MÉXICO: La iglesia, la insurgencia y la independencia
La historiografía de la independencia en México desde el siglo XIX ofrece diversas posturas. Unas son más elogiosas de la gesta insurgente y de sus caudillos, como la de Carlos María de Bustamante; en tanto que otras, como la de Lucas Alamán son críticas.[1]En el siglo XX dos sacerdotes historiadores, Mariano Cuevas y José Bravo Ugarte reproducen hasta cierto punto aquellas posturas; de tal manera el Padre Cuevas no duda en elogiar a Hidalgo, mientras que Bravo Ugarte lo juzga como Alamán.[2]
La historiografía moderna tiene otras perspectivas más allá de las figuras epónimas y de juicios valorativos. Se pretende la comprensión de los hechos y actores más que el veredicto laudatorio o condenatorio; se busca la caracterización de las bases sociales, de los grupos de poder y las corporaciones, de la economía, los intereses regionales, las mentalidades y aun los imaginarios.
La vida de la Iglesia católica en México también ha merecido importantes contribuciones y revisiones de parte de los especialistas, bien que aún quede mucho por rastrear. Sin embargo, dada la participación protagónica que en aquel proceso tuvieron varios sacerdotes, como Hidalgo y Morelos, y dados los pronunciamientos que en torno al mismo proceso y caudillos tuvieron varios miembros de la jerarquía eclesiástica, otorgamos discreto relieve a estos puntos.
A fines del siglo XVIII y principios del XIX la Iglesia novohispana, al igual que el resto de las iglesias locales en la monarquía española, se mantenía en comunión con la Sede Apostólica. Sin embargo, esta comunión estaba mediatizada por el patronato regio. Tal patronato se fue haciendo cada vez más extensivo, frecuentemente sin anuencia de la Santa Sede; y a partir de varias de las llamadas «reformas borbónicas», en nombre de la soberanía y del regalismo se exacerbó la injerencia de la Corona para lograr el mayor control sobre la institución eclesiástica.[3]
Gran sacudimiento de las creencias se dio a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, debido a la progresiva introducción en Nueva España de ideas, modas y costumbres de mayores libertades que cundieron rápidamente dentro de una sociedad en crecimiento demográfico y económico. El consiguiente relajamiento se asoció frecuentemente a la impiedad y fue atribuido no raras veces al afrancesamiento de la sociedad española, sobre todo después de la Revolución Francesa. Ésta, en efecto, había dado un giro en contra de la Iglesia católica, sobre todo en los días del Terror.
Sin embargo, no pocos novohispanos rescataron valores de los principios de ese movimiento, como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, “sublimes concepciones” diría Abad Queipo,[4]obispo electo de Michoacán y amigo de Hidalgo. Ni podía ser de otra manera en el pensamiento católico por cuanto tales derechos tienen su fundamento sólido en el derecho natural no disociado de la teología natural, como lo expresaría repetidamente Hidalgo: “aquellos derechos que el Dios de la naturaleza concedió a todos los hombres”,[5]derechos que son percibidos por “la luz de la razón, que el mismo Ser Supremo nos ha dado, como una antorcha que nos guíe y nos ilumine”.[6]
Derecho fundamental es el de la libertad que implica la supresión de la esclavitud. Antes que nadie en el continente americano, Miguel Hidalgo abolió la esclavitud a partir del 19 de octubre de 1810. Conviene subrayar la razón que da; es “contra los clamores de la naturaleza el vender a los hombres”.[7]Esta libertad no sólo conlleva la supresión de la esclavitud sino todo un sistema de libertades como la de expresión, de movimiento, de asociación, etc.
La resolución de Hidalgo por la reivindicación de tales libertades era tajante “resolvimos a toda costa o vivir en libertad de hombres o morir tomando satisfacción de los insultos hechos a la nación”.[8]La reflexión que conduce a la afirmación categórica contra la esclavitud, partía en un teólogo como Hidalgo, entre otras bases, de la doctrina paulina de la igualdad de la nueva creación inaugurada por Jesucristo: no hay distinción entre judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer (Ga. 3, 28).
Otro derecho proveniente del Dios de la naturaleza y percibido por la luz de la razón es el de resistencia a la opresión. Siendo un derecho natural conlleva su licitud moral, bien que con ciertas condiciones, como lo había desarrollado la escolástica[9]mucho antes de la Revolución Francesa. Este evento propició que no pocos clérigos, desde luego el teólogo Hidalgo, recordaran el tema de la tiranía como opresión grave y persistente, así como las condiciones que se requieren para que la resistencia armada contra esa opresión sea lícita.
