AZTECAS. EL Emperador y el Sol.
Sumario
Introducción
Imperio y Emperador
Con el vocablo latino «imperium» (dominio) el derecho romano designaba al sistema de gobierno donde el poder político de un Estado integraba a territorios y poblaciones de otras naciones, haciéndolos «parte» de él mismo. La versión más acabada de un «imperio» histórico lo constituyo precisamente el «Imperio Romano» que a lo largo de cinco siglos dominó todos los territorios y culturas que habitaban circundando al Mar Mediterráneo (Europa, el Medio Oriente y el norte de África).
España (Hispania) fue la provincia más occidental del Imperio, hasta que la invasión de los pueblos bárbaros en el siglo IV de la era cristiana hizo saltar en pedazos al «Imperio Romano». Cuando los españoles descubrieron las civilizaciones Azteca, Maya e Inca, los cronistas extrapolaron incorrectamente el concepto «imperio», y por extensión el concepto «emperador»; probablemente lo hicieron para resaltar las grandes diferencias culturales que aztecas, mayas e incas tenían sobre los pueblos del Caribe y de otras regiones como el norte de la Nueva España.
Así surgieron – y hoy son comúnmente designados- el «imperio azteca», los «imperios mayas» (antiguo y nuevo) y el «imperio inca», aunque ninguno de ellos cumpliera con las características básicas de un imperio, especialmente la referente a la «integración» de las naciones dominadas. Incluso, fue precisamente la falta de unidad la principal causa que facilitó la conquista española y la implementación de un auténtico «imperio español» que, alejado de todo «imperialismo», habría de durar tres siglos.
Los «emperadores» aztecas
En el imperio mexica-azteca, el «emperador» era llamado «tlatoani» y representaba al mismo tiempo a su pueblo y al Sol. El pueblo azteca se sentía un pueblo elegido, un pueblo de conquistadores bendecidos por la divinidad, representada por el poderoso Sol. Por mucho tiempo tal poder se encontraba en el zenit, como el Sol al mediodía; pero aquella visión escondía una terrible acechanza: la del ocaso, la decadencia y la muerte, la noche, representada por la Luna.
Y así fue como, casi inesperadamente pero no sin conciencia de que algo así llegaría inexorablemente, el 8 de noviembre de 1519 Cortés entró en México-Tenochtitlán. Sin embargo, en aquellas culturas mexicas la muerte podía ser un paso hacia la resurrección. ¿Cómo podrían explicarse aquellas concepciones? ¿dónde ahondan sus raíces y cuáles fueron sus consecuencias?
En el mundo cultural azteca el Sol representaba el corazón de su visión cósmica.[1]Todo el ciclo de la vida, de los imperios y reinos, de la religión y de los años, giraba simbólicamente alrededor del Sol, coincidía simbólicamente con el «recorrido» del astro de este a oeste en el arco de un día. El gobernante, el sacerdote, el sabio, tenían como misión cooperar para mantener viva y en marcha la máquina del mundo. Por ello el Sol se encontraba identificado y en el centro de estas misiones, y los poderes político y religioso, que de hecho se identificaban, estaban en función de esto.
Por este motivo, en muchas culturas y sociedades de Mesoamérica el soberano estaba asociado directamente con el Sol. Para los mexicas, el «emperador», el rey soberano o «huey tlatoani» representaba al Sol bajo el aspecto de Huitzilopochtli. En los tiempos más remotos de esta historia, la asimilación habría sido casi total; durante sus grandes migraciones el propio Huitzilopochtli habría sido el que los guiaba.
La conciencia de esta misión continuará a lo largo de toda la historia del imperio mexica-azteca. El día de su entronización se recordaba a los emperadores tal herencia y tal misión: “Heredado has el estrado real de muy ricas y hermosas plumas y el aposento de piedras preciosas, dejó el dios Quetzalcóatl [...] y del maravilloso y admirable Huitzilopochtli”.[2]
Desde el primer emperador-sacerdote mexica, Acamapichtli, hasta el último tlatoani que cae con la Conquista española, era figura y “semejanza de nuestro dios Huitzilopochtli”. Es él quien lo elige. El tlatoani es “su envoltura y su piel,” es decir su «ixiptla». Por ello es figuradamente hijo de Huitzilopochtli; es la imagen de la divinidad y por esa razón se les representa en los códices y en los relieves con los atavíos y atributos de Huitzilopochtli.
