MISIONES JESUITAS EN PERU. Los Mojos
Prólogo
Además de la misión de los «maynas», la Compañía de Jesús sostuvo en la selva sudamericana otra misión muy importante, difícil y meritoria: la de los «mojos», en actual territorio boliviano. La Misión de Mojos se remonta al año 1667, cuando gobernaba el Perú el virrey Conde de Lemos.[1]Abarcó el territorio comprendido hoy en los departamentos del Beni y Santa Cruz al Noroeste de Bolivia, y en parte del Estado de Matto Grosso, al Suroeste del Brasil.
Como anota Vargas Ugarte en su extenso estudio sobre la Misión, “tan desmesurada extensión hay que atribuirla no sólo a lo diseminado y raro de la población, sino también al hecho de haberse visto precisados los misioneros a escalonar las reducciones a lo largo de las principales arterias fluviales que cruzan el territorio de Mojos, a fin de contar con un medio fácil de comunicación entre ellas y a buscar los lugares altos y salubres que las pusieran a cubierto de las inundaciones. Estas...fueron un continuo azote de la misión y se comprende el daño que podían causar en sabanas extensas regadas por innumerables ríos, algunos de ellos muy caudalosos”.[2]
El clima de la misión era de los más insanos que cabe encontrar. El excesivo calor, la humedad, los insectos y sabandijas de toda clase representaban un continuo tormento para los misioneros. Al obstáculo climático hay que añadir el proveniente de la enrevesada variedad de las lenguas. Según uno de los misioneros, se contaban hasta 30 idiomas diferentes correspondientes a otras tantas tribus.
Las principales tribus que habitaban los mojos eran: itonamas, baures, guarayos, tapacuras, yuracares, mojos, cayubabas, mobimas, chiribas, chúmanos y toromonas. Las naciones vecinas eran los chiquitos, mujuonos, cañacures, raches, toros. Los ríos entre los que se desenvolvía la vida de los indios son: Itenes, Baures, Beni, Guaporé, Mamoré, Magdalena.
Los primeros misioneros
Para superar la diversidad lingüística, los misioneros idearon extender el uso de una sola lengua y para ese fin eligieron la moja, considerada por ellos como la más dulce y sonora, y cuya gramática posee alguna semejanza con la quechua. Se distinguieron en el estudio de la lengua moja [moxa] el padre Julián de Aller y el padre Pedro Marbán (1653-1713).[3]
El padre Marbán fue destinado, junto con otros jesuitas, como José del Castillo y Cipriano Barace, a la misión de Moxos [Mojos] (actualmente en el departamento del Beni, en Bolivia) en 1675. Pasó allí el resto de su vida, realizando ocasionales viajes a Lima. Murió el 28 de noviembre de 1713 víctima de la malaria, en la actual población de Loreto donde fue sepultado. Tanto él como sus compañeros fundaron varias reducciones jesuíticas en la región. Estas reducciones, germen de las actuales poblaciones, recuerdan en muchos casos a sus fundadores a través de sus propios nombres.
Así, una de las provincias de este departamento del Beni, recibe el nombre de Marbán desde 1941. Su obra titulada «Arte de la lengua moxa con su vocabulario y cathecismo», estaba destinada a facilitar el conocimiento de esa lengua a futuros misioneros. Circuló primero de manera manuscrita; finalmente, en 1701, pasó a las prensas bajo la protección del Virrey del Perú y del Arzobispo de Lima. En 1894 apareció una edición facsimilar en Leizpig, realizada por el americanista Platzmann.
En la actualidad, la lengua moxa es empleada por un porcentaje de población muy minoritario en el departamento del Beni. Además, se ha ramificado en cuatro dialectos: trinitario –el que conserva mayor vitalidad–, ignaciano, javeriano y loretano.
Se estima con razón que los verdaderos fundadores de las misiones de Mojos fueron, además de Aller y Marbán, el padre Cipriano Barace y el hermano coadjutor José del Castillo. Estos últimos fueron destinados en 1674 por el padre Visitador Hernando Cavero, a recorrer el territorio de los mojos, observar atentamente a sus habitantes en todos los aspectos “y qué esperanzas se puede tener de fruto”. Al término de sus primeras instrucciones, fechadas en Arequipa el 25 de junio de 1674, formula el padre Cavero esta expresiva orden: “Al Obispo pidan las licencias y no lleven soldados consigo”.
