ARCHIVO DEL CABILDO METROPOLITANO DE LIMA; Historia
Los archivos eclesiásticos no solo tienen la función de guardar la memoria de las comunidades cristianas, sino también la obligación de conservar y transmitir este patrimonio documental, y de esta manera revalorar la cultura histórica; más precisamente, la misión de la Iglesia como ejemplo del «transitus Domini» por el mundo.[1]
En el código de Derecho Canónico de 1983 se señala que es deber de la Iglesia custodiar diligentemente los documentos y actas, tanto de los asuntos espirituales como temporales, contenidos en archivos dispuestos convenientemente en las iglesias.[2]El Cabildo Metropolitano de Lima, comprometido con su historia y con las normas de la Iglesia, señala entre sus estatutos las funciones que debe tener el encargado de su archivo; entre ellas la de “custodiar y mantener ordenadamente con los índices respectivos, todos los documentos que sea necesario conservar”.[3]
A lo largo de sus más de cuatro siglos y medio de existencia, dicha institución ha sabido preservar con celo sus documentos. Estos son albergados actualmente en un pequeño ambiente cerca al patio de los Naranjos, que fuera creado a fines del siglo XX como parte de la gran transformación de la catedral. En este sentido, es preciso resaltar la labor de monseñor Ricardo Wiesse quien, en su calidad de archivero, ha custodiado durante los últimos años la integridad de este patrimonio.
Historia del Archivo
La bula del papa Paulo III «Illius Fulciti Praesidio» del 14 de mayo de 1541, dio origen a la diócesis de la Ciudad de los Reyes, con su catedral y Cabildo bajo la advocación de San Juan Evangelista, desmembrándola de la del Cuzco y sujetándola a la de Sevilla. El obispo Jerónimo de Loayza hizo su entrada a Lima el 25 de julio de 1543 y, dos días después, tomó posesión de su sede dando lectura a la Bula que “erigía y constituía una Iglesia Catedral para un Obispo que haga edificar la misma Iglesia”.
El 17 de septiembre del mismo año, Loayza firmó el acta de erección de la catedral de Lima, autorizado por el papa para elegir a[4] los miembros de su cabildo, sin previa presentación del monarca. Estos fueron el arcediano Francisco León, el chantre Francisco de Ávila y los canónigos Alonso Pulido y Juan Lozano.[5]El 12 de febrero de 1546, mediante la Bula «Super Universa Orbis», el papa Paulo III elevó a la categoría de arzobispado a la diócesis de los Reyes.
El Cabildo era la principal entidad colaboradora del obispo y conformaba una suerte de senado, al que correspondía la celebración de la liturgia en la catedral. Se le asignaba una cuarta parte de los diezmos percibidos por la Iglesia, aunque también gozaba de ingresos provenientes de las capellanías y buenas memorias fundadas en la catedral y en otras iglesias.[6]
Los miembros que conformaban el Cabildo desarrollaban una labor particular: el deán, lo presidía y se encargaba del oficio divino; el arcediano, se encargaba de examinar a los clérigos para su ordenación y además, realizaba las visitas cuando el prelado no nombraba visitador; el chantre era el encargado de cantar y enseñar a cantar a los participantes en el coro; el maestrescuela tenía la función de enseñar gramática latina a los clérigos y sirvientes de la Iglesia; el tesorero se encargaba de administrar los ingresos, gastos y la fábrica de la catedral.
La lista de prebendados se completaba con diez canonjías: cuatro de oposición o concurso (penitenciario, teologal, doctoral y magistral) y seis de gracia o merced. Se ubicaban debajo de los canónigos seis racioneros, que se encargaban de cantar pasiones; y seis medio racioneros, quienes cantaban epístolas en el altar y en el coro.
