SEMINARIO DE SAN CARLOS Y SAN MARCELO (Trujillo)
La conquista del Perú
La organización de la primera expedición de descubrimiento (1524) fue posible gracias a la asociación de Pizarro, Almagro y don Hernando de Luque, Vicario de Panamá, lo que hace evidente la presencia de eclesiás¬ticos desde esos momentos. Parece en su primer viaje al Perú, Pizarro no llevó capellán alguno. Pero en el segundo, la presencia de sacerdotes fue evidente.
Cuando Pizarro sopesó los inconvenientes que encontró en los oficiales reales de Panamá para la conquista del Perú, viajó a España para obtener la autorización real, la que consiguió y consta en las Capitulaciones de Toledo (26 de julio de 1529). En tales Capitulaciones expresamente se crea un obispado para el Perú, cuyo mitrado sería don Hernando de Luque; también se manda que “a dichas provincias del Perú hayáis de llevar y tener con vos a los oficiales de nuestra hacienda e ansi mismo las personas religiosas o eclesiásticas que por Nos serán señaladas para instrucción de los indios e naturales de aquella provincia a nuestra fe católica”. O sea, que al darse la venia para la conquista y colonización del Perú, la Corona prescribía la creación de la que sería la Iglesia en Perú.
La Iglesia en el Perú
Paralelamente a la suscripción de las Capitulaciones de Toledo se expidió la Real Cédula que nombraba al señor Luque «Protector de los Indios» del Perú, para que mirase “por el buen tratamiento e conservación e con¬versión dellos”. El señor Luque nunca se trasladó al Perú y murió pobre en Panamá (en 1532 o en 1534). Pero en el tercer y definitivo viaje, cuando Pizarro vino a estas tierras con ánimo de «poblarlas» de cristianos, ya venía acompañado de sacerdotes.
Entre ellos se contaba el ilustre dominico fray Vicente de Valverde, por lo general tan maltratado por nuestros historiadores. Fue sin duda el más culto de los que vinieron con Pizarro, pues tenía estudios en la Universidad de Salamanca y en Valladolid, donde tuvo como maestros a Francisco de Vitoria, y como compañero al futuro arzobispo de Toledo Bartolomé de Carranza, y donde trató a Fray Bartolomé de las Casas y a otros insignes dominicos.
No obstante otro dominico fue nombrado obispo de Tumbes, pero no se hizo cargo de su episcopado. Esto obligó a Pizarro a pedir al Emperador la presentación de Valverde para obispo del Cuzco (8 de enero de 1538). Fray Vicente fue pre¬conizado como tal por el Papa Paulo III el 8 de septiembre de 1538. Le tocó vivir el inicio de las turbulentas guerras civiles entre los conquistadores.
En 1541 se estableció el obispado de Lima desmembrándolo del Cuzco. En 1543 hacía su entrada en Lima su obispo fray Jerónimo de Loaysa. El Papa elevó a la Iglesia de Lima a sede metropolitana, dándole por sufragáneas las Iglesias del Cuzco, Quito, Panamá, Nicaragua y Popayán. Así quedó constituido el Arzobispado de Lima. El arzobispado de Lima y el obispado del Cuzco (que comprendía, además de casi toda la América del Sur, parte de la Central), abarcaba poco más o menos todo el territorio que, después de la indepen¬dencia de España, sería el de la República del Perú.
Pero en sus comienzos se extendía prácticamente junto con Cuzco a todo el Continente suramericano. Los prelados estuvieron acordes en que no podían desempeñar a cabalidad su misión pastoral por las desmesuradas áreas de sus diócesis y, a pesar, que la subdivisión territorial de las mismas debía reducir sus rentas, estuvieron acordes —con un solo opositor— en que, a lo menos, debía erigirse el obispado de Trujillo, desprendiéndose del arzobispado de Lima, y que del Cuzco se debían desagregar otros dos: Huamanga y Arequipa. Estos pedidos se hicieron en el siglo XVI.
Para estas nuevas creaciones eclesiásticas se requería que el Monarca las solicitase del Papa y que el Papa accediese a la petición. Cumplido este trámite, se hacía indispensable el nombramiento de los nuevos prelados y la delimitación geográfica respectiva, la que quedaría a cargo del Virrey de Lima. Largas fueron las tramitaciones, lo que es comprensible por las distancias, el desconocimiento y aun lo difícil del nombramiento de las digni¬dades para los nuevos obispados.
