COMPAÑÍA DE JESUS: Proceso histórico de su supresión

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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INTRODUCCIÓN

La supresión de la Compañía de Jesús tuvo en la historia de la sociedad y de la Iglesia en el siglo XVIII graves y dramáticas consecuencias en las relaciones entre la Iglesia y los Estados del despotismo ilustrado, y en las fuertes tensiones entre la ilustración racionalista y la Iglesia Católica. Su gravedad se notó en el campo de la cultura católica y de las misiones en varios continentes.

Consagra una fuerte hostilidad contra los Jesuitas que perdurará en los siglos siguientes, tras su restauración pontificia en 1814, en una «leyenda negra» anti jesuítica, comenzada ya en el siglo XVIII por los ambientes filo-jansenistas y por los ilustrados racionalistas, y persistente en la nueva cultura laicista a partir del siglo XIX, acuñándose incluso expresiones que entran en un cierto lenguaje político denigrante de los Jesuitas.

La oposición a la existencia misma de la Compañía de Jesús comienza ya en vida de San Ignacio en el siglo XVI, por la novedad que representaba en la historia de la vida religiosa y en la teología y espiritualidad que proponía. Tal oposición a las posiciones de los Jesuitas, con matices o motivaciones muy diversas, se dan con fuerza creciente en los ambientes políticos y doctrinales protestantes. Uno de los momentos en los que más arreció el anti jesuitismo fue a mediados del siglo XVIII cuando la orden fue expulsada de las principales monarquías católicas que presionaron al papa Clemente XIV a suprimirla en toda la Iglesia en 1773. Restaurada en 1814, a lo largo de los siglos siguientes volvió a ser objeto de fuertes críticas y de nuevo fue expulsada de determinados Estados, en algunos de ellos más de una vez como ocurrió en España en 1835 y 1932. El antijesuitismo ha estado unido en la edad contemporánea al anticlericalismo. La supresión sufrida en el siglo XVIII no fue algo improvisado; la hostilidad se venía gestando unida a las fuertes polémicas teológicas y culturales que dominan la escena eclesial ya desde los tiempos del Concilio de Trento, y en la político-social que se reflejan también de manera inequívoca en las relaciones jurisdiccionales de poder entre los nuevos Estados y la Iglesia, sobre todo con el Papado. Su supresión en el siglo XVIII en los Estados católicos (Portugal, Francia, España y principados borbónicos) tuvo dramáticas consecuencias no sólo entonces sino en el futuro de los mismos; por ello es necesario presentarla en sus diversas etapas sucesivas señalando dichas consecuencias. PROCESOS HISTÓRICO, JURÍDICO E IDEOLÓGICO Los procesos de supresión de la Compañía de Jesús comienzan en Portugal en 1750 con la llegada al poder del ministro marqués de Pombal, y culmina con la abolición pontificia de 1773. Aquí analizaremos el proceso «histórico» en las monarquías portuguesa, francesa y española y en los principados europeos ligados a la española, sobre todo, en el periodo que va desde 1750 a 1768. No analizaremos el proceso «jurídico», es decir sobre la exposición relativa a los diversos procesos judiciales llevados contra los Jesuitas. Tampoco describiremos el proceso «ideológico» contra la Compañía, que sería el estudio del gran debate europeo de la ilustración racionalista contra el cristianismo. Nos concretamos a presentar una síntesis orgánica de los hechos que golpearon la vida de los Jesuitas en esos años de 1750 a 1768, en que los Jesuitas no gozaron un momento de paz; fueron continuamente combatidos y amenazados por las noticias de los sucesos que se daban en los diversos países de Europa contra la sobrevivencia del Instituto. Es conveniente señalar algunos aspectos que ayudan a comprender el recorrido detallado de la historia. Hay que distinguir las «causas generales» de la hostilidad contra los Jesuitas de las «causas particulares» del anti-jesuitismo en cada uno de los estados. Las causas generales fueron: el espíritu de la ilustración racionalista, que desencadenó el asalto sin cuartel contra la Iglesia católica y contra el cristianismo; el absolutismo monárquico, que exasperó el regalismo convertido en un «anticurialismo» y en el «jurisdicionalismo», que llevaron al poder secular a restringir y eliminar el poder de la Iglesia.

