HISPANOAMÉRICA Y LA SANTA SEDE; Diplomáticos en Roma (1810-1820)

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Durante los años 1810¬-1830 pueden diferenciarse dos etapas bien marcadas en el movimiento diplomático de Hispanoamérica hacia Roma: la primera etapa comprende los años 1810-1820, período en el cual se dio apenas un inesperado encuentro de los movimientos independentistas con S.S. Pío VII, cautivo de Napoleón, en Fontainebleau en 1813.

Por esa razón las tentativas de establecer relaciones diplomáticas con la Sede romana, no fueron más que una simple y buena inquietud; la segunda etapa va de los años 1820 a 1830, que se dio en medio de la incertidumbre política de los nuevos gobiernos surgidos de la independencia, y encontramos mejores resultados.

Los enviados de Hispanoamérica a Roma entre 1810-1820

En estos años se pueden contar cuatro intentos de misiones diplomáticas de Hispanoamérica hacia la Santa Sede, caracterizadas por el deseo de asegurar al sucesor de san Pedro la confesionalidad de los nuevos Estados, pedirle que concediera a los nuevos gobiernos un «patronato republicano» y expresarle el deseo de que se organizaran los asuntos eclesiásticos a través de un Concordato.

De estos intentos, el primero fue el de José María Morelos y Pavón en Méjico. El líder patriota de Nueva España se encontró hacia el año 1812 con dos preocupaciones de importancia para el movimiento emancipador: la excomunión que, contra él y su movimiento emanaba de un obispo,[1]y la falta de jurisdicción eclesiástica para los capellanes de su ejército.

Para solucionar el segundo problema envió en dos ocasiones sendos delegados ante el arzobispo de Baltimore, John Carroll,[2]a quien creía legado pontificio para toda la parte septentrional de América, y dotado de facultades para darle la ansiada jurisdicción a sus capellanes.

Así fue como Francisco Antonio Peredo y Carlos María Bustamante, se dirigieron hacia Baltimore para pedirle al arzobispo que intercediera ante el Papa, presentándole y asegurándole que “la religión católica era la de los mejicanos”. Sin embargo ninguna de las dos misiones tuvo éxito, porque todo se precipitó con los reveses sufridos por la revolución entre 1814 y 1815.[3]

Una segunda tentativa para establecer relaciones diplomáticas con Roma fue la de los emancipadores de la Nueva Granada. La Constitución de Cundinamarca de 1811 y el acta de confederación del mismo año (27 de noviembre), pedían que se establecieran “con preferencia a cualquier otra negociación” relaciones con la Santa Sede, “para negociar un concordato y la continuación del Patronato que el gobierno tiene sobre la iglesia de estos dominios”.

Además agregaba el acta de confederación: “la legación habrá de promover la erección de obispados de que tanto se carece y que tan descuidados han sido en el antiguo gobierno español.”

Los líderes de la Confederación eran conscientes que la incomunicación con la Silla Apostólica podía prolongarse por tiempo indefinido, razón por la cual consideraron necesario convocar, de acuerdo con los prelados, cabildos eclesiásticos y órdenes religiosas, un Concilio o una Asamblea nacional.[4]Estos intentos constitucionales aparecieron como respuesta a las necesidades eclesiásticas, y como la mejor manera de sofocar el intento cismático en la localidad neogranadina del Socorro de 1810.[5]

Pero la actuación de estas prescripciones no llegó a concretarse antes de la reconquista española (1814-1817), porque de una parte el Papa estaba prisionero en Francia y, de la otra, porque la acción de reconquista española había llevado a la crisis a la Nueva Granada y a la desaparición de la república de Venezuela, así como al destierro de sus líderes.

El tercer esfuerzo por establecer relaciones diplomáticas con la Santa Sede fue iniciativa de las Provincias Unidas del Plata. En el Extremo Sur del continente se había celebrado, en el año 1816, el Congreso de Tucumán, el cual abriéndole paso a los que serían sus dos rasgos fundamentales «patriota y religioso» como lo definía Nicolás Avellaneda,[6]comenzaba implorando la asistencia del Espíritu Santo y pedía a los congresistas jurar y defender la religión católica: “¿Juráis a Dios Nuestro Señor y prometéis a la Patria conservar y defender la religión Católica Apostólica y Romana?”