Algunos datos biográficos del Padre Hernando Cavero.
Estaba estudiando la Teología, cuando sus superiores le enviaron al Nuevo Reino de Quito a principios del siglo XVII. En Tunja realizó la tercera probación, viviendo después en Fontibón hasta el año 1635. Se opuso a la decisión propuesta por el visitador Rodrigo de Figueroa de crear la viceprovincia de Quito, separándola de la del Nuevo Reino.
Cavero consideró más conveniente prolongar la situación tal y como se encontraba en ese momento. Ideas que plasmó en su obra «Papel que hizo el P. Hernando Cavero cerca la división de la provincia del Nuevo Reino y Quito, siendo rector del colegio de Panamá». Sus capacidades como socio se pusieron al servicio de los provinciales Gaspar Sobrino y Sebastián Hazañero, desde 1640. Años después gobernó el Colegio de Panamá, especialmente entre 1647 y 1651.
Un año después era elegido como procurador, por lo que se vio obligado a viajar a Roma y a Madrid sucesivamente. No regresó a las Indias hasta mucho tiempo más tarde, tras un aplazado embarque mientras esperaba en Sevilla. Era junio de 1658, poniéndose al frente de una expedición de veinticuatro jesuitas.
Ese mismo año fue nombrado provincial, oficio desde el cual restauró las misiones de los Llanos, repartidas entre Colombia y Venezuela, además de las de Casanare. En Cartagena de Indias, donde los jesuitas ya habían trabajado entre los esclavos de color, contribuyó a la restauración de la congregación de los negros, en esa importante ciudad y puerto. Después, como visitador entre 1661 y 1664 y provincial de México entre 1664 y 1665, conoció las misiones de Sonora y Sinaloa.
Se preocupó por lo realizado hasta ese momento, elaborando lo que se puede conocer como un «costumbrero» de la citada provincia. Prosiguió en sus tareas de gobierno, cuando fue provincial del Nuevo Reino de Quito entre 1666 y 1668. Se encargó de la redacción del plan de estudios del Colegio de San Luis de Quito, y entregó instrucciones para los misioneros que ejercían su trabajo pastoral en las misiones del Marañón. Se preocupó por la trayectoria histórica de los domicilios que componían la provincia, participando directamente en la relación y redacción de su historia.
En esa misma línea solicitó al padre Francisco de Figueroa la realización de una historia de las misiones de Mainas. Cuando abandonó su oficio de provincial, fue nombrado rector del Colegio Máximo de Santafé (1668-1672). Continuó entregado a oficios de gobierno, mientras se le encomendó la visita de la provincia de Perú, en los tres años siguientes, siendo además provincial hasta 1678, encomendándosele, como subraya Astrain, tareas de «saneamiento moral». Visitó todos los domicilios y expulsó a aquellos que no cumplían con las condiciones de un jesuita.
Dispuso, por ejemplo, el «Libro de los usos y costumbres de este Colegio de San Pablo de Lima», aprobado en el mismo año 1678. Igualmente, recibió orden del general Oliva para la supresión de la viceprovincia de Chile, juntando domicilios e individuos con la del Perú. Era la ocasión para realizar reformas en esta demarcación. Las dificultades fueron numerosas y la obra hubo de detenerse antes de que culminase. Parecía que la acción del viceprovincial Francisco Javier Grijalva permitió cumplir, al menos, algunos de los objetivos para evitar abultados gastos.
Con todos estos trabajos Cavero de Henao destacó por la gran experiencia acumulada. Consideró, por ejemplo, muy importante para el impulso de las misiones, la existencia de un prefecto de misiones que ya se había establecido en otras provincias. Asimismo, puso en marcha lo que su antecesor había aprobado con respecto a la misión boliviana de Mojos. Su vida no finalizó como jesuita retirado, sino que regresó a Nuevo Reino. Allí se encargó con ochenta años del gobierno del Colegio de Santafé, atendiendo la construcción de su iglesia de San Ignacio. Contaba este jesuita con noventa y cinco años cuando finalizaron los trabajos. Restaban dos años y medio para alcanzar su centenario cuando falleció.