Ellas son: que se hayan agotado las vías pacíficas para frenar la opresión tiránica; que tal resistencia cuente con la representación del pueblo oprimido y que no se provoquen mayores males que los causados por la tiranía. Esta doctrina presupone que el poder político proviene del autor de la naturaleza social del hombre, Dios, y que de él dimana directamente, no a los gobernantes, sino al pueblo quien la traslada a ellos con la consiguiente obediencia, pero con la condición que el gobernante busque el bien común.
Es un pacto. La opresión tiránica conculca ese pacto y abre la puerta a la resistencia. De tal manera, conforme a esta doctrina, las citas bíblicas sobre el poder político como dimanado de Dios, y la consiguiente obediencia a las autoridades, han de entenderse referidas al origen mediato de ese poder.
Las indicaciones del Evangelio sobre tolerancia al agresor se ubican en una perspectiva superior de virtudes teologales. No anulan el legítimo derecho a resistir la opresión, pero invitan desde la fe a poner la confianza en el Señor y vencer el mal a fuerza de bien. En el decurso de la insurrección hubo sacerdotes y laicos, que, sin negar ese derecho, optaron por buscar vías pacíficas al necesario cambio.
Es la conducta típicamente cristiana. Por lo cual la Iglesia, sin negar el derecho legítimo de resistencia a una opresión tiránica “evidente y prolongada, que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país”,[10]excluye de su propio mensaje la invitación a la violencia, tanto más cuanto ésta conlleve el odio. No es la violencia el camino de la liberación integral y cristiana.
Pero en caso de quien es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad, la doctrina tradicional de la Iglesia establecía y establece la legítima defensa no solamente como un derecho, sino como un deber grave, empleando la violencia necesaria y suficiente para rechazar al injusto agresor, incluso causándole la muerte. De manera que para defenderse legítimamente o para defender obligadamente a aquellos de los que alguien es responsable, no debe ejercerse una violencia mayor que la necesaria.
No pocos novohispanos fueron siendo objeto de una opresión tiránica de parte del gobierno virreinal [representante a todos los efectos del Poder central de la Monarquía] conforme a los siguientes hechos. Las reformas borbónicas tendían a que los reinos de ultramar funcionaran más como colonias rentables, y se logró mediante una amplia y rigurosa reforma administrativa y fiscal, que además privilegiaba la economía de la Península, regulando excesivamente producciones y comercio de los territorios americanos o ultramarinos, así como pasando por encima de miles de casos en que la solvencia fiscal no era posible. De tal manera se dieron múltiples confiscaciones, embargos y cárcel para quienes no pagaban.
Puestos relevantes en el gobierno civil y en la Iglesia de Nueva España, si bien de segundo nivel, durante la primera mitad del siglo XVIII en gran medida habían sido ocupados por criollos, pero luego fueron otorgados en su mayoría a peninsulares. La Iglesia, que había resentido la expulsión de los jesuitas, se vio luego progresivamente más sujeta y limitada por el poder civil. Incluso la Corona impuso como requisito indispensable para el matrimonio el consentimiento paterno, de manera que su falta era prácticamente un impedimento.
La población fue aumentando considerablemente y los precios aun de alimentos básicos también, mientras que los salarios se mantenían estancados. Todo ello se agravó cuando la metrópoli española, derrotada ante la Francia revolucionaria, fue obligada a entrar en alianza con ella contra Inglaterra. La alianza continuó durante varios años del dominio de Napoleón y propició la difusión de ideas revolucionarias.
España concurrió a financiar las guerras del imperio extrayendo recursos de sus territorios americanos, especialmente de Nueva España, cada vez con mayores requerimientos. Además de las incrementadas vías fiscales, se exigieron frecuentes donativos, préstamos forzosos y finalmente los capitales de particulares e instituciones que, confiados a la Iglesia, habían contribuido a dinamizar la economía mediante préstamos a bajo interés.
Por su parte las comunidades indígenas también fueron objeto de mayor fiscalización y de la extracción de sus capitales. No pocas de ellas, además, padecían la escasez de tierras por la expansión de las haciendas. En la administración de justicia el favoritismo hacia los peninsulares se fue haciendo mayor.