Luego de analizada la situación creada en la Iglesia de aquellas comarcas, proponía que se nombrara un representante ante la Silla Apostólica para “restablecer las relaciones con la cabeza de la Iglesia”.[7]Sin embargo, este deseo se frustró antes de nacer porque en 1817 el secretario de Estado de su Santidad, el cardenal Hércules Consalvi, declaraba “que ninguna instancia dirigida a la Santa Sede por el Congreso de Tucumán sería admitida”.[8]

Otra misión diplomática, la cuarta y última de esta fase, fue la de Venezuela y la Nueva Granada (la actual Colombia), representadas respectivamente por Fernando Peñalver y José María Vergara. Se ocuparon del asunto en el Congreso de Angostura (1819), el cual entre sus deliberaciones había determinado que: “la próxima misión diplomática, que había de partir para Londres,[9]entablará relaciones directas con Pío VII en orden a conseguir la preconización de Obispos para las sedes vacantes”.

Era este el pensamiento del art. 31 del mencionado Congreso cuando expresaba: “Abrirán comunicaciones con el Papa, como Jefe de la Iglesia católica y no como señor temporal de sus Legaciones. Contra las imposturas de nuestros enemigos le declararán que la Religión católica es la que se profesa en la Nueva Granada y Venezuela y en toda la América insurrecta contra la dependencia colonial y tiranía del Gobierno español. Le dirán que aunque este mismo Gobierno, opresor y desolador de la América, se jacta de ser auxiliado por el sucesor de San Pedro contra la emancipación y felicidad de estos países; sus fieles habitantes han tenido por apócrifas las letras de la Curia Romana, publicadas y circuladas como comprobantes del auxilio [en mención de la encíclica realista del 30 de Enero de 1816].

Le comunicarán, si fuere necesario, las pruebas ineluctables de la justicia de nuestra causa acumuladas en una multitud de impresos. Le recordarán la Homilía que predicó el mismo Papa, siendo Obispo de Imola en la república Cisalpina, aplaudiendo el sistema republicano como conforme al Evangelio de Jesucristo. Le demostrarán que ninguna autoridad es más legítima y digna de ser obedecida que aquella que se deriva del pueblo, única fuente inmediata y visible de todo poder temporal, y que siendo de esta naturaleza todas las establecidas en la República de Venezuela, son ellas las más acreedoras al cumplimiento de la doctrina de los Apóstoles San Pedro y San Pablo. En suma, le propondrán las bases de un Concordato, y el nombramiento de una persona suficientemente autorizada para concluirlo con Venezuela”.[10]

Estas instrucciones, firmadas por el presidente del Congreso de Angostura, Juan Germán Roscio, recogen el ideario político y religioso que comenzaba a aparecer en la vida republicana de Hispanoamérica para la cual, en virtud de la soberanía popular, el cristianismo no era incompatible con la república liberal.

Este pensamiento estaba reflejado en las instrucciones entregadas a los dos dignatarios, a quienes se les pedía de referirse al Santo Padre como jefe espiritual, para reafirmar el espíritu católico y el deseo republicano de aquellos pueblos, que en nada se oponía a los postulados del catolicismo. En la instrucción se advertía a Peñalver¬ Vergara que, en caso se presentase alguna objeción, recurrieran a la homilía que el Papa había pronunciado el año 1797, cuando era cardenal de Imola.

Pero esta misión, no obstante la fuerza del espíritu religioso y católico que manifestaba la instrucción terminó como las anteriores: en el fracaso, porque la misión no pudo llegar a su destino final, y todo se redujo a remitir, por medio del nuncio de Su Santidad en París, monseñor Vicente Macchi, un informe al papa Pío VII sobre la situación de la Nueva Granada y de Venezuela.

