TRANSMISIÓN DE LA FE EN EL NUEVO MUNDO I
Teología de la misión Nos parece conveniente desarrollar breve¬mente algunas consideraciones preliminares, que hacen al ámbito específico de la teología de la misión. Pues se trata, en última instancia, de ubicar los hechos que facili¬taron, a modos de medios o instrumentos, la comunicación de la fe de la España cristiana al Nuevo Mundo todavía gentil, dentro de aquel marco de pensamiento que nos ofrecen la Revelación y la ciencia teológica. Y desde cuya perspectiva los aconte¬cimientos históricos adquieren verdadero sentido y adecuada comprensión.
No debemos olvidar que la cuestión que nos ocupa guarda estrechísima relación con la eclesiología, ya que quienes comienzan a creer en Cristo (tienen fe en Él), me¬diante el bautismo (sacramento de la fe), pasan a constituir «un linaje escogido, sa¬cerdocio real, nación santa, pueblo adquirido..., que en un tiempo no era pueblo y ahora es Pueblo de Dios» (1 P. 2,9-10). Y como bien lo señala la Constitución Con¬ciliar Lumen Gentium: «Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe exten¬derse a todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el designio de la vo¬luntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos, que estaban dispersos, determinó luego congregarlos» (n. 13). Precisamente por la comunicación de la fe los «nuevos pueblos», descubiertos a partir de los viajes co¬lombinos, han pasado a formar parte del Pueblo de Dios, «germen segurísimo de unidad, esperanza y de salvación» (n. 9).
Con el término transmisión de la fe se alude (por lo general) a aquella actividad por la que la Iglesia comunica la luz del Evangelio a los hombres y a los pueblos de todos los tiempos y de todos los espacios geográficos, poniendo así de manifiesto su radical catolicidad, étnica y cultural, a la vez personal y colectiva. Esta es precisamente la misión de la Iglesia que se cumple en cada momento histórico ---como lo recuerda el Concilio Vaticano II- «por la operación con la que, obediente al mandato de Cristo y movida por la gracia y la caridad del Espíritu Santo, se hace presente en acto pleno a todos los hombres o pueblos, para llevarlos, con el ejemplo de su vida y la predicación, con los sacramentos y los demás medios de la gracia, a la fe, la libertad y la paz de Cristo, de suerte que se les descubra el camino libre y seguro para partici¬par plenamente del misterio de Cristo».
El significado y la realidad de esta actividad, como componente esencial de la historia de la salvación, son puestas de manifiesto por las fuentes neo testamentarias y patrísticas. Significación o sentido original del que es necesario "hacer memoria" si ahora pretendemos alcanzar una comprensión mucho más profunda y realista del proceso evangelizador que se inicia en América a partir del descubrimiento colombi¬no. Se trata evidentemente de nuevos anuncios y testimonios sobre Jesucristo y su Reino -ahora desplegados en el espacio americano-- que a modo de manos que se toman y entrelazan, o de eslabones de una inmensa cadena que se engarzan y sellan con firmeza, prolongan y actualizan la misión universal de los apóstoles que crece sin pausa ni reposo desde Pentecostés hasta la Parusía. Liberando así aquellos poderes salvíficos y humanizadores que constituyen, sin duda alguna, la trama histórica más auténtica y valiosa del «V Centenario», que a modo de substancia o médula genuina alimentan, vivifican y legitiman los diversos actos celebratorios.
De este modo, la teología de la misión viene a iluminar con sus aportes específicos el discurso histórico, ofreciendo al mismo el marco de una reflexión mu¬cho más profunda y enriquecedora que, al trascender lo puramente fáctico (el hecho del 12 de octubre de 1492), devela las motivaciones y causas últimas que explican efectivamente la trayectoria de la Iglesia en América. Apelando a esta teología, el Papa Juan Pablo II, con el evidente propósito de señalar desde el magisterio la hermenéutica que debe emplearse en todo intento interpretativo, subrayó: «Lo que la Iglesia celebra en esta conmemoración no son acontecimientos históricos más o menos discutibles, sino una realidad espléndida y permanente que no se puede subestimar: la llegada de la fe, la proclamación y difusión del Mensaje evangélico en el continente. Y lo celebra en el sentido más profundo y teológico del término: como se celebra a Jesucristo, Señor de la historia y de los destinos de la humanidad, "el primero y más grande evangelizador", ya que Él mismo es el "Evangelio de Dios" (E.N n. 7) ».
Esta perspectiva permite que la lectura de tales acontecimientos se realice, por lo tanto, desde el corazón mismo del misterio de la salvación, revelado para toda la hu¬manidad en el Verbo hecho carne, en el que quedaron asumidos para siempre los pueblos de América Latina; «conocidos por Dios desde toda la eternidad, abrazados siempre con la paternidad que el Hijo ha revelado "en la plenitud de los tiempos" Gal. 4,4». Designio salvífico del Padre que confiere, a su vez, entera actualidad, no sólo histórica, sino ante todo teológico-pastoral, al conjunto de aquellos "actos" y "gestos" evangelizadores primigenios, desplegados al comienzo de nuestra historia para darle cumplimiento, cuya fuerza de testimonio y vitalidad en el orden de la fe interpela a la Iglesia de hoy, llamándola a reconocerse a sí misma en esa tradición vi¬va de misión y santidad, e invitándola con apremio a asumir el compromiso de una evangelización renovada «que continúe y complete la obra de los primeros evangelizadores».
Se trata, en concreto, de continuar y completar aquella obra que Fray Toribio Motolinía, uno de los primitivos cronistas religiosos de Nueva España, describe en estos precisos términos al recordar la figura de los "Doce Apóstoles" franciscanos: “Vinieron a esta tierra como a otro Egipto, no con hambre de pan, sino de ánimas, do hay abundancia, no tampoco para de ella sacar y llevar vituallas o mantenimientos, sino a traerles alimentos de fe y doctrina evangélica y sacramentos de Jesucristo, Señor universal, para todos los que en él creyeren y lo recibieren, tengan vida eterna en su santo nombre».” Y al momento de apreciar la extensión de los trabajos, con el fervor apostólico de abrazar todo lo que en su época se conocía, añade respecto de los reli¬giosos: «cuyo sonido y voz en toda la redondez de aqueste Nuevo Mundo ha salido y ha sonado hasta los confines de él, o la mayor parte»." Viene así a cumplirse en esta nueva geografía el designo salvífica de Dios Padre, «escondido desde siglos y genera¬ciones, y manifestado ahora ... a los gentiles ... que es Cristo ... , la esperanza de la glo¬ria» (Col. 1, 26-27); mediante el cumplimiento del mandato apostólico que el Hijo confió a sus discípulos (Mt. 28,19-20): «y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Ju¬dea y Samaría, hasta los confines de la tierra» (Hech. 1,8). Motolinía piensa con toda razón que el conocimiento de esta obra despertará en todo creyente sentimientos de profunda admiración y gratitud, pues, como se lo dice al Conde de Benavente, al dedicarle los Memoriales: «Se gozará en saber y oír la salvación y remedio de los conver¬tidos en este Nuevo Mundo, y en el fruto de la cruz de Cristo y de su pasión»."