Inicios de la misión de los Moxos Los pasos iniciales de los misioneros entre los Moxos fueron realmente penosos. Barace y Marbán cayeron enfermos a causa de lo malsano del clima. Los habitantes que encontraron les recibieron con indiferencia. “No dejarán de recibir el bautismo —dicen los padres en sus cartas— cuando estuvieren para morir, pero que de comunidad se hagan cristianos en vida no lo podemos asegurar” (20 abril 1676). Se refieren a las gentes que habían hallado a lo largo del trayecto bajando el río Guapay (actualmente llamado río Grande) hasta su confluencia con el Mamoré (en donde se tocan los departamentos de Beni, Cochabamba y Santa Cruz).
El animoso padre Barace, repuesto de su enfermedad, se dedicó a consolidar la reducción de Loreto, para lo cual resolvió introducir en los llanos el ganado vacuno. Volvió a Santa Cruz para traer el número de cabezas necesario para su multiplicación en el país, y aun aprendió el oficio de tejedor a fin de adiestrar a los indios en el oficio. No le fue fácil recorrer los casi trescientos kilómetros en plena selva y por río conduciendo un centenar de reses. Mas la constancia del padre Barace venció los obstáculos.
Después de 54 días de marcha arribó a Loreto con el ganado, que habría de representar una valiosa aportación para la subsistencia del pueblo. Como, escribe Vargas Ugarte: “La trocha estaba abierta y el celo de los misioneros la iría ensanchando y una nueva cristiandad habría de surgir en aquellas vastas llanuras, antes sumidas en las tinieblas del error”.
Entablado el pueblo de Loreto, sirvió de base de operaciones para viajes de exploración y tanteo. A los ya nombrados Marbán y Barace se añadieron nuevos refuerzos, destinados por el provincial del Perú desde Lima. En 1687 Barace fundó la segunda reducción, llamada Trinidad, sobre el río Grande. El padre Orellana fundó San Ignacio en 1689, y posteriormente se resolvió el establecimiento de otras tres reducciones: San Javier, San José y San Borja.
Hacia 1697 vinieron a agregarse a las anteriores dos nuevas reducciones: San Pedro y San Luis. Uno de los iniciadores de San Pedro, el padre Arlet, recuerda los comienzos plenamente evangélicos de estas reducciones: “Entramos sin armas ni soldados, acompañados solamente de algunos indios que nos servían de intérpretes”. Más de mil doscientos indígenas contribuyeron pacíficamente a echar los cimientos de la nueva población de San Pedro. En cambio la de San Luis fue una fundación precaria. Los indios movimas, y erirunas no secundaron a los misioneros, y hacia 1700 la población no contaba con casa cural ni con iglesia.
Para tener un compendioso resumen de las misiones de Mojos a finales del siglo XVII recurriremos a un interesante «Memorial» del padre Marbán al virrey del Perú Conde de la Monclova, donde manifiesta: “en dichas misiones están entendiendo veinte religiosos, los dieciocho sacerdotes y dos coadjutores y tienen formados cinco pueblos y otros cuatro nuevos pueblos con cuatro capillas y bautizadas en dichos diez pueblos más de diez mil almas y en los cuatro restantes catecúmenos y por bautizar más de otras cuatro mil y son tantas las naciones descubiertas, reducidas y amistadas y que piden el santo bautismo, que aunque fuesen otros veinte sacerdotes más, no bastarán para satisfacer a todos y reducir la multitud de gente que ofrece el país, donde tiene gastados la Compañía más de cien mil pesos con la conducción de sujetos, herramientas, ganados, etc. y otras cosas que han conducido para la mayor facilidad en admitir nuestra santa fe y en adornar las iglesias...” Y añade Marbán que, dada la distancia y difíciles caminos hasta la misión de Mojos, la Compañía gasta mil pesos por jesuita que va a ella, y como los indios son bárbaros y carecen de comercio con otras gentes, hace falta dinero para herramientas y construcciones. Por lo cual pide al Virrey que asigne alguna cantidad a los pueblos fundados. El Conde de la Monclova vio con simpatía la demanda de los misioneros de Mojos; escribió al Rey, y el resultado fue el otorgamiento de ocho mil pesos en las cajas de Potosí. Un escueto censo de la época da las siguientes cifras: PUEBLOS FAMILIAS BAUTIZADOS PÁRROCOS Loreto 650 Vega y Borinie Trinidad 482 2,693 Garriga y Morillo San Ignacio 561 3,202 Orellana y Mayorana San Javier 507 1,863 Zapata y Fernández San José 322 2,288 Espejo y Ugarra
La misión de mojos en el siglo XVIII Los misioneros trataron de dar cumplimiento a las orientaciones del Visitador, padre Diego Francisco Altamirano (1700), nacidas de la observación atenta de la realidad de los pueblos y de sus consultas con los religiosos. Así, se decidió crear cabildos y regimientos y colaboradores seglares de entre los mismos indios, a fin de habituarlos a la iniciativa y el actuar responsable. También se amplió el volumen de la agricultura con la introducción del arado de bueyes, y nuevos cultivos como el arroz, la caña de azúcar e incluso el trigo y la vid.