La lista estaba conformada además por el secretario, que debía anotar y recibir en sus registros todos los contratos entre la Iglesia, el obispo, el capítulo y otros. También estaba obligado a escribir y custodiar las actas capitulares, las donaciones, las posesiones, los censos, las peticiones del Cabildo, del obispo y de la Iglesia, y las realizadas al propio capítulo. De otro lado, el ecónomo, mayordomo o procurador de la fábrica y hospital, debía rendir cuenta de las rentas y gastos al obispo y al Cabildo.[7]
Gran parte de la documentación, generada por la gestión de estos cargos, era conservada en sitios destinados para tal fin; así, el 18 de mayo de 1571, reunidos los miembros del Cabildo en sesión y luego de dar lectura a una real cédula, se encargó al secretario Hernando de Ribera “la ponga en el archivo desta santa iglia [sic], donde esté guardada para cuando se ofreciere y fuere menester”. Esta es la referencia más antigua que tenemos de la existencia de un archivo en la Catedral.[8]
Años más tarde, el 13 de julio de 1584, el secretario del Cabildo Francisco Núñez Sedaño, elaboró una memoria de los autos, breves, bulas, ejecutorias, escrituras de ventas y cédulas reales que estaban en el archivo capitular, en la que señalaba la existencia de una caja de seguridad, pues indicó que dichos documentos ingresaron a la caja de tres llaves.[9]
En la consueta de 1593 dictada por el arzobispo Toribio de Mogrovejo, se precisó que el secretario debía tener “el libro de las cosas capitulares en una arca”, en el que debía anotar todas las decisiones que en el Cabildo se determinaran y todos los nombres de los capitulares presentes. Asimismo, debía llevar un «registro» de las cuentas que se efectuaban para que “aya memoria quenta deltas”; finalmente, el libro debía ser guardado en un «cajón» del Cabildo.[10]
La constante preocupación del Cabildo por su archivo se ve reflejada en un documento del 29 de noviembre de 1612, día en el cual los capitulares en sesión acordaron “poner en orden el archivo de los papeles de esta santa iglesia y que se pusiesen con claridad en sus legajos por inventario”.
Para ello se acordó que se “comprase un libro grande donde a la letra se escribiesen las bulas de su Santidad y brebes [sic] y las de su Magestad y demás recaudos de importancia autorizados en pública forma y que de los demás papeles, procesos y recaudos sueltos se tomase la razón por el dicho libro en el dicho inventario por la grande necesidad e importancia que hay de ello”. De este modo se buscaba que los “dichos papeles y demás cosas esten con la guarda necesaria y se hallen con facilidad cuando convenga”.
Para este trabajo se eligió y nombró al canónigo Jerónimo de Eugui y se dio comisión al secretario Cristóbal de Villanueva para que hiciera el inventario de los papeles y para que comprara el libro grande en becerro a costa de la fábrica de la catedral. Finalmente se dispuso que una de las llaves del archivo se entregara al deán, otra al canónigo Eugui y la otra al “presente secretario para que cada uno dé cuenta de ella y el dicho archivo no se abra sin asistencia de todos tres”.
Esa preocupación fue continua, pues como se verá más tarde, el 26 de marzo de 1654 el tesorero Vasco de Contreras Valverde fue comisionado por su Cabildo para realizar otro inventario del archivo y hacer las llaves «convenientes». Las constantes disposiciones para elaborar inventarios se deben a la necesidad que tenían los capitulares de consultar sus papeles, por lo que debían ordenar su archivo y actualizar inventarios anteriores.
Otra muestra del celo del Cabildo por mantener en orden sus papeles la encontramos en la década posterior, cuando en la sesión del 19 de junio de 1665, el tesorero Estevan de Ibarra:
“propuso a dichos señores como reconociendo la obligación que tiene de cuydar del archivo y papeles de esta dicha Santa Iglesia para con de su dignidad de thesorero, daba quenta...de como necessitaba del que se compussiessen y inventariasen los dichos papeles. Y assimismo de que se traduxesson las Bulas que ay en el dicho Archivo, y que para ello se avia ofrecido el señor canónigo don Juan de Montalvo con cargo de que se le diesse un escribiente. Y aviendose conferido esta materia se acordó por todos los dichos señores, que se hiciesse en la manera que sea propuesta, que el dicho señor thessorero concierte el escribiente y libre las costas que tuviere este trabajo en el efecto que huviere mas prompto”.
Tres años más tarde se acordó que el canónigo doctoral, José Dávila Falcón, junto “con un escribiente, vayan intitulando, y componiendo todos los papeles y pleitos del archivo de esta Santa Iglesia y hagan un índice de todos ellos para que con facilidad sean hallados quando se necessite de ellos”.