Estas causas generales internacionalizaron el problema de los Jesuitas y lo convirtieron en uno de los aspectos más clamorosos de la relación Iglesia-Estado. Esas causas generales condicionaron también la elección del Papa en el conclave de 1769, a la muerte de Clemente XIII, defensor de los Jesuitas, hasta el punto de colocar en la Sede de Pedro a un cardenal que estuviese dispuesto a la supresión total de la Compañía. En cuanto a las causas particulares habría que distinguir las causas estructurales de las circunstanciales. Así, como ejemplos para cada una de ellas, en el caso del Imperio español una causa estructural fue la forma de organización jurídico-administrativa de la monarquía de Carlos III, con la omnipotencia del Consejo de Castilla. Esta estructura del Estado determinó el procedimiento concreto de la expulsión de los Jesuitas. En Francia, la mentalidad galicana impregnó de manera tal la estructura del Estado hasta el punto de querer llevar a implantar la idea de una Compañía «nacional». Como ejemplo evidente de causa particular circunstancial tenemos el casual atentado al rey de Portugal, José I, del que se aprovechó su ministro Pombal para radicalizar sus medidas contra los Jesuitas, acusándoles de complicidad. A la luz de estas premisas podemos entrar a examinar de forma más completa y de conjunto el proceso histórico de la supresión de la Compañía. ASPECTOS CUANTITATIVOS Y CUALITATIVOS DE LA COMPAÑÍA EN VÍSPERAS DE SU SUPRESIÓN Aspectos cuantitativos A la muerte de San Ignacio de Loyola en 1556, la Compañía contaba con unos 1000 Jesuitas. En 1600 los Jesuitas ya eran 8519. Se trataba de un crecimiento enorme. Pero aún es más sorprendente el crecimiento que se da desde 1600 hasta el momento en el que se celebró en todo el mundo un acontecimiento extraordinario para los Jesuitas de la época: el primer siglo de vida de la Compañía de Jesús en 1640. En aquel año se publica en Bélgica un volumen, «Imago primi saeculi», que nos da la noticia que en todo el mundo el número de Jesuitas alcanzaba los 15841 miembros. Un siglo más tarde, exactamente en 1749, alcanzaban la cifra de 22.859 en todo el mundo. El número de instituciones por ellos dirigidas (colegios, noviciados, casas profesas, residencias, puestos misioneros) era de 1180 establecimientos. En una palabra, la Compañía era una sociedad en crecimiento constante; lo que significa que era un cuerpo vivo y en expansión. El número creciente de establecimientos e iglesias de los Jesuitas ofrecía siempre más una doble impresión: por una parte, su arquitectura era una manifestación común de esplendor, por otra la cantidad de colegios fundados era la señal de la potencia económica de la Compañía. Todo ello mostraba claramente la extensión de la arquitectura jesuítica y la innegable inversión económica. Aspectos cualitativos ¿Cómo era este cuerpo? ¿Cuál era su cualidad de vida?, también está probado que la Compañía gozaba de buena salud. No era una Orden religiosa ni decadente ni relajada. Su buena salud espiritual y académica correspondía a un tradicional lema ignaciano, que pedía a cada jesuita de ser eminentes en «virtud y en letras» y que, aplicado a todo el cuerpo de la Compañía, significaba que esto era el fundamento del buen ser del instituto. En cuanto referido a la actividad apostólica de la Compañía se puede decir que la desarrollaba con competencia y dedicación, sea en el campo espiritual como en el campo de las letras. Para el primer aspecto, tenemos un intenso trabajo de ejercicios espirituales, misiones populares, desarrollo de la piedad a través de las congregaciones marianas, la dirección de las conciencias, la proyección o actividad en los territorios misioneros fuera de Europa, la publicación de libros de espiritualidad. Para el segundo aspecto, el de las letras, hay que recordar la significativa acción pedagógica en todo el mundo, con la red de sus colegios, tanto que en algunos países ejercitaban casi un monopolio pedagógico, que en cierto modo se convirtió en una de las razones de su ruina. En la descripción de la cualidad de vida de la Compañía en el siglo XVIII no sería histórico dibujar un cuadro mítico o idealizado. Había sombras y luces. Pero se deben señalar las problemáticas de fondo evitando generalizaciones superficiales. Se puede evitar esto, señalando que cada una de las problemáticas llevaría consigo un análisis detallado. a) Ya desde hacía mucho tiempo que se venía arrastrando la llamada «cuestión de los ritos chinos y malabares». En palabras simples, la acusación era la que los Jesuitas habían caído en el error de admitir ritos idolatras [de estas antiquísimas culturas religiosas de China y de la India], y en segundo lugar de desobedecer a Roma. Ya hacia 1724 un Procurador de Propaganda Fide [la Congregación de las Misiones de la Santa Sede], Perroni, había formulado un preanuncio de supresión de los Jesuitas: “Eradicemos illos” [“arranquémoslos”]. Y en 1742 Benedicto XIV condenó los ritos chinos, refiriéndose a los Jesuitas como desobedientes y capciosos. También hoy se viven aquellos problemas, hoy llamados de «inculturación» y otras problemáticas evangelizadoras más o menos semejantes. Se trata de problemáticas más actuales y vitales del anuncio del mensaje cristiano y de su capacidad de ser eficaz y creíble en otras culturas y situaciones [piénsese a las problemáticas suscitadas en los tiempos actuales en el campo de la ética, de la justicia social, de las relaciones políticas de paz y guerra…] que deben ser tratadas con respeto, sin menoscabo de la justa crítica y fidelidad a la doctrina natural sostenida por el cristianismo. A veces estas problemáticas producen choques también en el ámbito católico en los modos de tratarlas. b) Otra problemática muy compleja y de larga duración era la cuestión de la teología moral conocida como doctrina del «probabilismo». Los Jesuitas eran considerados por sus oponentes, también católicos, como laxistas. Un momento agudo de esta problemática fue la división interna de la Orden en 1687, año en el que llegó a ser general el español Tirso González de Santallana (1624-1687), antiprobabilista. La paradoja fue que el general compartía en líneas generales, la opinión de los enemigos de la Compañía; o sea los Jesuitas y sus seguidores se mostraban en desacuerdo con el general. c) Una tercera problemática, íntimamente unida con la anterior, pero con otros aspectos particulares, fue la lucha entre los jansenistas y los Jesuitas, comenzada ya en el siglo XVII. Uno de los autores filo-jansenistas más conocidos en ese siglo fue Blas Pascal (1623-1662) con sus famosas cartas, «Las provinciales». En el siglo XVIII el conflicto creció, sobre todo en Francia, de manera viva y con fuertes polémicas, donde con frecuencia se mezclaban también fuertes posiciones políticas -como el galicanismo en Francia, o el febronianismo en Alemania- de sus adversarios. d) Una grave problemática fue la progresiva implicación de los Jesuitas en la política, derivada en cierto modo del encargo que muchos Jesuitas ejercían como confesores de los reyes. Tal encargo, de hecho, no se limitaba a la dirección de la conciencia del rey, sino que revestía también un notable influjo en las decisiones político-administrativas del monarca. En este sentido es significativo el agudo juicio crítico del ilustrado español Gregorio Mayans y Siscar, al sintetizar el motivo de la supresión de la Compañía, afirmando: “Este cuerpo que de santo se hizo sabio, y de sabio político y de político nada”. e) Finalmente, no es un factor secundario, la problemática que se creó por causa del monopolio pedagógico de los Jesuitas. Este incluye, además de la prepotencia económica, otros aspectos. Un ejemplo es el debate intelectual contra las doctrinas que enseñaban los Jesuitas. En el campo de la cultura ya estaba vivo un movimiento anti-aristotélico, contrario a las enseñanzas comunes de los Jesuitas. En cuanto al método, se pensaba que era demasiado tradicional y obsoleto. De hecho, los Jesuitas estaban fuertemente apegados a su famosa «Ratio Studiorum». Otro aspecto era su conexión con las elites de los diversos países que se traducía en un cierto orgullo corporativo de la Compañía. HECHOS DE LA LUCHA CONTRA LA COMPAÑÍA EN DIVERSOS PAÍSES Portugal Hacia 1750 la población del Portugal peninsular de unos 3 millones de habitantes. Pero Portugal era una potencia colonial que comprendía Brasil, las Islas Atlánticas, la costa occidental de África y colonias en Oriente. Es por ello difícil calcular el número de los habitantes del Imperio Portugués. El total de Jesuitas en el Imperio Portugués era de 1754, de los que 861 se encontraban en Portugal, 590 en Brasil y 303 en las otras misiones de Oriente. El protagonista de la lucha contra los Jesuitas fue Sebastián de Carvalho, Marqués de Pombal (1699-1782). Había recibido una formación política en Londres (1739) y en Viena (1745), donde había aprendido las doctrinas jurisdiccionalitas y anticurialistas. Hay que añadir que frecuentaba los círculos ilustrados y la masonería. En los Países Bajos había conocido el movimiento jansenista. Regresa a Portugal en 1750 como primer ministro e inmediatamente preparó un programa político de reforma que preveía también la lucha contra la Compañía. Cuando Pombal llega al poder, España y Portugal se encontraban en conflicto por razones de las fronteras entre Brasil y Paraguay. El famoso film «La Misión» se refiere a esta situación de manera inexacta desde el punto de vista histórico al hablar de las reducciones jesuíticas de Paraguay. España y Portugal que habían llegado a un acuerdo sobre los límites de sus hipotéticos descubrimientos y posesiones a partir de 1493, arrastraban una interminable controversia sobre dichos límites que abordó el Tratado de Madrid del siglo XVIII. El tratado de Tordesillas y sus contrapuestas interpretaciones Para afirmar la soberanía castellana sobre los territorios recién hallados por Colón, los Reyes Católicos, solicitaron el arbitraje, según el uso medieval, del papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia), aragonés-valenciano, que había sido elegido en agosto de 1492. El papa emitió cuatro bulas, conocidas como «bulas Alejandrinas»; en ellas estableció que pertenecerían a la corona de Castilla las tierras y mares al oeste del meridiano situado a 100 leguas al oeste de las Azores y Cabo Verde.

El problema era que las bulas alejandrinas de hecho habían dividido las nuevas tierras descubiertas en dos partes: una española (que correspondería al mundo occidental atlántico) y otra portuguesa (el mundo hacia el Oriente). En tal división, luego confirmadas en el Tratado de Tordesillas entre España y Portugal en 1494, se sostenía que la línea divisoria de frontera debía pasar a doscientas leguas más allá del meridiano señalado, pero una división precisa no llegó nunca a concretizarse.