En los antiguos monumentos pétreos o en las pinturas de Egipto o de Asiría y Babilonia, los faraones o los reyes se representan con los atributos divinos, o agarrando como racimos de uvas o haces de trigo las cabezas de sus enemigos sujetándolas por los cabellos, asiendo así a las divinidades y reyes de ciudades vencidas; del mismo modo se ven escenas semejantes en códices y monumentos mexicas, como la «Piedra de Tizoc».[3]
El «tlatoani» encarna a la vez a Tezcatlipoca y a Huitzilopochtli. El tlatoani se viste como los dioses que representa y se adorna con sus atavíos. A su muerte, se le amortaja con los mismos, sean de Huitzilopochtli, Tláloc Xipe-Totec y Quetzalcóatl. El tlatoani era considerado como Huitzilopochtli, el corazón de la ciudad y del pueblo mexica. Por ello a él le tocaba revestir y representar a los dioses con sus victorias sobre los enemigos: en el mes llamado de «panquetzaliztli» se representaba la victoria de Huitzilopochtli sobre Coyolxauhqui y los 400 «huitznahuas»[4]en Coatépec; era la victoria del Sol levante sobre la Luna y las Estrellas.
Entonces, el «tlatoani» desempeñaba el papel del dios que sacrificaba a sus enemigos. En una palabra, toda la vida terrena, la vida de la ciudad, de su religión y de las funciones de sus mandatarios, era en función y en representación de una historia antigua y cósmica, que se continuaba repitiendo y que el soberano tenía como función representar y mantener viva.
Todo en la vida natural y en la vida real de los pueblos se relaciona simbólicamente con el Cosmos. El «más acá» es proyección continua del «más allá»; así el recorrido del Sol de este a oeste indica el ciclo de la vida y de la muerte. Con ocasión de la «coronación» del tlatoani, se le invocaba para que saliese enseguida el Sol, y se le invocaba una vez coronado como la luz nueva que iluminaba la vida, como nos refiere fray Bernardino de Sahagún, recogiendo tales ceremonias: “ha salido el sol, hanos alumbrado, hanos comunicado, claridad y su resplandor...”.[5]Cuando el tlatoani moría era como la caída de la noche; los sabios y sacerdotes del reino se lamentaban: “Quedó esta ciudad en oscuridad con la falta del sol que se escondió con tu muerte”.[6]
El Sol y el tlatoani tienen por lo tanto una función semejante: procurar que la ciudad viva.[7]“Reinar es llevar la carga” para que esto suceda («in tlatyuiz, in tlamamaz» en el texto citado de Sahagún). El concepto ya se encuentra en el mito del nacimiento del Sol en Teotihuacán, la ciudad de las grandes pirámides; allí los dioses emplean exactamente las mismas expresiones. Los ornamentos de los tlatoanis, el ceremonial que los acompañan, las reverencias de las que son objeto (y que primorosamente nos cuenta, por ejemplo, Salvador de Madariaga, recopilando las diversas descripciones que aparecen en los cronistas españoles compañeros de Cortés a su llegada a México, las plumas multicolores, los bordados y las telas, las joyas y las piedras preciosas y los oros... todo indica esa función primordial.
Sol y tlatoani, su representante en la ciudad terrena, tienen una misión cósmica: mantener en marcha la máquina del mundo y velar porque el cielo no se desplome sobre la tierra. La misión terrena del tlatoani es por ello divina; él es el portador de la bóveda celeste y está relacionado con los dioses de las «cuatro esquinas», cuyas vestiduras lleva a su muerte. Y como al Sol, se le hacen sacrificios humanos para que pueda vivir.
Podemos imaginar que, una vez caído el último «tlatoani» mexica, un mundo se vino abajo: fue como la llegada de una hecatombe insalvable, se derrumbaba un mundo. Esto, y sólo esto principalmente, puede ayudarnos a comprender el drama «de la conquista» y, por ende, el significado dramático del Acontecimiento Guadalupano en la historia sucesiva.[8]
Bajo el signo de la dualidad
El tlatoani representa al Sol, es en cierto sentido el Sol, y el Sol es el aspecto masculino, diurno, celeste, cálido de la realidad. El otro aspecto complementario de la misma realidad es el lado femenino: la tierra, la Luna, la noche, el frío. Esta visión bipartida de la realidad se encuentra en el corazón de la visión cósmica mexica, que se expresa en todas las concepciones de la vida y de la historia.
