DE LA CUEVA PONCE DE LEÓN, Alonso
(Lima, 1683 – Lima, 1754) Religioso, Historiador
Semblanza biográfica Alonso Javier de la Cueva y Ponce de León nació en Lima el 2 de julio de 1683, y le bautizó el 14 de mayo del año siguiente el jesuita P. Vasco de Contreras y de la Cueva; en la misma fecha recibió las aguas regeneradoras su hermana María Toribia, nacida 20 días antes. Fueron sus padres don Ñuño de la Cueva y Olea y doña Violante Ponce de León y Olea; nieto paterno del Maestre de Campo don Alonso de la Cueva y doña Teresa de Olea (hija esta del santiaguista Domingo de Olea y de doña Constanza de Aguinaga), y sobrino de don Francisco de la Cueva, Caballero de Alcántara. Sucedió a su padre en el mayorazgo que fundara en Jerez de la Frontera don Ñuño de la Cueva, comendador de Fardel en la Orden de Santiago. De dichos sus abuelos heredó la vivienda urbana sita en la calle que tomó el nombre de su vecino más conspicuo (hoy en Lima segunda del Jirón Apurímac) y el fundo que también llevó el apellido de su propietario, en el valle de la Magdalena. Estudió en el Colegio de San Martín, licenciándose en Derecho por la Universidad de San Marcos. Cuando contaba cinco lustros de edad, el virrey marqués de Castelldosríus (1704-1710) le nombró asesor y auditor general de la guerra en Tierra Firme. En el viaje cayó en poder de corsarios, y una vez libre del cautiverio, recibió Órdenes mayores en Panamá. Fue provisor y vicario general de la diócesis panameña, y consultor y Fiscal del Tribunal del Santo Oficio en Cartagena de Indias. Posteriormente retomó a su patria y profesó en la Congregación de San Felipe Neri. El arzobispo Soloaga (1714-1722) le tuvo en alto aprecio. Lo abona la «Carta informativa al Rey...», impresa en Madrid en 1721, en que el prelado, junto con otras personas calificadas, certifica sus méritos. Ya por entonces se hizo notoria su vocación por las pesquisas históricas y en atención a esa oficiosidad el arzobispo y virrey Morcillo (1720-1724 como virrey) le encargó primero el arreglo del archivo arquidiocesano y luego, con el título de cronista general de la Mitra, le confió la elaboración de un relato historial de la misma, desde su fundación. En 1728 dio a las prensas en Sevilla (aunque sin declararse el autor) un «Compendio histórico de la fundación y progreso de los clérigos seculares que viven en común, observando el Instituto de la Congregación del Oratorio del Glorioso San Felipe Neri, en la ciudad de Lima». La Inquisición, por edicto promulgado en Lima el 19 de setiembre de 1751, ordenó recoger este opúsculo, por haberse dado a luz sin licencia y anónimo y en vista de que lejos de ser un estudio histórico, de hecho constituía un pasquín. Lo cierto es que tras encarar disgustos con otros miembros de dicha Congregación, se exclaustró, y llegó al extremo de interesar del Ordinario que se practicase una visita del Oratorio. Años más tarde el virrey Manso de Velasco (conde de Superunda, 1744-1761) le reprochaba su “genio ardiente y notado por su libre maledicencia...”. El arzobispo Fray Antonio de Escandón, C.R., (1732-1739), le nombró por capellán mayor, vicario y juez eclesiástico para que procediese a la fundación del monasterio de monjas mercedarias descalzas e instruyese a las religiosas en los oficios, ceremonias y la disciplina regular. Cumplida la misión, renunció esas funciones. El sucesor del mencionado Prelado, José Antonio Gutiérrez de Cevallos (1742-1745), le cometió la primera visita del clero de Lima, con facultad para examinar, para celebrar, confesar y predicar, refrendar y suspender las licencias, y juntamente la visita de capellanías; los derechos percibidos por esta ocupación los cedió para la compra de una vajilla de plata destinada al hospital de San Pedro de sacerdotes. De quien llegó a ser consejero privado y de la mayor confianza fue del arzobispo Pedro Antonio Barroeta y Ángel (1751-1758). Su índole inquieta y díscola le llevó a fomentar las desavenencias con el virrey Manso de Velasco. Una prueba de esta situación se halla en el tratado que publicará en 1749, titulado «Concordia de la discordia...», en el que arremetió contra