El 18 de agosto de 1690, se dio otra disposición. Los capitulares, en sesión, dieron comisión al medio racionero Nicolás Diez de San Miguel, “para que reconozca en el archivo de esta Santa Iglesia, las bulas y papeles que ay en é1 y lo componga y haga índice de todos ellos para que sepa lo que ay. Y si se reconociere no parecer algunas de las bulas, o privilegios dados a esta Santa Iglesia y escriba al señor canónigo d. Alonso de los Ríos, procurador que de ellas en la curia romana nos remita un tanto de las que se huviesen despachado o se alcancen de nuevo”.
Años después, en septiembre de 1717, el canónigo doctoral Bartolomé de Lobatón pidió que se hiciera un inventario de todos los libros, cédulas, bulas y demás instrumentos pertenecientes a la catedral, para que se guardaran bajo llave en unas alacenas destinadas para ese fin. Sabemos que por esos años el archivo estaba a cargo del canónigo Fernando Román de Aulestia, quien fuera ratificado en la función por “su buen celo, integridad y vigilancia”.
La labor de los capitulares no siempre fue realizada bajo los mejores auspicios; algunas veces sus intereses estuvieron enfrentados con los del arzobispo, lo que generó serios inconvenientes en la administración de la catedral y, por ende, en el funcionamiento de su archivo.
Tal es el caso de la gestión del décimo tercer arzobispo de Lima, Pedro Antonio Barroeta y Ángel (1751-1758), quien se mostró en demasía exigente con su Cabildo, perdiendo la voluntad de muchos de sus miembros por causas poco relevantes. Por ejemplo, según un auto dado por el arzobispo en noviembre de 1751, se prohibió a los prebendados llevarse a casa los libros capitulares para tomarles sus firmas.
Los canónigos respondieron que no era costumbre entre ellos hacerlo así, pero en vista de la ruina de su iglesia ocasionada por el terremoto de 1746 y la falta de «oficinas» en la capilla, que estaba en la plaza mayor y que hacía las veces de catedral, se llevaron los libros a “los ranchos o toldos dispersos por los campos”. Sin embargo, se comprometieron a tener el mayor cuidado para el cumplimiento y la “observancia de la antigua práctica”.
Otro hecho similar se produjo a partir de la visita del arzobispo Barroeta a la catedral, iniciada el 6 de agosto de 1752. El prelado proveyó dos autos que no fueron del agrado del Cabildo, porque se le derogaban sus privilegios; y en un manifiesto, el capítulo propuso la reforma de dichos autos.
En vista del desacuerdo, se solicitó la mediación del virrey, conde de Superunda, y se firmó un concordato (1754) entre ambas partes dirimiendo los puntos en conflicto. Uno de ellos (mandato XII) se refirió a la autonomía del archivo, pues en el concordato firmado por el arzobispo y los capitulares se señaló que debían conformarse tres archivos distintos en el plazo de un año, separando la documentación concerniente a su Ilustrísima, a la Iglesia y al Cabildo.
El virrey designó a Pedro Bravo de Ribero y a Pedro Bravo de Castilla para que mediasen y representasen al arzobispo en los perjuicios que experimentaría el Cabildo al observar los puntos que contenían sus autos. A pesar de haber comenzado la separación de los papeles, el arzobispo dispuso que estos dos no continuasen la labor y que el Cabildo nombrara a otros dos de sus capitulares para concluir lo empezado.
En el manifiesto se menciona que si bien se había iniciado el trabajo de separación, existían muy pocos papeles para hacer los tres archivos. El Cabildo afirmó que no había documentos exclusivos del arzobispo y de la iglesia catedral, porque según ellos las iglesias de las Indias tenían sus «fundos y fondos» en los diezmos. Agregaron que los concilios originales firmados por Santo Toribio y los libros capitulares, eran lo único que podían colocar en la parte de la Iglesia.
Sin embargo no podían hacerlo, en primer lugar, debido a que el arzobispo había dispuesto que tendría en su poder una llave, y ellos no podían estar supeditados a la voluntad ajena para gobernarse; y, en segundo lugar, porque en los libros estaban apuntadas todas las resoluciones que se habían tomado y se seguirían tomando.
