INCARIO. El Imperio precolombino (I)
Nota inicial
El presente artículo es una síntesis realizada por el DHIAL de una ponencia presentada por la Dra. Isabel Yaya en el Séminaire d’Anthropologie Américaniste (EHESS), París, Francia, en marzo de 2011, y publicada en el Bulletin de l'Institut français d'études andines, 42 (2) | 2013.
El modelo diárquico del Tawantinsuyu (Imperio Inca) Las fuentes coloniales nos dicen que la dinastía real inca se dividía en dos bandos llamados «Hurin» y «Hanan», los cuales se sucedieron a la cabeza del «Tawantinsuyu» en el transcurso del tiempo. Los cinco primeros gobernantes pertenecieron a la división «Hurin» que espacialmente correspondía a la parte baja del Cuzco, donde vivieron los linajes procedentes de estos soberanos. Según los mismos textos, los siete a nueve últimos reyes tuvieron su origen en la división «Hanan» que coincidía espacialmente con la parte alta de la ciudad, donde residieron sus descendientes.
Si los cronistas concuerdan sobre este marco general de organización, divergen sin embargo sobre el período y los motivos de la creación de estas mitades y particularmente sobre el modo de afiliación a cada división, el cual dependía directamente de la constitución de los linajes reales. Así, mientras algunas fuentes afirman que los dos bandos fueron creados uno a continuación del otro, de la misma manera que los grupos de parentesco real fueron instituidos sucesivamente a la muerte de cada soberano, otras alegan que todas estas familias nobles ya existían cuando un rey reformista las dividió en dos parcialidades de estatus asimétrico.
El primer conjunto de textos redactados por Pedro Sarmiento de Gamboa (1572), Miguel Cabello de Balboa (1586) y Martín de Murúa (1590-1602), insiste sobre el carácter linear de la genealogía real, mientras los autores del segundo grupo, incluidos Juan de Betanzos (1551), Bartolomé de Las Casas (1562-1564), Jerónimo Román y Zamora (1575) y Pedro Gutiérrez de Santa Clara (c. 1590), utilizan el vocabulario del parentesco para explicar la posición de cada miembro de la nobleza en la estructura dualista del grupo de descendencia inca.
Desde los primeros estudios sistemáticos de las fuentes coloniales en la segunda mitad del siglo XIX, los investigadores han gastado mucha tinta discutiendo sus contradicciones. Entre ellos, Eduard G. Seler, más conocido por sus distinguidos trabajos sobre las culturas mesoamericanas, fue el primero en proponer una lectura sociológica de la división dualista de la genealogía inca. Seler planteó la existencia de una monarquía doble dirigida por las parcialidades Hanan y Hurin, ambas pertenecientes a una única familia noble denominada «Khapak Ayllu».
Setenta años después, en 1962, Tom R. Zuidema se inspiró en estas contribuciones para sugerir que el sistema de mitades equivale a una diarquía asimétrica implícita cuyas divisiones integraban clases de matrimonio. Según su lectura, el registro genealógico inca no proporcionaba un informe de eventos factuales sino que perpetuaba un conjunto de mitos acerca de los antepasados fundadores de los linajes reales, y ofrecía así un modelo del orden político. Pierre Duviols, a pesar de su desacuerdo con Zuidema sobre su interpretación exclusivamente mitológica de la tradición oral inca, se adhirió a la hipótesis de una diarquía inca. Según el historiador francés, los cronistas malinterpretaron los testimonios de sus informantes indígenas de tal modo que amoldaron a un relato linear lo que originalmente fue una regencia compartida entre los linajes Hanan y Hurin. El «Sapa Inca» (único Inca) habría sido originario de la parte alta, mientras el título de su «segunda persona» habría sido concedido al principal de la parte baja.