las regalías de la Corona con motivo de la discordia promovida en la Audiencia al ventilarse un recurso de fuerza originado por una solicitud de su hermana Teresa de la Cueva, abadesa de la comunidad de la Encarnación, en que demandaba la nulidad de la venta dolosa de 26 propiedades del Convento, supuestamente arruinadas por el terremoto de 1746. El mismo reconoce (Al lector) que redactó este escrito en mes y medio venciendo las dificultades del “pulso trémulo con la edad”. Con los años, se agrió aún más su carácter y en la pugna entre el virrey y el obispo, facilitó argumentos a este último para endurecer su talante frente al virrey conde de Superunda. Al final de su vida reconocía hallarse valetudinario (de salud delicada) y en el aludido estudio jurídico publicado en 1749 explica que lo compuso “con la fatiga de subir sillas y andar por mesas para bajar los libros de los estantes...”. En efecto su biblioteca debía de ser nutrida y valiosa, pues en sus disposiciones de última voluntad consigna que la estimaba en más de nueve mil pesos. Dispone en las mismas que las obras sobre Derecho Canónico, Moral y Sagradas Escrituras se vendiesen para costear las misas que dejaba encargadas por su intención, y los restantes fuesen asimismo subastados para costear un frontal mayor para el altar del Santísimo en el templo del monasterio de la Encarnación. Excluía de la liquidación aquellas obras que destinaba para el uso del Alcalde del Crimen de la Audiencia de Lima, Alfonso Carrión y Morcillo, que había disfrutado de ratos de solaz en la mencionada hacienda de Cueva (que terminó por adquirir). En las repetidas disposiciones de postrera voluntad reclama la devolución de libros prestados al doctor Antonio Álvarez de Ron y Zúñiga y por el trance en que se hallaba y para evitar cargos de conciencia, suplica que se restituyan al mercedario fray Francisco Gutiérrez Galiano algunas obras, entre ellas “un librito traducido por un obispo francés nombrado Telémaco”. Sintiendo cerca el final de su vida, procedió a formular un largo testamento, extendido el 9 de julio de 1754, al que adicionó tres codicilos, dos el 12 de dicho mes y el último dos días más tarde. Tiempo atrás había profesado en la Compañía de Jesús, emitiendo los votos ante el Viceprovincial Baltasar de Moneada, y se le inhumó, amortajado con la sotana de ignaciano, en la iglesia del Colegio Máximo. A la capilla del Noviciado había legado una cruz con su rosario. Según constancia notarial, expiró el 17 de julio.
Estudio de la labor evangelizadora del clero secular en el Virreinato del Perú Mientras que hasta bien entrado en el siglo XVIII, el estudio de la acción y empresas de las Órdenes religiosas en el Perú desde el arranque de la Evangelización había contado con fíeles analistas que se aplicaron con laudable diligencia a reseñar las memorias de cada una de estas instituciones, se echaba de menos el recuento de la labor desplegada por el clero secular recogiendo los testimonios documentales que reflejan ese pasado, y sobre ellos pusiera de relieve el caudal no menos copioso de logros y desde luego no menos digno de recordación, diseñando el panorama lo más completo posible de la historia eclesiástica en el Virreinato peruano y su influencia civilizadora. En efecto, como si nos hallásemos ante una noble competencia, de la cual ciertamente resultó beneficiada no solamente la historia de cada Orden, sino gran parte del pasado en general, pues sabido es cuán profundo fue el influjo de la vida conventual en aquellos siglos (baste recordar cómo en la «Corónica» de fray Antonio de la Calancha se hallan datos únicos sobre la vida social de los indios de la costa norteña), y los escritores se empeñaron a porfía en dar cuenta de los sucesos registrados en el seno de cada comunidad. Si los agustinos podían acreditar fuentes historiográficas de la entidad de los tratados de Ramos Gavilán, el mencionado Calancha, Maldonado, Torres y Vásquez; si los dominicos registraban en su haber los nombres de Lizárraga, González de Acuña y Meléndez; los franciscanos a fray Diego de Mendoza y fray Pedro de Córdoba; la Compañía de Jesús franqueaba