En su escrito manifestaban: “Pastores, santísimo padre, es lo que piden nuestros conciudadanos, pero pastores que miren por la dignidad sacerdotal y que ofrezcan a la patria enferma el refrigerio de la paz y la caridad cristiana; no pastores que enconen y desgarren sus heridas. [y no pudiendo faltar la petición del patronato escribían] los gobiernos de Venezuela y Nueva Granada acuden a V. S., con la súplica a fin de que, se restablezca la confianza entre los pastores y sus ovejas, se digne V. S., nombrar como Arzobispos y Obispos para las sedes, que actualmente vacan o vacarán en lo futuro en las regiones sujetas a los dichos Gobiernos, a las personas que estos mismos propusiesen a S.S. [...] finalmente que a los prelados nombrados de este modo por V. S. conceda la facultad de nombrar párrocos (a las personas propuestas por nuestros Gobiernos)”.

El objetivo de cuanto expresaban las letras del presidente del Congreso de Angostura era lograr, a través de la negociación, el reconocimiento político de la independencia y manifestarle al Papa el alma católica de su pueblo. Este pensamiento se vio reflejado en el informe Peñalver -Vergara del 27 de marzo de 1820, en el que los autores manifestaron la profunda convicción católica del pueblo y de sus gobernantes; posición que desmintió y frustró la falsa expectativa de los opositores de la independencia en Europa, quienes esperaban ver, entre los «rebeldes de ultramar», la repercusión del espíritu disolvente y antirreligioso difundido en el mundo a partir del Siglo XVIII.

Dice el Padre Leturia que en el informe, una pieza de dignidad y de clasicismo de forma, aparecen algunas contradicciones entre las que sobresalen el hecho de afirmar que antes no se habían podido acercar a Roma por causa del patronato y de la guerra; y que la guerra estaba lejos de terminar, de donde resultaba contradictoria la petición que hacían para que el Papa declarara caducado el patronato en el rey de España y pasado, automáticamente, a los nuevos gobiernos.

El inesperado encuentro de 1813

Antes de concluir esta primera etapa, la de los fallidos intentos de relaciones de la Independencia con la Santa Sede, es oportuno dedicar unos renglones para presentar el inesperado encuentro de 1813 entre Pío VII prisionero de Napoleón, y el venezolano Manuel Palacios Fajardo, que en suma fue el único encuentro con el Romano Pontífice que por aquellos años pudo realizar un enviado de los nuevos gobiernos.

La ocasión para aquella misión se presentó cuando, en el año 1812, por la reacción legitimista española, los líderes de la primera república venezolana debieron escapar del territorio. En octubre de 1812 el gobierno de la Confederación neogranadina autorizaba el viaje de Palacio Fajardo para Washington, con el fin de conseguir del gobierno de los Estados Unidos el apoyo para la independencia. Para lograrlo debía valerse de los buenos oficios del representante de Napoleón ante aquel gobierno, el Conde de Serurier, quien manifestaba sus afectos por la independencia.

