PRESIDENCIA DE ORTIZ RUBIO. Consolidación del anticlericalismo mexicano

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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BREVES DATOS BIOGRÁFICOS

Pascual Ortiz Rubio nació el 10 de marzo de 1877 en Morelia, Michoacán. Fue un militar, ingeniero topógrafo, diplomático y político mexicano. Se desempeñó como presidente de México del 5 de febrero de 1930 al 2 de septiembre de 1932.

Ortiz Rubio fue autor de «Historia de Michoacán», «La Revolución de 1910. Apuntes Históricos», «Apuntes geográficos del Estado de Michoacán de Ocampo», «Memorias de un penitente» y «Discursos políticos», entre otros títulos.

Su llegada a la presidencia de México se dio a través de un proceso electoral irregular y manipulado por el grupo en el poder, específicamente por el autodesignado “jefe máximo” –Plutarco Elías Calles–, quien recientemente había fundado el Partido Nacional Revolucionario (PNR), “el cual fue diseñado como el instrumento adecuado para que la «familia revolucionaria» conservara el poder (…) Los pronósticos acerca de los posibles fraudes que cometería en las elecciones el partido oficial se quedaron cortos pues, además de ellos, en casi todo el país se desató la violencia contra los votantes”.[1]

En efecto, durante la campaña electoral la diferencia entre el candidato oficialista y su oponente, José Vasconcelos, fue evidente: Vasconcelos no tenía maquinaria política, ni recursos económicos, ni fuerza armada, mientras que Ortiz Rubio contaba con el aparato estatal, el ejército, los caciques regionales y una estructura organizada en gran parte del país; la campaña vasconcelista fue un movimiento urbano, sostenido por jóvenes idealistas de clase media, mientras que la disciplina partidista (obediencia total al Comité Ejecutivo Nacional del Partido Oficial y a Calles) y el ecumenismo ideológico (aceptar a todos los grupos políticos y sociales para mantener la unidad revolucionaria) fueron los principios rectores de la campaña oficialista.[2]

Durante las elecciones la hostilidad a los votantes fue generalizada, y en casi todas las poblaciones corrió la sangre con decenas de muertos y cientos de heridos; el resultado oficial fue una burla sarcástica al sentido común; la Comisión Electoral de la Cámara de Diputados dio a Ortiz Rubio 1,948 848 votos, y a Vasconcelos, apenas 110, 979.

CALLES, EL TIMONEL DE LA REVOLUCIÓN

Pascual Ortiz Rubio, carrancista y después obregonista, desempeñó diversos puestos burocrático militares y en agosto de 1917 asumió la gubernatura de Michoacán. Después en 1924 fue embajador en Alemania y desde 1926 en Brasil, de donde fue llamado para presentarse como candidato del PNR a la presidencia de la República. ¿A quién se le ocurriría convertir en primer mandatario de la nación a un hombre como Ortiz Rubio? Todo tiende a coincidir en que fue a Calles: al michoacano le faltaban apoyos y no tenía ambiciones personales. Todo cuadraba para hacer de él un dócil instrumento en manos del jefe máximo.

Lo seguro parece ser que Ortiz Rubio reunió un consenso generalizado entre los grupos gobernantes por su debilidad política, la que –por lo menos– garantizaba que no sería peligroso para ninguno de ellos. Ortiz Rubio, por su parte, siempre estuvo convencido que era Calles quien había decidido que él fuera presidente.

El general Calles, autor de la sangrienta persecución religiosa en 1926, fue el principal factor de unidad ideológica y política de los revolucionarios mexicanos. Su guía los mantuvo unidos, a pesar de todo, y sus opiniones normaban el pensamiento y la acción de los gobernantes. El también impuso a los integrantes del Gabinete Presidencial y a los titulares de los puntos clave del régimen: al general Lázaro Cárdenas lo puso al frente del Partido Oficial para controlar a todos los gobernadores de los Estados y legisladores; al general Eulogio Ortiz que se había distinguido en el asesinato de cristeros, lo designó jefe del Estado Mayor presidencial; al connotado masón Aarón Sáenz lo nombró Secretario de Educación; al general Saturnino Cedillo, que en 1929 se había destacado en el asesinato de los dirigentes cristeros y vasconcelistas, lo nombró Secretario de Agricultura, etc., etc.,

EL IMPERATIVO DE LA RECONSTRUCCIÓN NACIONAL

La idea callista de la revolución tenía, indudablemente, una gran ventaja: había superado la etapa de la guerra a muerte con sus enemigos; ahora, hecha gobierno, buscaba un nuevo concierto nacional de todos los sectores sociales, incluso de los que habían sido sus enemigos.

