MÁRTIRES DE SAHUAYO
Situada en el Estado de Michoacán, la ciudad de Sahuayo fue testigo doloroso de muchas de aquellas desenfrenadas locuras desatadas en 1926 por el Gobierno mexicano en contra de la población católica. Fue un tiempo de represiones y de violencias inauditas, ante las cuales pequeños “Davides” hicieron morder el polvo soberbios Goliats, que, humillados e incapaces de echar mano a los numerosos “Davides” que surgían por doquier, se ensañaba con el primero que caía en sus manos, o se vengaba ahorcando a los sacerdotes que encontraba, desollando los pies a niños o ancianos, sin miramiento alguno y desahogando su cólera con los civiles inermes, dando rienda suelta y desenfrenada a su humillación de derrotados “hasta saciar su antojo y la desvergüenza y el odio más apreciado en lo divino, como es la Casa de Dios” . En sólo dos meses, la población de esa ciudad fue testigo, primero del martirio de un cristiano de 14 años, y luego del martirio colectivo de 27 cristeros. Todos ellos prefirieron la muerte antes que renegar de su fe.
El culmen de la persecución religiosa fue precisamente el martirio del adolescente José Sánchez del Río, el 10 de febrero de 1928 en la iglesia parroquial de Sahuayo, convertida en gallinero y establo; profanada por la pérfida osadía de desalmados como el diputado Rafael Picazo, y consumada al rayar de la media noche de aquel día en el cementerio de la misma población. Los crímenes de la federación en Sahuayo por aquellos días, habían superado toda medida incluso de maquiavélica prudencia. A finales de marzo de 1928 los federales fusilaron, también en Sahuayo, a 27 cristeros hechos prisioneros el día antes en la cueva del Moral. La historia de esta matanza se encuentra recogida en la revista cristera «David» .
Los soldados federales habían logrado cercar y detener a un grupo de 30 cristeros en aquella cueva el 20 de marzo. Los cristeros, según el relato de uno de ellos, se habían refugiado en aquella cueva, tras un duro combate con la federación, porque dos de sus compañeros (Jesús Zambrano y Juan Aguilar) habían caído heridos y allí les llevaron. Uno de ellos, Zambrano, se encuentra en la lista de los que serán luego asesinados. Los federales cayeron sobre la cueva, los cristeros se defendieron heroicamente desde el 19 hasta el atardecer del 20; y los federales, no logrando sacarlos vivos ni dejarlos muertos, prendieron un montón de chiles y de hierba a la entrada de la cueva.
Así es que los defensores tuvieron que salir porque se ahogaban por el chile y el humo. Los llevaron a Cotija; allí los ataron de dos en dos y los llevaron a Jiquilpan (Michoacán), donde los encerraron en un calabozo. Al día siguiente, 21 de marzo de 1928, de Jiquilpan los llevaron a Sahuayo, donde los encerraron en el baptisterio de la parroquia. Precisamente en el mismo lugar donde poco más de un mes antes (el 10 de febrero anterior) había estado preso José Sánchez del Río; fue en ese mismo lugar donde lo torturaron salvajemente y de donde lo habían sacado para su martirio.
Uno de los supervivientes, Claudio Becerra, narra así lo que pasó: “A la una de la tarde del propio día [21], es decir dos horas después de nuestra llegada a Sahuayo, fuimos llamados por orden de lista, que antes habían forjado los callistas, e inmediatamente fusilados en el atrio del mismo templo. Después de la matanza -27 fusilados allí por la oficialidad, a pistola, sin formación de cuadro-, formaron a los muertos en dos hileras, en el pavimento del atrio y retratados juntamente con el jefe de nombre David Galván. Tres quedamos con vida, ya que se la reservaron a nuestro jefe cristero y a dos muchachos, siendo yo uno de ellos, escapándonos los dos jovencitos por nuestra tierna edad. Los tres supervivientes fuimos llevados a Zamora, Michoacán. La noche de nuestro arribo a Zamora, fusilaron a nuestro jefe. Otro día mi compañero y yo fuimos llamados a declarar. Nos tuvieron presos ocho días, al cabo de los cuales nos condujeron a México, dejándonos en la Inspección General de policía y al tercer día a la escuela correccional, de donde me fugué”.
Otros testigos de Sahuayo, entre ellos el sacerdote Miguel Serratos, que más tarde recogerá y dará sepultura a sus restos en el templo del Sagrado Corazón de Sahuayo y que por aquel entonces se encontraban muy cerca de la escena del crimen, relatan los hechos añadiendo algunos detalles más, que transcribimos como los recogemos de otras fuentes . Un capitán federal se presentó en el templo y ordenó que saliese uno de los presos. Salió uno y a la pregunta del oficial, éste le ordenó gritar “¡Viva Calles!”, con lo que le dejaría en libertad. La respuesta del cristero fue: “¡No! ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!”. La reacción del capitán fue pegarle un tiro en la cabeza con su pistola. Al cristero caído el capitán le propinó todavía otro tiro de gracia. Pasó a llamar a otro. Se adelantaron todos juntos. El capitán les exigió avanzar uno por uno. Luego se repitió la misma escena 26 veces. Y los 26 compañeros fueron gritando los “vivas” a Cristo y a la Virgen de Guadalupe como su primer compañero caído. Fueron cayendo asesinados por el oficial, uno a uno. Al final le quedaban tres; dos eran jóvenes muchachos; el tercero era el oficial cristero que mandaba al grupo. Ordenó que a los dos jóvenes muchachos fuesen llevados a un correccional. Lograron escaparse dos meses después. El capitán cristero fue mandado a Zamora para sacarle noticias sobre el movimiento cristero. Lo fusilarán allí tras haberle torturado en vano. Expusieron los 27 cadáveres de los asesinados, tirándolos malamente en el atrio de la parroquia, cerca de una planta de buganvilia en floración, para escarmiento de la población de Sahuayo. Cuentan los habitantes que horas después arreció un fuerte viento, y que las flores rojas de la buganvilia cayeron sobre los cadáveres de aquellos buenos confesores de Cristo, quienes hubieran podido salvar su vida renegándole. Luego calló un fuerte aguacero que lavó los cadáveres de los asesinados. Según nos dice López Beltrán, el superviviente Claudio Becerra volvió a Sahuayo años más tarde, acompañado de su padre, para visitar los restos de sus antiguos compañeros. Su padre le dice al capellán del templo del Sagrado Corazón de que Claudio solía tomar demasiado. El sacerdote lo llevó entonces ante las urnas que guardaban los restos de sus antiguos compañeros asesinados. Claudio entrevió la cubierta que las encerraba. Se quedó silencioso, en muda contemplación, y les pide: “Compañeros, pídanle a Dios me vaya al cielo a acompañarlos”. Cerró la tapa de la urna con fuerza y se retiró emocionado. Al salir, el Sacerdote le reclama porque habiendo sido un cristero y combatido por la Buena Causa, ahora se emborrachaba. Lloroso contestó al sacerdote: “Me emborracho, Padre, porque me da sentimiento que Dios no me quiso para mártir” . Aquellos martirios, en numerosos casos ciertamente formales en el más riguroso sentido del concepto cristiano, y aquellas represalias no amainaron los ánimos de la gente a favor del movimiento cristero y de reprimir sus sentimientos y de la confesión de su fe católica. La alimentaron aún más, como leña seca al fuego en un bosque en llamas.