Estas imprecisiones, lógicas en aquel entonces por desconocimiento de la nueva geografía, llevará a la presencia de los portugueses en la punta extrema oriental de lo que es hoy Brasil, en medio de imprecisiones y vacíos en la ocupación de aquellos inmensos territorios desconocidos para el mundo occidental europeo. La historia de esta prolongada controversia histórica, que tendrá graves consecuencias en la historia de la ocupación portuguesa del actual Brasil, también repercutirá en la historia de la supresión de la Compañía de Jesús en Portugal, Brasil y en la América hispana.

Puede sintetizarse de la manera siguiente: Los delegados de las monarquías hispana y portuguesa alcanzaron un acuerdo que se plasmó en un Tratado, firmado el 7 de junio de 1494, hoy denominado Tratado de Tordesillas. Se fijó un plazo de cien días para su ratificación por los respectivos monarcas. Los Reyes Católicos lo refrendaron el 2 de julio de 1494 en Arévalo, y Juan II de Portugal lo hizo el 5 de septiembre siguiente en Setúbal. Los originales del tratado se conservan en el Archivo General de Indias en Sevilla (España) y en el Archivo Nacional de la Torre do Tombo en Lisboa (Portugal).

El Tratado indicaba que se solicitaría su confirmación por la Santa Sede y también estipulaba que ninguna de las partes podría ser dispensada de cumplirlo alegando el «motu proprio» papal. El papa Alejandro VI nunca confirmó el Tratado y hubo que esperar a que Julio II lo hiciese por medio de la bula «Ea quae pro bono pacis» en 1506. La esencia del Tratado consistió en el convenio de una nueva línea de demarcación, siendo esta la que, teniendo sus extremos en ambos polos geográficos, pasase a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde. La gran diferencia con la demarcación establecida en las bulas anteriores, fue que la parte oriental de América del Sur, el extremo este de Brasil, quedaba ahora adscrito a Portugal, lo que posibilitó su soberanía cuando en 1500 Pedro Álvares Cabral arribó a las costas brasileñas.

En su «Historia de España», Ramón Menéndez Pidal calificó el Tratado de Tordesillas como el primer tratado moderno de la historia europea pues, por primera vez, al lado de los diplomáticos que llevaban las conversaciones había dos grupos de peritos (españoles y portugueses) que asesoraban técnicamente a los primeros. El motivo del Tratado fue las diferencias sobre lo que a cada una de las partes pertenecía, de lo que hasta la fecha de aquella capitulación estaba por descubrir en el mar. El límite fue establecido de la manera siguiente: “... que se haga é señale por el dicho mar Océano una raya, ó línea derecha de polo á polo, conviene á saber, del polo ártico al polo antártico, que es de Norte á Sur, la cual raya ó línea se aya de dar, é dé derecha, como dicho es, á trescientas é setenta leguas de las islas del Cabo Verde, hacia la parte del Poniente, por grados ó por otra manera como mejor y más presto se pueda dar, de manera que no sean más...”.

Se establecía así, de manera declarada definitiva, “para siempre jamás”, se decía, las áreas geográficas asignadas a ambas Potencias. Las partes se comprometieron —con obligación de entrega si lo faltasen— a no enviar expediciones hacia la jurisdicción de la otra. A los barcos españoles se le reconoció la libre navegación por las aguas del lado portugués para viajar a América. Teniendo en cuenta que se estaba desarrollando el Segundo viaje de Colón, se acordó también que, si hasta el 20 de junio de 1494 los navegantes de Castilla y Aragón descubrían alguna isla o tierra firme entre las 250 y 370 leguas de polo a polo desde Cabo Verde, debían quedar para los reyes españoles. Lo cual no ocurrió ya que Colón no se acercó a Sudamérica en sus primeros dos viajes.

El Tratado de Tordesillas solo especificaba la línea de demarcación como una línea derecha de polo a polo a 370 leguas al poniente de las islas de Cabo Verde. No especificaba la línea en grados de meridiano, ni cuantas leguas entraban en un grado, ni identificaba la isla desde la que debían contarse las 370 leguas. El Tratado declaraba que esas materias serían establecidas por una expedición conjunta que nunca se llevó a cabo. Expirado el plazo acordado de diez meses sin que se reunieran los expertos de ambas partes, el 15 de abril de 1495 se acordó que la reunión se efectuara en julio de 1495 en algún punto fronterizo, pero tampoco se llevó a efecto. La demarcación del límite nunca se realizó y cada parte interpretó el tratado a su conveniencia.

Los navegantes de la época no se ponían de acuerdo respecto de cuántas leguas había en un grado de meridiano. Entre los españoles se encontraban opiniones entre: 14 y 1/6, 15, 16 y 2/3, 17 y 1/2 y 21 y 3/8 leguas por grado. Lo mismo ocurría entre los portugueses, entre los cuales había opiniones de 18, 20 o 25 leguas por grado. No era entonces conocido exactamente el tamaño de la esfera terrestre, y por lo tanto la distancia entre cada meridiano variaba de acuerdo a la longitud que se le atribuía a la esfera; esto hacía que aunque se estuviera de acuerdo en cuantas leguas había en un grado de longitud, su distancia variaría de acuerdo al tamaño atribuido a la Tierra, y a la latitud a la que se midieran.

En esa época era posible para determinar la latitud mediante la observación de la estrella polar con un cuadrante o un astrolabio, pero para la determinación de la longitud la única manera de poder fijar distancias en el mar y la única forma muy imprecisa de determinarla, era por medio del tiempo empleado en recorrer una distancia determinada. Esto requería velocidades constantes y además no había relojes precisos. De aquí surgieron las dificultades para establecer la posición de la línea de límites.

Aunque gran parte esto fue debido a la dificultad existente en el siglo XV para la determinación de la longitud, los portugueses transgredieron con creces las fronteras que les señalaba la línea de Tordesillas, justificando su actitud en la dificultad para fijar las longitudes (ubicación de los meridianos) debido a la imprecisión de los instrumentos de la época (entonces para señalar las longitudes o meridianos se hacían cálculos aproximativos en los cuales el recurso más apropiado solía ser la corredera; hasta mediados del siglo XVIII Inglaterra no desarrolló cronógrafos precisos (cronómetro de Harrison inventado en 1765) que, unidos a los sextantes, dieron la posibilidad de ubicar con bastante precisión la posición de los meridianos).