Para resolver el desequilibrio en el número de soberanos tradicionalmente documentados en cada mitad, Duviols sugiere que la serie Hanan de nueve generaciones refleja fielmente la duración dinástica de la que se omitieron algunos reyes pertenecientes a Hurin. Su enfoque considera así que las fuentes coloniales proporcionan marcadores temporales para estimar la duración de los reinados incas. Como Peter Gose lo ha demostrado de manera concluyente (1996), las evidencias primarias a favor de la organización diárquica de la función gubernativa más alta del imperio son extremadamente escasas y problemáticas. Aunque existían precedentes generalizados de estructuras sociopolíticas dualistas a nivel provincial en los Andes, las fuentes coloniales concuerdan en describir un ejercicio de poder unilateral en la cumbre de la jerarquía inca (Pärssinen, 1992: 200 y ss.). Ya sea que el rey delegaba la aplicación de algunas decisiones a un segundo al mando, o que encomendaba la conducta de su ejército a un pariente apto, no descarta el carácter autocrático del sistema reinante. Asimismo, el rey podía pedir consejos ante un asesor de alto rango o nombrar un gobernador en Cuzco cuando estaba en guerra sin que su supremacía fuera cuestionada. La mayoría de las monarquías imponen instrumentos de gobierno similares que no controvierten la absoluta autoridad del monarca. El hecho de que los intereses locales de cada mitad estuvieran encargados a su jefe respectivo no implicaba necesariamente una diarquía institucionalizada a nivel del Estado, en la cual el poder sería efectivamente dividido en distintos dominios. Lejos de esta visión, las crónicas describen a un rey quien acumulaba una suprema autoridad sobre todas las esferas sociopolíticas, incluso la ritual y militar, aunque otros miembros de la élite disfrutaban de oficios importantes en diferentes esferas, como el Señor que los españoles identificaron con el sacerdote mayor del Sol. Sin embargo, ninguno de ellos poseía un poder exclusivo o independiente, de manera que el Sapa Inca ejercía el mando absoluto del Tawantinsuyu. Como ya lo observó John Rowe, el sistema político inca estuvo basado en el principio monárquico (1946: 257). El ritual de investidura real corrobora esta lectura ya que estaba centrado en la elección divina de un solo individuo considerado como el hijo del antepasado divino de la dinastía inca, el Sol, padre de Manco Capac. Por último, el modelo diárquico no explica por qué los relatos sobre las dinastías incas presentan tantas variaciones y contradicciones sobre el fundamento de la división espacial y social bipartita del Cuzco, la identidad de su instigador y, lo que es más importante aún, sobre los principios de afiliación que gobernaban las mitades Hanan y Hurin. Indiscutiblemente, la incomprensión cultural y las estrategias de legitimación colonial no explican esta variabilidad en su totalidad. Organización dualista del Cuzco prehispánico Este artículo propone una nueva interpretación de la organización dualista del Cuzco antiguo. En primer lugar, invita a una reflexión sobre el tratamiento de las incongruencias del registro inca del pasado por la historiografía moderna, ya que este enfoque se aplicó precisamente a la lectura de las divergencias sobre el origen de las mitades cuzqueñas. Este examen crítico evidencia los escollos que nacen de considerar las discrepancias de las fuentes primarias como anomalías del registro histórico original. Devuelve así a la tradición oral inca su dimensión política y, por definición, controvertible, cuyas divergencias narrativas fueron estructurales en cierta forma. La segunda parte de este artículo aplica estas consideraciones al estudio de los relatos sobre el origen de la división dualista cuzqueña. El análisis comparativo de los aspectos discursivos y de los datos sociológicos contenidos en cada relato muestra que la primogenitura fue la regla ideal de sucesión real y un principio fundamental de organización segmentaria que aclara el sistema de oposición entre «Hanan» y «Hurin». Incongruencias de la historia inca y la historiografía Desde la aparición de un interés europeo por el pasado del Perú antiguo, los historiadores se han esforzado por esclarecer las