Así, en la vida social de Tenochtitlan por una parte estaban los guerreros, siempre en movimiento, y por otra los que trabajaban, los artesanos, los que vivían una vida sedentaria. En la vida animal de la naturaleza, esta dualidad se encontraban simbolizadas por el águila celeste, de alturas diurnas y zonas abiertas, y en el lado opuesto por el jaguar nocturno, cauto y sutil en su vagar. En el escudo de armas de Moctezuma II vemos un águila que aletea sobre un jaguar.
Ese sistema de pensamiento dualista se reflejaba en la organización política. Se daba en el gobierno del «imperio» un poder doble, el «tlatoani» y el «cihuacóatl» (mujer serpiente o serpiente hembra). En el sistema imperial romano ambos poderes se equilibraban, se complementaban y se sucedían en un sistema de gobierno estable y compartido. En el caso mexica, sin ser lo mismo, esta dualidad mantenía el equilibrio del poder y reflejaba la concepción de la misma realidad.
El «cihuacóatl» como símbolo puede ser comprendido como la otra cara del sistema político-religioso, era el opuesto al rey Sol y al mundo celeste, representado por el «tlatoani»; representaba a la diosa tierra y al mundo terrestre. Se dice que el «cihuacóatl» representaba el gobierno interno de la ciudad-estado, mientras que el «tlatoani», señor de los ejércitos, de la guerra y de las relaciones con el mundo político de los reinos extranjeros representaba en cambio el gobierno respecto al exterior de la ciudad.
Curiosamente se podría entender esta dualidad de funciones políticas como análoga a la de las funciones del hombre trabajador, que mantiene la familia con su trabajo fuera de los muros domésticos, y de la esposa-madre, que gobierna y mantiene la casa en su interior. En el mundo mexica esta dualidad de funciones, de mansiones y de trabajos se repetía en todos los órdenes, incluido el religioso.
Así en la jerarquía sacerdotal de la ciudad-estado había dos grandes sacerdotes, el Quetzalcóatl Tótec Tlamacazqui y el Tláloc Tlamacazqui. En el célebre complejo sagrado piramidal de Teotihuacán encontramos la pirámide del Sol y la pirámide de la Luna. En el corazón de la ciudad-imperio mexica-azteca de México-Tenochtitlán la pirámide principal del Templo Mayor estaba consagrada a dos dioses: a Huitzilopochtli, el Sol, el guerrero errante y conquistador , y a Tláloc, la tierra-lluvia, el agricultor sedentario, el artesano afincado en el lugar . Incluso la ubicación de los templos en la ciudad reflejaba tal concepción dual.
El templo del Sol –Huitzilopochtli se encontraba al sur, mientras que el de Tláloc estaba al norte. También la ornamentación en esculturas, colores y dibujos reflejaba esta visión dual: serpientes emplumadas, coloridos rojos, símbolos del sol celeste, para Huitzilopochtli; serpientes con «anteojeras», negras, símbolo de la tierra y de la noche, para Tláloc.
La vida vista «en sus dos caras», el tiempo cíclico y el espacio
Auroras, crecimientos y ocasos son la experiencia diaria del tiempo material, del día que amanece con el sol, que crece y que acaba con su caída en el horizonte. Esta experiencia nos muestra cómo en el seno del mismo día no todo es igual y que existen cambios y oposiciones contrarias en él, y no sólo en la oposición nítida entre el día y la noche. Lo mismo sucede en la vida de las sociedades y de los hombres, de los imperios y de las culturas. Y de ello tenían buena conciencia los mexicas.
Entre los mesoamericanos encontramos una visión de la realidad donde se acentúan las oposiciones y los contrastes como composición armónica de la misma: el Sol ascendente de la medianoche al mediodía (águila) y descendente del mediodía a la medianoche (jaguar):
“el Sol que se arrancaba a la materia y Sol que caía en la materia, era también tan importante como la oposición del día y la noche y se le atribuía una realidad muy particular: se creía que, llegado a la mitad del cielo, al mediodía, el Sol daba media vuelta, y lo que se veía en el cielo por la tarde era sólo su reflejo en un espejo de obsidiana. El Sol del ocaso era, consecuentemente, un Sol falso, un Sol que tomaba prestada su luz de otro, como la Luna; un Sol lunar, por ende, y, por lo mismo, un Sol de unión de los contrarios: noche el espejo negro y día el brillo del Sol se confundían en esa unión. Él era llamado «águila jaguar» y «nuestro padre, nuestra madre». Mientras que el Sol ascendente iba acompañado de guerreros heroicos, el del ocaso lo acompañaban las mujeres muertas de parto, es decir, mujeres guerreras, mujeres-hombres, compañeras todas ellas lógicamente de un Sol lunar, afeminado”.[9]
El Águila y el Jaguar, el Sol y la Luna, el Sol y la Tierra
La visión cósmica mexica, ya desde tiempos que ahondan sus raíces en lo nebuloso de la historia mesoamericana, subraya oposiciones y dualidades en la concepción de la realidad. Así los olmecas xicalancas, llegados a la región de Cholula hacia el año 800 d. C., tenían dos reyes, el «áquiach» y el «tlálchiach», (el mayor de arriba y el mayor de la tierra); el primero tenía como símbolo un águila, y el segundo un jaguar. Concepciones semejantes se encuentran en otros numerosos casos del mundo cultural-político mesoamericano.