Estas dificultades hicieron que en diversos mapas portugueses, la boca del Río de la Plata e incluso del estrecho de Magallanes aparecían como situadas al este de la línea de Tordesillas, es decir, como territorios del Brasil. En otros casos, los mapas se falsificaban corriendo la tierra hacia el este para incluirla en la zona portuguesa, como pudo haber ocurrido en el Planisferio de Caverio, dibujado entre 1504-1505. Además, durante sesenta años el tratado dejó de tener sentido legal, puesto que entre 1580 y 1640 España y Portugal tuvieron un mismo monarca español en una unión dinástica «aeque principaliter» bajo la Casa de Austria (Felipes II, III y IV de España; I, II y III de Portugal), y los reyes otorgaron a exploradores portugueses capitanías y concesiones en la cuenca amazónica. Así, a partir de 1580 los comerciantes y colonos portugueses podían establecerse sin preocupaciones más allá del citado meridiano, penetrando profundamente en la selva brasileña. De este modo, cuando en 1640 se produjo la independencia de Portugal, retuvo consigo las posesiones adquiridas hasta entonces mucho más al oeste de la demarcación del Tratado de Tordesillas en virtud del precepto «uti possidetis ite possideatis». De hecho Portugal transgredió en su colonización del continente americano la demarcación del Tratado de Tordesillas al avanzar paulatinamente desde el Brasil hacia el oeste y sur de América del Sur antes del Tratado de Madrid de 1750 entre el Reino de España y el Reino de Portugal. El Tratado de Madrid y sus consecuencias El Tratado de Madrid de 1750, anuló la línea del Tratado de Tordesillas y cualquier otro complementario. Establecía en su artículo I: “El presente tratado será el único fundamento y regla que en adelante se deberá seguir para la división y límites de los dominios en toda la América y en Asia; y en su virtud quedará abolido cualquier derecho y acción que puedan alegar las dos Coronas, con motivo de la bula del Papa Alejandro VI, de feliz memoria, y de los tratados de Tordesillas, de Lisboa y Utrecht, de la escritura de venta otorgada en Zaragoza, y de otros cualesquiera tratados, convenciones y promesas; que todo ello, en cuanto trata de la línea de demarcación, será de ningún valor y efecto, como si no hubiera sido determinado en todo lo demás en su fuerza y vigor. Y en lo futuro no se tratará más de la citada línea, ni se podrá usar de este medio para la decisión de cualquiera dificultad que ocurra sobre los límites, sino únicamente de la frontera que se prescribe en los presentes artículos, como regla invariable y mucho menos sujeta a controversias”.

Sin embargo, el Tratado de Madrid fue anulado por el Tratado de El Pardo de 1761, que restableció la línea de Tordesillas hasta que fue abandonada definitivamente por el Tratado de San Ildefonso del 1 de octubre de 1777. El Tratado de Madrid de 1750 modificaba en profundidad las fronteras, afectando determinantemente las reducciones jesuíticas del Paraguay. Estas eran treinta, de las cuales siete, según el Tratado, tenían que ser transferidas al dominio de Portugal, que como compensación daba a España la colonia del Sacramento, en el Río de la Plata.

Ello comportaba que los indios guaraníes, que formaban parte de las 7 reducciones, debían transferirse hacia Occidente. Y esto pareció ser una clara injusticia. Y los Jesuitas, que regían las reducciones, se pronunciaron sobre la injusticia de aquella decisión y que el derecho de los indios guaraníes era la de permanecer en aquellas tierras. Estalló entonces una guerra (1754). Pombal aprovechó esta guerra, llamada la «rebelión de los guaraníes», para acusar a los Jesuitas de crimen político.

¿Cuál era este crimen? querer crear una república independiente sea de Portugal como de España. Y esto lo escribió en un pequeño libro: «Relación breve de la república que los religiosos Jesuitas de las provincias de Portugal y de España han establecido en los dominios ultramarinos». Este opúsculo causó una profunda impresión en toda Europa; la acusación era que los jesuitas intentaban crear una república independiente de las monarquías, es decir, un estado dentro del estado: se trataba de un crimen gravísimo. Además, en Brasil estalló el conflicto en las misiones de los Jesuitas del Gran Pará (1755-1759), menos conocido en Europa, pero en el que Pombal llevó a cabo despiadadas medidas contra la Compañía. En 1755 Lisboa fue destruida por un terrible terremoto. Un predicador jesuita de origen italiano, Gabriel Malagrida, decía que el terremoto era un castigo de Dios y dejaba entender que era el castigo de la política reformista y laicista de Pombal. El ministro no perdió nunca los juicios de Malagrida, más aún se aprovechó de aquella situación para lanzar una nueva fase de acusas contra la Compañía. En 1758 Pombal obtuvo del papa Benedicto XIV que la Compañía fuese sometida a una visita apostólica del cardenal Saldahna, patriarca de Lisboa, que suspendió rápidamente a todos los Jesuitas de la predicación y de la confesión. Pombal aprovechó un caso fortuito para acusar definitivamente a los Jesuitas: el atentado al Rey de Portugal, José I (septiembre de 1758). Los Jesuitas fueron acusados de haberlo instigado. El provincial y Malagrida fueron arrestados y encarcelados el 11 de enero de 1759. En este momento empieza el proceso judicial contra los Jesuitas que llevará al decreto de expulsión y de encarcelamiento (3 de septiembre de 1759) con 1700 expulsados y 250 encarcelados, y finalmente un hecho muy cruel y bárbaro: el «auto de fe» de Malagrida. Este fue condenado como hereje porque había escrito un sermón del que se le acusaba de afirmar que Santa Ana era la abuela de la Santísima Trinidad. Lo acusaron así de hereje, lo sometieron a tortura y a la condena a muerte en un «auto de fe», fue estrangulado en la plaza pública y luego quemado en la hoguera. Finalmente, Pombal pidió al papa Clemente XIII la supresión de la Compañía de Jesús. El papa respondió con el breve «Apostolicum pascendi» (1765) en defensa de los Jesuitas. Se cierra así el primer acto de aquel drama del proceso histórico contra la Compañía de Jesús, en el que una Potencia política pide al papa la supresión de la Compañía. Francia En Francia la situación fue totalmente diversa. En aquellos momentos era la monarquía más poderosa de Europa; contaba entonces con unos 24 millones de habitantes y los Jesuitas eran unos 3500. Pero en Francia había un ambiente terriblemente hostil hacia la Compañía debido al jansenismo en sus varias expresiones y grados (hay que recordar el caso de un Pascal), el galicanismo político, el enciclopedismo racionalista (Arnauld, Montesquieu, Voltaire, D’Alambert, Diderot, etc.). También en Francia se dan razones estructurales y circunstanciales que llevarán a declarar a la Compañía como contraria a la monarquía. Todo fue sostenido en un libro: “Extraits des Assertions dangereuses et pernicieuses (…) que les soidissants jésuites ont (…) soutenuets, enseignées et publiées (…) verifies (…) par les Commissaires di Parlement (…)” (Paris 1762). Este libro recoge todas las acusaciones contra la Compañía de Jesús. Los puntos más destacados eran: - Probabilismo: Demuestra que desde 1600 al 1750 los Jesuitas, sosteniendo el probabilismo, han difundido una moral perniciosa en el mundo, que se llama laxismo, por lo que deben ser condenados. - Simonía: Los Jesuitas, siempre interesados en el dinero, compran y venden bienes espirituales. En tal sentido deben ser considerados como fuera de la ley y peligrosos. - Blasfemia: Con variadas formar de razonar pretende demostrar que los Jesuitas asumen actitudes blasfemas. - Astrología: En aquel tiempo muchos Jesuitas astrónomos eran también conocedores de astrología. La acusación era de superstición y de prácticas astrológicas. - Idolatría: El libro dedica al tema dos capítulos terribles. Habla de los ritos chinos y malabáricos, acusando de idolatría a los Jesuitas. - Regicidio: Traza una historia de los varios atentados a los reyes, en los que han intervenido los Jesuitas. Por ello son muy peligrosos para las monarquías.