No obstante la acometida de las enfermedades y las fiebres, la misión de Mojos se proyectaba floreciente en los primeros decenios del siglo XVIII con nueve reducciones y una población de casi veinte mil personas; la población total de aquellas regiones se calculaba en setenta mil. De una «Breve Noticia» de las misiones compuesta por el padre Nicolás de Figueroa se colige el orden, el método y la constancia que iban pacientemente inculcando los misioneros y sus auxiliares.
Se enseñaba no sólo la doctrina cristiana y la vida moral y honesta sino también los oficios y artes manuales. De allí salían diestros los nativos como alarifes, carpinteros, doradores, zapateros, sastres, músicos, herreros, labradores, pescadores de río, etc. Los beneficiados eran los antiguos indómitos mobimas, churimanas, cayubabas, guarayos, tapacuras y baures.
Como ocurría en las misiones septentrionales de Maynas, también las de Mojos recibieron el valioso contingente de los jesuitas germanos e italianos. Y así podemos nombrar a los padres Arlet, Leyden, Borinie, Dirrheim, Mayr, Schmidt, de Prato, Schleimer, Rehr, Reiter, Bussoni, Pozzobonelli, Altogradi.
Como todavía por aquella época subsistía en la mentalidad del Patronato Real el prejuicio contra los religiosos extranjeros, hubo de acudirse a ingenuos ardides para que los dejasen venir a estas tierras. Por ejemplo, se les registraba como procedentes de los estados de Flandes sometidos al Rey católico [Rey de España], siendo así que venían de Austria, Alemania o Bohemia. Tales operarios significaron en la misión un idóneo y utilísimo refuerzo: eran ingenieros, músicos, maestros de obras, enfermeros, científicos.
Obra y martirio del Padre Barace
El 16 de setiembre de 1702 fue un día triste para las misiones de Mojos, ya que el célebre padre Cipriano Barace, moría como mártir misionero. Había entrado en la Compañía de Jesús, a imitación de San Francisco Javier por quien Barace sentía una gran admiración. A los 29 años Cipriano es enviado a la provincia jesuita del Perú, siendo ordenado sacerdote en Lima el 11 de junio de 1673. Es encargado, con la ayuda del padre Pedro Marbán y del hermano José Castillo, de adentrarse en territorio de la actual Bolivia, virgen en aquel momento, para conocer el grado de disposición de los indígenas a ser evangelizados, así como para explorar nuevos territorios e informar de lo allí observado, embarcando en el río Grande a mediados de julio de 1675.
En aquel territorio fundó la primera población indígena con indios moxos, a la que bautizó con el nombre de Loreto (25 de marzo de 1682). Tras cinco años de enfermedades y pobres resultados es enviado a territorio de los indios chiriguanos en la actual Paraguay, donde tampoco obtuvo éxito en sus esfuerzos. Así, vuelve al territorio de los moxos de Bolivia, donde se lanza a la creación de misiones por todo el norte Boliviano. En 1687, "doce leguas río abajo de Loreto", crea la actual ciudad de Trinidad.
El primer «Diccionario francés de Historia Eclesiástica» atribuye a Barace («de patria isabense» que dicen los documentos de la época) la fundación de al menos quince puestos de misión y el bautismo de al menos 11.000 indios. Antonio de Orellana -biógrafo del padre Barace y superior suyo en el momento de su martirio-, en la obra «Compendio de la vida del padre Cipriano Barace» escrita al año siguiente de su muerte, lo describe como “un personaje ungido de santidad, aventurero, bondadoso, optimista, confiado, desprendido y entregado a la salvación de los indígenas”.
