CONQUISTA DE MEXICO: El drama del encuentro (I)
La visión de Cortés y la de Moctezuma
Después del primer encuentro del mundo hispano con las Antillas americanas, la presencia con mayores consecuencias va a ser a partir de México. En febrero de 1519, bajo el mando de Hernán Cortés zarpaba desde Cuba una expedición española que el 22 de abril de ese mismo año fundaba el primer ayuntamiento siguiendo la legislación española y con él el Primer asentamiento en la Nueva España. A ese lugar se le llamó la Villa Rica de la Vera-Cruz. El 18 de septiembre de aquel año llegó a Tlaxcala y el 8 de noviembre entraba en Tenochtitlan. Menos de dos años después, y tras azarosos acontecimientos y momentos dramáticos, en agosto de 1521 caía definitivamente en su poder la ciudad de Tenochtitlán. Era el fin del antiguo imperio mexica y el comienzo del español en el seno del continente.
El asombro y la admiración en los españoles ante el esplendor de las nuevas tierras es narrado por Bernal Díaz del Castillo, el soldado cronista compañero de Cortés, no se cansa de contar en sus descripciones las maravillas que los ojos de los españoles contemplaban a su paso. Así describe la entrada en Iztapalata, zaguán de la capital del imperio mexica, y ciudad de doce a quince mil casas, a caballo entre la tierra firme y las aguas del lago. Allí vino a recibir a Cortés el gobernante azteca Moctezuma, que siempre se había opuesto a la llegada de los españoles al Valle de Anahuac.
“Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua y en tierra firme otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a México, nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís [célebre novela de caballería], por las grandes torres y cúes [templos] y edificios que tenían dentro del agua, y todos de calicanto, y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños, y no es de maravillar, que yo lo escriba aquí desta manera, porque hay mucho que ponderar en ello y no sé cómo lo cuente, ver cosas nunca oídas ni vistas ni aun soñadas como vimos…”. “Así pues, aquel puñado de españoles se soñaron a sí mismos entrando en una ciudad que resplandecía como una joya, plata sobre turquesa, entre la costa y el istmo”.
El estupor y el asombro crecían ente los españoles, y Bernal Díaz del Castillo ponderaba la hermosura de aquella ciudad y el espléndido recibimiento que otorgó a los españoles en sus palacios de encanto: “Digo otra vez, que lo estuve mirando que creí que en el mundo hubiese otras tierras descubiertas como estas” . Pero Tenochtitlán era algo todavía más encantador, como lo podrían constatar los españoles a su llegada el 8 de noviembre de 1519 a la gran ciudad que se erguía majestuosa en medio del lago, sólo asequible por tres grandes calzadas levantadas sobre el agua.
Los españoles entraron en la ciudad entre dos inmensas filas de gente que los miraba con asombro y curiosidad en las calzadas y en centenares de canoas. Así recuerda Díaz del Castillo aquella memorable entrada: “Y desque vímos cosas tan admirables, no sabíamos que nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra, había grandes ciudades y en la laguna otras muchas e vímoslo todo lleno de canoas, en la calzada muchas puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran ciudad de México, y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos soldados, y teníamos muy bien en la memoria las pláticas e avisos que nos dijeron los de Guaxocingo e Tlaxcala y de Tamanalco, y con otros muchos avisos que nos habían dado para que nos guardáramos de entrar en México, que nos habían de matar […]. Miren los curiosos lectores si esto que escribo, si había bien que ponderar en ello, qué hombres ha habido en el universo, que tal atrevimiento tuviesen”.
Comenzaba así el dramático encuentro de dos mundos en aquel 8 de noviembre de 1519, para los mexicas era el segundo día del mes del «Quecholli» o «Teotlquechol», (pájaro de los dioses) en su calendario civil y astronómico, y el octavo del signo del viento en el calendario religioso y astrológico. Era también el mes de los amantes. Durante este mes se sacrificaban numerosas doncellas en honor del amor “y las mujeres desbergonzadas salían a ofrecerse al sacrificio o a acompañar a los soldados al campo de batalla, arrojándose en medio del combate a buscar la muerte, aullando maldiciones sobre sí mismas e injurias a las mujeres honradas. Era también el mes de los hombres afeminados”.