Finalmente, el Cabildo sostuvo que aun cuando el arzobispo Barroeta tenía derecho a visitar el «archivo de la Catedral», este como tal no existía, pues solo había un archivo «exclusivo» de los capitulares que no estaba sujeto a visita, añadiendo que ninguno de sus predecesores las realizó. Hay que señalar que la gestión del arzobispo Barroeta fue muy accidentada pues no sólo se enfrentó a su Cabildo sino también al Virrey y, como las diferencias no se atenuaban, hubo que trasladarlo a la sede de Granada en 1758.
Durante las dos primeras décadas del siglo XIX, el arreglo de los papeles y libros del Cabildo estuvo a cargo del racionero y secretario José Manuel Bermúdez. Hacia 1811, este propuso encuadernar los documentos que se encontraban sumamente maltratados, y pese a cesar en el cargo de secretario en 1814 pues era incompatible con su canonjía de oficio (canónigo magistral), continuó arreglando los legajos en el archivo hasta la conclusión del trabajo, anotando las entradas, promociones y muertes de los miembros del Cabildo. Le sucedió en el cargo de secretario el medio racionero Francisco Luna, a quien tuvo que entregar los libros y documentos que aún conservaba en su poder.
Bermúdez facilitó la lectura de los acuerdos capitulares colocando notas al margen e índices en varios de los volúmenes y, además, completó algunas sesiones capitulares anteriores a su época, basándose en borradores que lamentablemente no han llegado a nosotros.
Asimismo, su labor está lejos de reducirse a la compilación y ordenación de las constituciones conciliares y sinodales en un solo volumen, como veremos más adelante, pues su trabajo tuvo una dimensión mayor al escribir una historia de la iglesia catedral, entre otros libros.
En la década del 30, el secretario Carlos Orbea realizó un nuevo inventario de los libros que se hallaban en el archivo dispuesto en tres armarios y ubicado, por entonces, dentro de la sala capitular. Años más tarde, el celo puesto por el Cabildo en el cuidado de sus papeles se manifestó una vez más, cuando el 30 de abril de 1838 se dispuso “que los señores que saquen del Archivo de esta Santa Iglesia cualquier papel o documento, otorguen recibo de él al secretario del cabildo”.
Es preciso señalar que muchas veces los inventarios del archivo se realizaban no solo sobre el repertorio documental en general, sino que, tal como sugiere el acuerdo llegado en la sesión capitular del martes 3 de setiembre de 1839, se comisionaba a una o dos personas para elaborar inventarios más particulares, como los relacionados con las bulas, las buenas memorias o la música.
Uno de los más completos inventarios que ha llegado a nosotros, es el formado por el medio racionero José Cebrián, el 8 de mayo de 1849. La mayor parte del contenido registrado en él se conserva aún. Sin embargo, no fue el único, pues como se ha visto el Cabildo mostraba constantemente su preocupación por el arreglo del archivo.
Así, el viernes 19 de enero de 1872, dispuso que el secretario Stevenson “formase una razón de los principales documentos pertenecientes a este Cabildo, en una palabra, se arregle el archivo de la secretaría”. Y dos años después, el canónigo Tovar, quien luego de señalar el deplorable estado en que se hallaba el archivo y la necesidad de que se ordenara, se ofreció para arreglarlo y elaborar un estudio detenido en un índice. Debemos mencionar que muchos de estos índices aún no se han encontrado.
El 9 de agosto de 1878, el secretario del Cabildo Pablo Ortiz, quien ya tenía casi seis años en el cargo y gran conocimiento de la situación real del archivo, puso en conocimiento del arzobispo Orueta y Castrillón:
“que hallándose los libros de actas capitulares diseminados y en completo desorden, con esmero y asiduidad, había conseguido arreglarlos en forma metódica, conveniente y que mediante mis esfuerzos y este trabajo he conseguido la compilación de 27 libros, quedando reducidos a solo dos tomos en folio que os presento, (según lo habéis ordenado) sin que falte en ellas nada de lo necesario y legal en las actas de los acuerdos capitulares. Cuando he hecho esto, empleando en este interesante trabajo 13 meses, entre yo, y un escribiente sentado, solo ha sido impulsado por el honor que reporto sirviendo a la Iglesia”.
Esta obra facilitó el trabajo de los capitulares en sus constantes consultas de las actas y evitó, como lo señala el propio Ortiz, “el desorden y confusión de libros arrinconados y sepultados en el olvido por tantos años”.