las «Cartas annuas» y los relatos de Oliva, Barrasa y Altamirano, y los mercedarios disponían de Ruiz Naharro, de las notas dispersas en el segundo volumen de la «Historia General...» del P. Remón y del todavía inédito Mondragón, mal de su grado la Iglesia hubo de esperar dos centurias para encontrar quien se aplicara a recopilar datos fidedignos sobre su acción. Si se atiende a la amplitud y complejidad del tema, empresa de aliento a la verdad que si en la vastedad de su teatro abarcaba la arquidiócesis limeña, que en sus principios se extendía desde Nicaragua hasta Chile (sin olvidar su proyección amazónica y hasta las ocasionales a las islas del océano Pacífico), en su vida interna debía de sacar a luz la riquísima temática de la evangelización, con sus matices propios y peculiares de tiempos y lugares, incluyendo los problemas derivados de la organización y articulación de la Jerarquía, los concilios provinciales y sinodales, la conversión a la fe del Evangelio de pueblos dispersos y refractarios, con multitud de lenguas y dialectos, sin dejar de lado la vertiente educativa y cultural en escuelas rurales, colegios mayores y planteles universitarios, ni postergar las obras de beneficencia y de asistencia social; la lucha contra la pervivencia de la idolatría; los encuentros derivados del funcionamiento del Patronato y aún la tarea de fomento de las artes. Téngase en cuenta, subsidiariamente, que en no pocas ocasiones los obispos debieron de asumir interinamente la regencia del Virreinato, y podrá adquirirse una idea de la magnitud del trabajo que se ofrecía al que hiciera frente a tan compleja operación. Era en verdad una hazaña de aliento para quien la acometiera con pulso y tino. La asumió el Presbítero Alonso de la Cueva Ponce de León, aunque infortunadamente el fruto de ese esfuerzo sólo haya llegado hasta nosotros incompleto. Como si el destino de nuestro personaje hubiera sido proyectar su carácter embrollón hasta después de su desaparición, el frívolo pretexto de que la noticia de su fallecimiento no se hubiera insertado en la «Gaceta» de Lima, dio pie para una queja del arzobispo Barroeta elevada hasta el monarca. En comunicación de 13 de diciembre de dicho año, el arzobispo expuso que el conde de Superunda, “siendo costumbre inviolable en honor de los sujetos, aún de inferior clase, fundada en la cristiana piedad, publicarse en la Gaceta su fallecimiento, con expresión de sus empleos y demás circunstancias, no se puso en la gaceta correspondiente esta noticia, con cuyo motivo y el púbico reparo que se levantó en esta ciudad, solicité saber si había sido descuido del compositor de la Gaceta, para que en la siguiente se subsanase semejante falta, y las resultas de esta solicitud piadosa me hicieron entender, se mandó borrar por este vuestro Virrey el párrafo que contenía esta noticia...”. La Carta Suplicatoria Como queda dicho, en 1725 Cueva Ponce de León se dirigió a los Prelados del Perú, Tierra Firme y Chile, vale decir el territorio de la arquidiócesis cuya primacía residía en Lima, para que le hicieran llegar noticias históricas de sus respectivas circunscripciones para enriquecer lo que estaba preparando circunscrita a la metropolitana. En dicho impreso expone su autor que el arzobispo Fray Diego Morcillo Rubio de Auñón, O. SS.T. (1732-1739), extrayéndole de su retiro en la Congregación, le había encargado de arreglar el archivo eclesiástico de la Iglesia limeña, “cuyo desgreño en los papeles y hojas de sus procesos formaban la tempestad más brava, por donde juzgaron imposible pudiese romper el piloto más diestro...”