Madariaga observa cómo aquel día era el segundo del mes, uno de los primeros cinco durante los cuales “no se hacía ceremonia ninguna ni fiesta en los cúes; todo estaba en calma lo que toca al servicio de los dioses”. A los cuatro días todo estaría preparado para ofrecer los sacrificios a Huitzilopochtli. En el calendario astrológico correspondía aquel día al octavo del mes del viento o «Ehecatl», día de mal agüero por estar bajo Quetzalcoatl, señor de los vientos y torbellinos.
“La llegada del Quetzalcóatl blanco en un día del mes gobernado por el dios que encarnaba para los mexicas, ha debido de ser uno de los factores sobrenaturales que contribuyeron a dar forma a los acontecimientos de aquel día histórico”. Era un día señalado por la hechicería y los nacidos en aquel día estaban marcados por aquellos signos; era también un día propicio para los ladrones brujos llamados «Temacpalitotique». Se trataba en una palabra de un día, un mes, un año, un signo característico que vivían con intensa emoción y temor “los miles de ojos que en aquella mañana soleada bebían ávidamente el espectáculo ensoñado de la llegada de Quetzalcóatl”. Y Hernán Cortés, visto precisamente como Quetzalcóatl, entraba acompañado por sus cuatrocientos soldados, con doce jinetes de su escolta, en la gran Tenochtitlán.
Así fue el memorable encuentro entre Cortés y Moctezuma acompañado por sus dos parientes, Cacama, rey de Texcoco, y Cuitláhuac, rey de Iztapalapa; tras ellos venían los señores de Tlacopán y de Coyoacán, rodeados de lujo y esplendores. Así describe y se imagina Salvador de Madariaga aquel encuentro dramático: “Cortés se apeó del caballo y avanzó sonriendo hacia el gran emperador. Y entonces, por primera vez, se miraron en los ojos”. Era la mirada recíproca de dos mundos, su encuentro y su diferencia.
“Eran las dos puntas de lanza de dos civilizaciones mutuamente extrañas, frente a frente por primera vez después de siglos enteros de historia separada. Tras de cada uno de aquellos dos hombres se extendía un mundo de espíritu humano apartado del otro mucho más hondamente que el del mero accidente del lenguaje, viviendo, pensando, esperando, tejiéndose en la trama del tiempo y del espacio por hilos de vidas y muertes individuales en diseños tan diferentes de los diseños del otro como si hubiesen encarnado en planetas diferentes del vasto cielo que sobre ambos se extendía. Nada tenían en común salvo la carne –pues, por diferentes que fuesen en forma y color, los cuerpos animales de ambas razas se buscaban con el ansia del amor fértil, como lo hacen siempre los cuerpos de la misma especie.
Pero en cuanto las miradas del uno, cesando de recorrer las paredes corporales del otro, intentaban penetrar hasta las cámaras íntimas a través de las etéreas ventanas de los ojos, todo era nuevo, extraño, inescrutable e inexplicable: en el vasto océano que se extendía tras los ojos del hombre blanco, los pensamientos del mejicano se iban al fondo como canoas corroídas por los gusanos; en los lagos elevados y recónditos de los ojos del Emperador, las carabelas cruzadas del español quedaban paralizadas y sucumbían al influjo de un hechizo maligno”.
¿Qué se dijeron aquellos dos hombres? Lo que dijo Cortés lo sabemos por sus «Cartas de relación» al emperador español Carlos I-V y por la narración del soldado escritor y testigo Bernal Díaz del Castillo, sobre todo en el encuentro del día siguiente, 9 de noviembre de 1519 entre los dos hombres. Cortés, el humanista y bachiller en teología y a la vez el conquistador imbuido del antiguo espíritu español de la reconquista medieval, le explicó a su manera y según su estilo acostumbrado el sentido de su misión y visita, y comenzó su perorata con el anuncio de que:
“éramos cristianos e adoramos a un solo dios verdadero que se dice Jesu Cristo, el cual padeció muerte y pasión por nos salvar, e que aquesta muerte y pasión, que permitió ansí fuese por salvar por ella todo el linaje humano questaba perdido, y que aqueste nuestro Dios resucitó al tercero día y está en los cielos y es El que hizo el cielo y la tierra y la mar y arena, e crió todas las cosas que hay en el mundo, y da las aguas y rocíos, y ninguna cosa se hace en el mundo sin su santa Voluntad e que aquellos que ellos tienen por dioses que no lo son, sino diablos, que son cosas muy malas y cuales tienes las figuras que peores tiene los fechos, e que mirasen cuán malos son e de poca valía que a donde tenemos puestas cruces, con temor dellas no osan parescer delante”.