Junto con las hostilidades de los intelectuales se daba también en Francia también la política: los 12 «Parlamentos» (con función de tribunales provinciales) dominados por los jansenistas y los galicanos, como por ejemplo la sentencia antijesuítica en ocasión del atentado de Robert François Damiens (1715-1757) contra el rey Luís XV (5 de enero de 1757), o la condena de la moral jesuítica (en los autores Busembaum y Lacroix) emanada por el Parlamento de París; los políticos, entre los que destacaba Etienne François Choiseul (1719-1785) que propuso el nombramiento de un vicario general para Francia, independiente de Roma y con poderes para gobernar la Compañía según las leyes del reino, y el feroz anti jesuita Henri Chauvelin (1716-1770), cabeza de la oposición en el Parlamento de París, que publicó «Réplique aux apologies des jésuites» (1762), y la amante del rey, madame Pompadour (1721-1764), que odiaba a los confesores Jesuitas De Sacy y Desmarets.

Existían naturalmente también los defensores de los Jesuitas. Entre ellos hay que recordar la Asamblea del Clero, el arzobispo de París, Cristophe Beaumont, y la hija del rey, Adelaide. En un ambiente tan sumamente saturado de amenazas sucedió el clamoroso escándalo económico provocado por el jesuita Antoine Lavalette (1708-1767). La opinión pública fue agitada a propósito de aquel escándalo por los anti jesuitas. Lavalette, ecónomo y luego superior de la misión de Martinica, creyó poder favorecer la economía de la misión desarrollando plantaciones de azúcar y de café, que vendidos en Europa podían producir una buena ganancia.

Al principio todo marchó bien. Pero luego llegaron los problemas cuando contrajo deudas para poder comprar nuevas tierras. El episodio sucedió en un momento particular, cuando Lavalette no pudo ya conseguir beneficios de las plantaciones, porque el comercio en el Atlántico había caído como objetivo de los corsarios ingleses. En estas circunstancias de lucha, en 1755 los corsarios ingleses capturaron la carga de las naves alquiladas por Lavalette que perdió así todas las mercancías transportadas, sumiendo su iniciativa en una total bancarrota.

De este modo Lavalette no pudo pagar los préstamos de capital que había pedido prestados. Debía restituir la deuda y los Jesuitas pagaron una cierta parte. Pero el provincial de París pensó poder evitar pagar en el futuro las deudas de Lavalette, basándose en el principio que la Compañía no era responsable de las deudas de Lavalette, porque la administración de las casas jesuíticas era autónoma. Por ello se apeló al Parlamento de París. Este paso fue fatal para la Compañía en Francia. El caso Lavalette pasó de ser una causa circunstancial de ataque a un jesuita en particular a ser una cuestión de principio contra la Compañía. Chauvelin promovió un examen de las «Constituciones» de la Compañía. Luís XV intervino y se reservó el derecho de examinar las Constituciones. Entonces el problema de los Jesuitas entró en las confrontaciones entre la monarquía y el Parlamento; se les escapó de sus manos y se convirtió en una cuestión de Estado. En 1762 el Parlamento de París declaró que la Compañía era dañosa para el ordenamiento civil y que violaba la ley natural. Condenó el Instituto, la teología y la moral de la Compañía. Se debía prohibirla y expulsarla de Francia. No todos los Parlamentos estuvieron de acuerdo, tampoco el rey. El duque de Praslin propuso nombrar para la Compañía en Francia un vicario general independiente de Roma. La idea fue rechazada por Clemente XIII, que -según un contemporáneo- pronunció la célebre frase: “Aut sint ut sunt aut non sint” (o que sean como son, o que no sean). Los amigos de la Compañía reaccionaron. La asamblea del Clero francés defendió a los Jesuitas (Lettre de l’assemblée Générale du clergé de France, tenue en l’année 1762, au Roi, pour demander la conservation des Jésuites) y el arzobispo de París Cristophe de Beaumont publicó una larga carta pastoral en favor de la Compañía y sus derechos (Instruction pastòrale de Cristophe de Beaumont sur les atteinintes données à l’autorité de l’Eglise par les jugements des tribunaux séculiers dans l’affaire des Jésuites (28 octubre 1763), pastoral que le causó ser exiliado de París. El último hecho fue el decreto real de disolución de la Compañía en Francia (1 de diciembre de 1764). En una palabra, dice que la Compañía es contraria al Estado, por lo que debe ser suprimida. Los miembros Jesuitas en particular no son culpables, por lo que pueden quedarse en Francia sin formar un cuerpo. Llegamos así a la segunda etapa de esta trágica historia de los Jesuitas. España Se calcula que la España peninsular del siglo XVIII había unos diez millones de habitantes, y 2.746 Jesuitas. En sus Reinos americanos y en las Filipinas había 2.640 Jesuitas, por lo que todos los Jesuitas en el Imperio español alcanzaban la cifra de 5.376 miembros.

Las causas estructurales de la expulsión de los Jesuitas de España son el regalismo, cada vez más fuerte desde los tiempos del comienzo de la dinastía de los Borbones con Felipe V, y la forma de gobierno del «despotismo ilustrado» propio de la época de Carlos III.

Muchos son los protagonistas de la lucha contra los Jesuitas. En primera línea los «políticos», que son casi todos los ministros de la corona y los empleados en puestos claves de la administración. Los más importantes son: Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda (1719-1798). Culto, enciclopedista, amigo de Voltaire y D’Alambert, Presidente del Consejo de Castilla en 1766. Manuel de Roda (1708-1782), antiguo ministro español ante la Santa Sede (embajador y agente de Preces), secretario de Gracia y Justicia con Carlos III (1765), decidido enemigo de los Jesuitas. Pedro Rodríguez, conde de Campomanes (1723-1803), intelectual, cultísimo, jurista, helenista, nombrado por Carlos III Fiscal del Real Consejo Supremo de Castilla (1762), elabora el documento secreto determinante de la expulsión, el llamado «Dictamen Fiscal». José Moñino. Conde de Floridablanca (1728-1808), regalista, que será el redactor del breve «Dominus ac Redemptor» de 1773 del papa Clemente XIV, junto con el prelado español Zelada, con el que será suprimida la Compañía de Jesús.

Luego obispos, entre los cuales José Tormo, José Climent, José Javier Rodríguez de Arellano. También frailes, que se sentían molestos y ofendidos por una novela satírica del jesuita Francisco de Isla, en la que criticaba la predicación demasiado barroca de los frailes (Francisco de Isla, «Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas», 1758). Además, se daba la rivalidad entre los «manteístas» (universitarios no alumnos de los Jesuitas que vestían manto) y los «colegiales» (alumnos de los colegios jesuitas que pertenecían a la elite de la sociedad española).

Este conjunto heterogéneo de los protagonistas, unidos por el odio hacia los Jesuitas, había tomado fuerza poco a poco bajo el influjo de diversos acontecimientos, sobre todo de carácter político, que aceleraron y llevaron precipitadamente a la supresión de la Compañía en el Imperio español. Un precedente significativo había sido la caída en desgracia del confesor regio, el jesuita Francisco Rávago (1685-1763), cuando todavía reinaba Fernando VI (hijo de Felipe V y su sucesor, al que sucede su hermano Carlos III, al faltarle a Fernando VI descendencia). Tradicionalmente se ha vista en aquel hecho el declinar del influjo de los Jesuitas en la corte y el comienzo de la lucha abierta contra la Compañía. Rávago fue el último confesor regio jesuita. Su caída fue consecuencia del cese en 1754 de la actividad como ministro de Ensenada (Zenón de Somodevilla, 1702-1781), gran protector de los Jesuitas, al igual que la reina Isabel de Farnesio, madre de Carlos III, de la cual se decía que mientras viviese, los Jesuitas podían estar seguros.

