación, no hay más acción (por lo menos con sentido) y menos aún «pastoral» resuelta y disuelta en el mundo.

Para el misionero contemplativo, la psicología indígena ofrecía facetas positivas, como su sentido religioso, su humildad y afectuosidad que él sabía penetrar con su amor de caridad. También sabía el misionero que la idolatría era un modo oscuro de «participación» en la idolatría del demonio (y lo dijo de mil modos), y jamás se le ocurrió equiparar aquellas religiones no-inculpables y erróneas con el Cristianismo; pero tampoco cayó en el error contrario de afirmar que toda creencia indígena pertenecía al Príncipe de este mundo. Por el contrario, en la misma idolatría creyó entrever el rastro del Dios uno y verdadero.

También en América, estaban presentes las «semillas del Verbo» pugnando por germinar. La profunda religiosidad, el sentido, sobre todo en los incas, de la inmortalidad del alma y hasta de la resurrección. El sentimiento, muy vivo y vivido, de la transitoriedad de la vida, les preparaba para comprender el sentido cristiano de la vida como peregrinaje hacia la plenitud del Reino.

Todo este trasfondo positivo subyacente en la originariedad, será «transfigurado» en el acto de la conversión. Empleo el término «transfiguración» en el sentido en el cual aparece en San Mateo y San Marcos al describir la Transfiguración del Señor (Mt. 17, 2; Mc. 9, 2). Una mera lectura por así decir «clásica» del término «metamórphosis», apenas significa «transformación». Pero aquí está cargado de un sentido inconmensurablemente más profundo y nuevo: Et transfiguratus est ante eos (kai metemorphóze émproszen autón).

El rostro de Cristo “brilló como el sol y sus vestidos se pusieron blancos como la luz", dice San Mateo; San Marcos dice que “se pusieron Resplandecientes”; San Lucas (que no emplea el término «transfiguración») dice que “su rostro tomó otro aspecto y su vestido se volvió blanco y resplandeciente" (Lc. 9, 29). San Lucas dice que los discípulos “vieron su Gloria”.

Después de la visión de Moisés y de Elías, de la nube luminosa y la voz del Padre, cuando ya los discípulos habían caído sobre su rostro presas de gran temor (Mt. v. 6) todo parece volver a la normalidad de nuestro tiempo. Lo que habían visto hizo decir a Pedro: “Señor, bueno es que nos quedemos Aquí,” hacer allí mismo una tienda para quedarse con ellos. Cuando todo vuelve a la “normalidad”, el Señor les dice: “Levantaos, no tengáis Miedo” (v. 7).

Por un lado, los discípulos son dominados no por un temor corriente, sino por el pavor ante lo divino y, por otro, por la alegría inenarrable que produce la presencia de Dios. La voz del Padre confirma la divinidad y mesianidad del Hijo ante los futuros testigos de su pasión y muerte (Pedro, Santiago y Juan). El Señor, les ha mostrado su gloria; como quien toca familiarmente el hombro al amigo, les invita a levantarse; a regresar al tiempo sucesivo de la vida.

Transfigurado era, sin duda, el Mismo (“soy yo, no tengáis miedo”); pasada la transfiguración, sigue siendo el Mismo. Antes, transfigurado, era en cierto modo otro (pero era el Mismo); después, vuelve a ser el Mismo Jesús de Nazaret, pero como otro. No es, por tanto, una mera transformación (sentido corriente de metamórphosis) sino algo inconmensurablemente diverso: lo que es antes de la transfiguración se mantiene el mismo pero, transfigurado, es cuasi infinitamente otro sin dejar de ser el Mismo.

También el cristiano, cuando pasa por las aguas del Bautismo, participa realmente del misterio de la Resurrección de Cristo prefigurado en la transfiguración; no hay que esperar a la Parusía y a la gloria final para que una cierta transfiguración (no mera transformación) se produzca en el hombre re-generado por Cristo.

En ese sentido, lo que es asumido por el Verbo Encarnado participa de su transfiguración y, por eso, sigue siendo el mismo (tiene la misma identidad sustancial) pero es inconmensurablemente otro (sobrenaturalmente otro) sin dejar de ser el mismo; pero el cristiano y lo que él hace, su propia naturaleza, «se alcanza a sí mismo como naturaleza»; no sólo participa del misterio sobrenatural de la resurrección de Cristo prefigurado en la transfiguración, sino que su misma naturaleza es curada y salvada. En ese sentido utilizo en la presente reflexión el término «transfiguración».