Claro que los obreros y los campesinos seguían siendo sus hijos predilectos y se les siguió ofreciendo, con profusión, que se les apoyaría en la lucha por sus derechos legítimos; pero empezó a decírseles que no esperaran todo de la revolución o de su gobierno y que ellos debían hacer algo por sí mismos.

Puede decirse que, una vez llegado al gobierno, Ortiz Rubio se atuvo –en lo general– a los principios que él y los voceros del PNR esbozaron durante la campaña electoral. No había mucho que cumplir, porque el futuro presidente de la República había prometido poco; adivinaba, por otra parte, que tendría un gobierno difícil en las condiciones que planteaba el estallido de la crisis mundial que comenzaba a abatirse también sobre México.

Ante todo, se debía resaltar la nueva función del Estado revolucionario frente a la sociedad en su conjunto, como el organizador del esfuerzo colectivo que no iba a admitir exclusiones de ninguna especie y que reuniría a todos los mexicanos bajo su dirección. Así lo señaló en su toma de posesión del cargo, el 5 de febrero de 1930: “el Gobierno que hoy se inaugura estima que debe realizar plenamente su función de coordinador de todas, absolutamente de todas las actividades sociales”.[3]

Sin embargo, la persecución a los lideres vasconcelistas contradecía la demagogia oficialista; el régimen revolucionario volvió a usar la estrategia usada poco antes contra los dirigentes de la Cristiada tras los «arreglos» de 1929: eliminar selectivamente a los jefes cristeros para descabezar futuras rebeliones.

“El régimen redobló la persecución del vasconcelismo (…) Una de las más crueles matanzas fue la de Topilejo (febrero 14 de 1930) y corrió a cargo de subordinados del general Maximino Ávila Camacho. Veintidós vasconcelistas, incluso el octogenario general León Ibarra, fueron mutilados y luego muertos a tiros (…) enterrándolos en un pozo cerca de la carretera de Cuernavaca.”[4]

MARCHA ATRÁS EN LA REFORMA AGRARIA

Sin duda, el problema que más angustiaba a los revolucionarios en aquellos días era el rumbo que debía darse a la reforma agraria. En esta, como en otras materias, desde luego era Calles el que daba las directrices en los campos ideológico y político. Por lo general, prefería utilizar la charla privada o el contacto personal para expresar sus objetivos e influir en el ánimo de los demás. No le gustaba hacer definiciones en público, salvo en muy contadas e importantes ocasiones.

El objetivo era claro y se perseguía en dos direcciones: una, institucionalizar la reforma agraria, de suerte que no siguiera dependiendo de los golpes de mano de los políticos o los líderes de las masas campesinas en lucha por la tierra; dos, calmar y disipar los temores de las clases propietarias que vivían aterrorizadas por la reforma agraria y que buscaban cualquier oportunidad para poner a buen recaudo sus bienes, llevándoselos al extranjero, por ejemplo, o se negaban a invertir, temerosas de perder todo lo que tenían.

La idea que se estaba imponiendo era que la reforma agraria se había hecho para producir y no para hacer justicia, como rezaba la vieja ortodoxia revolucionaria. Poco más de un mes después de que se tuviera el último Acuerdo Colectivo sobre la cuestión agraria, El Universal publicó unas supuestas declaraciones del general Calles que cayeron como una bomba entre los círculos revolcionarios. En realidad, el jefe máximo no hacía sino repetir conceptos y opiniones que se habían expresado en las reuniones de Ortiz Rubio y su gabinete, pero dieron pie –con razón– para que muchos pensaran que se estaba decretando la defunción de la reforma agraria. El repartir tierra «a diestra y siniestra», según estas declaraciones, habría creado a la nación un «compromiso pavoroso», pues ahora debía, por concepto de duda agraria, mas de mil quinientos millones de pesos.