Entre los sucesores de Rávago como confesores del rey se debe señalar al franciscano Joaquín de Eleta (1707-1788), confesor de Carlos III desde 1761, cuando la intriga anti jesuítica en la corte había alcanzado intensidades mayores. Escribiendo desde Nápoles, el ministro Tanucci (también de Carlos III cuando era rey de Nápoles) despreciaba a «este fraile» calificándolo como ignorante y de poca personalidad. Sin embargo, el fraile influyó notablemente sobre Carlos III, entre otras cosas, al sostener fuertes polémicas anti jesuíticas en campos de la teología (jansenismo) y de la moral (probabilismo), la causa de beatificación del obispo de Puebla de los Ángeles, Don Juan de Palafox y Mendoza (hoy ya beatificado), más por motivos de confrontación polémica en el mundo político que por el valor de la Causa en sí. Palafox había tenido que sostener diversas polémicas de carácter jurisdiccional con los religiosos de su diócesis.

A esta beatificación se oponían polémicamente en estos momentos los Jesuitas porque pensaban que, si Palafox hubiese sido beatificado, ello habría significado la victoria de las posiciones doctrinales sostenidas antaño por jansenistas y galicanos, y la censura de los Jesuitas que se habían distinguido principalmente en los debates doctrinales sobre la relaciones entre libertad y gracia.

Quizás todas aquellas polémicas e intrigas anti jesuíticas habrían quedado como pleitos cortesanos si no se hubiesen dado en Madrid unos hechos con una fuerte trascendencia en la historia política española. Se trata de una revuelta contra el ministro italiano de Carlos III, el marqués de Esquilache [Squillace], que explota en Madrid desde el 22 al 26 de marzo de 1788, al que siguieron en toda España una serie de asaltos. Esta ola de protestas populares, ya muy estudiadas, tuvo una buena parte de la dramática caída de los Jesuitas.

¿Qué había pasado o cuales fueron las causas que llevaron a aquellas revueltas populares? En Madrid, la gente pedía la destitución del ministro napolitano Esquilache, traído a Madrid por Carlos III en 1759 cuando había venido para ocupar el trono español, y lo había nombrado ministro de Finanzas. En nuevo ministro emprendió una serie de reformas, algunas muy razonables, otras impopulares por ir contra las antiguas tradiciones populares. Entre otras prescribían que los madrileños debían cambiar la forma de vestir, como dejar las capas largas y los sombreros de anchas alas, cambiándolas por capas o vestidos cortos y sombreros «de tres picos».

La excusa era que aquella tradicional indumentaria facilitaba el embozo de bandidos y ladrones. La reforma del modo de vestir coincidía con otras reformas de carácter económico y urbanístico, que crearon un malhumor extendido entre la gente. Pero sobre todo la gente no soportaba a los ministros extranjeros. A este ambiente se unió una crisis general de carácter agrícola, cuyo aspecto más antipopular fue el aumento del precio del pan.

La gente saqueó la casa de Esquilache. Un predicador popular, llamado padre Cuenca, entregó al rey las ocho peticiones de los amotinados, en las cuales, se pedía el exilio de Esquilache, el uso de la capa larga y la bajada del precio de los comestibles. El rey, desde un balcón del palacio real prometió cumplir con aquellas peticiones. Pero en realidad el rey se encontraba aterrorizado por lo que aquella misma noche huyó de Madrid a Aranjuez.

La revuelta fue el catalizador de la lucha anti jesuítica. Puso en movimiento frenético la maquinaria que habría de aplastar a la Compañía, acusada de nuevo de estar detrás de aquellas revueltas. Fue una causa circunstancial particular que fue determinante para la supresión y expulsión de la Compañía del Imperio español. ¿Por qué? Porque Aranda fue llamado urgentemente a Madrid para ocupar la presidencia del Consejo de Castilla. Roda y el confesor propusieron también al rey con mucha urgencia abrir una «investigación secreta» para encontrar los responsables de las revueltas.

El Fiscal general del Reino Campomanes, se lanzó con fervor a aquel trabajo querido por el rey. Su investigación señalo que los Jesuitas estaban detrás de las revueltas, una suposición hipotética sin prueba alguna. Salieron a la luz algunos escritos acusatorios; uno de ellos los acusaba de ser contrarios a la monarquía, de ser autores de folletos difamatorios porque su estilo, se decía, demostraba que estaban redactados por gente preparada culturalmente, y que habían preanunciado la revuelta antes de que ésta comenzase. Pero el documento definitivo que se proponía demostrar la culpa de los Jesuitas y que concluía con la petición de su expulsión del Reino fue el «Dictamen Fiscal» de Campomanes.

No se trataba sólo de acusarlos de haber instigado la revuelta; se trataba de probar que «todo el cuerpo» de la Compañía era contrario al Estado. El documento comprende 746 parágrafos numerados. Se trata de un río de acusaciones, cuya síntesis fundamental puede ser la siguiente: 1) Los Jesuitas eran los autores de las revueltas; 2) La estructura de la Compañía era incompatible con la monarquía española: un estado dentro del estado, opuesto al gobierno ilustrado; 3) Las riquezas de la Compañía; 4) Las doctrinas perniciosas de los Jesuitas: el probabilismo y el tiranicidio; 5) El poder de los Jesuitas; 6) Lo que habían hecho en Francia y en Portugal; 7) Su oposición a los reyes; 8) Su espíritu cismático. Estos son los «vicios» que Campomanes imputa a la Compañía con fecha del 29 de enero de 1767. Carlos III quedó sobrecogido y sumamente impresionado, hasta tal punto que el 27 de febrero emanaba el Decreto de expulsión e hizo preparar la «Pragmática sanción de su magestad en fuerza de ley para el estrañamiento de estos reynos a los Regulares de la Compañía…», que debía ejecutarse el 2 de abril. No se dejaba nada al caso. La operación fue un modelo de obra policiaca: los Jesuitas habrían sido detenidos por sorpresa simultáneamente en todo el Imperio español, según los planes previsto milimétricamente con el uso de la fuerza, para ser todos concentrados en los varios puertos de embarque para mandarlos al exilio.

Así decretaba Carlos III en su «Pragmática sanción»: “Habiéndome conformado con el parecer de los de mi Consejo Real […] y de lo que me han expuesto personas del más elevado carácter, estimulado de gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo; usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto de mi corona, he venido a mandar se extrañen de todos mis dominios de España e Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes, a los religiosos de la Compañía, así sacerdotes, como coadjutores y legos que hayan hecho la primera profesión, y a los novicios que quisieren seguirles, y que se ocupen todas las temporalidades de la Compañía de mis dominios. Y para su ejecución uniforme en todos ellos os doy plena y privativa autoridad, y para que forméis las instrucciones y órdenes necesarias, según lo tenéis entendido y estimareis para el más efectivo, pronto y tranquilo cumplimiento. Y quiero que no sólo las justicias y tribunales superiores de estos reinos ejecuten puntualmente vuestros mandatos, sino que lo mismo se entienda con los que dirigiereis a los virreyes, presidentes, audiencias, gobernadores, corregidores, alcaldes mayores y otras cualesquiera justicias de aquellos reinos y provincias, y que, en virtud de sus respectivos requerimientos, cualesquiera tropas, milicias o paisanaje den el auxilio necesario sin retardo ni tergiversación alguna, so pena de caer, el que fuere omiso, en mi real indignación […]. Yo, el Rey, 27 de febrero de 1767: Decreto de expulsión de la Compañía de Jesús”.