Cortés consideró siempre, según tal estilo y espíritu el anuncio de la fe cristiana como su primer deber y, por lo que los testigos nos trasmiten y él mismo da a entender, quedó satisfecho de haber cumplido con tal deber. Por su parte Moctezuma debió quedarse perplejo ante tal anuncio para él totalmente incomprensible y extraño, según nos dan a entender las mismas fuentes, incluso pidiéndole a Cortés de dejarle en paz con tales discursos: “Ansí … no cureis más al presente de nos hablar de ellos”, habría respondido.
Comenta Madariaga: “Ni el emperador mejicano ni el capitán español podían darse cuenta entonces de que estaban debatiéndose dos periodos diferentes de la evolución humana, como quién dice haciendo esgrima en dos diferentes pisos del círculo de esgrimidores. Para Cortés, Dios era la luz que todo lo revela, el creador uno y único, alfa y omega de todas las cosas, rodeado de los hermosos misterios de la Trinidad, de la Encarnación y de la Virginidad como el sol se rodea de nubes no para lucir menos, sino para lucir más y con mayor majestad. Para Moctezuma los dioses eran espíritus del pasado y de la naturaleza, algo como lo eran para griegos y romanos, hombres que se habían quedado en una vida invisible pero omnipresente, moviéndose por encima, y no muy lejos, del pueblo que los soñaba. La religión, siempre anhelante y abierta a todos, del cristiano era tan incomprensible para la religión cerrada del azteca como el mar infinito lo hubiera sido para los dos lagos recluidos en la altiplanicie de Méjico”.
Todo quedó así: en el cruce de dos miradas incomprendidas mutuamente. Pero la historia de aquellas miradas continuaría con otros pasos aún más dolorosamente dramáticos. Pronto se llegó a un duro choque militar, a la conquista, a la guerra de los diversos bandos y a la desavenencia entre indios y españoles, entre indios e indios y entre españoles y españoles; era la humana destrucción de todos, si Dios no lo remediaba, como recordará más tarde en carta al emperador Carlos I-V el fraile franciscano fray Toribio de Benavente Motolinía.
Tlaxcala y Texcoco contra Tenochtitlán
Ixtlilxóchitl (príncipe texcocano pretendiente al trono) y los de su partido, entre los que se encontraban los indios de Cuautitlán, fueron de gran importancia para la toma de México-Tenochtitlan. En la llamada «Noche Triste» los españoles y sus aliados tlaxcaltecas y cempoaltecas pudieron salvar milagrosamente tras la batalla de Otumba. Pudieron llegar a Tlaxcala, y desde allí atacar de nuevo Tenochtitlán sitiándola por tierra y por agua, jugando un papel importante en su favor la viruela.
En Tlaxcala los españoles animaron a los diversos reinos indios a que se unieran a ellos contra los mexicas-aztecas, lo cual aceptaron los tlaxcaltecas: les “ayudarían hasta morir”. Lo primero era curar a los heridos, y lo segundo preparar el ataque. El más inmediato enemigo estaba en Tepeyácac, (la actual Tepeaca, en Puebla), y contra ella se lanzan Cortés y sus maltrechos soldados, apenas veinte días después de haber llegado heridos a Tlaxcala, aunque ahora ya acompañados de un fuerte ejército de tlaxcaltecas.
Los españoles no se creían invasores ni saqueadores; según una mentalidad típica de aquel entonces estaban convencidos de que se estaban enfrentando a rebeldes y traidores. Y aunque hay que reconocer que abundaron las atrocidades, que darían amplio argumento a la «leyenda negra» como la esclavitud de los vencidos, no es menos verdad que los españoles presentaron su ataque como guerra contra rebeldes, pues para ellos los tepeyacas eran reos de alta traición, puesto que su Tlatoani había jurado fidelidad al rey de España.