A todo ello se sumaron dos crisis agrícolas por temporadas de escasas lluvias en 1801-1802 y 1809-1810. Y aun cuando esto último se debía a fenómenos naturales, era causa para que la aflictiva situación de muchos novohispanos se agudizara y ocasión para que se sintieran más las presiones del gobierno virreinal.
Había finalmente otro factor de resentimiento: el carácter altanero y prepotente de muchos peninsulares.
Así, pues, durante la primera década del siglo XIX las condiciones de la Nueva España presentaban graves desajustes socioeconómicos y políticos, considerados como opresión y tiranía del gobierno peninsular según el sentir de muchos novohispanos.
Así las cosas, ocurrió la mayor crisis de aquella monarquía, pues en España se dieron tales presiones que obligaron a que el rey abdicara la corona en el príncipe Fernando, quien representó entonces una esperanza de mejoramiento general en toda la monarquía. Mas Napoleón invadía la península y logró que el nuevo rey Fernando VII devolviera la corona a su padre, quien la puso a disposición de Bonaparte. No pocos españoles colaboraron con el invasor que prometía un gobierno liberal frente al despotismo. Sin embargo, la mayoría rechazó la usurpación, rechazo que fue clamoroso en los reinos de ultramar.
Tales reinos, particularmente la Nueva España, vieron en aquella crisis tanto la temida posibilidad de que también fueran invadidos, como la oportunidad de lograr, ya la independencia, ya al menos una autonomía que frenara la extracción de capitales y diera la mayor participación política a los nacidos en estas tierras. En la ciudad de México, a iniciativa de su ayuntamiento y con anuencia del virrey, amigo de criollos, se hicieron varias propuestas en el sentido de establecer una Junta, como se estaban formando en España, que gobernase en ausencia del rey.
Sin embargo, en septiembre de 1808, la oligarquía capitalina dio un golpe apresando al virrey y a varios de los promotores de la Junta, dos de los cuales pronto murieron en prisión: el licenciado Primo de Verdad y el fraile peruano Melchor de Talamantes, quien incluso había planteado los casos en que una colonia [o un territorio determinado del Reino] puede con justicia hacerse independiente.
Las muertes fueron evaluadas por el criollismo como asesinatos y como la cancelación de la vía pacífica del necesario cambio. El arzobispo de México dio su anuencia al golpe, persuadido de que la Junta propuesta conduciría a la anarquía. Para colmo, al darse notica oficial del golpe, se dijo sarcásticamente una y otra vez que quien lo había hecho era el pueblo.
Las condiciones para un justo levantamiento armado se estaban dando. Así lo estimaron grupos conspiradores en 1809 y 1810. Y se dio una razón coyuntural que agravaba la opresión: el colaboracionismo de españoles con la probable invasión de nueva España de parte de Francia, que en el imaginario popular implicaba también la impiedad anticristiana. Por ello cuando Hidalgo inició la insurrección no sólo se refirió a la opresión y a la entrega del reino, sino también a la defensa de la religión. La enseña que adoptó fue el estandarte de la Virgen de Guadalupe.
Sin embargo, faltaba cubrir la condición de que quienes estaban optando como dirigentes de la vía revolucionaria contaran con la representación del pueblo agraviado. Inicialmente esto se implicaba en los numerosos y variados contactos con que contaban los conspiradores y luego por dos vías: una la aclamación de los caudillos Hidalgo, Allende y demás, por parte de multitudes procedentes de diversos pueblos, como se hizo en Celaya y Acámbaro; y otra, por el reconocimiento de los ayuntamientos del itinerario insurgente. La rápida y enorme extensión del movimiento fue prueba complementaria. Siendo lícito el levantamiento, las presiones que se hicieron al gobierno virreinal también eran lícitas, mientras no adoptaran medios intrínsecamente malos. Así, la prisión de españoles que en el plan original de la conspiración serían remitidos a España, se pudo emplear legítimamente, incluso respecto a clérigos y otras personas consagradas opuestos al movimiento.
La declaración de excomunión a caudillos y seguidores de la insurgencia que hizo el obispo electo Manuel Abad Queipo y que luego refrendaron para sus obispados otros prelados, tenía como base la prisión de esos clérigos y el maltrato a unos religiosos, conforme al canon «Si quis suadente diabolo». Sin embargo, el móvil de tal declaración fue político como lo expresó Abad al virrey.