Tras estas observaciones previas, vengamos a comentar más en detalle el tema que nos ocupa. Aquellos sonidos y voces de los primeros operarios franciscanos -en¬riquecidos por otras gargantas y ampliados a otras latitudes- cobraron la forma de un apostolado organizado, que posibilitó la cotidiana encarnación del euntes docete evangélico, uno de cuyos componentes esenciales fue la catequesis. En esta oportuni¬dad precisamente queremos referirnos a la acezan catequística, volcada de lleno en fa¬vor de las comunidades indígenas. En cuanto al tratamiento de la cuestión, algunas breves observaciones nos permitirán ganar en claridad y precisión de objetivos y método. Pues así enunciada resulta algo imprecisa y excesivamente amplia, dado el carácter del presente trabajo. En concreto, entre las diversas posibilidades de investigación, optamos por tratar dos temas o aspectos básicos. En primer lugar, nos detenemos a presentar los medios o recursos (al menos los más significativos), verda¬deros "subsidios pedagógicos", que la inventiva de los misioneros supo poner al ser¬vicio de la catequesis, como formas adecuadas y eficaces de comunicar la fe. El trata¬miento de este tema resulta necesario si se desea realizar una lectura exacta y com-prensiva de este fenómeno, tan rico como aleccionador. A continuación, conociendo ya los principales "instrumentos" o "subsidios" pedagógicos, pasamos a considerar el contenido catequístico que por boca de los doctrineros y de sus colaboradores se les propone a los naturales, a modo de instrucción pre y post bautismal. Ante la imposi¬bilidad de analizar todas las secuencias o áreas temáticas, prestamos especial atención a algunos aspectos de la catequesis dogmática, moral y sacramental, ámbito privile¬giado para percibir la dinámica misional al servicio de la trasmisión de la fe. En cuanto a las precisiones del tiempo, espacio y fuentes, debemos tener en cuenta lo si¬guiente. Nos limitamos a hablar del siglo XVI, privilegiando así los orígenes y las pri¬meras consolidaciones de la obra misionera. El marco de referencia geográfica y humana está dado por las experiencias y la práctica tal cual se fueron delineando en México y Perú, a través de los aportes de las órdenes religiosas, y, sobre todo, de la legislación de los concilios provinciales y sínodos diocesanos. Por último, en cuanto a las fuentes, nos servimos de documentación variada y segura, pero de modo especial tenemos presente dos obras de época, fundamentales: la «Historia Eclesiástica India¬na» del franciscano Jerónimo de Mendieta, para México; y el «De Procuranda Indo¬rum Salute» del jesuita José de Acosta, para el Perú.
Por último, a modo de apéndice documental incluimos el texto del Catecismo del Tercer Concilio Provincial de México (1585). Entendemos que el mismo constituye la par¬te más original de nuestro trabajo, pues se trata de la publicación de un inédito, según las noticias que nos han llegado al momento de escribir estas líneas. Ponemos así al alcance de los lectores, la posibilidad de hojear personalmente un cate¬cismo representativo de las preocupaciones de la Iglesia en relación a la "doctrina de los naturales", cuya redacción y publicación fue decidida por el mismo episcopado mexicano reunido en Concilio. Hecho que lo convierte en catecismo conciliar; y, por lo mismo, revestido de particular autoridad doctrinal y específica normatividad pas¬toral. Los desafíos que a la Iglesia le pre¬senta la "nueva evangelización", vuelven a cobrar vi¬da desde el fondo de nuestro pasado, y a resonar con honda fuerza testimonial aque¬llos viejos textos que atesoran para las nuevas generaciones la "memoria" de los orígenes del cristianismo en el Continente. Al leerlos nos revelan su profunda significación y trascendencia dentro de la dinámica histórica que encarna a lo largo de los siglos el mandato apostólico de Cristo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (M t 28, 19-20). El catecismo que presentamos es un claro ejemplo de ello.
EL ANUNCIO DE LA FE: RECURSOS Y MEDIOS
1. Resonancias "nuevas" del "antiguo mandato" Dijimos al comienzo, que con el empleo del término transmisión de la fe, de ordi¬nario se alude a la actividad misionera de la Iglesia en favor de los hombres, cuyo significado y realidad ponen de manifiesto las fuentes neo-testamentarias y patrísticas. Significado que ahora queremos rescatar para así ubicarnos en la perspectiva de una lectura no sólo histórica, sino también de signo teológico-pastoral, del evento evange¬lizador que se desplegó en el Nuevo Mundo a partir de su descubrimiento.
El verbo "transmitir" (del latín transmittere = enviar o pasar de un lugar a otro, transportar, trasladar, transferir, recorrer, atravesar, etc.) tiene evidentemente un sentido activo. Y con las connotaciones propias que le otorga el derecho, hace re¬ferencia al acto por el que se entrega a otro un objeto, cosa o valor con el deseo de compartir, ceder o enajenar. A su vez, en el lenguaje cristiano y eclesiástico de los primeros siglos, queda estrechamente ligado al verbo tradere (entregar, comunicar) y al sustantivo paradosis, traditia (el objeto o contenido, el conjunto de la fe o de la doctrina cristiana).
De este modo, el término "transmisión" evoca de inmediato el hecho mismo de la tradición o paradosis eclesial, que de una manera general es concebida por los Santos Padres como la propagación de una única realidad salvífica, que tiene su fuente original en Dios Padre, que cobra realidad en Jesucristo, el Hijo enviado, que es por él confiada a los Apóstoles y que a partir de Pentecostés se comunica a toda la humanidad (judíos y gentiles) por ministerio de la Iglesia. Esta tradición (en el senti¬do que nos interesa aquí) incluye, a modo de objeto o contenido, la fe; la manera de vivir, de orar y de celebrar propias de la Iglesia. Es decir: la doctrina y enseñanza re¬cibida de los Apóstoles y atestiguada en las santas Escrituras (traditia); la profesión de fe, de la fe transmitida desde los Apóstoles y que es constitutiva de la Iglesia, que se recibe durante la instrucción catecumenal y que se profesa en el bautismo (redditia symboli); las costumbres cultuales o litúrgicas; las reglas de conducta; los elementos de disciplina; y los ejemplos o maneras de obrar. La tradición se atribuye a los apóstoles como a su origen, y a la Iglesia como al sujeto que la aporta y la transmite a las nuevas generaciones de cristianos.