Las penas por cualquier tipo de infracción a cuanto dispuesto eran gravísimas, la acusación era de crimen de «lesa majestad», que comportaba la pena de muerte. Se ordenaba el silencio más estricto y severo sobre la decisión real cuyos motivos, que según rezaba la «Pragmática sanción» quedaban guardados “en nuestro real pecho”, y el modo de ejecutarla: ningún escrito sería tolerado sobre el argumento.

Todos los exiliados narran los sufrimientos padecidos en los viajes. Los Jesuitas expulsados de las primeras expediciones tuvieron que sufrir además la afrenta de no poder desembarcar en Civitavecchia (de los Estados Pontificios) porque Clemente XIII rechazó de recibirlos para protestar contra la decisión unilateral de Carlos III de enviarle a los expulsados.

El papa reforzaba así su protesta oficial expresada en el breve «Inter acerbissima» del 16 de abril de 1767, que contiene la famosa frase “¡Tu quoque fili mi!”, aplicada a Carlos III. Llama la atención el hecho que en ninguna relación de las conocidas resulte alguna mínima crítica a Carlos III, venerado como un soberano justo y generoso. Es significativo que la historiografía ilustrada, la liberal, la positivista y la marxista, no hagan alguna mínima crítica a Carlos III. Al contrario, en la España del siglo XX-XXI Carlos III es presentado como el gran rey ilustrado y progresista al que se le dedican monumentos e instituciones oficiales, como la Universidad Carlos III de Madrid y una de las Ordenes más prestigiosas que el Estado español concede a personas señaladamente meritorias en los diversos cambios, la Orden de Carlos III.

Con los exiliados, tras haberse establecido definitivamente en los Estados Pontificios, se abre un capítulo muy singular de la historia cultural hispano-italiana. Es una particularidad de la que se necesita tener cuenta para valorar las consecuencias, en este caso totalmente imprevistas, de la decisión de Carlos III. Así se llegaba al tercer acto de la tragedia jesuítica en el teatro europeo. Nápoles y Sicilia El reino de las Dos Sicilias constituía en el siglo XVIII uno de los estados demográficamente más grandes de Europa, con casi seis millones de habitantes. La ciudad de Nápoles era la ciudad más poblada del Mediterráneo. En el reino los Jesuitas alcanzaban la cifra relevante de 1417 y desarrollaban una floreciente actividad pedagógica y apostólica.

Ya desde el tiempo del rey Carlos de Borbón (luego rey de España como Carlos III), un convencido anticurialista, su ministro Bernardo Tanucci tuvo en sus manos el poder. Se convirtió en omnipotente cuando en 1759 el rey Carlos dejó el reino a su hijo Fernando, joven y en muchos aspectos todavía inmaduro. Tanucci fue el protagonista de la lucha contra la Compañía y el actor principal de la expulsión de los Jesuitas del reino.

El caso del anti jesuitismo napolitano, sin embargo, presenta características propias: primero; hay que unirlo con el problema del anticurialismo y del jurisdicionalismo; segundo, con el programa reformista particular de Tanucci (que incluía la restricción de las inmunidades del clero y la incautación de los bienes eclesiásticos); tercero, no se da en Nápoles una causa circunstancial particular que pueda considerarse como la base de una acusación concreta y clamorosa en relación a los Jesuitas, (no existe ni un terremoto, ni un atentado al rey, ni un fracaso económico, ni un motín popular); cuarto, es característico de Nápoles la aplicación de la medida preparada y actuada por Tanucci como consecuencia de la política anti jesuítica seguida en Francia y sobre todo en España; incluso se trata de una clara imitación. Ello resulta evidente por la intención expresa del mismo Tanucci de evitar los errores cometidos en Francia, y todavía se ve en la forma concreta de proceder con un acto de fuerza como había sido llevado a cabo en España. Así fue la evolución del proceso. En la noche del 16 de abril de 1767 Tanucci leyó al rey Ferdinando la carta que había apenas recibido de Madrid, que anunciaba la expulsión de los Jesuitas españoles por decreto de Carlos III. Desde aquella noche en adelante, Tanucci tuvo un plan claro: también en Nápoles los Jesuitas tenían que ser expulsados y sus bienes confiscados.

En julio de 1767 Tanucci comunicó a Roda tal propósito por escrito. Nápoles debería seguir cuanto Francia y España habían ya hecho; estas coronas habían suprimido la Compañía, por lo tanto, también Nápoles debería suprimirla. Tanucci mantenía un contacto constante con su primer señor Carlos III, como prueba la correspondencia -ya publicada- entre ambos, por la cual sabemos los pasos llevados a cabo por Tanucci para suprimir la Compañía.

Carlos III aconseja al ministro crear una junta secreta de investigación sobre la Compañía. Tanucci elabora un plan, el rey aprueba este plan y le sugiere “golpear a los Jesuitas con un decreto que mantenga los motivos secretos, como se había hecho en España, para evitar las infinitas protestas que se habían dado en Francia”. Tanucci pone en marcha la «Giunta degli Abusi» (16 de septiembre de 1767).

En octubre la Junta ya está lista para presentar una «Consulta» al rey. La conclusión definitiva reza así: “La Compagnia è una società che non sembra compatibile col bene, col riposo, con la sicurezza delle Nazioni e della Sovranità”. Un juicio durísimo. Pocos días después, el 3 de noviembre, Ferdinando emanaba el Decreto de abolición de la Compañía en el reino de las Dos Sicilias, de expulsión de los Jesuitas y de confiscación de todos sus bienes.

El 20 de noviembre fue ejecutado el Decreto en Nápoles con el uso de la fuerza. Algunos días después fue ejecutado en Sicilia. Así se cerraba un cuarto acto de la tragedia de la supresión jesuítica por parte de algunas de las monarquías que se proclamaban católicas. Pero hay que notar una particularidad napolitana y siciliana. Como Tanucci sostenía que el espíritu de la Compañía era perverso, mientras que “los individuos casi todos buenos”, se dejó a las personas particulares de los Jesuitas la libertad de quedarse en el reino si se separaban de la Compañía.

Por otra parte se difundió entre los Jesuitas este argumento: “un miembro de la Compañía no estaba obligado a mostrar el heroísmo exigido por una vida en el exilio”. Un buen número de Jesuitas prefirió dejar la Compañía. En Nápoles de 631 Jesuitas, 243 dejaron la Orden. En Sicilia de 786 miembros solamente 352 tomaron el camino del exilio, es decir: 434 se quedaron en la isla.

Parma y Placencia

No existen datos seguros sobre los habitantes del ducado y la cifra más segura sería de unos 300.000 habitantes. Los Jesuitas que trabajaban en el ducado eran 170, dedicados sobre todo a la educación en 5 colegios. El protagonista de la lucha contra la Compañía fue Guillermo León Du Tillot (1711-1774), enciclopedista, que mantenía una correspondencia con Voltaire, amigo de Roda y admirador de Pombal.