Enseñó a los indios moxos a tejer y también los oficios de albañil, carpintero, constructor y agricultor, entre otros, por lo que le tenían por un auténtico bienhechor. Después algo más de 25 años trabajando con los moxos y otras tribus como los cirionenos, tapacuras, guarayanos o moremonos, el 17 de agosto de 1702 sale de Trinidad, acompañado de cuatro indios y una mula, para adentrarse en territorio de los baures con quienes llegó a establecer una buena relación de amistad. Pero las guerras tribales entre ellos generaron una situación difícil de la que ya no pudo salir.
Así, el 16 de septiembre de 1702, cuando pasaba por una zona pantanosa en su camino hacia una de las misiones, se encontró con un grupo de indios armados con arcos, flechas y macanas. Dispararon sobre él una lluvia de flechas hiriéndole en el muslo y en el brazo; uno de ellos, a la vez que le arrebataba la cruz le daba un mortal golpe en la cabeza con su macana, acabando así con su vida a los 61 años de edad, 27 de ellos dedicados a evangelizar y a proteger a las diferentes tribus del Alto Perú, el actual Departamento del Beni, en la actual República de Bolivia.
Las aventuras y penalidades que sufrió a lo largo de los 27 años que pasó como misionero, son inimaginables. Leer su biografía es entrar en la vida de un tipo de hombre que en la actualidad es difícil imaginar: aventurero, comerciante, médico y cirujano, arquitecto, explorador, ganadero, escritor, etc. Cipriano Barace tuvo la virtud -reconocida todos sus biógrafos, de ser plenamente aceptado por la población indígena a pesar de haber irrumpido en sus territorios en plena época colonial.
Aprendió la lengua y respetó las costumbres de los indios moxos y otras tribus, e hizo de su territorio un espacio de hombres libres después de haberse enfrentado con dureza a los colonos que querían esclavizar a los indígenas. Barace había sido uno de los fundadores de la misión y había trabajado en ella de modo heroico y ejemplar durante veintisiete años. La noticia de su martirio, si bien impresionó a todos, no amilanó a los padres, sino que les animó más a trabajar por la completa reducción de los temibles baures.
Tal como había ocurrido en Vilcabamba luego de la muerte del protomártir Diego Ruiz Ortiz, en que la justicia civil hizo escarmiento entre los nativos sospechosos de la muerte del misionero agustino, así también el gobernador de Santa Cruz envió una expedición militar punitiva, que tomó unos doscientos rehenes y ajustició a uno de los principales actores del asesinato del padre Barace.
Otras reducciones; nuevos martirios
Por aquella misma época se fundaron dos nuevas reducciones en tierra de Mojos: San José de Chiquitos y San Pablo, esta última en la vecindad de los feroces mobimas. Víctima de ellos murió el jesuita pisqueño Baltasar Espinosa (1709), antiguo alumno de los colegios limeños de San Martín y San Pablo. Fue la segunda víctima que la Compañía de Jesús ofrendó en las misiones de Mojos.
Tres reducciones nuevas fueron emprendidas entre los nativos baures: Concepción, San Joaquín y San Martín, en los afluentes del río Baures. Si bien las reducciones se vieron amenazadas por los «bandeirantes» paulistas, resistieron en buen estado hasta la expulsión de los jesuitas (1767), y llegaron a tener aproximadamente dos mil habitantes cada una.
Las narraciones de los misioneros, entre las que descuella la «Descripción de los mojos» por el padre Francisco Javier Eder, jesuita húngaro, escrita en Buda en 1791, relatan con abundancia de detalles la vida cotidiana de misioneros y nativos. Son una precisa fuente para la ciencia antropológica y etnológica, pero también para la historia misional.
En esas páginas vemos, por así decirlo, la misión por dentro, en su rutina y en sus solemnidades, expectativas y desfallecimientos; en sus realizaciones materiales, como la construcción de templos y capillas, cultivos y cosechas; y en los progresos de la cultura humana y política, como la estructura del gobierno vecinal, la creación artística y el avance de la instrucción basada en la difusión de la lengua de los mojos.
