CHILE, RELACIONES IGLESIA-ESTADO. El Real Patronato
El patronato indiano
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado en Indias se iniciaron con las grandes concesiones obtenidas en materia eclesiástica por los Reyes Católicos.
Las primeras de ellas fueron las bulas alejandrinas: por la bula «Inter Cetera» el papa Alejandro VI hizo donación de las tierras descubiertas y concedió a los Reyes Católicos la exclusiva de su evangelización; y en la bula «Eximiae devotionis», de 3 de mayo de 1493, hizo extensivos a los mismos reyes los privilegios eclesiásticos concedidos en África a los reyes de Portugal, sin que, empero, pudiese hablarse de vicariato regio.
El mismo Alejandro VI, por la bula «Eximiae devotionis sinceritas», de 16 de noviembre de 1501, concedió a perpetuidad los diezmos de las Indias, con tal de “asignar de antemano, en forma real y efectiva, por vosotros y por vuestros sucesores, de vuestros bienes y de los suyos, dote suficiente a las iglesias que en las dichas Indias se hubieren de erigir, con la cual sus prelados y rectores se puedan sustentar congruentemente y llevar las cargas que incumbieren a las dichas iglesias, y ejercitar cómodamente el culto divino a honra y gloria de Dios Omnipotente, y pagar los derechos episcopales”. La Corona, no queriendo lucrar con estos dineros –uno de los impuestos que más le rendía– procedió a su devolución a la Santa Sede, la que los volvió a re-donar a la Corona española, determinándose finalmente que 2/9 de ellos quedarían en la Corona y los 7/9 restantes se destinarían al sostenimiento de la Iglesia. Tras insistentes peticiones del rey Fernando el Católico, el papa Julio II (1503-1513), mediante la bula «Universalis Ecclesiae Regiminis» de 28 de julio de 1508, concedió a los reyes de España el patronato universal de todas las iglesias de las Indias; se trataba de una concesión que no había existido nunca hasta entonces en el derecho canónico, y comprendía todas las diócesis y las dignidades eclesiásticas de ellas. El mismo monarca había solicitado que se le concediera precisar los límites de las primeras diócesis, lo que no se le concedió de manera general, pero los papas empezaron a concederlo para sedes concretas en las bulas de erección. Finalmente, Adriano VI (1522-1523) mediante la bula «Exponinobis», de 9 de mayo de 1522 –más conocida como Omnímoda– estableció la forma canónica de envío de misioneros a Indias por los reyes de España, previa designación de sus superiores, lo que puso en manos de los monarcas hispanos la facultad de organizar en todos sus aspectos las expediciones misioneras al Nuevo Mundo. Esta preeminencia sería más tarde ampliada al eximirse a los religiosos que quisiesen pasar a las Indias de la necesaria licencia de sus superiores. En la década de los años treinta del siglo XVI, el papado confirmó los anteriores privilegios y los concilios provinciales de Lima (1583) y México (1586), aprobados por el papa, reconocieron el patronato universal de los reyes en Indias. Años después, Benedicto XIV (1740-1758), en el concordato de 1753, indicaba expresamente que nunca se había controvertido el derecho de los reyes en las presentaciones para los beneficios de las Indias. El más importante de los derechos que concedía el patronato al patrono era el de presenta¬ción, en virtud del cual el rey gozaba del derecho de que no se nombrase ninguna dignidad eclesiástica en América sin la previa presentación de un candidato idóneo por su parte. El monarca no tenía derecho a nombrarlas él personalmente, pero tenía una gran intervención en su designación.
Desde 1508 hasta la independencia no se proveyó ningún cargo sin la previa presentación real: al rey le correspondía presentar los candidatos a arzobispos, obispos y miembros del cabildo catedralicio; los representantes del rey en América presentaban al obispo los candidatos a párroco para que este extendiera el nombramiento. De este modo, la carrera de todos los eclesiásticos quedó en gran medida en manos de la Corona. Abusos del patronato En el ejercicio de este patronato, sin embargo, tanto el rey como sus ministros fueron en la práctica mucho más lejos, dando lugar a abusos de jurisdicción que privaron a la Iglesia en América de su legítima libertad. Con todo, se trató solo de abusos de jurisdicción y nunca dog¬máticos. Entre ellos destacaron el gobierno de los presentados, el pase regio, la incomunicación con Roma, el recurso de fuerza y la intromisión en concilios provinciales y sínodos diocesanos. Gobierno de los presentados Al producirse una vacante episcopal –p. ej. cuando fallecía un obispo– el gobierno de la diócesis quedaba en manos del cabildo eclesiástico, quien nombraba a un vicario capitular. Como la presentación del nuevo candidato correspondía a la Corona, esta, junto con su presentación a la Santa Sede, enviaba una carta de ruego y encargo al cabildo eclesiástico para que le entregara el gobierno de la diócesis al presentado a fin de que este la gobernara como vicario capitular. Si bien el cabildo podía negarse, en la generalidad de los casos acataba la petición real, en parte, para evitar conflictos, pero en parte, también, porque los propios miembros del cabildo tenían su carrera condicionada a que el rey