La privación de libertad aplicada a las dichas personas consagradas se había dado como un efecto colateral del levantamiento legítimo. Por ello tales excomuniones fueron consideradas inválidas por la insurgencia. Otras razones de invalidez que esgrimieron algunos insurgentes, como la no consagración del obispo Abad, no eran consistentes ni necesarias. El haber utilizado la mayor de las censuras eclesiásticas en un asunto político contribuyó desde un principio a la confusión de esos planos y al desprestigio de la jerarquía peninsular.
Sin embargo, la prisión de españoles, más de un mes después de la discutida excomunión, tomó un giro reprobable: fueron utilizados como rehenes y muchos de ellos fueron sacrificados con autorización de Hidalgo en Valladolid y Guadalajara. Tales hechos, además de innecesarios y más bien contraproducentes para el triunfo de la causa, estaban agravados por cuanto los prisioneros no eran enemigos capturados en acciones bélicas, sino civiles extraídos de sus casas, a quienes sin formarles juicio se mandó al degüello.
Se trataba de acciones intrínsecamente malas, que ponían en entredicho la licitud de la misma insurrección, amén de la esencial desproporción entre fines y medios. Además, en el caso de las ejecuciones de Guadalajara se habían incluido dos personas consagradas, con lo cual, independientemente de que algún prelado declarase la excomunión, ésta cayó, por ese solo hecho, sobre los responsables.
Al admitir esa responsabilidad, Hidalgo ya prisionero en Chihuahua, confesó que se había dejado llevar por el frenesí revolucionario y por condescendencia criminal con la canalla. Pero de tales hechos muchos insurgentes o simpatizantes de la causa no se enteraron por entonces. Los principales caudillos posteriores, como Rayón y Morelos, se apartaron de tales acciones y si bien ejecutaron prisioneros, en general se ajustaban al derecho de guerra. Las dos masacres de la alhóndiga de Granaditas fueron obra de la plebe de Guanajuato, que no indicación de los caudillos.
Hidalgo, admitida aquella responsabilidad, manifestó arrepentimiento público de sus excesos, se reconcilió varias veces mediante el sacramento de la penitencia, y por lo mismo, conforme al derecho y a la moral, recibió la absolución de sus culpas y de las censuras en que había incurrido, como la excomunión, que como queda dicho, no se debió por haberse lanzado a un justo levantamiento, ni siquiera por el solo hecho de haber apresado personas consagradas, sino por haber sacrificado a dos de ellas. El gobierno virreinal presionó para que el obispo de Durango comisionara la degradación ritual de Hidalgo, que se llevó a cabo sin cumplimentar los cánones que exigían ministro episcopal.
Por otra parte, poco después de la declaración del obispo Abad sobre la excomunión, la Inquisición de México, mediante su fiscal, había acusado a Hidalgo de herejía, conminándolo a comparecer para que respondiera las acusaciones. No se trataba, pues de una sentencia declaratoria de herejía. Pero la sola publicidad de la acusación formal aparecía –y aparece- como si Hidalgo ya hubiera sido juzgado hereje. Y eso es lo que pretendía la Inquisición: el desprestigio de la cabeza de la insurrección para frenarla.
La realidad era que Hidalgo había sido denunciado desde 1800, porque supuestamente había proferido proposiciones heréticas unas y escandalosas otras. Sin embargo, cuando la Inquisición se dio a la tarea de comprobar las denuncias a partir de ese año, no halló contestes y al contrario varios de los interrogados afirmaron la ortodoxia de Hidalgo. Ni siquiera prosperaron acusaciones relativas no a puntos de fe, sino de disciplina eclesiástica, que tachaban a Hidalgo de vida desarreglada, pues en todo caso el denunciado se había reformado desde el mismo año de1800.
Años después se repitieron denuncias, pero con el mismo resultado. Por lo cual los inquisidores, siguiendo el dictamen del fiscal, consideraron que no había elementos para entablar juicio y se archivaron las declaraciones. Cuando estalló la insurrección, el mismo fiscal que había desechado aquellas denuncias, ahora de la manera más incongruente e injusta, las tuvo por buenas y procedió a la acusación formal.
Hidalgo insurgente, camino a México, se proponía comparecer y contestar las acusaciones. No lo pudo hacer por la retirada de Cuajimalpa, pero luego, en Valladolid y Chihuahua, dio respuesta contundente a los cargos corroborando su fe: “jamás me he apartado ni en un ápice de la creencia de la santa Iglesia católica”.