Y no dejaron de actuar dentro del sistema legal de su época con cierta escrupulosidad cuando se afirma que, tras la conquista de la ciudad rebelde, se tomarían por esclavos a todos los aliados de los aztecas que hubiesen matado españoles. Para la mentalidad de los conquistadores se trataba pues de esclavos hechos en una guerra justa y relativamente equilibrada. La campaña no sería larga, y culminó en triunfo y con miles de prisioneros reducidos a servidumbre.
Una vez conseguida la primera victoria, el cuartel general se instaló en el Tepeyacac, cambiando este nombre por el de «Segura de la Frontera». Desde allí escribe Cortés a Carlos I-V pidiéndole que se le confirme al país el nombre de «Nueva España del Mar Océano». La suerte parecía estar del lado de Cortés pues pronto recibió más aliados: tres naves provenientes de Jamaica, más una proveniente de Cuba; además un barco, procedente de Canarias, colocó al instante toda su mercancía al servicio del Conquistador, incluyendo el propio barco y todos sus tripulantes. Para los mexicas de Tenochtitlan, las cosas no andaban nada bien. Su nuevo emperador, Cuitláhuac, tuvo que hacer frente a una división interna: el caudillo del partido beligerante y sus seguidores eran partidarios de la guerra; otros creían que lo correcto era confederase con los recién llegados del mar y aceptarlos, de forma que entre ellos mismos se enzarzaron en una serie de luchas civiles. Mientras tanto los españoles se reponían y se hacían fuertes frente a un enemigo dividido.
Para mal de males de los indios, la viruela entró en Tenochtitlan; aquella peste fue interpretada por algunos de los conquistadores españoles como una acción de la providencia divina: “Milagrosamente nuestro Señor Dios envió gran pestilencia sobre todos los indios de esta Nueva España, en castigo de la guerra que habían hecho a sus cristianos”. “En esta pestilencia murió gran cantidad de hombres y gente de guerra y muchos Señores y Capitanes y valientes hombres”.
Probablemente uno de los hombres de Pánfilo de Narváez recientemente incorporados a la expedición de Cortes fue quien venía infectado de viruela, y que hecho prisionero en la Noche Triste y sacrificado a los ídolos, desencadenó la epidemia. Y no sólo hay que pensar en el daño físico que ocasionó la epidemia sino también en el daño psicológico, pues no existía memoria de una epidemia de esas proporciones.
Presos de la desesperación, los indios se entregaron a acciones en contra de sus propias leyes ancestrales sobre la guerra. Una evidencia del desplome de los valores indios fue la antropofagia que, de ser sólo ritual, pasó a ser brutal revancha ante la terrible hambruna que la guerra estaba trayendo.
La epidemia, el hambre y la guerra propició toda una serie de ajustes para la sucesión imperial azteca ante la muerte del Cuitláhuac, sucesor de Moctezuma. Ya en otras ocasiones anteriores de crisis y de guerras internas, la sucesión imperial había sido decidida en la historia azteca a base de duros enfrentamientos internos. A la muerte de Cuitláhuac, se designó finalmente a un destacado caudillo sobreviviente: Cuauhtémoc, «el Águila que Cae», un joven príncipe azteca de menos de treinta años.
Este nuevo emperador quiso revigorizar la política de federaciones que había sido el origen y fundamento de la grandeza de su pueblo, enviando para ello embajadas a todas las tribus, incluyendo las enemigas, pidiendo a todas la unión. Era ya demasiado tarde; sus gestiones no fueron eficaces, ya que faltaba totalmente la conciencia de una futura unidad de intereses y además los otros reinos y tribus se sentían profundamente rivales de Tenochtitlán.
Así pues Cuauhtémoc se preparó sólo para la defensa de Tenochtitlán. Se comenzó almacenando víveres, fortificando la ciudad, y entrenando a los suyos, aprendiendo a luchar también con las armas que habían tomado de los españoles como botín en «La Noche Triste». Pero los desacuerdos entre los mismos aztecas hicieron que se produjese una guerra civil entre los que querían la guerra y los que optaban claramente por llegar a un acuerdo con los españoles. Cuauhtémoc reprimió sin piedad a los disidentes.