Palacio Fajardo había recibido órdenes de que, si en los Estados Unidos no le prestaban la atención debida y los auxilios necesarios, emprendiera inmediatamente la ruta de Europa, con meta en París. Fue así como, una vez que hubo escuchado del ministro Monroe que “los Estados Unidos se hallaban en paz con España”, no dudó en preparar su viaje para París, porque de esa nación no se podía esperar apoyo alguno. A la capital francesa Fajardo llegó en el mes de marzo de 1813, e inmediatamente se puso en comunicación con Luis Delpech, y juntos se dieron a la tarea de buscar, de parte de Napoleón, dinero y armas para la revolución. El Emperador, interesado no por una especial simpatía hacia los hispanoamericanos, sino por competencia comercial contra Inglaterra, accedió al pedido de los dos delegados transatlánticos para obtener una entrevista con el ilustre prisionero, el papa Pío VII. Las negociaciones en aquel momento se desarrollaron en dos direcciones: la eclesiástica y la político-religiosa. Con la primera se buscaba remediar las necesidades de la Iglesia, mientras que con la segunda se quería atacar la oposición de los realistas, para lo que se pretendía una bula pontificia. Para llevar a buen puerto el aspecto eclesiástico de la negociación, Delpech y Fajardo entregaron al duque de Bassano, ministro de relaciones exteriores y. encargado de este delicado negocio, información en la que aparecían los proyectos constitucionalistas y cismáticos de Miranda. Entregando esta información pretendían conseguir, con la ayuda de Napoleón, que el Papa nombrara obispos para las diócesis de Socorro, Barcelona y Barinas, erigidas cismáticamente. La propuesta presentada por los comisionados de ultramar incluía el reclamo del derecho de patronato, la lista de candidatos para la mitra, el pedido de bula de cruzada, y el legado a latere o gran patriarca, pero que fuera un convencido defensor de la independencia. Estas peticiones encerraban una buena dosis política porque por una parte, pretendían arrebatarle a los realistas el privilegio de Patronato y la bula de la cruzada, y por la otra parte, querían que el Papa nombrara un legado pontificio para, de esta manera, instrumentalizarlo en favor de la causa emancipadora. En el campo político-religioso se intentaba, sobre cualquier otra medida, alcanzar una proclama del rey y una bula pontificia. De la proclama del rey se esperaba que el monarca ordenara a los españoles «no turbar por causa y a nombre suyo, la tranquilidad de los criollos, dejarles establecer el gobierno que más les convenga y suspender la guerra que les hacen contra la voluntad del propio príncipe». De la bula pontificia se deseaba que el Santo Padre confirmara la proclama regia, porque así, pensaban los agentes, tendría mayor eficacia. Era de desear que en la bula el Papa alabara «las intenciones humanitarias y pacíficas del rey en favor del Nuevo Mundo» y la acompañara de una exhortación al clero americano en pro de la paz y en contra de las guerras civiles, concediendo indulgencias para quienes oraran por este fin. Ante tal pretensión, el duque de Bassano consideró que era mejor no interferir tan directamente para el nombramiento de nuevos obispos, sino mantener, como único requisito, que fueran personas partidarias de Francia. Frente a la idea de una proclama de Fernando VII, el cual tenía que hablar como persona privada, se debía evitar que el prisionero entendiera cualquier concesión de derecho sobre España o América. El ministro Serurier recibió los papeles el 4 de mayo de 1813, cuando el emperador se encontraba en aprietos por la avanzada de la alianza ruso-prusiana y el levantamiento de Alemania. Posteriormente éstas propuestas, dice Fajardo, sin especificar por medio de quien, llegaron a Pío VII. Con Pío VII, los enviados de Hispanoamérica pudieron hablar acerca del grave problema en que se encontraban sus Iglesias; ante lo que el Papa se extrañó de que los acontecimientos de aquella revolución “no le fueran transmitidos por el órgano de un hijo de aquellos países en que la religión es un poderoso agente del modo de obrar”. ¿Por qué fallaron los esfuerzos diplomáticos hispanoamericanos del primer período? La pregunta formulada encuentra varios tipos de respuesta. La primera de ellas está en la misma revolución: el vaivén político de aquellos años hizo que los países hispanoamericanos vivieran entre la incipiente vida republicana, y la reconquista militar española. Una situación que imposibilitó la organización y la madurez diplomática para tratar tan delicados asuntos. La segunda razón se encuentra en la corona de España, la que salió muy pronto a defender sus posesiones. Para estar en sintonía con la política europea y esperando reconquistar el territorio y mantener los derechos patronales sobre las iglesias de aquellas comarcas, las autoridades españolas, defendiendo el carácter sagrado de la autoridad y la necesaria alianza «trono-altar», buscaron el apoyo militar de la Santa Alianza y la fuerza espiritual y moral de la Santa Sede. Las autoridades españolas se acercaron insistentemente a Roma, a través de su embajador, don Antonio Vargas Laguna, para instrumentalizarla en favor de su deseado legitimismo. A Pío VII le pidieron, en aquellos años, que emanara un documento pontificio en el que llamara a los rebeldes a la obediencia al legítimo monarca, a la tranquilidad y a la concordia, para así alcanzar la definitiva «pacificación de las Américas», y que se le respetara a la corona de Madrid el derecho de presentación de candidatos, para ocupar las sedes episcopales, como se lo concedía el derecho de Patronato.

Pío VII accedió a las dos peticiones de Madrid y a raíz de su consenso, entre 1814 y 1820, se nombraron 28 obispos, entre criollos e ibéricos, para cubrir las sedes vacantes de la Iglesia de Hispanoamérica.