Por consiguiente, cuanto es asumido por la «encarnación» de la Palabra en el proceso de evangelización, es «desmítifícado» (limpiado de mitos, magia, superstición, idolatría, fetichismo, sincretismo, animismo, dualismo, fatalismo) y precisamente en cuanto asumido, transfigurado; aquello asumido sigue siendo el mismo (sustancialmente el mismo) y es, ahora, inconmensurablemente «nuevo» sin dejar de ser el mismo. Toda la helenidad estaba presente en Dionisio, en Dámaris y los demás que siguieron a San Pablo al concluir su discurso en el Areópago; precisamente en ellos la helenidad asumida dejó de ser en cierto modo la misma (desmitificada) y fue como otra, transfigurada en una helenidad nueva y, sin embargo, la misma: la helenidad cristiana.

De análogo modo en la persona del indio la «encarnación» de la Palabra asumió su naturaleza, y las culturas indígenas, o para decirlo globalmente, la cultura indígena: cayeron los elementos mítico-mágicos (desmitificación) y la indianidad dejó de ser en cierto modo la misma, transfigurada en la indianidad radicalmente nueva; como otra, pero ahora más hondamente la misma. Una indianidad cristiana nacía no yuxtapuesta extrínsecamente a la cultura hispana, sino en unión sustancial con ella; por eso se debe hablar de una cultura «indo-hispano-cristiana».

Así como en los escépticos, epicúreos y estoicos que rechazaron a San Pablo (“sobre eso te oiremos otra vez”) murió la helenidad vieja, de análogo modo, en los tlamatinime o sacerdotes que rechazaron el contenido del discurso de los Doce Apóstoles de México (“nosotros no nos satisfacemos, ni nos persuadimos de lo que nos han dicho…”) murió la indianidad vieja para siempre.

Sin embargo, “los tiempos de la ignorancia” (Act. 17,30) no desaparecen instantáneamente, sino que pugnan por volver; todo lo «viejo» -aunque ya está vencido para siempre-, intenta regresar y eliminar lo «nuevo». Evangelizar, ha enseñado Paulo VI, “la cultura y las culturas del hombre”, supone que se toma como “punto de partida la persona”; pero implica, al mismo tiempo, la inauguración de un proceso en cierto modo misterioso. Este proceso de desmitificación- transfiguración produce desde la originariedad supuesta, una verdadera originalidad. Como dice el Documento de Puebla, “el Evangelio encarnado en nuestros pueblos los congrega en una originalidad histórica cultural” que es, precisamente, Iberoamérica.

El instante inicial de la transfiguración supone la conversión es decir la vuelta radical, sobrenatural, a Dios (metánoia) que equivale a una “nueva creación”, lo totalmente «nuevo». Esta mutación sobrenatural es imprescindible: “arrepentíos (convertíos) y creed en el Evangelio” (Mc. 1, 15). Es lo que San Pablo enseña en su discurso del Areópago: "Dios anuncia ahora a los hombres que todos en todas partes se conviertan” (Act. 17, 30); el mismo Apóstol, supuesta la conversión, exhorta a elevarnos a la perfección (Heb. 6, 1) en el sentido de que se trata de un proceso no clausurado nunca en el tiempo de la vida.

Los misioneros españoles así lo comprendieron en la evangelización de América, y bien sabían que la conversión de los indígenas requería una suerte de evangelización siempre renovada, jamás concluida. Así lo expresa el Documento de Puebla: “Jesús, de modo original, propio, incomparable, exige un seguimiento radical que abarca todo el hombre, a todos los hombres y envuelve a todo el mundo y a todo el cosmos. Esta radicalidad hace que la conversión sea un proceso nunca acabado”; ni personal ni socialmente.

Por tanto, la conversión, en cuanto acto único transfigurante es, simultáneamente, proceso. Como progreso espiritual o crecimiento interior es movimiento hacia la santidad; puede también ser esterilizada y regresar hasta la apostasía; y esta lucha o agonía es el drama propio del hombre cristiano. En cuanto crecimiento interior, en él mismo y como savia vital de él mismo, asume y conlleva las modalidades propias de cada hombre cristiano (su cultura y hasta su medio vital). Su fruto más precioso es la santidad ya lograda en América en hombres iberos, mestizos e indios, y socialmente expresada en la bien llamada «religiosidad popular».


NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

Discurso a Diogneto, Exordio, Ed. Ruiz Bueno, BAC, Madrid, 1950

Documento de Puebla, La evangelización en el presente y el futuro de América Latina, Ed. de la Conferencia Episcopal Argentina, Buenos Aires, 1979

Acosta José de, De procuranda indorum salute. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1987

Borges Pedro. Métodos misionales de la cristianización de América, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1960

León Portilla Miguel, La filosofía náhuatl, 3 ed. UNAM, México, 1983


ALBERTO CATURELLI