El viajero francés Alcide d’Orbigny publicó en París en 1845 una «Descripción» de Bolivia. En ella dedica a los padres de la Compañía elogiosas páginas. Sobre la antigua misión de Mojos escribe:
“No se puede menos de admirar el resultado a que habían llegado... cambiando totalmente el aspecto del país y reformando los usos y costumbres de unos hombres enteramente salvajes... El primer cuidado de los religiosos fue consolidar la existencia de sus misiones, introduciendo todas las mejoras posibles. Con este fin trajeron de Santa Cruz numeroso ganado; estimularon las labores del campo; perfeccionaron los tejidos, ya conocidos de los Baures. Enseñaron toda clase de oficios manuales y multiplicaron las fiestas religiosas como para dar con ellas un intervalo de ameno descanso a los trabajadores. Les enseñaron la música y el uso de los instrumentos de Europa...”
Otros autores bolivianos no han dejado de recordar con admiración la obra de aquellos misioneros. Así Gabriel René-Moreno, ensalza el espíritu de trabajo en los mismos términos que ha sido ponderado universalmente el esfuerzo de las reducciones del Paraguay: “Nadie estaba ocioso allí, y todos trabajaban bajo la vigilancia de sus curas... Producían todo lo necesario para su propio consumo...”
El sostenimiento de todos estaba asegurado —recuerda (en 1735) el obispo de Santa Cruz de la Sierra, Bernardino de la Fuente Rojas—. Las borracheras han desaparecido. Todos los días los enfermos reciben carne. Hay buena fruta: uvas, naranjas, cidras, limones reales, toronjas, limoncillos, piñas, lúcumas, plátanos guineos y de la sierra, higos... La pesca era abundante en ríos y lagos.
Además de las incursiones de los paulistas, los nativos sufrían de penuria y escasez cuando en la época de lluvias se inundaban los terrenos y todo quedaba convertido en un inmenso lago. La «Carta Anua» de los misioneros de 1751, luego de registrar el traslado de los pueblos de San Javier y Loreto a nuevas ubicaciones, anota el hecho de que los Padres se embarcaban en las gradas de la iglesia en canoa grande para llevar el viático a los enfermos.
A los estragos de las gigantescas inundaciones se añadían los de las pestes, que diezmaban pueblos enteros, como aconteció, a mediados del siglo XVIII, con San José de las Pampas, San Miguel de Itenes, Santa Rosa, San Luis y San Pablo. Sólo en un mes la epidemia causó en un pueblo más de trescientas muertes entre los indios baures. Las enfermedades contra las que los indios apenas tenían defensas orgánicas, parece que eran la viruela, el trancazo (gripe) y las dolencias pulmonares.
Ante la amenaza de las malocas (grandes casas comunitarias de caña y paja, características de los pueblos de las regiones amazónicas) de los bandeirantes, los padres pensaron seriamente en lograr la licencia para que los indios usasen armas de fuego. Vino la Real Cédula respectiva el 17 de setiembre de 1723, que concedía la autorización a los misioneros de Mojos para usar armas de fuego. El virrey marqués de Castelfuerte, ordenó que se remitiesen de Lima a Santa Cruz doscientos fusiles y la pólvora suficiente.
El Rey de España aprobaba este modo de proceder, pues era el único lenguaje con el cual podía impedirse la esclavización de los nativos. Autorización semejante había sido obtenida hacia 1640 en Madrid por el misionero limeño del Paraguay, padre Antonio Ruiz de Montoya, para defender a los indios del Guairá de las temibles incursiones de los portugueses.
En 1720 hallamos la siguiente lista de reducciones que sumaban en total cerca de veinticinco mil bautizados y seis mil catecúmenos.
Loreto San Juan Bautista Trinidad San Ignacio San Javier San José San Pedro San Luis San José San Borja Santa Rosa San Pablo Exaltación Reyes San Joaquín Santa Ana San Martín Magdalena
A mediados del siglo hallamos nuevos refuerzos de jesuitas germanos. Entre ellos distinguimos los nombres de Wolfgang Bayer y Francisco Javier Eder, a quien nos hemos referido anteriormente. El gobierno provincial del padre Antonio Garriga fue muy beneficioso para la misión, pues él mismo había ya trabajado en esas regiones y sabía por experiencia las necesidades de los nativos. De allí que a sus súbditos de la Provincia les exhorte a desear el trabajo duro de las misiones y no contentarse con los ministerios do ciudad. “Si lo primero que debe atesorar el jesuita en sus ministerios —dice— es su mayor aprovechamiento, claramente so conoce no deberse preferir éstos de aquí [Lima] ni posponer los de allí [Mojos]”.