En cuanto al verbo tradere, expresa «el modo según el cual la manifestación de Dios, de su misterio, de su plan de salvación, llega a cada hombre para convertirse, una vez recibidos en la fe, en principios de salvación. Esta transmisión, afectada o ca¬lificada por la autoridad de su origen, puede ser una transmisión de escritos, o de doctrinas y preceptos orales: poco importa. La idea esencial es la de la transmisión de un contenido de verdades y de principios de vida, a la vez normativos y eficaces para la salvación».
La Iglesia antigua, por lo demás, posee conciencia vivísima de ser la portadora o depositaria de la totalidad de esta realidad salvífica; y de haber recibido el encargo de comunicarla con la misma autoridad de origen, divina y apostólica, según palabras de Jesús resucitado: «Como el Padre me ha enviado, así os envío Yo» (Jn.20, 21). Ministerio que debe ejercer a nivel ecuménico o universal, en favor de «todas las gentes» (Mt 28, 19), superando así todas las fronteras humanas y geográficas, pues él mismo ha declarado: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena noticia a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea, se condenará» (Mt. 16, 15-16).
Según se desprende del breve análisis de palabras que precede, se trata de la «obra» de difundir el mensaje y la fe que los apóstoles enseñaron (contenido de la paradosis eclesial), a la que ellos mismos dieron comienzo en Jerusalén; y que luego la Iglesia, a modo de una creciente invasión del mundo, continúa desplegando siglo tras siglo, pueblo tras pueblo, con el deseo de alcanzar las dimensiones mismas del Universo. Primero fue el medio humano judío, griego y romano; luego el bárbaro, africano y asiático; y desde los viajes colombinos, el americano, a quien también se le debe proponer el anuncio de la fe en Cristo Salvador, según el kerigma o anun¬cio apostólico que la tradición, guiada por el Espíritu Santo, ha mantenido vivo e inalterable desde aquella lejana época.
Designo de salvación que el Papa Juan Pablo II expresó en estos términos en el mensaje a los indígenas de México, en el trans¬curso de su visita apostólica en el año 1979: «También vosotros, habitantes de Oa¬xaca, de Chiapas, de Culiacán y los venidos de tantas otras partes, herederos de la sangre y de la cultura de vuestros nobles antepasados -sobre todo los mixtecas y los zapotecas-, fuisteis "llamados a ser santos, con todos aquellos que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo" (1Cor. 1, 2). El Hijo de Dios "habitó entre nosotros" para hacer hijos de Dios a aquellos que creen en su nombre (cf Jn. 1, 11 ss.); y confió a la Iglesia la continuación de esta misión salvadora allí donde haya hombres. Nada tiene, pues, de extraño que un día, en el ya lejano siglo XVI, llega¬ran aquí, por fidelidad a la Iglesia, misioneros intrépidos, deseosos de asimilar vuestro estilo de vida y costumbres para revelar mejor y dar expresión viva a la imagen de Cristo». Esta conciencia es, por lo tanto, la que continúa viva y operante al momento que la Iglesia emprende, con la ayuda de la Corona española, un "nuevo" cumpli¬miento del "antiguo mandato", ahora en el dilatado y polifacético espacio de las In¬dias occidentales. Idea y realidad que expresamente refiere, por ejemplo, nuestro ya mencionado Motolinía, comprometido de lleno en la obra, que desde México, hacia 1540, percibe en estos términos esa "cascada" de anuncios y testimonios que, a ma¬nera de eco actualizado, partiendo de la antigua y distante Jerusalén de los apóstoles, llega al Nuevo Mundo por entero: «Envió, pues, Jesucristo a sus doce a predicar por todo el mundo, y en toda parte y lugar fue oída y salió la palabra de ellos, a cuyo ejemplo San Francisco fue y envió a sus frailes a predicar al mundo, cuya noticia fue pu¬blicada o divulgada en todo el mundo de que hasta nuestros tiempos hubo noticia, así de fieles como de infieles. Ahora que nuestro Dios descubrió es¬te otro mundo, a nosotros nuevo, porque ab aeterno tenía en su mente elec¬to al apostólico Francisco por alférez y capitán de esta conquista espiritual, como adelante se dirá, inspiró a su vicario el Sumo Pontífice, y el mismo Francisco a nuestro padre general, que es asimismo vicario suyo, enviasen los sobredichos religiosos [los Doce Apóstoles], cuyo sonido y voz en toda la redondez de este Nuevo Mundo ha salido y ha sonado hasta los fines de él, o la mayor parte».
2. La "acción pastoral" al servicio de la fe Desde 1492 son los diversos pueblos de América, como dijimos, los que se hacen presentes en el horizonte misionero español. Cada uno con su propia memo¬ria histórica y su particular fisonomía cultural. Pero todos despertando en la con¬ciencia de la Iglesia idénticas preocupaciones de orden religioso y humano: propo¬nerles la Salvación en Jesucristo. Se planteaba, así, la urgencia de iniciar en medio de las comunidades indígenas el desarrollo de una acción pastoral que permitiera en¬carnar en ellas las promesas y realidades salvíficas contenidas en el euntes docete de Jesús.