En cuanto al periodo de vida desarreglada de Hidalgo, se trataba de haberse excedido en fomentar diversiones en el curato de San Felipe: generosos convivios para gente de todas calidades con música, baile y teatro. El problema fue que por una parte se endeudó y por otra, habiendo dejado la vida de oración, faltó a su compromiso de celibato. Esto ha sido notablemente exagerado con no pocas falsedades. Hidalgo se convirtió y la Inquisición constató que a raíz de tal conversión la fama de Hidalgo era de «sabio, celoso párroco y lleno de caridad».
La Constitución española de 1812 suprime la Inquisición; también la insurgencia acaudillada por Morelos la rechazó en los «Sentimientos de la Nación» que reafirma el poder del Papa y de los obispos en la función de velar por la fe, erradicando “toda planta que mi Padre celestial no plantó”. Mas retornado el absolutismo en 1814, la Inquisición también fue restaurada y una vez que Morelos cayó prisionero, ese tribunal servilmente colaboró con el gobierno virreinal realista y regalista, condenándolo como hereje sin mayor fundamento que el hecho de que el caudillo insurgente hubiera firmado la Constitución de Apatzingán, proscrita por la Inquisición como herética.
Una razón última de esta proscripción era que la insurrección estaba condenada por concilios de la Iglesia. Pero esto era falso, producto de una errada interpretación de algunos cánones del Concilio de Constanza, que por una parte reprueban no toda insurrección, sino aquella que se haga sin tomar en cuenta el derecho; y por otra anatematizan a quien tenga por justo el tiranicidio perpetrado por sola decisión de un particular, cosas que nunca pregonaron los caudillos insurgentes.
Sin embargo, otra razón última de la condenación inquisitorial se fundamentaba en que la Constitución reproducía ideas incompatibles con la doctrina católica, por cuanto en el artículo 24 se afirmaba que el único fin de las asociaciones políticas era la íntegra conservación de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad, como si el único fin de la vida fuera el goce de tales derechos, tanto en los individuos como en las sociedades. Se abría así la puerta a la exclusión de la dimensión trascendente del ser humano.
Pero la Constitución hablaba de la íntegra conservación de esos derechos, que primordialmente eran también valores. Y bas¬ta atenernos a la libertad en su carácter integral, para echar de ver que la libertad en el senti¬do pleno que le otorga el cristianismo, implica la espirituali¬dad y trascendencia del ser humano. Esta interpretación no carece de base en el contexto del Decreto de Apatzingán, que, al establecer la religión católica como primer artículo, no autorizaba sino a una exégesis ortodoxa de todos y cada uno de los demás artículos.
Otro punto son las acusaciones que hicieron los prelados realistas y la Inquisición sobre la supuesta usurpación de facultades canónicas por parte de varios insurgentes, entre ellos Morelos, al intervenir en nombramientos eclesiásticos, incluidos vicarios castrenses, que otorgaban licencias ministeriales y dispensaban de impedimentos matrimoniales. El obispo Abad y Queipo, solamente presentado por la Corona, declaró que por este motivo quedaban excomulgados, y además eran herejes por cuanto supuestamente negaban la potestad de jurisdicción en los obispos legítimos.
La potes¬tad de jurisdicción es necesaria para el correcto ejercicio de la administración pastoral y sacramentaria en la Iglesia. Mas, por otra parte, conforme al axioma de que “los sacramentos existen para beneficio de los hombres (sacramenta sunt propter homines)”, esa potestad de jurisdicción en circunstan¬cias extraordinarias es suplida por la misma Iglesia. La guerra es una de tales circunstancias; y siendo justa, sus jefes no cometen usurpación, si agotados los medios para conseguir una administración regular, permiten o favorecen una atención espiritual fuera de los cauces ordinarios.
Es notable que Abad y Queipo, a pesar de ser “nuestro acérrimo enemigo” al decir de Morelos, antes de radicalizar su postura, estuviera de acuerdo en convali¬dar lo hecho por capellanes o párrocos de la insurgencia, pues para ello bastaba el carácter extraordinario de la gue¬rra, independientemente de quién tuviera la razón. El mismo caudillo del Sur se lamentaba de que el obispo Campillo no hubiera asumido una actitud semejante.
Según lo dicho, la invocación que hacían varios prelados y la Inquisición acerca del patronato, del que carecían los insurrectos, no invalida ni hace ilegítima la administración espiritual entre la insurgencia. La actitud de Abad y Queipo demuestra que tampoco los obispos, aunque se opusieran al movimiento, podían nulifi¬car toda atención espiritual de los rebeldes.