En 1750, o las reducciones enlistadas hay que añadir San José de Itenes, San Miguel, otra Santa Rosa, San Nicolás, San Simón y San Judas, de tal manera que en una carta del provincial del Perú, Baltasar de Moncada, al virrey Conde de Superunda, leemos: “Digo que los pueblos así antiguos como novísimos son 21. Los padres sacerdotes y hermanos coadjutores son por todos 46, y el número de almas de todas edades, así de los ya cristianos como de los que de nuevo se sacan de las grutas y bosques donde viven... es de 33.270 almas”.
En sus visitas los Obispos de Santa Cruz, bajo cuya jurisdicción se hallaban las misiones de Mojos, quedaban bien impresionados del florecimiento de éstas. Así, por ejemplo, el dominico fray Jaime Mimbela y don Juan Cavero de Toledo, en el primer decenio del siglo XVIII.
También visitaron las reducciones don Miguel Bernardino de la Fuente y don Juan Pablo de Olmedo. Aquél evoca en una carta de 1735 (al prelado de Panamá, Rodríguez Delgado), el pesado recorrido “en más de mil leguas que anduve de caminos asperísimos y temples tan ardientes como V.S.I. no ignora, (y) pasé trabajos imponderables... Todos los doy por bien empleados, así por haber cumplido con mi obligación como por haber visto las profundas raíces que ha echado en la fe aquella nueva cristiandad, de que estoy cierto coge Dios un copioso fruto de almas predestinadas” .
Y así fue transcurriendo el siglo XVIII. Como reconoce Vargas Ugarte, gracias a los refuerzos venidos de Europa, especialmente de extranjeros, y a la cooperación de escogidos sujetos de la Provincia, la fe cristiana fue robusteciéndose en aquellos 30 mil nativos de la misión de Mojos. El orden externo y el buen régimen de los pueblos parecían asegurados, no obstante las amenazas de las incursiones de los bandeirantes, las repercusiones del tratado de Madrid del 13 de enero de 1750 entre las coronas española y portuguesa, llamado también «Tratado de Permuta» (de Intercambio) para definir los límites entre los territorios de ambos Dominios en América del Sur, las molestias constantes del mortífero clima y las epidemias. Un soldado español que había pasado por las misiones pocos años antes de la expulsión, dejó escritas las siguientes décimas: “Es Mojos en pocas voces / unas pampas pantanosas, / unas aguas cenagosas, / unos padres vicedioses, / unos caimanes feroces, / dos telares de algodón, / tal cual caballo rabón, / una maligna terciana, / unas indias con sotana, / y unos indios sin calzón. / Es una región sin trigo, / es un perenne hormiguero, / es un terrible tigrero, / un Sur, cruel enemigo, / es la muerte, poco digo, / es un infierno a los ojos, / es murciélago con piojos, / y si bien lo he de decir / cuanto mal puede venir / es definición de Mojos”. EL FINAL DE LA MISION El mal que acabó con las misiones de Mojos no fueron ni las incursiones de los mamelucos, ni las pestes, ni el agobiante clima, sino algo muy distinto e inesperado: un simple decreto del católico rey de las Españas Carlos III. La pragmática [sanción] del monarca fue expedida en Madrid el 27 de febrero de 1767 y comunicada a las autoridades de ultramar con todo sigilo.
El gobernador Aymerich, recibido del Presidente de la Audiencia de Charcas la real orden de expulsión, la intimó al superior de las misiones, padre Juan de Beingolea, el 5 de octubre. La carta dice, entre otras cosas:
“En el término de seis días, a lo más ocho, contados desde el día 8 del presente mes, los Padres Doctrineros... se pondrán en marcha para esta de Loreto, conduciéndose cada uno en canoa del pueblo que deja, con los víveres necesarios, cocineros y algunos sirvientes, para su asistencia en el viaje hasta Loreto, desde donde se transportarán por tierra a Santa Cruz y regresarán las canoas a su pueblo. También traerán en su compañía otra canoa con algunos indios principales y justicias del pueblo, cocineros y sirvientes, para que en este pueblo reciban a su nuevo cura, pues como faltos los indios de idioma castellano, se hace preciso les explique el padre que sale el recibo y demás que conduzca, cuando se les entregue el nominado cura, para que lo conduzca al pueblo; dejándolos bien impuestos, antes de su salida en la resolución de S. M. y que, como a fieles y leales vasallos suyos, deben conformarse con sus reales disposiciones, y poniéndolos también en que serán asistidos y cuidados, sin experimentar el menor perjuicio en trato, franco comercio con todos los españoles, cuyo idioma deberán aprender, y últimamente cuanto comprenda cada doctrinero pueda ser favorable a los intereses de S. M., para quietud y sosiego de estos sus pueblos y vasallos...”