Mientras las tropas de Cortés tomaban posiciones en las márgenes del Lago de Texcoco, donde botó los 13 bergantines que previamente el conquistador había hecho construir en Tlaxcala para sitiar Tenochtitlán también por el agua. En este punto Cortés reorganizó las tropas de sus aliados indios. Los Tlaxcaltecas estaban al mando de Xicoténcatl «el mozo», e Ixtlilxóchitl al frente de las tropas texcocanas, con lo que el conquistador extremeño pudo disponer de fuertes contingentes de tropas frente a las de Cuauhtémoc.
Antes de atacar, Cortés intentó la rendición de los aztecas. Ante la negativa, empezó a hacer efectivo el cerco moviéndose contra las ciudades ribereñas: primero Ixtapalapa, donde casi muere Bernal Díaz. Luego atacó Xaltocan, Cuautitlán, Tenayuca, Azcapotzalco y Tacuba, escenario de la Noche Triste. Siguió hacia Chalco, y de ahí a lo que ahora es el estado de Morelos: Oaxtepec, Yecapixtla, Yautepec, Xiutepec y Cuauhnáhuac. Después se lanzaron contra Xochimilco no sin riesgo personal para Cortés.
Poco después regresó a Texcoco, donde le aguardaban buenas noticias pues tres nuevas naves habían llegado con armas y hombres, y una cuarta de España traía la autorización implícita de Carlos I-V que enviaba a un tesorero real, para que controlase las cuentas. Por otro lado, encontró Cortés nuevos pueblos indios que venían a rendirle obediencia y ayuda contra Tenochtitlán. Con estas tropas Cortés se sintió más seguro por lo que licenció a unos veinte mil tlaxcaltecas.
Cortés estaba seguro de la victoria, aunque algunos de sus soldados temían un posible desastre. Bernal Díaz refiere que, en la segunda visita a Tacuba, algunos soldados de Cortés habían manifestado sus temores al ver la valentía y la fuerza del enemigo. No faltaron por ello quienes se revelaran contra Cortés, no queriendo atacar a los indios, armando incluso una conspiración para asesinarlo. Pero Cortés desbarató la conspiración de aquellos soldados rebeldes ahorcando al cabecilla, Antonio de Villafaña.
Tenochtitlan conservaba una fama de aguerrida; pero la verdad de las cosas era que Tenochtitlan estaba ya agotada. Todos los pueblos ribereños se habían aliado con los españoles, no quedándole a Cuauhtémoc sino la fidelidad de los malinalcas y matlazincas, demasiado lejanos para serle de provecho. Por tanto a Cortés sólo le faltaba someter a una isla minúscula, minada por la peste, aprisionada en un lago salobre, incapaz de autoabastecerse de alimentos y ni aún de agua.
En vísperas de la salida de Tlaxcala (26 de enero de 1521), Cortés había hecho publicar unas «Ordenanzas» que sintetizaban el enfoque español de la conquista cuyo primer objetivo era “apartar y desarraigar de las dichas idolatrías a todos los naturales destas partes, y reducillos, o a lo menos desear su salvación, y que sean reducidos al conocimiento de Dios y de su Santa Fe católica; porque si con otra intención se hiciese la dicha guerra sería injusta [...] y después por los sojuzgar e supeditar debajo del yugo e dominio imperial e real de su Sacra Majestad, a quien jurídicamente pertenece el Señorío de todas estas partes”.
Cortés dividió en cuatro sus fuerzas para atacar simultáneamente por las tres calzadas, Ixtapalapa, Tacuba y Tepeyac, y con los bergantines completar el cerco. Tenochtitlan no cayó al primer asalto, ni al segundo. Fueron noventa y tres largos días de sitio. Los aztecas lograron hacer prisioneros a muchos indios atacantes y a varios españoles que sacrificaron en sus templos. Pero al fin se toparon con el hambre. Tenochtitlan no producía nada, y bastó cortarle el agua y los suministros, rompiendo el acueducto y destruyendo sus canoas, para condenarla a una lenta inanición. Los muertos parece que fueron más de cincuenta mil. “Todo lo que se comía eran lagartijas, golondrinas, la envoltura de las mazorcas, la grama salitrosa”.