Con la persua¬sión sobre la justicia de la causa y atendiendo a lo extraordi¬nario de las circunstancias, los autores del Decreto Constitu¬cional habían atribuido al Supremo Gobierno, en los artículos 163 y 209, funciones relativas al cuidado pastoral y al nombramiento de jueces eclesiásticos para causas del clero. Esto último con carácter especialmente provisional. Advertencia que ayuda a explicar el silencio de la Constitu¬ción sobre la jerarquía.
Aguardaban los insurgentes, o bien el triunfo que condujera a una renovación del episcopado -obispos nacionales en lugar de realistas-, o bien el esta¬blecimiento de relaciones con la Santa Sede, que llevaran a una administración más normal de la vida eclesiástica entre los insurgentes. A este objeto se intentaba la mediación del obispo de Baltimore. No obstante, hay que reconocer que aquel silencio de la Constitución propiciaba interpretaciones desfavorables.
En conclusión, los caudillos insurgentes, particularmente Morelos, no negaban que los obispos tuvieran la potestad de jurisdicción, sino que, en las circunstancias de la guerra, se debían seguir administrando los sacramentos aun en contra de la presión de desconocimiento que mostraban los prelados realistas. Por lo mismo no hay base suficiente para considerar que Morelos ni otros estuvieran excomulgados por ello, menos que fueran herejes.
El proceso inquisitorial de Morelos fue injusto al declararlo hereje. Y la intervención de la jerarquía eclesiástica en el proceso llamado de las jurisdicciones unidas, también fue injusta, por cuanto dando por válida la mencionada excomunión, ejerció presión de chantaje, pues sólo estaba dispuesta a que le fuera levantada, si el caudillo mostraba arrepentimiento de su opción revolucionaria. Morelos fue al patíbulo habiendo recibido los sacramentos de la Iglesia.
Por lo demás el propio Abad y Queipo en el mismo documento, 22 de julio de 1814, en que declara la mencionada excomunión, reconoce lo siguiente: “La mayor parte del pueblo, desde la raya de la Nueva Galicia a la raya de Goatemala, y desde San Luis Potosí hasta la mar del Sur, fuera de los pueblos que guarnecen las tropas del rey, sigue todavía la insurrección y abraza con gusto sus errores, de los cuales no saldrá ni puede moralmente salir, mientras la insurrección permanezca.” Esto indica que la insurgencia tenía profundas raíces en el estado de injusticias y abusos del gobierno real o virreinal, que se resistía sistemáticamente a cualquier negociación que no tuviera por base la continuidad del antiguo sistema establecido bajo la Corona española. Lo cual se manifestó en la misma Constitución de Cádiz, en cuya elaboración participaron diputados de los Territorios o Reinos americanos, considerados en ella no como tales, sino como partes integrantes de la única nación que conformaba toda la monarquía española. Consagró también esa Carta múltiples derechos, finiquitó el absolutismo y estableció el criterio fundamental de la soberanía nacional como única fuente del derecho en la Nación, exigiendo por ello la representación del pueblo, manteniendo como parte integrante de la Nación española a todos los reinos que la componían, peninsulares y ultramarinos. Por lo cual la insurgencia por una parte consideró esa Constitución, bien como migajas, bien como un intento oportunista para frenar la rebelión; mas por otra parte la misma insurgencia encontró en aquella Constitución una de las principales fuentes donde abrevó para ir más allá de la mera independencia, mediante la propuesta de una Constitución propia, la de Apatzingán. En ésta también resuenan varios de los «Sentimientos de la Nación» de Morelos, quien sintetizó en ellos aportaciones que venían desde Hidalgo, como la igualdad, la supresión de la esclavitud y del exceso de cargas tributarias. Mas por otra parte el Siervo de la Nación [como Morelos se proclamaba], trascendió las dimensiones políticas e individuales de las constituciones, afirmando la equidad y la justicia social en el Sentimiento 12: “Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro congreso deben ser tales, que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto.” Por lo demás, la intolerancia religiosa expresada en los «Sentimientos» y en la Constitución, es deudora, no de principios evangélicos, sino de los prejuicios del tiempo que estimaban necesariamente entrelazadas la unidad religiosa y la política. La Constitución de Cádiz tuvo vigencia limitada y efímera en Nueva España. Retornó el absolutismo desde 1814. Mas la represión de la insurrección nunca se había detenido.