los presentara para otras dignidades. De esta manera, el presentado podía entrar en el gobierno de la diócesis antes de ser nombrado en ella, desempeñando todo aquello que canónicamente podía ejercer sin tener aún la consagración episcopal o la provisión para esa concreta diócesis. Pase regio o exequátur. El origen de este abuso estuvo en la solución con que los Reyes Católicos trataron de superar el problema de la falsificación de documentos eclesiásticos en Castilla, al establecer que no podía ejecutarse en el reino ninguna disposición eclesiástica que previamente no hubiese sido revisada por el Consejo Real, a efectos de verificar su autenticidad. Originalmente se trató solo de una revisión formal, pero con el tiempo la revisión se extendió al contenido de los documentos, no dando el pase a aquellos documentos que, no obstante su probada autenticidad, contenían disposiciones que no convenían a la Corona. Para Indias, fue el Consejo de Indias el encargado de este trámite de manera que, en la práctica, desapareció –al menos por esta vía– la comunicación de los obispos americanos con la Santa Sede. [Adición del A.: para referirse a esta limitación solía hablarse de retención de bulas, palabra, esta última, con la que se designaba cualquier tipo de documento pontificio, bulas, breves u otros que en las fuentes no siempre solían diferenciarse]. Incomunicación con Roma El pase regio fue un eficaz instrumento de la Corona para salvaguardar sus privilegios eclesiásticos; pero fue igualmente un instrumento para coartar la necesaria libertad de actuación del papa y de la curia romana en el gobierno de las iglesias indianas. Esta política de aislamiento de los obispos americanos abarcó desde la prohibición a que asistieran al Concilio de Trento, hasta la prohibición de efectuar personalmente la periódica visita ad limina al papa. El cauce informativo habitual era el embajador de España ante la Santa Sede y no el nuncio en Madrid a quien sistemáticamente se procuró excluir de los asuntos de Indias, llegándole, incluso, a pretender negarle el derecho de informar al rey en nombre del papa. También España impidió la creación de una nunciatura especial para Indias, e incluso, pretendió obtener la designación de un patriarca que tuviera sede en la Corte, fuera designado por el rey y poseyera jurisdicción superior sobre los obispos y misioneros indianos, pretensión que no fue aceptada por Roma. Cuando en 1622, Gregorio XV (1621 -1623) fundó la Congregación de «Propaganda Fide» para unificar e impulsar la política misional de la Santa Sede, también encontró el rechazo real como una intromisión pontificia en las misiones americanas. En 1778 se suspendió toda posibilidad de acudir a Roma en solicitud de dispensas, indultos u otras gracias, las que solo podían tramitarse por los organismos de la Corona. Con todo, hubo algunos obispos que, saltándose los cauces ordinarios, mantuvieron contactos directos con Roma, como el arzobispo de Lima Toribio de Mogrovejo, o el obispo de Puebla Juan de Palafox y Mendoza. Sin perjuicio de lo anterior, actualmente se están desarrollando nuevas inves¬tigaciones a partir de documentos del Archivo Secreto Vaticano que muestran el interés de la Santa Sede en los siglos XVI y XVII para buscar otras vías que permitieran su relación con las iglesias indianas, una de las cuales fue la nunciatura en Madrid. “Los datos contenidos en los registros muestran con toda evidencia que el nuncio era interpelado con frecuencia para la resolución de causas en última instancia y para la concesión de numerosas gracias. En algu¬nos casos el nuncio desempeñaba la función de mediador entre las Indias y la Santa Sede, se proponía como un nexo entre dos mundos que hacía posible la transmisión de información [...] En otros casos el nuncio se presentaba como una vía alternativa, desde el punto de vista del derecho, para tener justicia o para conseguir una serie de gracias, dispensas o licencias [...] las facultades pontificias de las que estaba dotado el nuncio en Madrid constituían un recurso importante para conseguir beneficios materiales y espirituales”**. Recurso de fuerza. Tuvo su origen en la existencia paralela de tribunales reales y tribunales eclesiásticos, independientes unos de otros. Mediante este recurso, quien se sentía agraviado con una sentencia de un tribunal eclesiástico podía acudir ante un tribunal real, reclamando que la sentencia le hacía fuerza; los tribunales reales podían declarar, entonces, que dicha re¬solución hacía fuerza al recurrente y ordenaba al tribunal eclesiástico que la reformara. Puesto que el tribunal real no tenía jurisdicción sobre el tribunal eclesiástico, no podía enmendar por sí mismo la sentencia eclesiástica, por lo que se limitaba a ordenar que fuera el mismo tribunal eclesiástico el que la enmendara. Intromisión en concilios provinciales y sínodos diocesanos. Según esta práctica, el rey no solo pretendió regular la periodicidad de las reuniones conciliares y sinodales –materia que correspondía a los obispos y no a las autoridades civiles– sino que además, exigía la presencia de una representación real en los concilios, sin la cual todo lo que en ellos se hiciese era nulo. Y una vez concluida la asamblea, las actas