En efecto, “después de 1930, la Reforma Agraria sufrió una paralización bajo el gobierno de Pascual Ortiz Rubio. Esta fue congelada bajo la influencia del expresidente Calles (…) después de una estadía en Europa, este regresó convencido de que no era deseable la pequeña propiedad campesina, que esta más bien perjudicaba la modernización y estorbaba el desarrollo económico del país. Los decretos de diciembre de 1930 aumentaron la cantidad de categorías de grandes propiedades que no podían ser expropiadas. También limitaron las posibilidades de obtención de ejidos”.[5]

Como era de esperarse, casi todos los gobernantes se fijaron un plazo, la mayoría de menos de un año, para concluir la reforma agraria, y hubo algunos que de plano consideraron que e n sus estados la reforma estaba terminada. Desde luego, hubo gobernadores que se negaron a aceptar las claudicaciones de los gobernantes nacionales a los principios revolucionarios, en particular los de Veracruz, coronel Adalberto Tejada; Michoacán, general Lázaro Cárdenas, e Hidalgo, ingeniero Bartolomé Vargas Lugo.

MÉXICO EN CRISIS

La crisis económica mundial, que había estallado en octubre de 1929, comenzó a propagar sus devastadores efectos sobre el país, justo en los meses en que empezó a encarrilarse la administración de Pascual Ortiz Rubio. Todas las ramas de la economía mexicana que estaban conectadas con el mercado internacional ( minería, agricultura de exportación, ferrocarriles, petróleo), sufrieron de inmediato un impacto destructor.

Al finalizar 1930, unos catorce meses después de iniciada la crisis, el producto interno bruto había descendido un 12.5%, y solo hasta después de cinco años volvió a los niveles de 1928. Ciertamente, los gobernantes mexicanos nunca acabaron de entenderla y se la explicaron siempre, muy elementalmente, como un terremoto que había ocurrido en lejanas tierras y que a México había alcanzado creándole terribles problemas de los que no era responsable.

Se impone recordar aquí, aunque sea brevemente, el que acaso fue el principal experimento derivado de las concepciones de Calles realizado por el gobierno en materia hacendaria por aquella época: la Ley Monetaria del 25 de julio de 1931, por la cual se desmonetizó el oro, se prohibió la acuñación de pesos fuertes plata y se eliminaron las funciones ordinarias del Banco de México para mantenderlo únicamente como banco central, que su función original. La ley fue conocida como Plan Calles y aprobada por el Congreso a los gritos de “viva la plata, muera el oro”.

La crisis, desde luego, ponía a la orden del día la redefinición de las relaciones del Estado de la Revolución Mexicana con el capital y los empresarios, al mismo tiempo que se mantenían los principios de apoyo al trabajo. Se recordaba a menudo que el movimiento, apoyándose en los trabajadores de la ciudad y del campo, nunca había buscado la destrucción del capital, sino todo lo contrario, su promoción y su desarrollo, porque de ello iba a depender el bienestar general de la nación.

Había algunos políticos en particular, que les daban suficientes fastidios como para no confiar en el Gobierno; algunos de ellos eran los gobernadores de Veracruz –Tejada–, de Michoacán –Cárdenas– y de Hidalgo –Vargas Lugo–. Estos gobernantes, aplicando sus leyes locales expropiatorias, cuando los propietarios de los negocios privados operaban con pérdidas o estaban en peligro de quiebra, expropiaban estos negocios y los entregaban a los trabajadores organizados en cooperativas.

LA LEY FEDERAL DEL TRABAJO

Para los empresarios, que demandaban la protección del Estado, y para los trabajadores, que exigían respeto a sus derechos, Ortiz Rubio tenía una respuesta: la expedición de la legislación federal del trabajo.

El presidente encargó a Aarón Sáenz –quien había pasado a ocupar la Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo– que elaborara un proyecto de Ley Federal del Trabajo para presentarlo lo más pronto que fuera posible al Congreso de la Unión.