El gobierno virreinal declaró desde el inicio del conflicto que su causa era la justa, de modo que estimó la insurgencia como una sedición, en lo cual fue apoyado por aquella jerarquía que había designado la Corona o la Regencia, según las normativas del Patronato. Una de las formas como se apremió a la gente para que se apartara de la insurrección y mantuviera lealtad a la Corona, fue el juramento de fidelidad al rey, y aun cuando no lo hubo durante varios años, se extendió a los órganos peninsulares que gobernaron en su nombre.
La figura del rey, venerada e indiscutible por siglos y distinguida del gobierno, bueno o malo, recibía ese reconocimiento que sancionaba un juramento de carácter religioso. De ahí que algunos caudillos insurgentes trataron de mantener durante un tiempo la invocación al monarca, y paradójicamente emprender la lucha en su nombre. Pero si la lucha insurgente era justa, el apremio de tal juramento por parte del gobierno real o virreinal se tornaba en abuso.
Mas tanto la figura del rey como el juramento se devaluaron cuando éste desconoció la Constitución de Cádiz, que se había jurado en toda la monarquía, y luego a raíz de la revolución liberal de 1820, la hubo de jurar, para abolirla al poco tiempo por segunda vez.
Frecuentemente ese gobierno ejerció la represión conculcando el derecho natural, el de gentes y el canónico. Entre muchos ejemplos está la quema de jacales de indios con sus familias dentro, cerca de Querétaro en los primeros meses del levantamiento. Asimismo, las represalias indiscriminadas y las ejecuciones de clérigos y regulares sin apego a los cánones, muchas más que las perpetradas por insurgentes. Entre éstos también se dieron excesos de todo tipo, y a la sombra de la insurrección proliferaron bandidos. Por lo demás había motivaciones diferentes e intereses locales en la insurgencia, no siempre compatibles con el orden y legitimidad que buscaban los caudillos principales.
Lamentablemente imperó la dialéctica de la violencia en aquella guerra fratricida, pues los mismos soldados realistas en su mayor parte, eran nacidos en esta tierra. Mas siempre hubo sacerdotes y laicos que optaban por la búsqueda de una paz en las vías de la caridad y el perdón. La pacificación represora fue ganando terreno en la geografía, que no en los corazones. A pesar de ella, la persistencia del movimiento por diez años muestra la profundidad de los desajustes sociales, económicos y culturales que padecía el país.
Una revolución liberal en España en 1820 desplazó el absolutismo y retornó la vigencia de la Constitución de Cádiz; mas ahora adicionada con disposiciones que limitaban gravemente la estructura y actividad de la Iglesia, como la reducción de instituciones y personas consagradas. El suceso coincidió con el anhelo nunca apagado de independencia, y con el deseo de paz en una reconciliación general que iban compartiendo la mayoría de los habitantes del país.
Ahora se sumaba, como en los días del Grito de Dolores, la amenaza que se cernía sobre la institución religiosa. Agustín de Iturbide, que se había distinguido en la represión de la insurgencia, percibió los signos de los tiempos y planteó la triple garantía de Religión, Independencia y Unión, logrando en poco tiempo y casi sin derramamiento de sangre, con el apoyo de antiguos realistas e insurgentes, principalmente Vicente Guerrero, el cumplimiento de esas garantías, simbolizadas en los colores de una enseña, origen del lábaro nacional mexicano.
En el proceso de la consumación, la intervención de clérigos y regulares ya no tuvo el carácter protagónico de la primera insurgencia. La participación activa tanto de clérigos como de regulares en aquella primera lucha armada tiene compleja explicación. Por una parte, el liderazgo que por razón de su ministerio tenían sacerdotes con cura de almas, más cercanos a percibir la opresión que padecían sus feligreses. También tuvo que ver la exhortación a que la clerecía se preparara a la guerra santa, hecha por parte del cabildo catedral de Valladolid, edicto que luego se imprimió en la prensa novohispana. Y si bien la invitación era a armarse contra probable invasión de los impíos franceses, el colaboracionismo de españoles con la invasión puso en la mira al gobierno virreinal. Finalmente la incorporación como militantes a la causa insurgente por parte de sacerdotes encontraba justificación moral y canónica en tratados del tiempo, como en el «Itinerario para Párrocos de Indios» de Alonso de la Peña Montenegro, quien por una parte establece como principio general que los sacerdotes no deben tomar las armas, aunque se trate de una guerra justa; mas por otra parte, dentro de una serie de condiciones y con licencia del superior, puede haber excepciones; de tal modo Montenegro concluye con estas palabras:
“Cuando hay alguna grave necesidad, como es conseguir una victoria grande en utilidad grande de la república, la cual con probabilidad se conseguirá tomando los eclesiásticos las armas, entonces pelear por sus manos y darles licencia para ello es lícito y muy ajustado a la razón, y en algunos casos, forzoso; y lo contrario muy contra ella, como si por no tomar las armas los eclesiásticos, entrase el enemigo en una ciudad y a todos los vecinos pasase a cuchillo, ¿quién no dijera que de semejante daño habían sido causa, siendo la defensa justa? Luego obligación les corría de tomar las armas...”.