Pero en la década de 1570 la Santa Sede tomó la decisión de acceder a la desmembración de los viejos obispados en beneficio de los fieles y de las misiones. Poco más o menos tardó medio siglo y lo que es hoy territorio peruano, a principios del siglo XVII, reconocía como primada a la Iglesia de Lima y como sus sufragáneas al Cuzco, Trujillo, Huamanga y Arequipa.
En su «Memoria de la Santa Iglesia de Arequipa», el arcediano de la misma, doctor Javier Echevarría y Morales dice: que creado el obispado de Arequipa, teniendo presente lo dispuesto por el “Santo Concilio de Trento, no pudo menos que tener a la vista el capítulo 18 de la sesión 23, que manda la erección de estos Colegios (Seminarios) como almácigo de varones ecle¬siásticos capaces de servir a la Iglesia. Esto se previno en la Ley 1, título 23, Libro I de la Recopilación de estos dominios”. En 1591 Toribio de Mogrovejo había planeado el de la Metropolitana de Lima; ya a casi conclusión del siglo XVI, Don Antonio de la Raya, obispo del Cuzco, siguió su ejemplo en 1598; y en otras partes como en Trujillo en 1621.
Las fechas precisas de las fundaciones de las nuevas diócesis son a veces discutidas documentalmente con precisión, pues hay cambios y a veces puestas en marcha en sus comienzos debido a las dificultades en su erección, nombramientos de obispos y precisión en la determinación de sus límites territoriales. Así en lo concerniente a las diócesis de Trujillo, cuyo nombre original fue Trujillo de Nueva Castilla, en honor de la ciudad de Trujillo en Extremadura, España, patria de Francisco Pizarro.
Su primera implantación se debe al conquistador Diego de Almagro, compañero de Pizarro; el 23 de noviembre de 1537, el rey Carlos I-V le concedió el título de ciudad y su escudo de armas, el primero concedido por el Rey en Perú. El Papa Gregorio XIII habría creado la diócesis en 1577 con la bula «Illius fulciti praesidio», del 1 de mayo de 1577, y su catedral habría sido comenzada en 1616.
Otra diócesis, Arequipa, fue erigida el 15 de abril de 1577 con la bula «Apostolatus officium» del papa Gregorio XIII, con territorio desmembrado de la archidiócesis de Lima. Su primer obispo nombrado fue Antonio de Ervias, de la Orden de los Predicadores. Sin embargo “la erección y la provisión de la Iglesia Arequipense no tuvo lugar. Fue de nuevo erigida en 1609 (1612) . Antonio de Ervias fue trasladado el 9 de enero de 1579 a la Iglesia de Ver Paz (Vera Pacis) y el 28 de septiembre de 1587 a la de Cartagena, que gobernó durante diez años.”
Por lo tanto, de hecho la erección de la diócesis entró solamente en vigor bajo Paulo V en 1609 y sólo en 1614 se establecieron los límites diocesanos y en 1619 fue establecido el seminario diocesano que comienza a funcionar en 1622. A finales del siglo XIX se crearán nuevas jurisdicciones eclesiásticas, tomando territorios, parte hasta entonces de la diócesis de Arequipa; y en 1943 será elevada a archidiócesis por el papa Pio XII (bula «Inter praecipuas» del 20 de mayo de aquel año).
Otra de las diócesis también con fechas documentales diversas es la del territorio de Huamanga (en el Perú actual la provincia de Huamanga es una de las 11 que conforman el departamento de Ayacucho). No hay lugar a duda de la contemporaneidad de las tres.
Siguiendo a los citados autores, debemos señalar los años en que los mitrados tomaron posesión de sus iglesias: Mons. Fidel Olivas Escudero, sobre Huamanga, nos dice: “El iltmo. y Rvmo. Fr. Agustín Carvajal, primer obispo... gobernó la diócesis desde 1611 a 1620”. También apunta que él mismo hizo “la erección canónica del obispado el 2 de enero de 1613”. Si seguimos al mismo señor Olivas Escudero, el Seminario Conciliar de San Cristóbal debió fundarse unos sesenta años más tarde de la erección canónica del obispado, y su fundador fue el obispo dominico Cristóbal Castilla y Zamora.