Igualmente, el 30 de enero de 1816 publicaba la Encíclica «Etsi Longissimo», dirigida a los obispos de Hispanoamérica exhortándolos para que desarraigaran la cizaña del alboroto y de la sedición, para que recordando las virtudes del rey Fernando, expusieran las desventajas de la rebelión, y exhortaran a sus fieles a la fidelidad y obediencia al legítimo monarca.

De esta manera el rey logró no sólo neutralizar todos los esfuerzos diplomáticos de aquellos países con los de Europa, sino que impidió, en su exaltado regalismo, cualquier comunicación directa entre Hispanoamérica y la Santa Sede tendiente a la provisión de sedes vacantes o nombramiento de obispos auxiliares, razón por la cual ordenaba que todas las gestiones debían pasar por el Consejo de Indias y por su embajador en Roma.

Por este comportamiento no hubo, en aquellos años, más provisiones para la iglesia hispanoamericana. Un caso típico de esta política intervencionista fue la situación que se vivió en Guatemala, donde el arzobispo Ramón Casaus pedía directamente a la Santa Sede que se le nombrara obispo «in partibus» y auxiliar suyo el párroco de su catedral, José Mariano Méndez, para evitar, de esta manera, que por ausencia de obispos se diera una total incomunicación entre Centro América, donde sólo había tres obispos, y Roma. A tal petición se interpuso el Gobierno de España.

La tercera razón del fracaso diplomático se encuentra en la orientación restauracionista asumida por las «testas coronadas» de Europa, y de la cual participó la Santa Sede. Pío VII, una vez que pudo regresar a su Sede en Roma (1814), se dedicó a restaurar la actividad de la iglesia y de la curia romana, dentro de los postulados de la política restauracionista de Europa.

El sumo pontífice, desinformado como estaba de los acontecimientos hispanoamericanos, accedió a los pedidos legitimistas de España. Con esta posición, el sumo pontífice dejaba de nuevo «el caso hispanoamericano» en manos y bajo el patrocinio español. Entre tanto la vida de los fieles se deterioraba, y la jerarquía se diseminaba hasta dejar todo un continente en total orfandad, como lo indicaba el informe Peñalver-Vergara.