Perdidos ya, los aztecas sitiados acudieron a la magia y a la adivinación. De nada les sirvió. Hubieron de abandonar Tenochtitlan y refugiarse en su último reducto, Tlatelolco, donde también siguieron acudiendo a la magia en busca de una solución inútil. Cuauhtémoc fue hecho prisionero por un bergantín al intentar huir en una canoa. Fray Francisco de Aguilar escribe que “Cuauhtémoc se metió en una canoa chiquita con un solo remero [...] fue a topar con un bergantín del cual era capitán García Holguín, el cual lo prendió”. Pero otro escritor español, Francisco López de Gómara, escribe por su parte que el tlatoani azteca cayó preso cuando se dirigía a tratar los términos de la rendición. Y Fray Bernardino de Sahagún escribe: “Y cuando llevan a Cuauhtemoctzin luego el pueblo todo le llora. Decían: ¡Ya va el príncipe más joven Cuauhtemoczin, ya va a entregarse a los españoles! ¡Ya a entregarse a los dioses!”.
Con la prisión del emperador toda resistencia cesó, pero empezó la huida general. A muchos les llegó el turno de la esclavitud. “A algunos desde luego les marcaron con fuego junto a la boca, a unos en la mejilla, a otros junto a los labios”. Cortés reconoce el valor épico de los vencidos, de todos ellos, hombres y mujeres. Tenochtitlan era ya un cúmulo de ruinas. El mundo indio, el «Quinto Sol», se había puesto para siempre, pese a los torrentes de sangre que le habían ofrecido para alimentarlo. Mientras tanto, allá lejos, en el Tepeyac, humeaban las ruinas de uno de tantos templos, arrasado hasta el suelo por las tropas de Gonzalo de Sandoval: era el templo de Tonantzin, la temible diosa madre, venerada por los mexicas.
A la euforia del triunfo pronto siguió el desencanto de la realidad. No existían los tesoros de oro que los españoles habían imaginado, y el que había se repartía mal. En cuanto a los indios aliados en la conquista pronto volvieron a sus casas convertidos en nuevos súbditos de un lejano emperador. Este fue el triste epílogo para Ixtlilxóchitl y los suyos: se les quitaba los pueblos, las tierras y el mando que habían tenido dejándoles sólo con la cabecera de Texcoco, haciéndoles tributarios de los españoles.
Primeras gobernanzas en una nueva realidad
La caída de Tenochtitlan inició la desintegración de todo el antiguo sistema socio-político indígena. Los españoles crearon la Nueva España, con su sistema jurídico según el modelo de Castilla. Los indios absorbieron muy pronto las nuevas enseñanzas de los españoles. Pero la aculturación se reveló ardua y problemática en muchos aspectos, como el propio Motolinía describe extensamente analogándola con las diez plagas de Egipto. Fue el trauma de la conquista, viene a decir el fraile misionero. Era como un terremoto, lo que había pasado: “Quien vio (como yo lo vi) en esta Nueva España [...] todas las ciudades y pueblos autorizados con muchedumbre de principales [...] y quien ve lo que ve”.
Los conquistadores pronto instauraron la «encomienda», que no fue un invento suyo para explotar a los indios y las tierras; era una institución propia de la tradición española en su sistema de repoblación a lo largo del proceso medieval de la reconquista de las tierras meridionales de la España bajo el dominio musulmán; este sistema, con un fondo de concepción jurídica feudal (pacto de mutua fidelidad entre el caballero y el protegido), que ya se había dado en España y que aún estaba en vigor en las islas, continuó en estas nuevas tierras conquistadas, hasta que vistos sus efectos negativos, será abrogado por el emperador Carlos I-V.
Con la primitiva encomienda (reparto de tierras, feudatarios efectivos, trabajadores a su servicio, servidumbre de los indios feudatarios), se quería recompensar a los conquistadores, reorganizando y respetando las estructuras de la sociedad indígena. Aunque en teoría en la guerra de conquista se había procedido según la legalidad al buscar someter sólo a los «rebeldes y traidores», el mismo Bernal Díaz reconoce que no fue así: “hubo en Nueva España tantas injusticias y revueltas y escándalos entre los que dejó Cortés por sus tenientes de gobernadores, que no tenían cuidado” .
Bernal Díaz y sus compañeros pidieron a Ramírez de Fuenleal, Presidente de la Segunda Audiencia, que no herrasen más esclavos en toda la Nueva España . Pronto la legislación real española prohibió de nuevo la esclavitud con diversas leyes, con frecuencia solicitadas por los religiosos misioneros y por algunos de los mismos conquistadores.