Estas representaciones ponen de manifiesto aquella concepción dual. Así, a veces, como en el caso de unas célebres pinturas de Cacaxtla (750-810 d.C.) de influencia maya, el soberano se encuentra representado en la parte sur del Sol triunfante, como los símbolos del cielo, rodeado de agua; frente a él se encuentra otro soberano; el agua rodea la tierra, pasa bajo la tierra y forma el cielo; estos símbolos indican cómo los dos soberanos son responsables del orden cósmico.
Uno de los reyes, el maya, está disfrazado de águila: lleva un yelmo en forma de cabeza de águila, alas de águila y garras en los pies. Claramente la configuración pictórica del rey-águila simboliza al Sol, lo que está también confirmado por el glifo «ácatl» (13 pluma) o (13 caña); pues bien 13 ácatl es el nombre también del Sol en el calendario, que aparece en la famosa Piedra del Sol conservada en el Museo Nacional de antropología de México; hay que decir que en náhuatl se empleaba la misma palabra «ácatl» para los dos.
Estos símbolos pictográficos corresponden a palabras que expresan conceptos que de hecho en nuestro caso coinciden en el mismo símbolo-glifo. Aquellas pinturas expresan cómo el águila representa al Sol. Estos simbolismos pictóricos o escultóricos se repiten continuamente a lo largo de la geografía cultural del centro de México: serpientes emplumadas, cielos azules que acompañan al sol, discos solares, símbolos de Quetzalcóatl… También entre los aztecas, el águila simbolizaba al Sol. La importancia de este simbolismo resulta clara.
Por el contrario, y en oposición dual, se representa al soberano colocado en la parte sur y nocturna del dibujo como un hombre de la tierra (no un soberano maya) como se evidencia por su perfil somático y su cabellera, y por la ausencia de otros símbolos típicos de la indumentaria ceremonial mayas. También cambia su glifo indicativo del nombre, es «9 Viento», Venus, una «serpiente-jaguar» con patas traseras. El otro rey, el maya, en la representación está asociado al Sol, al día, a la estación seca; este soberano autóctono lo está a Venus, a la noche y a la temporada de lluvias, como lo indican las gotas de agua que caen de sus flechas sobre la serpiente-tierra.
Observando el conjunto arqueológico citado se ve cómo todo él expresa, a través de los diversos personajes representados, aquella concepción de oposiciones. Personajes autóctonos disfrazados de jaguares que vierten agua de una jarra con la efigie de Tláloc, que blanden rayos en forma de serpientes, de cuyos ombligos nacen plantas de maíz que nace a principios de la estación de las lluvias; en el glifo se llama «7 Viento», que entre los mexicas es el día del nacimiento del hombre y de Venus, ambos asimilados al maíz.
En estas representaciones, el rey maya no sólo se encuentra conectado con el Sol sino también con el maíz maduro, que se recoge precisamente a comienzos de la estación seca, la del Sol, la estación de las cosechas y, por lo tanto, de la abundancia. Todo ello es representado plásticamente en la divinidad del maíz, símbolo de tal abundancia, que precisamente se representa con el «7 Viento». Se le llama «3 Venado»; es el cosechador, ya no de maíz, sino de hombres, en una de las escenas allí representadas.
Existe una mentalidad común continua en estas concepciones que se refleja en los grandes monumentos ceremoniales de estas culturas conectadas entre sí, y que es posible haya sido el sistema vigente también en el gran complejo de Teotihuacán con sus edificios o pirámides del Sol y de la Luna, en su edificio principal del Templo de Quetzálcoatl, flanqueado por palacios a uno y otro lado.
“¿Fueron quizá los dos palacios de los dos reyes, mientras que la pirámide, con su ornamentación en la que alternan las serpientes emplumadas con cabezas de Tláloc o del monstruo de la tierra, representaba la unión de los dos principios contrarios?”[10]. Los sacrificios humanos: los hombres alimentan la vida del mundo, la vida de los dioses que sostienen el tiempo y la vida del cosmos.