Ciertamente, la ley de 1931 no fue de ninguna manera una creación ex novo, de la nada. Durante quince años los revolucionarios habían estado legislando en todos los órdenes en materia de trabajo y casi no había problema de las relaciones obrero patronales o de política laboral que no hubiesen intervenido jurídicamente. Sin embargo, fue la primera ley en establecer un marco legal completo para las relaciones laborales en México.

Como había ocurrido siempre en la ideología socialista, la protección que el Estado dispensaba a los trabajadores se justificaba por la debilidad extrema de los mismos frente a sus explotadores; ahora se recurría al mismo principio para imponer el control y la vigilancia absoluta del Estado sobre el funcionamiento de los sindicatos. Con el sindicato sucede lo que con el partido político: que los tratadistas no acaban de ponerse de acuerdo si es una institución pública o privada. Ni los regímenes fascistas resolvieron la cuestión pues mientras, por un lado refundían a la organización sindical en los ministerios de corporaciones (instituciones públicas), por el otro regulaban las relaciones obrero patronales como instituciones de derecho privado (capítulos especiales de los códigos civiles).

En el derecho mexicano la ambigüedad de la materia quiso resolverse creando una legislación aparte, ni pública ni privada; la solución del constituyente mexicano, sin disolver la ambigüedad, fue declarar el problema de las relaciones laborales de orden público.

TÉRMINO DEL GOBIERNO DE ORTIZ RUBIO

Ortiz Rubio tenía una fama bien ganada de buen administrador debido a sus antecedentes como ingeniero, a su eficiente desempeño en puestos de menor jerarquía y en la iniciativa privada, y es probable que si su gobierno no hubiera estado tan sometido a los designios del jefe máximo y la crisis mundial, no hubiera afectado como lo hizo la economía mexicana, y habría manejado mucho mejor los asuntos del Estado.

Sin embargo, Pascual Ortiz Rubio terminó por renunciar a la presidencia de la República. “Sin autoridad moral, pues él más que nadie sabía que las elecciones las había perdido ante Vasconcelos, y sin poder real, pues todos sabían que las decisiones las tomaba Calles, el presidente Ortiz Rubio, profundamente deprimido, presentó su renuncia el 2 de septiembre de 1932, dos días después de haber rendido su segundo informe de gobierno”.[6]

Después de su renuncia, Plutarco Elías Calles designó como presidente a Abelardo L. Rodríguez para terminar el periodo presidencial de 1930-1934.

Bibliografía

Diario de los debates de la Cámara de Diputados del Congreso de los Estados Unidos Mexicanos. https://cronica.diputados.gob.mx/Debates/33/2do/Extra/19300205.html#:~:text=%22El%20Gobierno%20que%20hoy%20se%20inaugura%20estima,distanciamiento%2C%20de%20una%20desvinculación%20entre%20la%20Sociedad

Lajous Vargas, A. “El Partido Nacional Revolucionario y la campaña vasconcelista”. Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México. No. 7, 1979, pp. 147-165. Louvier Calderón, J. “Historia Política de México”, Editorial Trillas, México 2004.

Pecheron, N. “Problemas agrarios del Ajusco: Siete comunidades agrarias de la periferia de México (Siglos XVI-XX)”, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, México 2010.

NOTAS

  1. Juan Louvier Calderón, “Historia Política de México”, Editorial Trillas, México 2004, pp. 131-132.
  2. Cfr. Alejandra Lajous Vargas, “El Partido Nacional Revolucionario y la campaña vasconcelista”. Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México. No. 7, 1979.
  3. Diario de los debates de la Cámara de Diputados del Congreso de los Estados Unidos Mexicanos. https://cronica.diputados.gob.mx/Debates/33/2do/Extra/19300205.html#:~:text=%22El%20Gobierno%20que%20hoy%20se%20inaugura%20estima,distanciamiento%2C%20de%20una%20desvinculación%20entre%20la%20Sociedad
  4. Borrego Salvador, América Peligra, Ed. Del autor, México, 1973, p. 456
  5. Nicole Pecheron, “Problemas agrarios del Ajusco: Siete comunidades agrarias de la periferia de México (Siglos XVI-XX)”, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, México 2010, p. 166.
  6. Louvier Calderón, op. cit., p. 135.


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