Posteriormente, la Corona española corrigió con leyes continuas el proceder de los encomenderos y de los nuevos colonos españoles y de los criollos que irán surgiendo, primero exigiendo que sólo se hiciesen esclavos a los capturados en guerra legítima o a los que ya lo eran entre los indios, y más tarde liberando a todos los esclavos indios sin excepción. Fray Bartolomé de las Casas, pese a sus conocidas y abultadas exageraciones, ponía ya por aquel entonces el dedo en la llaga, denunciando el maltrato a los indios al presentar sus denuncias ante Carlos I-V y su hijo el príncipe futuro Felipe II.
De todas formas, sin dejar de denunciar los abusos, muchos conquistadores y misioneros incluso tan queridos y amantes de los indios como Fray Bernardino de Sahagún veían la conquista como la continuación de la antigua «reconquista española» que había forjado el espíritu español durante ocho siglos: “Los milagros que se hicieron en la conquista de esta tierra fueron muchos. El primero fue la victoria que nuestro señor Dios dio a este valeroso capitán y a sus soldados en la primera batalla que tuvieron contra los otomíes tlaxcaltecas (que fue muy semejante al milagro que nuestro Señor Dios hizo con Josué, capitán general de los hijos de Israel en la conquista de la tierra de promisión). [...] Tuvo instinto divino este nobilísimo capitán D. Hernando Cortés, en no parar en lugar ninguno hasta venir a la ciudad de México [...] en la cual [...] milagrosamente le libró Dios a él y a muchos de los suyos de las manos de sus enemigos” .
Fray Gerónimo de Mendieta llega incluso a llamar a Cortés el «nuevo Moisés». Otros españoles contemporáneos enjuiciaron la conquista aun con mayor rigor del que podríamos imaginar, y fueron oídos con respeto por la Corona española; sus intervenciones fueron tomadas en cuenta; ellos hicieron nacer el derecho internacional de gentes, como Fray Francisco de Victoria, y el Oidor y luego obispo de Michoacán Vasco de Quiroga, y muchos otros, corrigiendo sustancialmente la praxis y dando lugar a un código de leyes donde se reafirmaba los derechos sustanciales de personas y pueblos.
Para Bartolomé de Las Casas “todas las guerras que llaman conquistas fueron y son injustísimas [...] todas las encomiendas o repartimientos de indios son iniquísimos”. Lentamente, y con muchas oposiciones y enfrentamientos, estas actitudes se abrirían paso en un mundo ya ensangrentado por las divisiones políticas, comerciales y religiosas. Entre los misioneros, abiertos al mundo cultural indígena hay que recordar a los agustinos, y entre los defensores fuertes y constantes de los derechos del indio sea a nivel jurídico como práctico a los dominicos, mientras que los franciscanos se distinguen por su cercanía al indio; en 1548 llegarían los primeros jesuitas a Brasil, y en 1572 a México y Perú. Su actitud en el Nuevo Mundo sería de una apertura y aceptación de los valores culturales de los pueblos autóctonos. De todos modos lo que queda claro en un examen desapasionado y atento de esta historia es que el catolicismo puso en el corazón de muchos juristas y teólogos españoles en la Metrópoli y en aquellos misioneros y también en conquistadores y pobladores del Nuevo Mundo, un espíritu de aguda autocrítica como lo demuestran las protestas de muchos ante la Corona española, los «memoriales», los mismos testamentos de muchos conquistadores, las fundaciones y las peticiones al Papa para que condenase la esclavitud –toda esclavitud-; en este sentido hay que recordar la intervención del obispo de Tlaxcala Julián Garcés ante el papa Pablo III, que producirá uno de los documento pontificios más significativos en este sentido: la bula Sublimis Deus.