y normas conciliares o sinodales eran revisadas –y no pocas veces alteradas– por el Consejo de Indias, o simplemente declaradas nulas. La acción de la Corona sobre la Iglesia abarcó también las órdenes religiosas. Los superiores religiosos en Indias debían comunicar a las autoridades reales las necesidades que tenían en su tarea misionera, autoridades que debían comunicarlas al Consejo de Indias para que el monarca tomara las decisiones. Además, la Corona controlaba la conducta de los religiosos e hizo que su partida a América estuviese sujeta a una licencia real. Más aún, para una mejor vigilancia, en 1568 se acordó instituir comisarios generales para franciscanos, domi¬nicos y agustinos en Indias, con sede en la Corte de Madrid. Los superiores de dichas órdenes se resistieron por temor a que los comisarios les hicieran perder el control directo sobre sus religiosos en Indias; solo los franciscanos designaron un comisario general en 1572. La mayor parte de estas prácticas regalistas nacieron tempranamente en el siglo XVI, se conso¬lidaron en el siglo siguiente, coincidiendo con el desarrollo de las doctrinas vicarialistas –el rey es vicario y delegado del papa, es decir, hace las veces del romano pontífice para los asuntos eclesiásticos indianos–, y continuaron en el siglo XVIII, cuando la dinastía de los Austria fue sustituida por la de los Borbones, por lo que puede afirmarse una clara continuidad en el regalismo de unos y otros monarcas. No obstante este continuismo, brotó un estilo nuevo, que típicamente puede ser llamado regalismo borbónico, basado en concepciones total¬mente nuevas. Este cambio de sentido estuvo en que los intelectuales al servicio de los reyes se esforzaron por prescindir de la concesión papal como base en que apoyar los derechos o regalías de la Corona y en las que de hecho se apoyaba todo el actuar de la Corona en los asuntos eclesiásticos indianos, argumentando en cambio que estos, en vez de concesiones pontificias, eran atributos inherentes a la soberanía –propio de los monarcas absolutos– esto es, regalías mayestáticas propias e inalienables de los gobernantes seculares.
La actitud de la Santa Sede La Santa Sede no permaneció pasiva frente a estos abusos y ordenó que todos los Jueves Santos se leyera en las iglesias la «Bula de la Cena» [In Coena Domini], en la que el papa condenaba los exce¬sos de los príncipes, atropellando los derechos de la Iglesia. Pero quizá la actuación con más resonancia fue la condenación, por la Sagrada Congregación del Índice, de algunas obras doctrinales importantes de juristas indianos como Juan de Solórzano Pereira, y Pedro Frasso. En relación con estas obras, el cardenal Spada escribía al nuncio en Madrid, en 1691, lo que se pensaba en Roma de las doctrinas de Solórzano y otros regalistas que corrían en España sin censura, las cuales eran altamente perjudiciales y nada se hacía para desterrarlas, con escándalo de los fieles. Según Sánchez Bella, “juzgada la actitud de la Santa Sede frente al patronato indiano de los reyes de España podrá parecer excesivamente débil y complaciente. Pero si nos situamos, por ejemplo, en el siglo XVI, en el reinado de Felipe II –el monarca que, a partir de 1568, acentúa la nota nacionalista– podemos comprender que era difícil otra postura que la de contemporizar. En medio de las guerras de religión, que desgarraban a Europa, el rey español aparecía como la gran esperanza del catolicismo [...] La Iglesia no se enfrentaba, en el caso español, con cuestiones dogmáticas ni problemas de cisma o de falta de adhesión a la Sede Apostólica, sino a un paternalismo estatal que ahogaba la legítima libertad de actuación de la Iglesia, aunque fuera acompañada de un sincero deseo evangelizador. Si se mide por sus frutos, hay que reconocer que la política religiosa de los monarcas españoles contribuyó eficazmente a la consolidación del catolicismo en el continente americano y Filipinas. Por otra parte, las posibilidades de una eficaz intervención de Roma eran casi nulas. Sin duda, los graves defectos del patronato, tal como se entendía y aplicaba por los monarcas y sus ministros, han servido para desaconsejar la fórmula para el futuro, pero cabe pensar si en el pasado cabía otra fórmula distinta de la que rigió la vida religiosa de América durante más de tres siglos”. Los obispos de las diócesis americanas durante estos tres siglos, entre los que abundan prelados de gran calidad espiritual y humana –pensemos en santo Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima–, se caracterizaron por su indiscutible amor al monarca y su plena aceptación del real patronato; pero esto no les impidió disentir de los excesos del regalismo. En cambio, los religiosos de América se situaron en general al lado del rey, buscando su apoyo en sus fricciones con el episcopado americano. A ellos se debió la formulación de la teoría del regio vicariato indiano, justificando la actuación de los reyes en los asuntos eclesiásticos como vicarios y delegados del papa, buscando con ello el mantenimiento de sus privilegios en Indias. Esta teoría sería recogida por los juristas, como Solórzano y Frasso, y serviría de base doctrinal para mantener y extender el regalismo de los siglos XVII y XVIII.