. Al cabo de una ímproba labor, consiguió tener el archivo “todo perfeccionado y dispuesto, con división de papeles y sucesión de los años”. En efecto, transcurridos pocos meses logró acomodar el archivo “en una sala que se dispuso de propósito en el Colegio Seminario, con corredores altos y escalera de firme para el más fácil y prolijo manejo de los legajos, por llegar hasta lo superior sus cajones, con la división de los años, y para la mamo un libro de índice tan copioso que en doce horas se pueden registrar más de veinte mil causas y no se puede esconder suceso alguno que se solicite para la instrucción y consultas de los señores Arzobispos, ni para las decisiones de la Curia romana y el Real Consejo de Indias remitidas de España. Sin este libro, que es el que descifra los caracteres y números que galanamente rotulan los legajos, por más que la ansiosa curiosidad se haga Argos para descubrir e investigar los secretos que sellan, carecerán de total privación de su noticia”. En este estado el arcediano doctor Pedro de la Peña, catedrático de la Universidad de San Marcos, al percatarse de la riqueza de los fondos catalogados por la diligencia de Cueva Ponce de León, “le pareció... que yo compusiese una historia de todas las noticias que había adquirido en el Archivo... y de hecho dispuso se mandase perfeccionar el gran trabajo del Archivo y Audiencia Arzobispal, reduciendo a historia sus sucesos, sus resoluciones, sus consultas a la Silla Apostólica y al Real Consejo de Indias, sus determinaciones, corriendo por la vida de cada uno de los ilustrísimos príncipes sobre cuyas cabezas ha volado en sucesión gloriosa la mitra arzobispal y metropolitana...’’. Inesperadamente falleció este prebendado, y por fortuna el Provisor don Andrés de Munibe, asimismo catedrático de la Universidad de San Marcos, conocedor del proyecto, lo acogió y lo puso a la consideración del arzobispo, para que con todo el peso de su autoridad impulsara la iniciativa, como así ocurrió, si bien ampliando el ámbito previsto en un principio y excitando su pronta ejecución, con lo que Cueva Ponce de León tuvo aliento suficiente para convocar la ayuda foránea, como de hecho lo hizo con la Carta que nos ocupa, que facilitaría la tarea de suerte “que la obra tenga su último complemento, sin que se desee nada”. En realidad esa circular, fechada el 15 de mayo de 1725, constituía el prospecto de una verdadera historia eclesiástica de la arquidiócesis entera, elaborada sobre materiales de primera mano. En esa epístola suplicatoria, “como en breve tabla, formó un bosquejo de la grandeza de la obra”, y a la par servía “para que vengan de todos los archivos del reino las noticias que pudiere recoger el cuidado de un príncipe celoso”. Reconoce que el proyecto había sido consultado con los miembros del Cabildo de la Catedral limeña, quienes le dispensaron su beneplácito para acometer en definitiva la tarea esbozada. En la Carta dirigida a los obispos de la arquidiócesis, comienza por presentarse su autor, informando al mismo tiempo cómo se había gestado la idea entre las altas autoridades eclesiásticas de Lima, penetradas de la importancia de “asunto tan conducente al bien público”. Invoca en su favor los antecedentes de empresas análogas desde San Silvestre hasta Baronio, a quien confiara Gregorio XIV similar empresa, tras coordinar los restos documentales, que en palabras de Cueva Ponce de León, “estaban tan destrozados que era como imposible conocer su propio lugar y coyuntura, reducidos algunos casi a polvo”. Explica a continuación la necesidad de recurrir al auxilio de los prelados de las diócesis sufragáneas, a los que invoca para que “de los archivos de esa su Santa Iglesia se me recojan breves y fieles apuntes de los sucesos más particulares, para su seguro gobierno y eterna memoria de sus ilustrísimos príncipes, que juntos acá y cotejados con sus correspondientes sucesos, servirán para que sólo triunfe la verdad y salga fiel en la geografía de mi pluma el hermoso mapa de esta eclesiástica América”. Plan de su obra Con arreglo al plan ideado, el primer tomo se dedicaría a exponer el ámbito geográfico, teatro de la historia general, que daría comienzo con el arranque de la evangelización en medio de la población autóctona. En esta porción de la obra hallarían cabida sucesos que a la verdad no son actualmente desconocidos, como la disputa de un obispo al metropolitano limeño de su primacía, “por cuanto es más briosa la razón cuando sale al campo encasquetada en lugar de visera alguna mitra”. Pasaría en seguida a manifestar “el poder y privilegios” del metropolitano limeño, para a continuación dar razón de los concilios y reuniones sinodales, y en particular de “las fatigas de los celosos misioneros, que salieron con plena delegada potestad para llevar estas noticias [las del Evangelio] entre las punas (mesetas de alta montaña) más ásperas, creo será asunto de gran edificación y muchas hojas: con esta ocasión se verán los privilegios que gozan los naturales de esta América, en orden a los preceptos eclesiásticos y casos de matrimonio, con citación a sus Bulas, para que los curas y confesores conozcan lo que pueden y lo que deben practicar con estos indios...”