De hecho, la Iglesia organizó esta "acción" en torno al ejercicio de ciertos mi¬nisterios (o ámbitos pastorales) específicos, que en términos actuales (bíblicos-teoló¬gicos) podríamos reconocer como: profético, litúrgico y caritativo. a) El ministerio profético (misión-martyría) corresponde al anuncio y verificación del Evangelio a personas o comunidades que todavía no tienen noticia de Cristo. Siempre es servicio de la palabra o de la fe teologal. Su finalidad primordial es des¬pertar la fe, descubrir el sentido del verdadero Dios y revelar al hombre el significa¬do de su propio destino. En la práctica pastoral indiana podemos distinguir funda¬mentalmente dos niveles. La evangelización, primera proclamación (con hechos y palabras) del mensaje cristiano, con un propósito de profunda conversión a Jesu¬cristo y su evangelio (kerigma). En boca de los evangelizadores es, a la vez, testimo¬nio y profesión de fe en el misterio de Dios, anuncio explícito de la obra de Jesús (revelador o mensajero del Padre) y manifestación del sentido último de la existen¬cia humana. Y la catequesis (segundo momento de la praxis cristiana), como educación intensiva o catecumenal de la fe que la evangelización ha despertado. Ba¬jo este aspecto comprende, a la vez, enseñar los puntos esenciales de la fe (conteni¬dos y actualidad), educar en la realidad de la vida cristiana (compromisos de la fe) y en la vigencia de los sacramentos, y motivar el desarrollo armónico del perfil mo¬ral del cristiano.
b) El ministerio litúrgico (leüurgía-doxología), por su parte, introduce al creyente a la celebración de los misterios cristianos. Es servicio de esperanza, alabanza, súplica e intercesión. Revela en las distintas acciones sagradas el agradecimiento a Dios y pa¬tentiza el sentido profundamente esperanzador del cristianismo frente al devenir de la historia y del mundo. En resumen, mediante el culto y la administración de los sa¬cramentos, la Iglesia actualiza la obra pascual de Cristo Jesús, que comprende, para cada hombre que se acerca a la fe, el asumir la realidad misma de su salvación, la po¬sibilidad de vivir ya los bienes del Reino y la donación del Espíritu.
c) El ministerio caritativo (diakonía-promoción-desarrollo-liberación), por último, se presenta, ante todo, como un servicio típicamente eclesial destinado a promover, mediante el desarrollo de la justicia y de la paz, el verdadero y auténtico crecimiento del hombre. Siempre sujeto a los problemas sociales y económicos de su época; y a situaciones concretas de injusticia y opresión que postergan sus derechos, su digni¬dad, su bienestar material y sus preocupaciones espirituales y religiosas. Esta función "socio-pastoral", eminentemente caritativa y liberadora, revela el misterio de la edificación del Reino, mediante la construcción de una sociedad más humana y fra¬terna, más justa y libre.
Estos son, pues (a grandes líneas), los "ministerios" que conforman básica¬mente la "acción pastoral" en favor de la "misión"; y mediante cuya "ejecución" la Iglesia afrontó siempre (en distintas épocas y lugares) la realización de nuevas experiencias de evangelización. Por lo tanto, esta secular práctica estaba llamada, asimis¬mo, a inspirar el desarrollo y los contenidos de la "misión" en el Nuevo Mundo. Los indios, como todos los hombres, tenían necesidad del anuncio, de la "vida sacramen¬tal" y de la "promoción caritativa total".
Pero, desde el punto de vista de los evangelizadores (por largos años los miembros de las Órdenes mendicantes), la ejecución concreta de tal programa susci¬tó de inmediato la cuestión de los métodos y medios de la evangelización, acorde a las circunstancias de tiempo, lugar y cultura. De esta manera, la dinámica misma del "hecho" misional planteó la urgencia de contar a la brevedad con los instrumentos pastorales adecuados para dar comienzo a la tarea. Dentro del ámbito de estas necesi¬dades, la pedagogía propia de la fe se manifestó fecunda y creativa. Desde un co¬mienzo supo imaginar y hallar (a fuerza de abnegación e ingenio) una vasta serie de "medios" y "recursos" que puso de inmediato al servicio de la obra evangelizadora; entre ellos, la educación, la asistencia social, la música, el canto, la danza, la arquitec¬tura, la pintura, el teatro, etc. Se despertó, así, una secreta e inagotable capacidad pastoral «ligada a un momento de grande reflexión teológica y a una dinámica inte¬lectual» que impulsó «universidades, escuelas, diccionarios, gramáticas, catecismos en diversas lenguas indígenas y los más interesantes relatos históricos sobre los orígenes» de los pueblos que hoy constituyen América Latina." Si prestamos atención a la índole o condición de estos "medios", vamos a re¬ferirnos únicamente a los instrumentos de carácter literario (escritos, libros, manuscri¬tos, etc.), que en su conjunto constituyen la literatura catequético-misional hispanoamericana, tan copiosa y variada, como brillante y meritoria desde el punto de vista religioso y cultural (vocabularios, gramáticas, historias naturales y morales, historias de los indios, cartillas, doctrinas, catecismos, confesionarios, vidas de santos, obras de teatro, etc.). La cual podemos considerar, sin duda alguna, como sumamente repre¬sentativa de la problemática misionera de aquel momento en razón de su pronta apa¬rición, su notable calidad y su inestimable contribución a la evangelización de los naturales. Por último, en relación al contenido de nuestra investigación, nos propo¬nemos tratar dos temas básicos: los recursos etno-lingüísticos y los catequético-sacra¬mentales.
3. Artes y gramáticas Una vez que los misioneros pudieron afianzar su presencia en las distintas re¬giones, comenzaron a estrechar lazos pastorales con la nueva realidad humana que revelaba aquella extensa y cambiante geografía. Ese mundo desconocido y hermético se les presentaba, ante todo, bajo el alarmante signo de la más acentuada diversidad, rasgo que podía dificultar en mucho los avances y la solidez de la evangelización ini¬ciada en las grandes islas caribeñas. Lo disímil y variado se hacía presente en cada avance geográfico: diversidad de pueblos y tribus (distintos en los niveles culturales alcanzados), diversidades políticas y sociales (distintas formas de gobierno, de orga¬nización tribal y económica); diversidad religiosa (un factor común: idolatría y ani¬mismo, pero acentuadas diferencias en los panteones, ceremonias, ritos y supersticio¬nes); y, por último, diversidad idiomática (lenguas particulares y generales), que a la manera de una nueva Babel dejó a los primeros evangelizadores a merced de una incomunicación total con el medio ambiente indiano.
El choque permanente con éstas y otras dificultades bien pronto hizo com¬prender a todos que las mismas podrían ser vencidas con éxito, a condición de obte¬ner de esa polifacética realidad humana un doble "conocimiento" y "noticia", que desde sus comienzos reclamaba la empresa evangelizadora: 1) el lingüístico, que llevaría, tras el paciente estudio, al perfecto dominio oral y escrito de las distintas len¬guas aborígenes, mediante la redacción de vocabularios y gramáticas (para muchos, una perfecta reedición del don de lenguas propias del primer Pentecostés, que ven¬dría a posibilitar la tan buscada intercomunicación entre los predicadores y los nue¬vos oyentes del mensaje cristiano); y 2) el etnográfico (visión comprensiva del alma indígena en sus tradiciones, y en sus capacidades intelectuales, volitivas y afectivas) que luego, a través de la penetrante pluma misional, llegaría a alcanzar la categoría de los magnos relatos históricos sobre los orígenes y características culturales de los dife¬rentes pueblos y etnias precolombinos.