Escribe Salvador de Madariaga: “Por encima de la vida cotidiana, los mejicanos [sic] sentían fluir otra vida gobernada por los dioses, espíritus que apenas cabía distinguir de los caudillos pasados, ya de la tribu, ya de otras tribus circunvecinas. Era creencia tradicional que estos dioses exigían ciertos sacrificios a cambio de ciertas ventajas que de ellos esperaban: se ofrecían corazones humanos a Uitchilipochtli para obtener la victoria en el campo de batalla (aunque en realidad se obtenía la victoria en el campo de batalla para ofrecer corazones a Uuitchilipochtli); se sacrificaban niños a Tláloc, dios de la lluvia, para que lloviese cuando era necesario, más lluvia se creía obtener en aquel año.
En un mundo sin bien ni mal, no era posible que hubiese noción del juicio final. Los que se morían iban al infierno lugar sin luz ni ventanas , al paraíso, vergel siempre verde cuyo verano era perpetuo, o al cielo, morada del sol, donde se tornaban pájaros de brillantes colores, no según sus méritos o culpas sino según la causa de su muerte: los que habían muerto de enfermedades corrientes o vejez iban al infierno; los que mataba el rayo, o morían ahogados, o de enfermedades contagiosas como la lepra, iban al paraíso; los que caían en el campo de batalla o entregando el corazón ensangrentado sobre el altar del dios enemigo iban al cielo. Los nacidos bajo un signo maligno eran desgraciados; felices los que nacían bajo un signo benigno.
El espacio estaba poblado de duendes y fantasmas, el tiempo tejido de presagios y malos agüeros. Por la noche perseguían al transeúnte fantasmas sin pies ni cabeza que hacían correr de espanto hasta a los soldados más aguerridos; la enana Ciutlapantón se aparecía al anochecer a aquellos a quienes deseaba anunciar su muerte cercana; duendes en forma de calavera se pegaban a la pierna del que se descuidaba en la noche y le seguían con tesón por más que corriese, repiqueteando contra las piedras del camino sin dejar que el pobre perseguido pudiera deshacerse de su maligna compañía.
Los agüeros se multiplicaban, impidiendo que la gente pudiera dormir en paz; el rugido de una fiera en el bosque, el llanto de una vieja, la llamada del búho en la noche, la visita inesperada de un conejo que se entraba aturdido en una casa (entre nosotros, mal agüero para el conejo), la presencia de cierta especie de ratón llamado Tetzauhouimichtin, y otros muchos incidentes para nosotros igualmente triviales, hacían palidecer de espanto al mejicano [sic]”[11].
Los «tonalpouhque», hechiceros, y los sacerdotes eran por ello los guías espirituales de la sociedad. Tenía aquella sociedad mexica otro aspecto digno de notar: había adquirido un conocimiento extraordinario de las estrellas, y habían adquirido un orden social admirable en su estilo. Estos conocimientos y este orden social constituyeron de hecho una notable apertura ante las exigencias de la razón y ante la presentación del mensaje cristiano. Notamos que los conocimientos de astronomía de los mexicas, como se revela en el estudio científico de su calendario eran asombrosos; en ello los peritos eran sus sacerdotes astrónomos; ellos demuestran en sus conocimientos una percepción de la realidad estelar precisa.[12]
Hay otro aspecto profundamente unido a esta visión cósmica y es casi «un concepto bélico de la vida», como lo llama Madariaga. “Los mexicas comprendieron perfectamente el principio fundamental de toda sociedad bien organizada, pues en ellos la aristocracia se fundaba no en la herencia sino en el servicio a la colectividad, y la educación de los jóvenes, así como sus criterios de prestigio social concedían la debida importancia al carácter”.[13]
NOTAS
- ↑ CFR. FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, Guadalupe: pulso y corazón de un pueblo. El Acontecimiento Guadalupano cimiento de la fe y de la cultura americana. Ed. Encuentro. Madrid 2004, pp. 20-47.