. En términos retóricos declara que “penetrarán los vuelos de mis plumas las montañas más bárbaras, para que allí, mojadas en el sudor de sus apostólicos misioneros y en mucha sangre de sus gloriosos mártires, pueda escribir lo que trabajaban y padecen por la Gloria de Dios y salvación de los prójimos...”. En otro capítulo se atendería aspecto menos importante: “Verán los señores arzobispos y obispos lo que tanto desean, llevados de su obligación y del santo celo de la gloria de Dios, en la reforma de los monasterios de monjas y determinaciones que, según la variedad de los tiempos, se han tomado...”. Asimismo: “No será molesto, antes será de mucho más valor, trasladar a la letra las Bulas pontificias que en muchos casos particulares dan jurisdicción delegada a los señores obispos sobre los que son exentos por regulares, a que se añadirá con sus fundamentos todos, la que tienen sobre doctrineros religiosos y curas de estos reinos, con las cédulas reales que de ello tratan y con varias controversias sobre el examen de dichos regulares para curas y confesores”. Prometía dedicar espacio a los cabildos eclesiásticos de cada diócesis, los prebendados, sistema de provisión de vacantes, reformas de la profanidad en el estado eclesiástico “para la mayor observancia de las costumbres que debe tener un sacerdote... Glorioso trabajo en que los señores Arzobispos han puesto sagrado fuego, con que reduciendo a cenizas las ropas de seda y oro, sólo no se quema entre tanto incendio lo que fuera de lana”. Con este objeto daría cabida a los edictos “que con gran madurez han promulgado los señores Arzobispos, los cuales pondré a la letra, para que recuerden la obligación de su observancia”. No podía faltar la referencia a los autos de fe celebrados por el Ordinario [obispo del lugar], “antes de que hubiese entrado en ella la cortadora espada de la justicia del Santo Tribunal [de la Inquisición], cuyos miembros tanto hacen con integérrimo celo para que no entre la herejía en este reino lo que el querubín en las puertas del Paraíso, o lo que Hércules cercenando las cabezas de la Hydra”. Referencia a las bulas pontificias No se le olvida a Cueva Ponce de León que en su historia debería de hallar cabida un aspecto muy delicado: “las bulas pontificias pasadas por el Real Consejo de Indias y promulgadas y admitidas en esta metrópoli de Lima, con universal rendimiento de las cabezas del reino, sobre estorbar y castigar los comercios, si acaso se celebrasen, entre eclesiásticos y regulares, sin excepción alguna”. Por igual era comprometido otro asunto: el Real Patronato, concedido a los Reyes Católicos por el Pontífice Alejandro VI. “Y aunque pudiera parecer ajeno de mi principal asunto detenerme algo, gastando algunos capítulos en la descripción de esta hermosa ciudad de Lima, lo apacible de su sitio, lo bien sacado de sus primeras líneas y partición de las calles, la abundancia de sus plazas en frutos y variedad de flores, siendo todo el año florida primavera...; con todo eso, creo que habrá de detener violentamente mi corazón al pulso con aquel género de imperio que se explica con no tener libertad. No puedo asegurar lo que será para entonces, porque siendo tanto lo que hay que admirar en ella, en lo calificado de su nobleza, trasplantadas a este dichoso suelo muchas ramas genealógicas de la Grandeza de España [la Nobleza]... Me parece seré ingrato a mi patria si no muestro cuanto puedo lo que tanto estima el mundo... el número de religiones y sagradas familias [órdenes religiosas], que será forzoso tocar para que se vea según los originales la antigüedad de cada