contradicciones e incoherencias que llenan las transcripciones coloniales de los relatos dinásticos incas. Una lectura comparativa de las fuentes primarias revela, por ejemplo, que son muchas las que no concuerdan en cuanto al número y la identidad de los soberanos cuzqueños anteriores a la venida de los conquistadores (Covey, 2006; Ramírez, 2006). Tampoco están de acuerdo sobre la atribución a tal o cual rey de nuevas conquistas, instauración de festividades y reformas políticas. Además, estos datos contradictorios no se limitan a textos redactados por diferentes autores, sino que se pueden notar en un mismo documento. Lo atestigua la descripción de las reglas de sucesión, que según varios cronistas seguía el principio de primogenitura masculina. Esta prescripción estipulaba que el legítimo heredero del título real sería el hijo mayor del rey con su esposa principal. Los mismos autores, habiendo asentado esta regla, relatan muchas ocurrencias de sucesión real en las que se opta por el candidato más apto a gobernar indistintamente a sus lazos de parentesco con su predecesor. Varios cronistas de los siglos XVI y XVII notan estas incongruencias, las cuales aprovecharon para desacreditar la veracidad histórica de las obras de sus predecesores y plantear así su propia interpretación. Entre ellos, Garcilaso de la Vega consideraba algunas de estas divergencias narrativas como errores de parte de los autores españoles quienes no dominaban el idioma de los incas. El historiador mestizo se proponía restablecer la verdadera y única descripción de los hechos de sus antepasados peruanos: “Solo serviré de comento para declarar y ampliar muchas cosas que [los españoles] asomaron a decir y las dejaron imperfectas por haberles faltado relación entera. Otras muchas cosas se añadirán que faltan de sus historias y pasaron en hecho de verdad, y algunas se quitaran que sobran, por falsa relación que tuvieron, por no saberla pedir en español con distinción de tiempos y edades y división de provincias y naciones, o por no entender al indio que se la daba o por no entenderse el uno al otro, por la dificultad del lenguaje.” Otros cronistas, como Bernabé Cobo, imputaron las variaciones narrativas sobre un mismo tema al juicio desordenado de los naturales. El Padre jesuita, sin embargo, compartía con Garcilaso el objetivo de presentar a sus lectores una reconstitución auténtica y, en consecuencia, única de la antigüedad del Perú: “De muchas maneras cuentan los indios peruanos el origen y principio de los Incas sus reyes, envolviendo tan gran confusión y variedad de desatinos, que por su relación no es posible averiguar cosa cierta.” (Cobo, 1964 [1653], Lib. XII, cap. III: 61). Cobo sigue su descripción, resumiendo una serie de relatos sobre el origen de los Incas, antes de concluir: “Y a este tono refieren un mundo de disparates y los apoyan con tan flacas razones, como lo son las mismas opiniones.” (Cobo, 1964 [1653], Lib. XII, cap. III: 61). Asimismo, la mayoría de los estudios modernos atribuyen las divergencias narrativas de las crónicas a dos factores principales. Uno es endógeno a la tradición oral inca y se refiere a su presunto carácter mitológico, mientras que el otro es exógeno a ella y recae sobre la responsabilidad de los actores coloniales. La primera perspectiva considera que los relatos dinásticos de la élite cuzqueña fueron elaboraciones mitológicas que no tuvieron por objeto transmitir un pasado factual, ni siquiera convocar lo sobrenatural o lo divino para interpretar eventos concretos, sino más bien que buscaron ofrecer una exégesis de las instituciones incas. Con este fin, emplean un lenguaje mítico cuya estructura es típicamente multivocal y aberrante, pero que utiliza la metáfora para dar cuenta de un modelo social. El antropólogo Tom R. Zuidema dice: “La «historia» inca integraba hechos religiosos, calendáricos, rituales y memorables en un sistema ideológico, el cual era jerárquico en términos de espacio y tiempo. Esta ideología jerárquica inca no debe ser confundida con la concepción linear occidental de la historia impuesta por los españoles.” (Zuidema, 1982: 173-174). Según esta lectura, los marcadores temporales de las narraciones incas, como las nuevas conquistas, las