EVANGELIZACIÓN. Los clérigos indignos
Prólogo (DHIAL)
“El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres.” (CIC, 386) “Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores. En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos.” (CIC, 827).
Obviamente esta realidad de pecado y concupiscencia estuvo también presente durante el proceso evangelizador de América, y siendo conscientes de ella las autoridades eclesiásticas y seculares de la España misionera, intentaron desde los primeros momentos controlar a los clérigos que pasaban a «las Indias» a fin de que fueran, como pedía la Santa Sede, “…varones probos y temerosos de Dios, doctos, instruidos y experimentados para adoctrinar a los indígenas y habitantes dichos en la fe católica e imponerlos en las buenas costumbres…”
Primeras denuncias y sanciones Ya en tiempos de la primera colonización de las islas del Caribe, una Cédula real fechada el 15 de junio de 1510 advertía que estaban embarcando a «Las Indias» algunos religiosos sin capacidad ni méritos “para administrar los santos sacramentos ni para las cosas que son necesarias.” Las denuncias al Consejo de Indias demuestran que, no obstante las medidas tomadas, los abusos continuaron, como lo demuestra otra Cédula real fechada el 26 de enero de 1538, que ordenaba impedir que siguieran pasando al Nuevo Mundo “algunos clérigos que han sido frailes, que no son de buena vida ni exemplo, como se requiere para la conversión de los naturales dessas partes a nuestra santa fe católica”. Esta situación llevó a establecer una doble selección para que clérigos y religiosos pudieran trasladarse a «Las Indias»: cada superior de las Órdenes religiosas en caso del clero regular, o cada Prelado en caso del clero secular, debía extender la licencia de embarque, a la cual debía sumarse otra licencia expedida por los jueces de la Casa de Contratación. Sin estas dos licencias, los clérigos y religiosos, aunque lograran embarcar no podían decir misa, ni administrar los sacramentos, ni adoctrinar a los indígenas; por el contrario, las autoridades civiles y eclesiásticas establecidas en el Nuevo Mundo los debían regresar a España. Situación en el Virreinato del Perú
Desde el inicio de la entrada de los españoles en tierras peruanas, no pocos clérigos que acompañaron a sus compatriotas en sus largas marchas por la sierra y por la costa, se contagiaron del espíritu aventurero que tenían los conquistadores, mientras se fueron olvidando de llevar el evangelio a los naturales, a pesar de la «Capitulación de Toledo» de 1529 que estipulaba el deber de los eclesiásticos que acompañarían a Pizarro de instruir a los naturales en la fe católica. De hecho, en esas Capitulaciones explícitamente fue designado Hernando de Luque «Protector de los Naturales», pero éste delegó sus funciones a otros religiosos dado que finalmente no acompañó a la expedición de Pizarro. En 1540 el Provisor del Cuzco, bachiller Luis Morales, en carta dirigida al Emperador Carlos V denuncia enérgicamente los atropellos de los cristianos que abusan de los naturales y cometen excesos como los de Pizarro con los «curacas» rendidos después de la sublevación de Manco Inca, y que en lugar de entregarles las tierras que les había prometido, los hizo matar a orillas del río Yungay.
Un ilustre clérigo que llegó al Perú como Presidente de la Real Audiencia, el licenciado don Pedro de la Gasca, demostró un particular interés por el buen trato a los naturales; un ejemplo fue su prohibición para que fueran cargados con más de dos arrobas, y solo fuesen llevados de su población a otra, para que no se alejasen demasiado de la suya y de sus familias, y tampoco de la catequesis que estarían llevando. Cuando De la Gasca regresó a España y siendo miembro del Consejo de Indias, abogó por el establecimiento de «Alcaldes de Indios» y se opuso a la perpetuidad de las encomiendas.
Con la pacificación del país aumentó el número de clérigos que, atraídos por la fama del oro, pretendían viajar al Perú desde Nicaragua o las Islas del Caribe o desde España. En todos los permisos de embarque se les encargaba explícitamente la instrucción y el buen trato a los indios. No hubo selección alguna en quienes se embarcaban para las Indias, de modo que llegaron de toda categoría: buenos doctrineros que cumplieron con mayor o menor eficacia sus oficios; otros que buscaban más bien hacerse con el oro suficiente para regresar a España a pasar una vida descansada el resto de sus días; otros aventureros carentes de todo espíritu sacerdotal; y otros más explotadores descarados de los naturales, denunciados por autoridades civiles y eclesiásticas.
Cédulas reales, constituciones conciliares y decretos episcopales y virreinales señalaban devolver a los «indignos», describiendo muchos de estos documentos las iniquidades, abusos e injusticias cometidas por ellos en agravio de los naturales. Como lo escribe el cronista indígena Guamán Poma en su obra sobre «El Buen Gobierno», los Concilios regionales limenses, los obispos, los virreyes y la misma Corona insisten en que los doctrineros tienen la obligación de aprender las lenguas nativas (especialmente el quechua y el aimara) para que los naturales entiendan las predicaciones.