una y sus admirables progresos, fatigas, casas y templos”. “Y corriendo de paso por los demás tribunales que componen esta Corte [virreinal], sacaré a sus tiempos de ellos lo que fuere necesario para el principal asunto... con el empeño de que salgan como en estampas... los ministros que los componen, en que tendrán su cumplido lugar y primacía los excelentísimos señores Virreyes... y habrá de velar mi pluma para que sus arduas empresas y fidelísimos servicios al Monarca [Rey de España], hasta aquí casi olvidados, lleguen a todas partes de la tierra y hasta los fines del mundo”. Defectos de la situación política y gobierno de las diócesis peruanas Reconoce con valentía los defectos de la situación política: “Diré... las providencias que dieron [los virreyes] para el alivio y aumento de los naturales indios, que tanto todavía padecen, parte picando debajo de los Montes de Oro, como golpean debajo del Ethna los cíclopes, parte en el ordinario gobierno de los corregidores, desde cuyas provincias difícilmente llegan a percibirse entre las salas del palacio sus gemidos, gritos lastimosos y desgraciados... Se convencerán, pues, los herejes enemigos de las católicas glorias de la Corona de España, que con sus libros han procurado infamarla sobre el tratamiento de los indios [se refiere ya a la Leyenda Negra], viendo todo lo que está ordenado, y cómo dan providencias para su descanso, mirando cada vida del más pobre indio como los mejores diamantes de su Real Corona”. No podía faltar la Congregación, con la cual todavía no se había distanciado: “Ocuparé gran parte, como que me grita la obligación, en escribir los principios y felices grandes progresos de la apostólica Congregación del Oratorio de mi gran patriarca el santísimo Felipe Neri...”. Y proclama que “Consagraré este trabajo a mi gran patriarca y fundador San Felipe Neri, y a su celosa Congregación peruana...”. En este volumen inicial hallarían cabida los relatos de los períodos de los primeros obispos del Perú: el obispo Luque, “aunque murió sin consagrarse”, Valverde, obispo de todo el Perú y el primer obispo y arzobispo limeño, Fray Jerónimo de Loaysa, O.P., rematándose con el interregno de la sede vacante. El segundo tomo daría cuenta de “aquel arzobispo cuyas virtudes le tienen ya en los altares, y quedando su sagrado cuerpo en urna correspondiente a tal prenda... Este es Santo Toribio de Mogrovejo”, dedicando el autor esta porción de su obra al arzobispo entonces al frente de la arquidiócesis, Morcillo, en quien además concurría la circunstancia de haber desempeñado también el gobierno político del Virreinato, primero como interino al suceder al obispo-virrey Ladrón de Guevara (obispo de Quito y virrey 1710-1716) y luego como titular (1720-1724).
El tercer tomo abrazaría los gobiernos de Bartolomé Lobo Guerrero y Campo (1609-1622), así como sendas reseñas de los concilios limeños. El cuarto volumen lo llenarían los gobiernos de Fernando Arias Ugarte (1630-1638) y Pedro de Villagómez (1641-1671), y una galería de los prebendados y dignidades del Coro metropolitano limeño. Finalmente, el último tomo comprendería los gobiernos de Fray Juan de Almoguera, O. SS.T. (1674-1676), Melchor de Liñán y Cisneros (1678-1708), Antonio de Soloaga (1714-1722) y el que por entonces ocupaba el solio, Morcillo. “Consagrará este tomo todo mi corazón a la siempre grande, admirable e incomparable metropolitana y patriarcal Iglesia de Sevilla, metrópoli que fue de esta Santa Iglesia de Lima, como que a ella se le deben sus glorias, hasta que paso después a ser arzobispado...”