Pero estas dos conquistas (de cariz netamente evangélico) no se alcanzaron de inmediato; reclamaron años de esfuerzos, atenta observación y paciente aprendizaje. Sin embargo, no por ello la actividad misional quedó paralizada, ni menos claudicó en sus objetivos de continua expansión. Por el contrario, venciendo con entereza los inconvenientes que se fueron dando, nacidos todos ellos del medio humano en el que se movía, logró dar con firmeza los primeros pasos y conseguir numerosas conversio¬nes. Aunque, por cierto, sus movimientos quedaban entorpecidos, y como debilita¬dos en sus alcances y efectos, por las lógicas limitaciones que imponían aquellas cir¬cunstancias iniciales, entre las que hacía sentir su peso la incapacidad absoluta de ex¬presarse todavía en el lenguaje propio de los naturales a quienes se intentaba atraer en la fe.
Pero la efectiva conquista del "verbo" indígena se comenzó realmente a vis¬lumbrar con la organización de los vocabularios o léxicos en base a caracteres latinos; y culminó brillantemente con la redacción de los primeros artes y gramáticas, que por fin revelaron los secretos y articulaciones propias de la morfología y la sintaxis de ca¬da una de ellas. Con estos avances, tan fundamentales en el campo de la incipiente lingüística, llegó, a su vez, para los doctrineros el anhelado momento de estar en condiciones no sólo de predicar de viva voz en los templos y patios conventuales, en las plazas de los pueblos y las escuelas, sino también de componer las obras o libros que con premura reclamaba la catequesis para ampliar y fortalecer su vasto y variado campo de acción. En este sentido la pluma misionera fue generosa en sumo grado, al punto de redactar e incluso entregar a la imprenta, un crecido número de doctrinas cristianas, catecismos, confesionarios, sermonarios, devocionarios y vidas de santos, que vi-nieron a enriquecer el conjunto de medios o recursos didácticos empleados para sus¬citar y nutrir la fe de las muchedumbres indígenas, ahora evangelizadas mediante el empleo de su misma lengua.
4. Historias de los Indios El progresivo manejo de las lenguas permitió a los misioneros adentrarse pau¬latinamente en el conocimiento de otro aspecto básico de la nueva realidad humana que los rodeaba, cuyo desarrollo también reclamaba con urgencia la acción evangeli¬zadora. Nos referimos a los estudios etnográficos reveladores de las fibras más íntimas del alma indígena (temple, capacidades, reacciones, vivencias), que pasarían a consti¬tuirse en las primeras elaboraciones científicas sobre el desarrollo histórico y cultural de los diversos pueblos y etnias precolombinos (origen, desarrollo, tradiciones, organización, costumbres, religiosidad). Estos estudios, intitulados por sus autores historias de los indios, vinieron así a formar parte de los instrumentos pastorales al ser¬vicio de la misión, pues su lectura permitía comprender y valorar el medio humano en el cual se desarrollaba, a la vez que posibilitaba adoptar métodos idóneos, y reco¬nocer carencias y dificultades a superar.
Dichas obras, por su misma finalidad y valor informativo, deben ser considera¬das como verdaderas "historias de las culturas indígenas", por ciertos ejemplos nota¬bilísimos de lo que hoy llamamos la antropología histórica americana. Razón por la cual sus autores se convierten de hecho en los proto-antropólogos de las diversas áreas cul¬turales. Para redactarlas se valieron de las observaciones personales del medio huma¬no y geográfico que les interesaba, y de las abundantes informaciones que pudieron obtener de los mismos naturales (mediante exhaustivos interrogatorios y encuestas, analizados y catalogados con acertados criterios científicos). El cultivo de estas inves¬tigaciones reconoce desde su inicio una doble motivación: conocer adecuadamente la «idiosincrasia» del nuevo sujeto de la acción evangelizadora (el hombre americano), para así favorecer su sincera y profunda conversión al cristianismo; y, al mismo tiem¬po, rescatar del pronto olvido el pasado de las comunidades indígenas, amenazado por la violencia de la conquista y la destrucción de sus principales manifestaciones (costumbres, festividades, industrias, pinturas, edificios). Estas motivaciones, por lo tanto, hacen que esta «literatura etno-misional» sea profundamente humanística, preocupada de modo particular por la historia y la cultura de los pueblos llamados por aquel entonces a recibir la siembra evangélica. En razón de su importancia conviene detenernos a conocer más en detalle es¬tas motivaciones, que desde un comienzo anidaron con fuerza en la mente y en el corazón de los misioneros. Ellos bien pronto se dieron cuenta de que, si la conver¬sión que se les proponía a los naturales pretendía ser profunda y perdurable, se requería, además del dominio de la lengua, conocer en detalle las tradiciones, las creencias y los ritos del pasado, para así estar en condiciones de comprender la menta¬lidad religiosa de los nuevos catecúmenos, y para recibir con claridad la persistencia de costumbres o elementos del culto pagano, siempre prontos a mimetizarse en el ri¬tual cristiano, dando así lugar a la aparición de formas o conductas altamente sincréticas. La consulta a tiempo de una «historia de los indios" podría evitar en buena medida la conformación de situaciones misionales viciadas o defectuosas.
Pero el "pasado" debía ser recopilado, para que los mismos indígenas no perdie¬ran su propia "memoria histórica", y pudieran servirse (en su actual condición de cristianos) de todos aquellos usos y costumbres heredados de sus antepasados que no estuvieran contaminados esencialmente de idolatría. Esta era otra razón primordial, que ponía de manifiesto la necesidad de escribir el "pasado", único modo de rescatar la "memoria histórica" de las comunidades evangelizadas; y para que, a su vez, las enseñanzas cristianas les fueran propuestas en función de sus particularidades cultu¬rales, lenguaje que por cierto las tornaría más cercanas y comprensibles. Es así, entonces, que la lectura de estas obras, por parte sobre todo de los medios misioneros, permitía descubrir de inmediato el mundo cultural que los pri¬meros religiosos encontraron al poner sus pies en tierras americanas, y que algunos de ellos (en distintos momentos) habían plasmado para siempre con la maestría de un verdadero etnógrafo. Ante el lector volvían, por lo tanto, a cobrar vida, entre otras cosas: los antiguos dioses, los ritos y los sacerdotes; las fiestas y las costum¬bres; los cielos, la cuenta de los años, el más allá, las cosas humanas, los parentescos y las costumbres de los reyes y señores; los oficios, las insignias, las leyendas, la educación y la crianza de los niños y jóvenes; la moral sexual, la astronomía y las diversas artesanías, los sabios, las ideas filosóficas, el derecho, la medicina, la botánica, la zoología y la alimentación; las piedras preciosas, los metales y los ani¬males; los orígenes étnicos, la literatura, los discursos morales y teológicos; los him¬nos, los cantares, el teatro y los bailes, etc.