El arzobispo Loayza establece la enseñanza del quechua, lengua general del Inca en la Catedral de los Reyes, y el virrey Francisco de Toledo hace lo propio para la Universidad de San Marcos. El arzobispo Mogrovejo informa sobre los clérigos que conocen la lengua de los naturales, y señala que en el norte hay algunos que incluso hablan el mochica, y en Piura el tallán. Fueron clérigos como el Dr. Juan de Balboa, catedrático de la lengua quechua en San Marcos, quienes tradujeron el Catecismo del Tercer Concilio Limense al quechua y al aimará.
Luces y sombras en la actuación de los clérigos y obispos en la zona andina En las disposiciones conciliares existe un cuidado particular para el adoctrinamiento de los indios: debía hacerse en las parroquias de los suburbios de las ciudades especialmente dedicadas a ellos, se ordenaba a los clérigos que debían “residir y permanecer por lo menos seis años en las doctrinas y predicación de los indios” y a los criollos y españoles que tenían a su cargo indios y negros se les señaló la obligación de instruirlos en las oraciones de la Iglesia, velar para que pudiesen oír misa, “y tratarlos siempre humanísticamente, para que los amen como padres por las buenas obras y no los execren como tiranos”
Todas las normas del Concilio sobre curas de indios estaban regidas por el principio “que los obispos atiendan mucho y miren a quién ponen en doctrina de indios, que sean personas muy probadas y bien instruidas en administrar sacramentos”. Disponen “que todos los ministros de la Iglesia traten humanamente y con amor a los indios, y con precepto se prohíbe que ningún cura ni visitador castigue o hiera o azote por su mano a indio alguno, por culpable que sea, mucho menos lo trasquile o haga trasquilar.” Como a pesar de todas las disposiciones de las autoridades eclesiásticas y civiles para respetar la dignidad de los naturales nunca faltaron quienes actuaron sin respetarlas, el Concilio Limense condenó enérgicamente los abusos. Además, dio normas específicas para reforzar el buen trato a los indios y un mayor respeto hacia la liturgia y el culto cristino, como evitar que “en día domingo o de fiesta del pueblo de indios comience camino o lo prosiga, si no hubiera causa urgente; y entonces sea después de oír misa y sermón.”
Que había abusos e injusticias lo demuestran disposiciones como la siguiente: “con precepto (es decir, pecado grave) que ninguno se atreva a desenterrar los cuerpos de los indios difuntos, aunque sean infieles, ni a desbaratar sus sepulturas” lo cual fue una fuerte sanción a los buscadores de tesoros. El gobernador de Perú Pedro De La Gasca, antes de acceder al episcopado escribió al Consejo de Indias que “toda orden y conservación de los naturales depende del freno de la codicia y de las extorsiones de los españoles a los naturales.” Del Oidor Santillán, se dice que “es la defensa de los indios, que para él era lo natural y palpitante, lo político en suma, puso el calor y emoción que dan originalidad a su escrito y alcanzó momentos de lucidez patética, como su defensa de la aptitud de los indios, que es página de antología.”
El obispo de Popayán, Juan del Valle, denunció las tasaciones de tributos injustos que hacían los encomenderos, pidiendo se hiciera una tasación oficial justa, y que estos retribuyeran a los indios lo cobrado injustamente. Igualmente denunció los abusos que padecían los indios, Incluyendo la esclavitud que no faltaba quien la practicaba en contra de las Leyes y ordenanzas que reiteradamente la prohibían. El obispo de Popayán no solo denunció, sino que exigió el remedio y castigo a los infractores. El obispo Lartaún del Cuzco, mandó redactar una cartilla en la lengua quechua, y pidió al Consejo de Indias que hubiera un fiscal en cada doctrina que fuera nacido en el lugar “como persona que tiene noticia y conoce a todos los indios, para efecto de hacer que acudan a oír misa y que las criaturas que nacen sean bautizadas y los enfermos sean confesados y reciban los demás sacramentos, y los muertos se entierren en sagrado.” Igualmente denunció a impedían su evangelización, a quienes los tenían mal pagados y mal alimentados.
Los obispos del Cuzco, Quito y Popayán elevaron al Consejo de Indias un memorial sobre nueve causas de malestar de los naturales y su remedio, siendo una vigorosa denuncia de los males que se daban en la zona andina. Los atropellos de los Corregidores son continuamente señalados en informes a Lima y Madrid, lo que demuestra que se hacía poco caso a las disposiciones para remediar los males.
Las formas de excesos y abusos de numerosos clérigos fueron también continuamente denunciadas en cartas, memoriales e informes por virreyes, obispos, religiosos e incluso laicos, como lo hizo el ya mencionado Guamán Poma de Ayala. Las correcciones y sanciones fueron también una constante de las autoridades eclesiásticas y civiles.