También MICHEL GRAULICH, El Rey Solar en Mesoamérica. Simbolismo y Poder, en Arqueología Mexicana, [México], vol. VI, n. 32, 14-21; de este estudio tomamos varios datos; IDEM, Montezuma ou l’apogée de l’empire aztèque, Fayard, Paris 1994; IDEM, Myths of Ancient Mexico, University of Oklahoma Press, Norman, London 1997; también: ALFREDO LÓPEZ AUSTIN, La constitución real de México-Tenochtitlan, Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, México 1961; JOHANNA BRODA, “Los estamentos en el ceremonial mexica”, en Estratificación social en la Mesoamérica prehispánica, SEP/INAH, México 1976. - ↑ DURÁN, Historia de las Indias de Nueva España, cap. XXXIX.
- ↑ La llamada “Piedra de Tizoc” es una escultura circular de 93 cm de altura, 2.65 metros de diámetro y con un peso de 9500 kg. Todo su perímetro tiene grabados mexicas. Esa escultura fue redescubierta en diciembre de 1791 en la Plaza Mayor de la Ciudad de México. Hoy se exhibe en la Sala Mexica del Museo Nacional de la Antropología de la Ciudad de México.
- ↑ En la mitología azteca, los «huitznahuas» eran los dioses de las estrellas del sur, hijos de Coatlicue, diosa de la fertilidad, y hermanos de la diosa lunar Coyolxauqui.
- ↑ SAHAGÚN, Historia general de las cosas de Nueva España, libro VI, cap. 4: "Del lenguaje y afectos que usavan cuando oravan al principal dios, llamado Tezcatlipuca, Teyocoyani, Teimatini, primer proveedor de las cosas necesarias, demandando favor para el señor cezién electo para que hiziesse bien su oficio. Es oración de los sátrapas que contiene sentencias muy delicadas".
- ↑ DURÁN, cap, LI.
- ↑ En náhuatl existe un vocablo muy expresivo: "Tlamacazqui, significa el que dará algo. De donde dos sentidos: a) el que dará lo necesario para la vida [Tláloc]; o sea el Proveedor divino. En este primer sentido se aplica a los dioses, en especial a los de la lluvia. b) El que dará algo para el servicio de los dioses, y en este sentido se aplica a los ministros secundarios del culto de los antiguos mexicanos" (A. M. GARIBAY, Historia de la literatura Náhuatl, Porrúa, México 1992, 906). Garibay explica el significado al hablar del "dios sustentador de los hombres, Tláloc Tlamacazqui" (ibidem, 126); Garibay explicando a través del contenido de un antiguo poema el significado de un misterioso "numen” que "da con su acción la vida necesaria para que haya guerreros que nutran al sol...", y continua Garibay: "el título de Tlamacacqui lo identifica [un poema que celebra una cierta divinidad] con alguno de los Tlaloque" (ibidem, 139).
- ↑ MADARIAGA, Hernán Cortés: explica magistralmente la caída de ese mundo y su significado.
- ↑ GRAULICH, El Rey Solar en Mesoamérica, 20.
- ↑ GRAULICH, El Rey Solar en Mesoamérica, 19.
- ↑ MADARIAGA, 270-271; cfr. para agüeros SAHAGÚN, lib. V; KINGSBOROUGH. VII, pp. 159ss; para el infierno, paraíso y cielo, Sahagún, lib. III, 116-118.
- ↑ Cfr. Datos en MADARIAGA, 271, que cita a otros autores sobre el asunto.
- ↑ MADARIAGA, 271-272.
BIBLIOGRAFÍA
BRODA JOHANNA, “Los estamentos en el ceremonial mexica”, en Estratificación social en la Mesoamérica prehispánica, SEP/INAH, México 1976
DURÁN DIEGO, Historia de las Indias de Nueva España y tierra firme. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2005 (Publicación original: México, Imp. de J.M. Andrade y F. Escalante, 1867)
GARIBAY ÁNGEL MARÍA, Historia de la literatura Náhuatl, Porrúa, México 1992
GRAULICH MICHEL, El Rey Solar en Mesoamérica. Simbolismo y Poder, en Arqueología Mexicana, [México], vol. VI
GRAULICH MICHEL, Myths of Ancient Mexico, University of Oklahoma Press, Norman, London 1997
GONZÁLEZ FERNÁNDEZ FIDEL, Guadalupe: pulso y corazón de un pueblo. El Acontecimiento Guadalupano cimiento de la fe y de la cultura americana. Ed. Encuentro. Madrid 2004
LÓPEZ AUSTIN ALFREDO, La constitución real de México-Tenochtitlan, Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, México 1961
MADARIAGA Salvador de. Hernán Cortés. Ed. Espasa, Madrid,
SAHAGÚN BERNARDINO DE, Historia general de las cosas de Nueva España. Ed. Porrúa, 7 ed. México, 1989
FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