Se dice que se convirtió en “un gran ministro de un pequeño estado”. Por otra parte era tradicional la actitud anticurial y jurisdicionalista del ducado ante la Santa Sede. De ello se aprovechó Du Tillot. Llevó a cabo medidas de acuerdo con el espíritu de la ilustración racionalista contrarias a las inmunidades eclesiásticas. Es sabido que Clemente XIII protestó por la política anticurialista de Du Tillot con el célebre «Monitorio di Parma» (30 de enero de 1768).

En cuanto se refiere a los Jesuitas, el historiador von Pastor hace notar que Du Tillot no había mostrado alguna aversión hacia ellos, “pero con la llegada a Parma del teatino Paciaudi (1763) sus sentimientos cambiaron totalmente. El influjo de este violento adversario de los Jesuitas, los ejemplos y las instigaciones de los hombres de estado borbónicos, como también la acritud en aumento de la lucha con Roma lo condujeron poco a poco a las filas de los enemigos declarados de la Compañía”. El ministro tomó la resolución de imitar la decisión de Carlos III de expulsar a los Jesuitas. Se puso en contacto con la corte de España para establecer el modo de proceder. Su servilismo, sin embargo, no fue bien acogido por Carlos III por cuestiones relativas a la táctica de seguir. Al final el joven duque, Fernando de Borbón, sobrino de Carlos III, firmó el «Decreto» de expulsión de los Jesuitas (3 de febrero de 1768), que fue puesto en marcha con el uso de la fuerza en la noche entre el 7 y el 8 de febrero de 1768.

Malta También en las pequeñas islas del Mediterráneo que pertenecían a la Orden de Malta, feudatarias de Nápoles, llegó la marea anti jesuítica. Se calcula que la población maltesa fuese entonces de unos 55.000 habitantes: 20 Jesuitas desarrollaban su actividad apostólica y mantenían un colegio.

Desde 1741 era Gran Maestro de la Orden Manuel Pinto de Fonseca (1681-1773), que mantenía una actitud suficientemente favorable a los Jesuitas. Pero tras la expulsión de los Jesuitas de Nápoles recibió las presiones de Tenucci para actuar también aquí las mismas medidas.

Consecuencias dramáticas de esta cadena de supresiones de la Compañía de Jesús

La supresión de la Compañía de Jesús en los Estados católicos de Europa y de sus dominios en el siglo XVIII trajo las consecuencias más dramáticas de la confrontación entre la ilustración racionalista anticatólica y la Iglesia Católica, con muy graves secuelas sobre todo en el campo de la cultura católica y de la evangelización, tanto en el viejo mundo como en el de las misiones extraeuropeas.

La Compañía sobrevivió en la Prusia de Federico II y en el Imperio Ruso de Catalina la Grande. Pío VI dio oralmente libertad a los jesuitas de continuar sobreviviendo en aquellos Estados donde se les permitía vivir; Pío VII, en 1801 reanudó tal permiso y luego con el breve «Sollicitudo omnium Ecclesiarum» del 17 de agosto del 1814 restaurará la vida de la Compañía en su existencia interrumpida, pero nunca cortada.

NOTAS

Bibliografía

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Publicada en: BOERO Giuseppe, Menologio di pie memorie d'alcuni religiosi della Compagnia di Gesù che fiorirono in virtù e santità raccolte dal MDXXXVIII al XDCCXXVIII. Per Giuseppe Patrignani e continuate fino ai nostri giorni per..., Roma, 1859. - PASTOR Ludovico von, Historia de los Papas, Vol. XVI, II. - POLGAR László, Bibliographie sur l'Histoire de la Compagnie de Jésus 1901-1990, Roma 1981-1990. La bibliografía posterior se puede seguir en los boletines bibliográficos que se publican en la revista "Archivum Historicum Societatis Iesu”, de la P. U. Gregoriana. - RAVIGNAN de F.X., Clement XIII et Clement XIV, 2 vols. Paris 1954. - REALI Luigi, Della Compagnia di Gesú. Collegio Romano. Roma: Lettere di S. Paolo della Croce, a cura di P. 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Pastoral, que obedeciendo al rey, dirigía a su diócesis el ilustrísimo señor Don Joseph Xavier Rodríguez de Arellano, Arzobispo de Burgos, del Consejo de S.M. &c, Barcelona, Thomas Piferrer, Impresor del Rey, Plaza del Ángel, 1768. - RODRÍGUEZ DE CAMPOMANES Pedro, Tratado de la regalía de amortización en el qual se demuestra por la série de las varias edades, desde el nacimiento de la Iglesia en todos los siglos y Países Católicos, el uso constante de la autoridad civil, para impedir las ilimitadas enagenaciones de bienes raíces en Iglesias, Comunidades, y Otras Manos-Muertas; con una noticia de las leyes fundamentales de la Monarquía Española sobre este punto, que empieza con los Godos, y se continua en los varios Estados sucesivos, con aplicación á la exigencia actual del Reyno despues de su reunión, y a beneficio de los Vasallos. Escribíale D. Pedro Rodríguez Campomanes del Consejo de S.M. su Fiscal en el Real Supremo de Castilla, Director actual de la Real Academia de la Historia, Numerario de la Española, y Socio Correspondiente de la de Inscripciones y Buenas Letras de Paris. [Tuvo varias ediciones y traduciones. En italiano: Trattato della regalia d'ammortizzazione nel quale si dimostra seguendo..., per Federico Agnelli, regio stampatore, Milano, 1767. - RODRÍGUEZ de CAMPOMANES Pedro, Epistolario, tomo I /1747-1777, Edición de Miguel AVILÉS FERNÁNDEZ y Jorge CEJUDO LÓPEZ. Introducción por Miguel AVILÉS FERNÁNDEZ. Fundación Universitaria Española, Madrid, 1983. - RODRÍGUEZ de CAMPOMANES Pedro, Dictamen fiscal de expulsión de los Jesuitas de España (1766-1767), Edición, introducción y notas de Jorge CEJUDO y Teófanes EGIDO, Madrid: Fundación Universitaria Española, 1977. Su Introducción es una contribución histórica fundamental de este documento, por ellos descubierto en los Archivos de Estado Españoles, para entender los motivos, el ambiente de la expulsión en España y su influencia en el resto de Europa como en la sucesiva supresión; también es fundamental en la historia de la historiografía y para las fuentes publicadas. - RODRÍGUEZ Laura, Reforma e Ilustración en la España del siglo XVIII: Pedro R. Campomanes, Madrid 1975. - Sobre o Exilio das Provincias Trasnsmarinas da Assistencia Portuguesa da Companhia de Jesus durante o ministerio do Marques de Pombal. Manuscripto Inédito do Século XVIII Pelo Padre José Caeiro Contemporaneo dos Successos. Encontrado e Copiado na Bibliotheca Real de Bruxellas Pelo Padre Antonio Vaz Serra. Trauzido do Lastim pPelo Padre Manuel Narciso Martins. Com Prefacio do Padre Luiz Gonzaga Cabral. Todos Quatro da Mesma Companhia. Una copia en: Colegio Pio Brasileiro, Via Aurelia 527 – 00165- Roma. in Bibliotecca: B-39-5.


JOSEP M. BENITEZ I RIERA – FIDEL GONZALEZ FERNANDEZ