Finalmente, una vez que Hidalgo encabezó el movimiento, su ejemplo arrastró a otros clérigos y regulares, ya que su prestigio de intelectual versátil, especialmente teólogo, rebasaba el obispado de Michoacán.
Mas el mismo proceso de la guerra fue mostrando que la vocación propia de los sacerdotes hacía más falta en aquellas circunstancias y que era misión de laicos encabezar el movimiento emancipador. Así lo entendió Iturbide y sus aliados. El papel de eclesiásticos se dio a partir de entonces, bien en el consejo y la asesoría, bien en el debate parlamentario y en la prensa.
Luego del efímero imperio de Iturbide, la iglesia de México en la naciente república participó en apoteótico homenaje y funeral a varios de los primeros caudillos, comenzando por Hidalgo y Morelos, cuando sus restos mortales entraron solemnemente a la Catedral metropolitana en 1823.
El reconocimiento de la independencia de México por parte de la Santa Sede fue tardío. Esto se debió a las constantes y graves presiones que estuvo ejerciendo el gobierno español, siendo la mayor la que arrancó de León XII en 1824 un breve legitimista de Fernando VII contra las rebeliones de América. Sin embargo, el propio pontífice al año siguiente en respuesta a carta del presidente Guadalupe Victoria alabó su fe y adhesión a la silla apostólica, así como las del pueblo mexicano, aclarando que su oficio le exigía no mezclarse en lo que de ningún modo atañía al régimen de la Iglesia. Por lo demás, tras siglos en que la información que se recibía en Roma sobre los dominios españoles de ultramar había estado mediatizada por el «pase regio», y sobre todo en torno a los últimos años, era explicable que allá se tuviera una idea sesgada del proceso de independencia, como simple sedición, o injusta revolución. El siguiente pontífice, Pío VIII, recibió la petición de Pablo Vázquez, enviado del gobierno mexicano para cubrir las vacantes episcopales. Pero no fue sino Gregorio XVI quien llevó a cabo la provisión de obispos propios a la iglesia de México en 1831 y formalmente reconoció la independencia en diciembre de1836, semanas antes de que lo hiciera España. No obstante esa tardanza, la comunión y comunicación de la Iglesia mexicana con la Santa Sede se había mantenido ininterrumpida desde la consumación de la independencia. La experiencia de esa comunicación era inédita, pues ya no transitaba por el pase regio y contribuyó a que en Roma se fuera teniendo una idea más adecuada del proceso de independencia y de los primeros años de vida independiente.
NOTAS
- ↑ Carlos María de Bustamante, Cuadro Histórico de la Revolución Mexicana, México, Ediciones de la Comisión Nacional para la celebración del Sesquicentenario de la proclamación de la Independencia nacional y del cincuentenario de la Revolución Mexicana, 1961. Lucas Alamán, Historia de México, México, Jus, 1942.
- ↑ Mariano Cuevas, Historia de la Nación Mexicana, México, Buena Prensa, 1952. José Bravo Ugarte, Historia de México, México, Jus, 1983.
- ↑ León Lopétegui y Félix Zubillaga, Historia de la Iglesia en la América Española, Madrid, La Editorial Católica, 1965, pp. 126-163.
- ↑ Manuel Abad y Queipo, Colección de los escritos más importantes que en diferentes épocas dirigió al Gobierno, México, Mariano Ontiveros, 1813, p. 113.
- ↑ Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de independencia de México 1808-1821, México, II, p. 404.
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CARLOS HERREJÓN PEREDO © CELAM – Santa Fe de Bogotá