Días más tarde, el 12 de agosto, el arzobispo le envió una carta de agradecimiento, y en la sesión capitular del martes 29 de octubre “leyó el secretario un oficio, obsequiándole al V. Cabildo dos tomos en folio, que contienen el índice de todas las actas y acuerdos capitulares desde el año de 1564... el V. Cabildo los aceptó y estimó como una obra útil y de la que carecía el archivo de este capítulo”.
Este documento descriptivo ha sido de vital importancia para el ordenamiento de las actas capitulares y cobra vigencia como herramienta de gran ayuda en la labor de los investigadores. Sin embargo, es necesario señalar que Ortiz copió en algunas ocasiones las notas realizadas por Bermúdez a las actas originales.
Al parecer, el orden establecido por Ortiz no duró mucho, porque tan solo una década después, Carlos García Irigoyen, encargado de organizar convenientemente el archivo dio cuenta al deán Manuel Tovar del deplorable estado en que se encontraban las actas capitulares y otros documentos; por lo que propuso la inmediata limpieza y encuadernación de los libros y legajos de mayor importancia.
Vista la urgencia de esta proposición, el 2 de diciembre de 1889, se autorizó a García Irigoyen a llevar a cabo el trabajo. Para el fin de empastar los libros del archivo, se solicitó los servicios del encuadernador José Brondi, quien se comprometió a hacerlos “en pasta toda de cuero y con los adornos que se verán en el modelo presentado”.
El trabajo duró un año, después del cual García Irigoyen presentó un informe detallado acerca de la encuadernación concluida de un total de 38 volúmenes, que se colocaron en un estante preparado para tal fin.
Fueron veintitrés tres volúmenes de «Acuerdos Capitulares», cuatro de «Papeles Varios», dos de «Obras Pías», dos de «Buenas Memorias», uno de «Cofradías», uno de «Papeles Sobre la Santa Iglesia de Sevilla», otro de «Las Constituciones de esta Santa Iglesia», otro del «Concilio Provincial de Lima», otro de las «Visitas del señor Santo Toribio», otro de las «Cédulas Reales» y uno acerca de los «Procesos sobre jueces Adjuntos».
La tenacidad de este secretario por preservar la memoria de esta catedral lo llevó a proponer la culminación de los índices y a estudiar los documentos del archivo con la finalidad de que algún día se pueda escribir la historia de la Catedral.
El 25 de enero de 1892, José Toribio Polo presentó una propuesta al Cabildo de García Irigoyen para arreglar el archivo y hacer un catálogo detallado de él. Contemplaba Polo clasificar todos los documentos, “valiosos para la historia eclesiástica, y aun para la historia patria en general”, por orden cronológico y por materias, elaborando un índice general y algunos particulares sobre dichas materias, tales como capellanías, buenas memorias, privilegios, “con indicación de los libros y papeles en que de ellos se trataba”.
Al mismo tiempo, se comprometía a colocar marcas y números a los legajos para facilitar su uso y a descifrar y copiar, con letra clara y legible, varios documentos del siglo XVI que estaban en letra de cadenilla. Se comprometía además a pagar de su cuenta a un “amanuense, para poner en limpio los índices y catálogos, y los documentos que lo requieran”.
Finalmente, se comprometía a concluir todo el trabajo, a lo mucho, en seis meses desde la aceptación de su propuesta, concurriendo al archivo dos horas por la mañana en los días útiles, aunque también durante algunos días feriados. Por esta labor recibiría como retribución cuatrocientos soles.
No sabemos exactamente qué fue lo que sucedió, pues dicha propuesta fue aceptada nueve años después por el Cabildo, con el voto del arzobispo, el 10 de diciembre de 1901; para entonces era urgente y necesario el arreglo y la catalogación del archivo capitular, según los propios prebendados. Aun cuando en 1898, según afirma Manuel García Irigoyen, el archivo estaba en gran parte clasificado y ordenado “en antiquísimos estantes de caoba”.
Al saber la decisión del Cabildo, Polo envió una carta de agradecimiento y compromiso el 12 de noviembre de 1901, y año y medio después informó sobre la finalización de su trabajo.