genealogías reales, o la construcción de nuevos edificios, forman una estructura mítica y política extraña al desarrollo objetivo de los hechos. De esta manera, el carácter mitológico de los relatos y su transcripción de acuerdo a los formatos narrativos occidentales explicarían las incoherencias presentes en las fuentes primarias. Una segunda explicación de la multiplicidad de datos divergentes en dichas fuentes es la situación colonial. Sobre este tema, numerosos estudios han proporcionado evidencias irrefutables según las cuales, parte de las incoherencias de las fuentes se originaron en la obtención de privilegios individuales, la explotación de recursos andinos por parte de la Corona española, o la evangelización de los nativos. Además, no cabe duda de que la incomprensión lingüística y cultural también afectó la transcripción de los relatos incas, como lo sugirió Garcilaso hace cuatro siglos. Sin embargo, aunque la historiografía moderna ha dado un nuevo enfoque a las crónicas para posicionarlas adecuadamente en el marco de la historia intelectual y política colonial, no ha logrado explicar todas las discrepancias narrativas que éstas presentan. Los relatos del origen de la división bipartita del Cuzco ilustran precisamente esta encrucijada. Divergen sobre varios aspectos, incluyendo la época en que ocurre la división, su instigador y sus consecuencias sobre el sistema de prestigio jerárquico. Estos elementos varían, no solamente de un autor a otro, sino que los cronistas evocan también la coexistencia de diferentes narraciones sobre este evento. Para resolver estas contradicciones, cada cronista eligió la versión que juzgaba más verosímil, confiándose en parte en la autoridad de sus informantes indígenas y en el realismo de la descripción, acomodándola a las convenciones narrativas europeas. En tal contexto, ¿cómo identificar los criterios objetivos que nos permitan reconocer el informe auténtico entre varios relatos conflictivos? Si existen tales índices, ¿cómo determinar que estos son de origen prehispánico y no fueron introducidos por el cronista para dar una consistencia histórica a su discurso? ¿Podemos realmente juzgar la objetividad histórica de las narraciones incas cuando no poseemos vestigios materiales para elaborar una comparación independiente? Las investigaciones arqueológicas apenas empiezan a proporcionarnos datos cronológicos confiables, los cuales indican además que la expansión inca habría empezado desde el siglo XIV, más de 100 años antes de la fecha sugerida en la documentación. Pero, si la verosimilitud de las narraciones no es un criterio confiable para determinar su autenticidad, las divergencias narrativas tampoco pueden ser atribuidas únicamente a los actores coloniales porque, ya antes de la conquista española, los relatos dinásticos incas fueron elaboraciones históricas que no formaban un «corpus» inalterable y coherente. Sobre este punto María Rostworowski, observó que los cronistas fallaron en comprender plenamente no solo un sistema sociopolítico ajeno a su propio sistema, sino también registros de memoria radicalmente distintos. De hecho, las fuentes primarias indican que, a falta de escritura, los incas concibieron al menos dos medios diferentes de conservación de la memoria: unas cuerdecillas anudadas llamadas «khipus», y unos tablones pintados. Los primeros registraban un conjunto variado de datos administrativos y también los relatos épicos relativos a la vida de los reyes difuntos. Estaban en posesión de especialistas «khipukamayuq», únicos capaces de enunciar su contenido. Los segundos, nos dice el Padre Cristóbal de Molina, , describían “la vida de cada uno de los yngas y de las tierras que conquistó, pintado por sus figuras”. Estaban conservados en el «Puqin kancha», una casa del Sol ubicada a “tres tiros de arcabuz de la ciudad”. Este mismo autor afirma que el relato del origen de los Incas en su crónica proviene de estos tablones, aunque sin especificar cómo tuvo acceso a estas informaciones. Cobo asegura que Polo de Ondegardo también usó representaciones similares para documentar su propia crónica. Sarmiento sitúa la confección de estas obras bajo el reinado de Pachacuti Yupanqui después de que el soberano