NOTAS

  1. Las excomuniones de Hidalgo y de Morelos fueron proclamadas por el obispo “electo” (nunca fue consagrado) de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, y por tanto carecían de validez. Para mayor información, Cfr. Gustavo Watson Marrón, “Consideraciones en torno a las excomuniones de Hidalgo y Morelos.” Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos, México, 2008
  2. JOHN CARROLL, De familia originaria de Irlanda y emigrada a los Estados Unidos al comienzo del Siglo XVIII. Nació a Upper Marlboro el 8 de mayo de 1735, y murió en Baltimore el 3 de diciembre de 1815. Adelantó estudios en Francia y hacia el 1753 hizo su ingreso en la Compañía de Jesús. Recibió la ordenación sacerdotal en 1769. Una vez suprimida la familia jesuítica, el padre Carroll regresó a su patria y se instaló en Maryland, donde se había criado; allí trabajó con los Jesuitas que continuaron su ministerio sacerdotal bajo la guía del vicario apostólico de Londres de quien dependía zona pastoral, monseñor Challoner.
    Monseñor Carroll fue nombrado en 1784, por Pío VI, prefecto apostólico de todo el territorio de los Estados Unidos de América, jurisdicción eclesiástica que nació por la desmembración de la nueva prefectura de la jurisdicción del vicario de Inglaterra. La primera sede episcopal que se erigió en los Estados Unidos fue en Baltimore. Para el año 1789 la prefectura apostólica fue elevada a obispado y monseñor Carroll nombrado su primer obispo y más tarde su arzobispo, en el año 1808. Monseñor Carroll es, con sobradas razones, reconocido como el padre de la iglesia católica de los Estados Unidos de América.
    Por noticias de su biógrafo se conoce que él no tenía jurisdicción sobre Méjico, como lo pudieron suponer los líderes de la independencia de aquel país; pero sí se puede afirmar que de sus manos pasaron a la Santa Sede los negocios de la iglesia mejicana; cf., Enciclopedia Cattolica, III, cols. 937-938; L. MEDINA ASCENSIO, México y el Vaticano, 1, 17-20.
  3. La noticia de que monseñor Carroll tenía facultades pontificias sobre aquel territorio (San Luis y las islas Barbados) llegó a Morelos por las manos del mismo Peredo, quien había sido enviado a los Estados Unidos (mediados de 1812) para sondear el ambiente del gobierno de aquel país con respecto a la independencia de Nueva España. Cuando Peredo regresó de su misión, alimentó en Morelos el deseo de comunicarse con el arzobispo de Baltimore para conseguir las gracias que deseaban y para buscar, por su medio, las relaciones con Roma; tarea para la que fuera enviado, poco después, el mismo Peredo. Dice Medina Ascensio que eran falsos los informes que Peredo presentó a Morelos sobre las facultades espirituales de monseñor Carroll sobre Méjico; cf., L. MEDINA ASCENSIO, México y el Vaticano, 1, 13-17, 20-28; P. LETURIA, Relaciones..., II, 69-70.
  4. P. LETURIA, Relaciones..., 11,75-76
  5. La independencia de la Nueva Granada fue, entre las de Hispanoamérica, la más radical en su deseo republicano y federalista. Dentro de esta orientación se debe entender el deseo cismático de Socorro, primer intento del que se tiene noticia en todo el vasto territorio de las nuevas repúblicas. Allí por el año 1810, como dice J. M. Groot, florecían las ideas cismáticas del español Llorente, y sin contar con el Papa ni con los demás obispos, trató de erigir la diócesis en aquella ciudad y a su obispo en la persona de Andrés María Rosillo; cf., J. M. GROOT, Historia eclesiástica y civil..., 86-92; ver igualmente P. LETURIA, Relaciones..., II, 74; III, ap. VII, cap. 3 § 4: Informe de monseñor Coll y Prat a Pío VII, del 11 de Noviembre de 1822, en: Asv, Arch. Nunz. Madrid, 270, fasc., Relazioni.
  6. Citado por C. BRUNO, Historia de la Iglesia en la Argentina, VIII, 65.
  7. E. MIGNONE, La Iglesia ante la emancipación en Argentina, en E. DUSSEL, (coord.) Historia general de la iglesia en América Latina, IX, 245-246; C. BRUNO, Historia de la iglesia en la Argentina, VIII, 65-82. No se trataba de restablecer las relaciones, como anota el estudioso Mignone. Con la independencia Hispanoamérica buscaba establecer, por primera vez, relaciones diplomáticas con la curia pontificia porque, hasta aquel momento era aquella una preocupación del Consejo Real de Indias y de la metropolitana de Sevilla.
  8. Citado por P. LETURIA, El Ocaso del patronato..., 39. En nota 17 el padre Leturia señala que el cardenal Consalvi manifestó su rechazo a la designación que el Congreso Tucumán hizo de Santa Rosa de Lima como patrona de la Independencia, y del pedido que el mismo Congreso elevaba al Papa para que confirmara su independencia. El rechazo que el cardenal Consalvi hiciera del pedido argentino le fue comunicada por el ministro Pizarro al embajador de España en Roma, Antonio Vargas Laguna, hecho que ocurrió el 15 de marzo de 1817.
  9. La misión diplomática que partía para Londres, llevaba consigo dos objetivos: uno era de tipo económico y el otro de orden político. El objetivo económico miraba a obtener la condonación de la deuda que Venezuela había adquirido con el gobierno de Londres, cuando su agente en aquella metrópoli, Luis López Méndez, prodigándose en conseguir armas y voluntarios para el Orinoco, acumuló una gruesa deuda que los acreedores no estaban dispuestos a perder. Con el segundo objetivo se trataba de que Peñalver-Vergara, hicieran todo lo posible por hacer que el ministro inglés Lord Castlereagh, simpatizara con la causa independentista; cf., P. LETURIA, El Ocaso del patronato..., 89.
  10. F. C. URRUTIA, Páginas de historia diplomática. Los Estados Unidos de América y las repúblicas hispanoamericanas, de 1810 a 1830, Bogotá 1917, 207. Citado por P. LETURIA, El Ocaso del patronato..., 91-92; A. FILIPPI, Bolívar y la Santa Sede..., 25.