En este informe se encontraban registrados setenta volúmenes, encuadernados de modo uniforme: veinticuatro de actas (desde 1564 hasta 1903) con el título de «Acuerdos Capitulares», doce de «Cédulas Reales y Correspondencia», trece de «Papeles Varios», cinco sobre «Capellanías, Buenas Memorias y Obras Pías», uno de «Erección de la Iglesia», uno de «Constituciones», otro de «Autos entre el Cabildo y el Provisor», otro de «Proceso sobre los Jueces Adjuntos», uno de las «Visitas del Arzobispo Santo Toribio», uno de «Papeles de la Iglesia de Sevilla», otro del «Concilio Provincial» de 1772, dos de la «Obra del edificio de la Catedral», dos copiadores de «Notas e informes» desde 1868 hasta 1903, dos del «índice de las Actas» por Ortiz, y finalmente dos de Bermúdez: «Concilios de Lima» y «Apuntes históricos sobre los Cabildos».
Señaló Polo que los libros estaban forrados en pergamino, tela o badana; y que se hallaban otros antiguos (que pasaban de sesenta) sobre visitas, cofradías, cuentas, que estaban registrados en el índice. Existían por entonces 178 documentos entre bulas y breves desde 1570, los cuales se encontraban clasificados cronológicamente en serie numérica que correspondía al catálogo.
Además, había colocado dobles de cartón en setenta carpetas, las mismas que contenían presentaciones de algunos canónigos, expedientes diversos, recursos y notas, capellanías y cuentas de fábrica y diezmos.
Polo clasificó y ordenó el archivo en 6 secciones: la primera de Libros, la segunda de Letras Pontificias, la tercera de Bienes Eclesiásticos (dividida en dos: Títulos de dominios y Capellanías, Buenas Memorias y Obras Pías), la cuarta de Cuentas, la quinta de Expedientes Diversos y la sexta de Papeles Diversos.
Su trabajo fue preciso y detallado en la mayor parte del inventario, consignando datos relativos a las dimensiones de los libros, cantidad de folios, sucinta descripción del contenido, estado de conservación de los documentos y ubicación de las actas capitulares en el Índice realizado por Ortiz.
Si bien este trabajo fue posible gracias al empeño y gran conocimiento de Polo, muchas veces contó con la ayuda del secretario Carlos García Irigoyen, quien había iniciado –según el propio Polo– el arreglo del archivo, proporcionándole “todo género de facilidades”. La admiración entre ambos fue mutua, pues años más tarde, García Irigoyen afirmó a propósito del trabajo que le demandó su obra sobre santo Toribio: “Debo declarar que en esta empresa no he estado solo. Me ha acompañado con empeñosa buena voluntad mi querido amigo el Sr. D. José Toribio Polo, quien me ha enseñado a amar la Historia y a quien la Iglesia de Lima le debe la restauración de sus Archivos arzobispal y capitular”.
Durante el siglo XX, la función del archivo y de los archiveros del Cabildo respondió no solo a los estatutos elaborados por esta antigua e importante institución eclesiástica sino a las disposiciones promulgadas en los códigos de derecho canónico de 1917 y 1983.
- ↑ Francesco Marchisano, “La función pastoral de los archivos eclesiásticos”, Ars Sacra (junio 1998), no. 6: 56-60.
- ↑ Iglesia Católica, Código de Derecho Canónico (Pamplona: Universidad de Navarra, 1992), cánones 486 y 491.
- ↑ Estatutos del Cabildo Metropolitano de Lima, Art° 22. Lima, 1996, p. 5. Vigente hasta diciembre del año 2001.
- ↑ Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú, t. I (Lima: Imp. Santa María 1953), 145.
- ↑ Vargas Ugarte, “Historia de la Iglesia”, t. I, 162.
- ↑ Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú, t. II (Burgos: Imp. Aldecoa, 1959), 166.
- ↑ Líber erectionis ac fundationis huius almae ecclesiae. f. IXvta. Archivo del Cabildo Metropolitano de Lima (ACML).
- ↑ ACML, Serie A, Acuerdos Capitulares, N. 1, f. 21vta.
- ↑ ACML, Serie A, Acuerdos Capitulares, N. 1, f. 1.
- ↑ ACML, Serie M, Libro de Consueta, N. 18, f. 48.