El significado de Quetzalcóatl en el encuentro
Uno de los primeros misioneros franciscanos, Fray Bernardino de Sahagún nos habla con particular precisión de la figura religiosa de Quetzalcóatl y la importancia que tuvo entre los diversos pueblos tanto mexicas-aztecas como los demás del área cultural centro-mexicana. Por su parte, don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, escribe de Quetzalcóatl lo siguiente:
“Llegó a esta tierra un hombre a quien llamaron Quetzalcóatl y otros Huemac por sus grandes virtudes, teniéndolo por justo, santo y bueno, enseñándoles por obras y palabras el camino de la virtud y evitándoles vicios y pecados, dando leyes y buena doctrina, y para refrenarles de sus deleites y deshonestidades les constituyó el ayuno [...]. Era Quetzalcóatl hombre bien dispuesto, de aspecto grave, blanco y barbado, su vestuario era una túnica larga [...]. Viendo el poco fruto que hacía con su doctrina, se volvió por la misma parte de donde había venido, que fue la de oriente, desapareciendo por la costa de Coatzacoalcos, y al tiempo que se iba despidiendo de estas gentes les dijo, que en los tiempos venideros, en un año que se llamaría acatl, volvería, y entonces su doctrina sería recibida y sus hijos serían señores y poseerían la tierra, y que ellos y sus descendientes pasarían muchas calamidades y persecuciones; y otras muchas profecías que después muy a las claras se vieron”. El mismo testimonio nos lo trasmite Fray Toribio de Benavente Motolinía en una carta al Emperador Carlos I-V del 2 de enero de 1555. De aquí algunos deducen que los indios del valle del Anáhuac tenían la creencia del retorno de esta figura que había llegado del mar oriental, que por el mar oriental se había ido, y que del mar oriental habría de volver. Esta confusión de los indios habría sido el apoyo más sólido de la conquista como lo declara explícitamente Don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. Por lo tanto, es muy posible que los indios hayan visto en la llegada de los españoles el cumplimiento de aquella «profecía-tradición»: dioses u hombres de algún modo superiores que llegaban para dar cumplimiento a una expectativa mantenida viva durante siglos. Parece que en esta creencia se funda el buen recibimiento que Moctezuma brindó a Cortés en Tenochtitlán, aunque su orden de emboscar a los españoles en Cholula contradice esta creencia. ¿Una primera relación basada en una sagaz ambigüedad? La primera e inmediata relación entre los aztecas y españoles habría que verla bajo esta luz. Los mexicas habrían acogido la llegada y el duro comportamiento de algunos españoles no como una mera agresión violenta, totalmente arbitraria, sino como una especie de castigo-expiación por sus culpas pasadas. La presencia española más que una conquista militar sería así el enfrentamiento de dos visiones culturales opuestas, mientras duró el frágil equívoco.
Pero en el caso de los pueblos indios enfrentados con sus vecinos y dominadores mexicas-aztecas se da otro elemento más comprensible: veían la ocasión propicia para levantarse contra el dominio de éstos. No hay que excluir tampoco que el enfrentamiento de los chichimecas contra los mexicas-aztecas pueda ser encuadrado en lo que se llama una gran «guerra florida».
Ahora esta «guerra florida» la encabezaban los hijos de Quetzalcóatl, que volvía con derecho divino de venganza. Probablemente los tlaxcaltecas y los texcocanos, creían que estaban utilizando a los españoles en provecho propio. Por su parte los españoles de Cortés, dada su inferioridad numérica (y la poca posibilidad material de una victoria), necesitaban aliados para el triunfo de su empresa. La forma como se relacionan en un primer momento los pueblos de1 valle del Anáhuac con los españoles permite entender el comienzo del proceso de la conquista. Nos lo confirman varias fuentes del primer momento como: una carta de Motolinía al emperador Carlos I-V, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl al referirse a su antepasado Ixtlilxóchitl, el cacique aliado de Cortés, y el mismo Hernán Cortés en su «Tercera Carta de Relación» dirigida a Carlos I-V del 15 de mayo de 1522.
La importancia de estos pueblos vecinos-enemigos de los mexicas-aztecas fue fundamental en el proceso de conquista, por lo que su desencanto será luego mayor. Pero según una tradición, con fuerte base histórica, será de nuevo a través de un indio cristiano, perteneciente a una de las etnias mexicas del valle del Anáhuac, Juan Diego Cuauhtlatoatzin, que se iniciará un nuevo capítulo de entendimiento y de encuentro entre aquellos dos mundos. Esta vez de manera muy distinta. El significado y la modalidad del mismo constituye el núcleo de este nuevo capítulo de la historia de la Iglesia como presencia salvífica de Cristo y lugar de encuentro entre los pueblos.
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA
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FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