García Irigoyen escribió: “Iltmo. Fr. Francisco Díaz de Cabrera. Este es el que con entera razón podríamos llamar el primer Obispo de Trujillo, [tomó posesión de su Iglesia] el 3 [de marzo]”. Mons. Santiago Martínez, refiriéndose a la silla de Arequipa, afirmó: “iltmo. Señor Don Juan Fray Pedro de Perea. 1619... En octubre de 1619, dos meses después de su entrada hizo la erección de la Santa Iglesia Catedral”.
Fue en la década del gobierno del Señor Perea que inició sus labores el Seminario Conciliar de San Jerónimo. En Trujillo debía tener el honor de fundar su Seminario un obispo trujillano, el obispo Carlos Marcelo Corne, quien es posible sea el primer criollo que ejerció tan alta posición en la propia diócesis de su nacimiento. Las fechas exactas de los hechos de tal acontecimiento no nos ha sido posible dilucidarlas.
Trujillo en la época del obispo Corne
A pesar de haber sufrido la ciudad de Trujillo el 14 de febrero de 1619 un horroroso terremoto que casi la destruyó, y del que da cumplida narración el agustino fray Antonio de la Calancha, éste empieza su relato, diciendo: “Era yo allí Prior del Convento...”, también nos informa sobre la ciudad, su comarca, sus gentes y costumbres. Otro cronista, el carmelita fray Antonio Vázquez de Espinosa, nos da una descripción de Trujillo, que al menos en su parte correspondiente, fue escrita siendo obispo el señor Corne, de quien dice: “al presente es obispo el Doctor Carlos Marcelo”.
Vázquez de Espinosa señala que era Trujillo una de las ciudades más nobles del Virreinato. “Es cabeza de obispado, el cual se sacó del arzobis¬pado de Lima y del de Quito, entre los cuales está; tiene muy buena Iglesia Cathedral y conventos de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín y La Merced y un muy buen convento de monjas de Santa Clara con otras iglesias y hermitas de devoción, y es tan grande la jurisdicción que tiene que se puede [y debe] poner otro obispo en los Chachapoyas para la buena administra¬ción”.
También dice ser muy rica su jurisdicción. El cronista carmelita nos indica que: “Ay en el distrito del obispado doce corregimientos y en ellos ciento nueve doctrinas o curatos”. Por su producción agrícola y ganadera se enriquecía la ciudad, que gozaba de buen y sano temperamento. Las minas de sus provincias cordilleranas eran muy ricas, y hasta los tesoros de sus huacas contribuían a la riqueza trujillana.
El obispo Carlos Marcelo Corne
Fue el señor Carlos Marcelo Corne (1564-1629) natural de Trujillo del Perú. Sobre su persona se han tejido muchas leyendas. Hijo del francés don Juan Corne, las primeras letras las hizo en Trujillo. Pasó después al Colegio de San Martín, regido por los jesuitas, donde estudió con provecho, destacando desde muy temprano por su volun¬tad y clara inteligencia. Se le contó entre los más distinguidos presbíteros de la vice-corte limeña. Profesor de la Universidad de San Marcos y brillante orador, alcanzó a ser canónigo de la catedral limense. Mendiburu lo nombra como “hombre de singular virtud y literatura”. Entre otros títulos tenía el de profesor del Seminario Conciliar de Santo Toribio de Lima, cuya inspección como canó¬nigo magistral le correspondió.
Cuando en 1621 se recibió de obispo de Trujillo, como era propio de un sacerdote virtuoso y de sus letras, se preocupó por el adelantamiento de los suyos y decidió la fundación del Seminario Conciliar, obedeciendo las disposiciones tridentinas, que también eran ley del Imperio español. Formado por los jesuitas, una de sus primeras providencias como obispo fue pedir la presencia de la Compañía en su diócesis y allí fueron los padres Andrés Sánchez y Juan de Taboada.
Buenos frutos lograron los jesuitas, pues en 1624 pedía el obispo la fundación del colegio, que se llamaría de San Salvador, que se costearía por el General Juan de Avendaño, dotándolo con una de las mejores haciendas de valle. A su vez, el obispo cedió para el nuevo colegio el solar que había sido de las casas episcopales, excelentemente situado en una de las esquinas de Plaza Mayor. El Seminario Conciliar llevaría los nombres del obispo, esto es de San Carlos y San Marcelo. Para su marcha formó una comisión para preparar las Constituciones que debían regir la vida del Seminario trujillano.