Textos catequísticos Hasta estos momentos nos hemos referido exclusivamente a los estudios o li¬bros que en definitiva facilitaron a los misioneros el aprendizaje de las lenguas y la percepción de las culturas indígenas. En ellos estudiaron los rudimentos del nuevo "lenguaje", o perfeccionaron los conocimientos que ya poseían, a la vez que tomaron noticias de la historia humana que se había desarrollado en el mundo prehispánico. El incentivo del estudio y del aprendizaje siempre era de índole espiritual: promover una profunda y eficaz evangelización. Pero la conquista de ese objetivo primordial suponía, además de hablar las lenguas y de investigar las costumbres, organizar al mismo tiempo el contenido y los métodos del impulso evangelizador.
Por otra parte, la efectiva realización de tal contenido requería también (entre otras cosas) la divulgación de adecuados "instrumentos" o "medios" literarios capa¬ces de inspirar el cotidiano trabajo en las misiones y doctrinas. Este nuevo requeri¬miento motivó la redacción de una amplia serie de libros o manuales de naturaleza es¬trictamente pastoral, destinados a impulsar sobre todo la catequesis, la pastoral sacra¬mental y la piedad de la feligresía indiana. En particular se los conoce con el nombre de doctrinas cristianas, catecismos, confesionarios, sermonarios, pláticas, coloquios, devo¬cionarios, oídas de santos, traducciones de evangelios y epístolas, reglas de confesores, can-torales, etc. Algunos de ellos escritos sólo en lengua indígena; otros, en cambio, inclu¬yen la traducción castellana."
Corresponde entonces, que ahora nos ocupemos de presentar con cierto detalle este tipo de "literatura misional". Pero antes, conviene poner de relieve su significado y sus alcances en relación al medio humano y religioso que la origina y al que sirve. Ante todo, estos escritos poseen la llamativa virtud de ponernos en contac¬to de inmediato con las primeras y más puras fuentes, manuscritas o impresas, a través de las cuales se fue suscitando y nutriendo la fe de las numerosas poblaciones indígenas comprendidas a lo largo y ancho del Nuevo Mundo. En este sentido, son un testimonio elocuente del eficaz y permanente esfuerzo de la Iglesia por insertarse en aquellas culturas que todavía no tenían noticias de Cristo, para fecundarlas con la fuerza salvífica de su Evangelio. Por lo tanto, el análisis de estos textos debe ser con¬templado por todas aquellas investigaciones referidas a los orígenes y desarrollo de la evangelización en Hispanoamérica, especialmente, las interesadas en escribir la "his¬toria de la catequesis" en México y Perú. Creemos que estas consideraciones son suficientes para comprender la finali¬dad que históricamente cumplió este tipo de literatura religiosa, unida de manera tan estrecha a los primeros trabajos misionales en el Nuevo Mundo. Ella se presentaba, ante todo, como un "recurso" al cual el misionero podía recurrir con facilidad en búsqueda de inspiración para seleccionar y organizar los contenidos que convenía in¬cluir en la instrucción de los neófitos (verdades de la fe, principios y normas morales, oraciones, etc.) Como también, en el momento de celebrar los sacramentos. Pues es¬tas obras tenían, al mismo tiempo, la finalidad de educar en la liturgia y la piedad de la Iglesia, para que los indígenas pudieran participar activa y conscientemente en los actos de culto, viviendo los misterios salvíficos alejados de todo posible resabio idolátrico y sincrético. De este modo, asumieron en la práctica la regulación de la pastoral sacramental, con referencia al bautismo, la penitencia, la eucaristía, la unción de los enfermos y el matrimonio. Ante la imposibilidad de prestar atención a la totalidad del conjunto de obras o libros, vamos a dedicarnos a presentar cuatro "tipos" o "géne¬ros", por cierto los más importantes y significativos: doctrinas o catecismos, cartillas, confesionarios y sermonarios. En cada caso señalaremos su finalidad, los contenidos que incluyen y algunos títulos que llegaron a la imprenta. a) Doctrina y cartilla Ante todo, conviene explicar el significado de este término tan usado en len¬guaje pastoral de la época. La doctrina o también la llamada cartilla, es un texto (puesto en tabla) que contiene las principales oraciones que todo cristiano debe sa¬ber, y los enunciados de las verdades de la fe, oficialmente tenidas como tales por la Iglesia. Con su aprendizaje y frecuente repetición se daba comienzo a la enseñanza catecumenal, tanto de niños como de adultos. Al respecto, la Primera Junta Apostólica de México de 1524 había propuesto estas normas: «Tocante a la enseñanza de la doctrina, así para adultos, como para ni¬ños, se manda a todos los gobernadores de Indios, que los días festivos lla¬men por la mañana muy temprano a los vecinos de sus pueblos, y los lleven a la Iglesia en procesión con la cruz delante, rezando oraciones, para que asistan a la misa y sean instruidos por su párroco o ministro en los rudimen¬tos de la ley evangélica; y en cuanto a los niños, vayan todos los días a la Iglesia guiados por algún grande, para que aprendan la doctrina y, al mismo tiempo, la música, para lo que se les pongan maestros». Y el Primer Concilio Provincial de México de 1555, siguiendo en esto la costumbre ya establecida, recuerda: «Porque las buenas costumbres, tanto mejor se saben y guardan, cuanto más en la niñez se aprenden, ordenamos y mandamos, Sancto Concilio Ap¬probante, que en todas las iglesias de nuestro Arzobispado y Provincia se de¬puten y señalen personas suficientes, y de buen ejemplo y vida, que enseñen a los niños principalmente la doctrina cristiana conviene saber: santiguar y signar, y los artículos de la fe, con todo lo dicho en la primera constitución ... Ítem mandamos que los maestros que enseñan a los niños en sus escuelas hagan leer y decir la dicha doctrina cada día una vez; y no les enseñen a leer y a escribir sin que juntamente se les enseñen las dichas oraciones, y las otras cosas contenidas en la dicha tabla ... ».