. El problema de la atribución En 1873 dos preclaros miembros del clero peruano, los monseñores Manuel Tovar y Manuel Jesús Obin (aunque sólo el nombre del primero apareciera al frente de la publicación) dieron a la prensa un volumen titulado «Apuntes para la Historia eclesiástica del Perú hasta el gobierno del VII Arzobispo» (Tipografía de «La Sociedad». Un volumen de 522 páginas; las dos últimas de índice). En el «Prólogo», el editor –que por sus méritos llegó a ceñir la mitra arzobispal limeña desde 1898 hasta 1907– se lamentaba de “que no haya llegado hasta nosotros el nombre de su ilustre autor”. No tardaría en desvelar el enigma un laborioso historiador, Enrique Torres Saldamando, que en un erudito artículo demostró cumplidamente que se trataba del compendio ofrecido por De la Cueva como adelanto, de su magna obra. Abundando en un atento cotejo de lo prometido por De la Cueva y el texto publicado en 1873, llegó a la conclusión de que se trataba de un fruto del escritor que lo anunciara en su «Carta suplicatoria», de la cual acabamos de ofrecer una copiosa excerpta. En corroboración de su hipótesis, adujo Torres Saldamando el testimonio de Llano Zapata, erudito coetáneo de Cueva Ponce de León, que en un trabajo suyo daba razón de la existencia del tercer tomo la «Historia eclesiástica» encargada a De la Cueva. Torres Saldamando, en apoyo de su opinión, aduce que la suposición planteada se acredita primero por el orden en que se relacionan los hechos, por la reproducción de los documentos que en la «Carta» se dice ser conveniente insertar, y últimamente por descubrirse en los llamados «Apuntes» variantes en los apellidos de dos prelados que coinciden con los que se les aplica en la «Carta». El remanente de la obra de Cueva Ponce de León Infortunadamente, de aquella magna obra sobre la evolución de la arquidiócesis limeña, “de cuya historia tiene escritos tres tomos de a folio en estado de darse a los moldes, y dos en borrador” (como aseveraba el propio autor en 1749 en su tratado de «Concordia de la discordia»), de hecho sólo ha llegado hasta nosotros una especie de compendio o epítome, que sólo alcanza en forma resumida hasta el gobierno del sétimo arzobispo, Fray Juan de Alboguera O.SS.T. (1674-1676), que ciñó la mitra limeña desde 1674 hasta 1676. No obstante, el material extraído por Cueva Ponce de León de los archivos limeños –el del Cabildo eclesiástico o «Libro dorado», el municipal y otros– es verdaderamente notable juzgado en relación con los criterios heurísticos de su época y la orientación dada a su estructura. De verdad se trata propiamente de un episcopologio, habida cuenta de que los datos se van exponiendo dentro del cartabón que significa el gobierno de los siete primeros prelados. Es meritorio que el texto se vea consolidado con la transcripción de documentos oficiales, buen número de ellos en latín, con la respectiva traducción al español. No podía faltar en una obra como la que nos ocupa la indispensable digresión sobre la tradición de la venida del apóstol Santo Tomás al Perú, particular que también había atraído la preocupación de otros autores, tales como Reunos Gavilán y Antonio de Calancha. La probidad informativa de Cueva Ponce de León es verdaderamente ejemplar. Por ejemplo, en la página 167, al tratar de la intervención del obispo Valverde en el gobierno de la diócesis cuzqueña, reconoce: “Lo principal de este príncipe es que no consta en los antiguos originales del archivo hubiese hecho funciones episcopales” tal y como era de esperar, pues no las ejerció en Lima. En otro lugar (p. 191), hablando de la tradición de que la primera pila bautismal limeña hubiese estado en la iglesia de los dominicos, asevera que es “noticia que no dan los archivos eclesiásticos... y en los archivos no hay proceso ni auto proveído en aquellos tiempos en orden a esta parroquia como debería de haber”. Al ocuparse en la fundación del convento de los franciscanos, aduce que se realizó “en virtud de cédula del marqués [Francisco] Pizarro que original está en unos autos en el archivo eclesiástico” (p. 200).
El elenco de documentos es verdaderamente significativo en atención a su escogida selección y mérito probatorio: bulas pontificias, cédulas reales, edictos sobre extirpación de idolatrías, decencia del atuendo de los eclesiásticos, resoluciones referentes a la disciplina del coro, autos sobre el buen orden en los conventos de religiosas, absolución de consultas por la Congregación de Ritos y diversas resoluciones sobre puntos eclesiásticos promulgadas por el Ordinario de Lima en relación con diversos problemas.
NOTAS
GUILLERMO LOHMANN VILLENA [©Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 4 (1995) 9-20]