Sobre el particular, nadie tiene más autoridad sobre este tema que el Padre Conrado Oquillas, que escribió la «Historia del Colegio Seminario de S. Carlos y S. Marcelo. Desde su fundación hasta nuestros días» (Trujillo, Imprenta-Colegio Seminario, 1925¬-1928), en tres tomos. Dice el Padre Oquillas:
“Discordes andan los antiguos manuscritos sobre la fecha precisa de la fundación del Seminario de S. Carlos y S. Marcelo. Quiénes aseguran con todo aplomo que la fundación del Seminario tuvo lugar en el año de 1621; opinión poco fundada porque el Ilmo. Sr. D. Carlos Marcelo Corneno [sic]entró personalmente en su diócesis hasta el 8 de septiembre de 1622; quiénes la colocan en el mismo año 1622; quiénes señalan, siguiendo la compulsa de las primitivas Constituciones, el 2 de noviembre de 1624 quiénes el 1 de enero de 1625; y, quiénes, por fin el 21 de noviembre de 1628. No hay duda que antes de la fundación del Seminario, se harían los preparativos indispensables; de allí tanta discrepancia de pareceres; y el acta de la fundación del Seminario, que daría al traste con todas esas opiniones, aun las mejor fundadas, no aparece en el archivo del Seminario, ni en el de la Curia Eclesiástica, no obstante la minuciosa búsqueda que se ha practicado”.
“No es probable que fuese fundado el Seminario en el año 1622, pues no es factible que Corne en los primeros meses de su pastoral mando, sin hacerse cargo personalmente de las circunstancias de las diócesis, diese un paso de tanta trascendencia como la fundación de un Seminario, sin buscarle antes los elementos necesarios de vida”.
Poco importa tal precisión cronológica, pero el Padre Oquillas nos parece estuvo en la debida pista: “buscarle antes los elementos necesarios de vida”. Lo económico no debió tener la primerísima prioridad, creemos que el aspecto más crítico para el señor Corne, virtuoso y letrado, debió ser la búsqueda de maestros que preparasen debidamente a sus sacerdotes.
Si bien entre los frailes que poblaban los conventos trujillanos donde se formaban novicios debieron contarse sujetos de distinción, tal como fray Antonio de la Calancha, que fuese rector del agustiniano en los días del terremoto que afectó a Trujillo en 1619, creemos que muy distinta debía ser la situación del clero secular en una ciudad sin catedral. No dudamos que sacerdotes excelentes y seculares debía tener la diócesis trujillana, pero éstos se hallaban dispersos en más de cien curatos y doctrinas, pero la existencia de éstas, que equivalía a parroquias encomendadas a órdenes religiosas, nos parecería indicar alguna carencia en el clero secular truji¬llano.
El señor Corne era ducho en casos de estudios superiores; tenía que conocer que en el Cuzco, no obstante su riqueza humana y material, los obispos, aun contraviniendo los deseos reales, habían tenido que acudir a los de la Compañía para el manejo del Seminario de San Antonio Abad. Y prohibidos por el Rey, tuvieron que seguir apoyándose en el Colegio y Universidad de San Ignacio, a los que los antonianos (miembros del Seminario de San Antonio Abad) siguieron acudiendo, al menos para concurrir a algunos cursos.
Cosa similar pasará con los seminaristas jeronimianos de Arequipa, que forzosamente asistían a clases de los jesuitas para aprender, al menos, algunos cursos. Suspendido este sistema, el Seminario de San Jerónimo tuvo que dar becas a sus estudiantes para que fuesen al Colegio jesuita de San Bernardo en la Ciudad Imperial (Cuzco). Curioso paralelismo el de los tres seminarios que hemos nombrado, pero aún más cercano es el de las vidas de los seminarios conciliares de Trujillo y Arequipa.
El Padre Oquillas, en su obra citada, hace un resumen bastante extenso y completo de los Estatutos del Seminario, que suponemos que más que obra de los comisionados lo sería del ilustrado obispo Corne y sus asesores jesuitas, pues son un ejemplo de una regla sabia y minuciosa a la que debían sujetarse los seminaristas. Es interesante revisar tal texto que en más de una oportunidad también sirvió cumplidamente a los jóvenes seglares que acudieron a sus aulas para una buena educación.