Añade la carta que los padres deben evacuar sin demora ni dilación los pueblos. Está suscrita en la misión de Loreto en Mojos el 5 de octubre de 1767. El padre Beingolea, al recibir la carta, hubo de quedar asombrado de su contenido; mas en la respuesta a Aymerich no deja traslucir ningún rechazo ni protesta; más bien, informa que trasmitirá las órdenes a los padres de la Exaltación, Santa Ana, San Javier y Trinidad. La respuesta está firmada el 8 de octubre de 1767 en San Pedro.
Reunidos los misioneros en Santa Cruz, salieron de allí el 22 de mayo de 1768 y el 2 de julio llegaron a Cochabamba. Las siguientes estaciones fueron Oruro (30 agosto), Tacna (30 setiembre), Arica (22 octubre). Ingresaron en la capital del Virreinato el 9 de diciembre de 1768. Fue toda una travesía llena de penalidades y privaciones. Tres misioneros murieron en el camino de Mojos a Lima. Y otros quedaron tan maltratados que fallecieron en el viaje del Callao a Cádiz: tal sucedió con el padre José Reisner, que murió en Cartagena de Indias el 14 de mayo de 1769.
Los curas reemplazantes no estuvieron desgraciadamente a la altura de las responsabilidades que debían asumir. Por lo pronto, tuvieron que afrontar la suspicacia de los nativos, su rebeldía y consternación ante un destierro que les era imposible entender. El gobernador Lázaro de Rivera, gobernador de Mojos después del exilio de los jesuitas, ha dejado escritas unas frases penetradas de desaliento y desolación: “En el día se han reducido los límites de la Provincia a sólo once pueblos, los más sin fondos, sin ganados y en su última declinación... No es fácil concebir cómo una provincia que ofrece tantas ventajas a nuestro Estado se halle abandonada en estos términos...”
NOTAS
- ↑ Pedro Antonio Fernández de Castro Andrade y Portugal, (Madrid, 1632 - Lima, 1672); X conde de Lemos, VII Marqués de Sarria, VIII conde de Andrade, IX conde de Villalba, III Duque de Taurisano y XIX virrey del Perú de 1667 a 1672. El rey Carlos II lo nombró virrey de Perú en 1666. El 9 de noviembre de 1667 llegó al puerto del Callao. Fue famoso en ese período al ser justiciero e inflexible, se preocupó por la pureza de prácticas religiosas. Dio impulso a la construcción de edificaciones en Lima, y fundó algunas instituciones públicas en Lima, como un hospital para indios convalecientes y un hospicio para mujeres arrepentidas: la Casa de las Amparadas.
- ↑ Historia de la Compañía de Jesús en el Perú, Tomo III (Burgos, 1964). Todo el volumen se ocupa de la misión de Mojos.
- ↑ Pedro Marbán, jesuita, nacido en Tiendra (España: Zamora-Valladolid). Viaja a Perú en 1671, al colegio de San Pablo de Lima (hoy de San Pedro), con la mayor biblioteca jesuitica del mundo hispano o en el noviciado de San Antonio Abad. De Lima. De Lima fue destinado a la misión de Moxos (en la Bolivia actual) en 1675. Cf. escribe también: «Relación De la Provincia de la Virgen del Pilar de Mojos o Carta de los Padres que residen en la Misión de Mojos para el P. Hernando Cabero de la Cia. de IHS de la Prov. del Perú, en la que dan noticia de lo visto, oído y experimentado en el tiempo que están en ella», Boletín de la Sociedad Geográfica de La Paz, 1-2, 1898, pp. 120-161.
ARMANDO NIETO VÉLEZ, S.J
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