Con el correr del tiempo se fue implantando la práctica de hacer cantar la doctrina, para facilitar su pronta memorización. Primero lo hacía el misionero o sus colaboradores, y, luego, la repetían los fieles a manera de coro. También se estiló que los días domingos y los dedicados a las grandes festividades litúrgicas, antes de la misa mayor, los niños fueran cantando la doctrina por las calles de la población en dirección a la plaza y a la Iglesia. Pero, a tenor de la disposición conciliar recién mencionada, la doctrina va asimismo unida estrechamente a las primeras tareas escolares. Pues mediante la proclamación de su contenido los maestros comenzaban a impartir los primeros rudimentos de la alfabetización, con el fin específico de educar a los niños indígenas en las letras y en la fe cristiana. Por esta razón de carácter didáctico, fue necesario ofrecer a los maestros y a los alumnos un material impreso, cuya visualización y manejo facilitara el rápido y atrayente aprendizaje. Nacen así las cartillas, mediante cuyo empleo la alfabetización adquirió una dimensión verdaderamente integral (según el proyecto de los misioneros), pues no sólo iba dirigida a la inteligencia de los alumnos, sino también a su corazón, conjugando el saber leer y escribir (además de cuentas y canto) con la asimilación persuasiva de la doctrina cristiana y las normas fundamentales de la moral, indispensables tanto para la vida privada cuanto para la social.
Si prestamos atención al contenido pedagógico de una cartilla, se pueden señalar (por lo general) los siguientes elementos o partes. En primer lugar aparecen las letras del alfabeto, con sus variantes, así como algunos signos de abreviación. Luego las vo¬cales, solas y combinadas con letras consonantes. De inmediato se abre la sección de enseñanza religiosa breve: Padre-nuestro (en ro¬mance, latín, lengua indígena), Ave María, Credo (texto corrido), Symbolum Apos¬tolorum (Credo dividido en doce verdades, cada una atribuida a un Apóstol), Salve Regina, artículos de la fe, mandamientos de Dios, mandamientos de la Iglesia, sacra¬mentos, pecado venial, pecados mortales, sentidos corporales, obras de misericordia, enemigos del alma, confesión para ayudar a misa, bendición de la mesa, acción de gracias después de comer, confesión larga. Por último, se incluyen algunas abreviatu¬ras de palabras latinas (las más comunes). b) Catecismos y Doctrinas Cristianas Con el término catecismo se ha designado en todos los tiempos al libro que contiene la exposición elemental de las verdades fundamentales del cristiano. Bajo este aspecto, el catecismo es un manual popular, una especie de resumen exacto y fiel de la doctrina cristiana, que solamente incluye las verdades del dogma y de la moral. Mediante su aprendizaje se le ofrece a los catecúmenos y a los fieles en ge¬neral, la ocasión de asimilar todo aquello que les es necesario para constituirse en cristianos suficientemente instruidos, conscientes de lo que deben creer y practicar para no malograr su salvación a causa de la ignorancia voluntaria y culpable. Estos libros, por tratarse de una enseñanza elemental, siempre han sido redactados en es¬tilo claro, preciso, fácil de comprender y retener, para de este modo posibilitar la correcta asimilación de su contenido y facilitar el diálogo entre el catequista y sus discípulos.
La necesidad y eficacia de los catecismos (en el ámbito específico de la iniciación cristiana) venían demostradas ampliamente por la secular práctica de la Iglesia, de modo especial en el caso de los "paganos" o "infieles" a quienes se les predicaba por primera vez la fe. Y, una vez más, lo había puesto de manifiesto, en la España de los siglos XV y principios del XVI, el trabajo pastoral con la población cristiana, al igual que las misiones entre los judíos y árabes. La experiencia evangelizadora en el Nuevo Mundo aconsejaba continuar también con esta saludable tradi¬ción de preparar catecismos y doctrinas, adaptándolos a la peculiar idiosincrasia de los indígenas. Los catecismos hispanoamericanos (también llamados doctrinas cristianas) son li¬bros de proporciones más bien reducidas, especies de sucintos vademécum, alejados de toda erudición y sutileza teológica, que incluyen únicamente la presentación de las verdades más elementales de la nueva religión que se predicaba a los indígenas, para que los doctrineros, inspirándose en sus páginas, se las explicaran de viva voz, y las desarrollaran luego en sus sermones o en las diversas reuniones de instrucción reli¬giosa. Esta obra reclamaba que todos los esfuerzos de la catequesis fueran puestos a disposición de un único objetivo pastoral: conseguir que los naturales abandonaran en forma definitiva la idolatría y se volcaran con sinceridad de corazón a adorar al único y verdadero Dios; y, al mismo tiempo, se comprometieran de por vida a respe¬tar y cumplir todas las exigencias morales y culturales propias del existir cristiano, tal cual las presentaban las Sagradas Escrituras y las enseñanzas de la Iglesia. En este sentido, los catecismos venían a facilitar a los neófitos el poder participar en la comunión viva del depósito de la fe, mediante el conocimiento sintético y sistemático de los contenidos esenciales de la Revelación, y el ser iniciados paulatinamente en los diferentes aspectos de la vida cristiana, de modo especial en 10 tocante a la moral, la oración y la recepción de los sacramentos.
e) Confesionarios 1. Este tipo de libros catequísticos, como su nombre lo indica, fueron redactados con el fin preciso de facilitarle a los doctrineros o curas de indios el difícil ministerio de confesar a su feligresía. Con su composición se quiso contribuir a poner eficaz re¬medio a los problemas que afrontaba la pastoral penitencial del momento. La igno¬rancia de la lengua de los naturales ponía a los confesores y penitentes ante una situación casi de total incomunicación, superada en algunas ocasiones, pero en grado muy reducido, por el empleo del limitado lenguaje mímico. A esta ignorancia se unía, por otra parte, el desconocimiento en muchos de los sacerdotes de las costumbres indígenas prehispánicas, hecho que con llamativa frecuencia contribuía a que los in¬dios hicieran malas confesiones. En numerosos casos los penitentes, si no se les pre¬guntaba, solían ocultar por temor o vergüenza ciertos pecados, por ejemplo, actos idolátricos, borracheras, supersticiones y agüeros, abortos, homicidios, robos, homo¬sexualidad, fornicación, adulterio, malos tratos a familiares y semejantes, etc. Por este doble motivo, los confesionarios hispanoamericanos, siguiendo en esto el ejemplo de los "penitenciales medievales" y de los "manuales", "directorios", "confesionales" o "sumas de confesores", que circulaban en España desde mediados del siglo XV, ponían en las manos de los sacerdotes un precioso instrumento bilingüe destinado a prestar a los penitentes la ayuda necesaria para que con mayor facilidad pudieran realizar una buena confesión, o sea, una acusación sincera, detallada e íntegra de sus faltas. El contenido de estos libros incluía, por lo general, una exhortación antes de la confesión (mediante la cual el confesor trataba de suscitar el verdadero arrepentimiento del penitente), una serie de preguntas breves y concisas de acuerdo al orden de los mandamientos (para ayudar a realizar la acusación), y una plática final con la que se exhortaba a la conversión profunda y a la perseverancia en la vida cristiana.