convocó a todos los historiadores de su dominio para que le relataran sus tradiciones ancestrales: “Y después que tuvo bien averiguado todo lo más notable de las antigüedades de sus historias, hízolo todo pintar por su orden en tablones grandes, y deputó en las Casas del Sol una gran sala, adonde las tales tablas, que guarnecidas de oro estaban, estuviesen como nuestras librerías, y constituyó doctores que supiesen entenderlas y declararlas. Y no podían entrar, donde estas tablas estaban, sino el inca o los historiadores, sin expresa licencia del inca” (Sarmiento de Gamboa, 1988 [1572], cap. IX: 49). Así, la historia de la dinastía inca estaba registrada en dos medios de comunicación con modalidades de uso distintas. Además de la variabilidad implícita de estos recursos, los relatos guardados en «khipus» estaban en custodia de varios grupos de parentesco que mantenían su agenda propia. Las crónicas indican que el núcleo de la élite gobernante estaba formado por una decena de linajes reales que descendían de los reyes-ancestros cuya memoria ha sido conservada. Cada familia noble nombraba miembros que se ocupaban de custodiar el cuerpo momificado del ancestro común, de alimentarlo, vestirlo y atenderlo durante ceremonias anuales. Asimismo, cada linaje poseía la propiedad exclusiva de la memoria de su fundador; 3), de tal modo que solo los especialistas que pertenecían a la parentela del rey podían componer y narrar sus hazañas. Inmediatamente después de la muerte de un Inca, los miembros influyentes de su linaje se reunían para determinar si el difunto merecía que sus hechos fueran recordados. Si la respuesta era afirmativa, convocaban a sus «khipukamayuq» para registrar un canto “que en ellos [los reyes] fuesen muy alabados y ensalçados, de tal manera que todas las jentes se admirasen en oyr sus hazañas y hechos tan grandes”. Si, al contrario “entre los reyes alguno salía remiso, cobarde, dado a biçios y amigo de holgar sin acrecentar el señorío de su ynperio, mandaban que destos tales oviese poca memoria o casi ninguna”.
Así, estos cantares épicos no eran informes exhaustivos del pasado, sino que ofrecían más bien una selección parcial de los sucesos realizados por algunos individuos. Estaban estrechamente relacionados con las pretensiones, y eventualmente la vanidad, de los grupos de corporación incas que, por añadidura, competían periódicamente por los cargos de autoridad. Estos conflictos entre linajes estallaban con frecuencia en períodos de sucesión real. Por su investidura, el soberano tenía la prerrogativa de redistribuir los cargos de prestigio y de conceder a quienes deseaba acceso a mano de obra y recursos naturales suplementarios. Los individuos que tenían la buena suerte de apoyar al pretendiente victorioso recibían estos favores, lo que no tardaba en crear tensiones considerables dentro de la élite dirigente. Lo atestigua el conflicto fratricida que estalló tras la muerte de Huayna Cápac, durante el cual Atahualpa hizo ejecutar a la mayoría de los hijos, esposas y aliados de Huáscar que residían en el Cuzco.
Ordenó también que los miembros influyentes del linaje de Tupac Yupanqui y la momia de este rey fueran eliminados porque habían apoyado activamente a Huáscar. Por último, los capitanes de Atahualpa se apresuraron en matar a los «khipukamayuq» de esta descendencia e incendiaron sus registros. Pretendían así aniquilar la memoria de Tupac Yupanqui porque “de nuevo habían de comenzar (nuevo mundo) de Ticci Capac Inga, que ansí le llamaban a Ataovallpa Inga”.
En vista de la dimensión política y exclusiva de los cantares épicos incas así como la diversidad de los medios narrativos utilizados por la élite, se vuelve necesario examinar las incoherencias de las crónicas no solamente como resultado de manipulaciones coloniales, sino también como indicio de testimonios que coexistieron de manera conflictiva desde la época prehispánica. A este enfoque se añade un último punto que también proviene de la distinción entre los diferentes planos enunciativos en los informes coloniales. De hecho, las crónicas combinan materiales de índole sociológico y descriptivo con elaboraciones narrativas procedentes de los cantares épicos como de los relatos sobre tablones.