De la vida del Seminario trujillano en la época virreinal poco es lo que se sabe, pues su archivo es casi inexistente. El Padre Oquillas tiene que basarse en los Libros de Actas del Cabildo Eclesiástico. Pero algo más se tiene sobre su vida económica, gracias a los documentos vinculados a sus propiedades inmuebles que sí se han conservado, al menos parcialmente.
Tanto en el caso del seminario trujillano como del arequipeño, pocos años después de la expulsión de los jesuitas, ambos tuvieron necesidad de pasar por reformas profun¬das, que se debe reconocer les dieron una nueva vida y renovado vigor, al¬canzando posteriormente su mayor lustre. En ambos casos los reformadores fueron dos ilustres obispos nacidos en España, ambos producto de la Ilustración española; nos referimos, en el caso de Trujillo al obispo Baltasar Jaime Martínez Compañón, y en Arequipa al obispo Pedro José Chaves de la Rosa.
Distinto el caso del seminario cuzqueño, que si bien es cierto fue reformado por José Pérez Armendáriz, éste era un cuzqueño que había estudiado en los claustros antonianos, los que habían tenido una vida vigorosa durante el virreinato.
Con razón se le conoce al señor Martínez Compañón como el segundo fundador del Seminario de San Carlos y San Marcelo, pues la institución que reformó fue muy distinta al triste seminario que recibió en su condición de obispo de Trujillo. Pocas personas podían exhibir tan buenos títulos académicos como el Sr. Martínez Compañón. Profundo estudioso, fue catedrático universitario en España y por varios años ejerció el rectorado del prestigioso Colegio de Oñate. Antes de pasar al Perú desempeñó cargos de responsabilidad, y alguno de ellos vinculados a la educación superior. En Lima, además de ser Chantre de la Catedral, dirigió el Seminario de Santo Toribio.
Elegido obispo de Trujillo, se consagró en Lima en 1779 y pasó a su diócesis, donde tantos bienes derramaría. Ilustrado e incansable, el culto obispo dejaría profunda huella en su diócesis y en el Perú. La obra de Martínez Compañón, a pesar de haberse publicado incompleta y tardíamen¬te, es un maravilloso registro de su obispado; para ello se prepararon excelentes mapas, y en acuarelas se perpetúa a seres humanos, animales y vegetales, así como las actividades productivas de la región, junto con danzas y vestidos y tantos aspectos más.
Cuando Martínez Compañón visitó su Seminario de San Carlos y San Marcelo, lo encontró en horrendo estado de abandono, con pobres profesores, con un local deshecho por un terremoto, sin libros, sin rentas y en un estado de desmoralización avanzado. No le quedó otro camino que clausurarlo provisionalmente.
Se cons¬truyó un nuevo y adecuado local; hombres ilustres por su virtud y conoci¬mientos tomaron el rectorado y las cátedras. Se impuso una severa disci¬plina y sólo se aceptó a unos pocos de los antiguos alumnos porque la gran mayoría era inadecuada; pero entraron nuevos jóvenes idóneos. En 1782 reinició sus labores el Seminario, único centro de estudios secundarios y superiores del norte del Perú. El esfuerzo de Martínez de Compañón fue útil y muchos de los que dieron luces a la Iglesia y al Perú salieron de esos claustros.
La marcha del Seminario de San Carlos y San Marcelo, después de la reforma de Martínez Compañón, puede seguirse ya que existen debida¬mente archivados sus libros y documentos. Debemos señalar que por varias décadas fue, sin duda, el centro de estudios más importante del norte del Perú, condición que mantuvo después de la independencia.
Desde muy temprano, hombres salidos de este Seminario tuvieron destacada actuación, tanto en el quehacer religioso como en el civil. Bastaría recordar que entre tantos personajes sobresalientes educados en sus aulas, se contó a José Faustino Sánchez Carrión, por sólo nombrar al trujillano que más trascendencia tuvo en la historia de la independencia de Perú.
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA
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FÉLIX DENEGRI LUNA – REDACCION DEL DHIAL (aparato crítico y notas)
©Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 1 (1989) 55-70