En cuanto a la finalidad que cumplían estas obras es posible obtener datos más precisos si consultamos, por ejemplo, las informaciones que al respecto nos brinda Fray Alonso de Molina. En el Confesionario Mayor (1565) da a conocer los moti¬vos concretos que lo llevaron a redactar sus conocidos confesionarios. Hablando del cuidado pastoral que se debe prestar a los indígenas, comienza recordando que para su crecimiento es necesario brindarles el pasto de la doctrina y los sacramentos en su propia lengua. Y considerando la «obscuridad y dificultades» que la «dicha lengua y praxis de hablar» presenta a los sacerdotes que se inician en su aprendizaje, añade que le «paresció hacer una obra útil y provechosa» el escribir los dos confesionarios «para lumbre e instrucción de los ministros de esta Iglesia y utilidad de los naturales, y los dichos ministros sepan los propios y naturales vocablos que se requieren para preguntar y entender en la administración del sacramento de la penitencia (a ellos tan necesarios)»; para lo cual «es menester y se requiere saber el verdadero conoci-miento y fuerza del vocablo, y modo de hablar que tienen (de lo cual muchos care¬cen) aunque hablan la lengua y sean doctos; de arte, que muchas veces, ni los confe¬sores pueden entender a los penitentes, ni los penitentes a los confesores».
Luego de comentar las razones fundamentales que inspiraron la redacción de las obras, pasa el franciscano a mencionar los destinatarios de las mismas. El Confe¬sionario Mayor, o «algo dilatado», está principalmente en función de los «penitentes para saberse confesar y declarar los pecados y circunstancias de ellos»; pero no deja de ser útil para los «confesores y predicadores para entender muy bien a los peniten¬tes», los primeros; «y para predicar en los púlpitos las materias espirituales y de la Iglesia que se ofrecieren en diversos propósitos», los segundos. En cambio, el Confe¬sionario Breve es para uso de los «sacerdotes que comienzan a confesar a los dichos naturales en su lengua». Esto mismo lo expresa Molina al comenzar el texto del Con¬fesionario Mayor: «El primero algo dilatado» (mayor), dice dirigiéndose al indígena, es «para ti, con el cual yo te favorezca algún tanto y ayude a salvar a ti que eres cris¬tiano y te has dedicado y ofrecido a nuestro Señor Jesucristo, cuyo fiel y creyente eres, tú que tienes la santa fe católica», para que «veas y leas el cómo has de buscar y conocer los pecados que te tienen puesto en peligro y te dan mucha aflicción, y el cómo los has de relatar y te has de confesar de ellos ante el sacerdote cuando te hu¬bieres de confesar». Y «el segundo... , pequeño y breve» es «para tu confesor, por el cual sepa y entienda tu lenguaje y manera de hablar». De la lectura de estos fragmentos se desprende con claridad las finalidades que Fr. Alonso asignó a sus dos obras. En el caso del Confesionario Breve, servir a los confesores que empezaban a ejercer el ministerio para posibilitarles una comunica¬ción más expedita con los indios, en orden a entender con claridad las acusaciones y preguntar cuando lo creyesen conveniente, porque «mallos podrán inducir y atraer a la contrición de sus pecados y al examen de su conciencia y oírlos en la confesión, y darles o negarles la absolución, no entendiendo bien lo que dicen». Y en el caso del Mayor ofrecerles a los penitentes un medio concreto para disponerse a recibir el perdón, mediante cuya lectura se les facilitaría en mucho los actos preparatorios a la recepción del sacramento: el examen de conciencia, llamado por Fr. Alonso «conoci¬miento de sí mismo y recuerdo de la condición de pecador», el arrepentimiento, el dolor de los pecados y el propósito de enmendarse y restituir si fuera necesario. En uno y otro caso, como ya lo dijimos, lo que se busca es lograr confesiones claras, de¬talladas e íntegras.
d) Sermonarios Dentro de la literatura misional, los sermonarios (colección de sermones o pláticas, cartapacios u homiliarios de indios, etc.) cumplen una finalidad comple¬mentaria a la de los catecismos o doctrinas cristianas: proponen a los oyentes, ya iniciados en la catequesis de los misterios cristianos, la misma doctrina de la fe, pe¬ro ahora más desarrollada, con la intención de que la perciban con mayor claridad, la crean con más convencimiento y se motiven a obrar conforme a ella. El estilo de los sermones o pláticas es sencillo y agradable, con abundancia de razones llanas o símiles que persuaden a los indígenas contra los errores y vicios más comunes entre ellos. Prestando siempre atención a los contenidos esenciales de la revelación cris¬tiana y procurando que la enseñanza incluya una buena dosis de exhortación y afecto, elementos indispensables para que el predicador capte de inmediato la bene¬volencia del auditorio.
De ordinario cada sermón se estructura a partir de un mismo esquema, que por cierto admite variaciones: enunciado de una determinada verdad ("suma"), exposición detallada de la misma a modo de narración exhortativa, conocimiento de sus exigencias morales) y, finalmente, respuesta en la oración. De este modo, en pri¬mer lugar, los oyentes, por medio de las palabras del predicador, son movidos a la consideración y asentimiento de las verdades que se les presentan, mediante el ejerci¬cio del entendimiento y la memoria, que comprende y retiene el contenido de las mismas. En segundo lugar la exposición de la doctrina provoca en quienes la escu¬chan el convencimiento de la falsedad de sus creencias idolátricas, y les hace tomar conciencia del error en el que han vivido hasta el momento, por prestar obediencia y rendir culto a las antiguas divinidades. En tercer lugar, se suscita la intervención de la voluntad, por la cual son motivados a asumir el compromiso moral, o sea, poner por obra lo que han creído por la fe. Por último, la respuesta personal se expresa en una breve oración de agradecimiento y súplica que el misionero pone en sus labios, por la cual los oyentes son invitados a elevar sus corazones a Dios.