EVANGELIZACIÓN; Participación de las mujeres
Introducción
El tema de la mujer en la historia es complejo y difícil de ser abordado de forma sistemática y equilibrada. En estas últimas décadas, es de particular actualidad: congresos, simposios y seminarios -que se van introduciendo en todas las Universidades- estudian la presencia femenina en las diferentes áreas y contextos; muchas veces desde una óptica reivindicacionista. Las historiadoras han planteado el problema teórico de cómo pasar de un texto androcéntrico al contexto histórico, y de cómo incluir a la mujer en la historia; subrayan, como tarea prioritaria, la de situar la vida de las mujeres en el centro de las reconstrucciones históricas, con sus aportaciones específicas para el cambio de estructuras e instituciones sociales.Error en la cita: Etiqueta <ref>
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las referencias sin nombre deben tener contenidoLa participación de las mujeres en las transformaciones socioculturales y políticas de Iberoamérica es uno de los temas favoritos de estudio. A la vanguardia se sitúan las historiadoras norteamericanas, tanto por la variedad de los temas -familia, trabajo, religión, cultura, política- como por la forma de afrontarlos, desde el rigor histórico al oportunismo co-mercial.
La historiografía sobre la evangelización no incluye, por lo general, el tema de la mujer en su análisis, o lo contempla desde una perspectiva masculina. Abundan, sin embargo, las publicaciones de carácter monográfico sobre fundaciones de conventos y monjas significativas de la sociedad colonial; pero escasean las relativas a las instituciones seculares y a las mujeres laicas. Aún no ha llegado la hora de poder ofrecer una acabada síntesis de la participación de la mujer en la evangelización de América. Zonas iluminadas por trabajos monográficos o historias nacionales y locales bien documentadas, se alternan con otras aún inexploradas por el historiador.
Mientras no se cuente con trabajos monográficos sobre las diferentes presencias de la mujer en América, no será posible elaborar -con un índice alto de garantía- acabadas síntesis, establecer prioridades, detectar lagunas y ausencias significativas. La investigación deberá abarcar las diferentes regiones de América, las zonas urbanas y las rurales, todo su mosaico humano a lo largo del período colonial.
Los esfuerzos realizados para ofrecer una perspectiva general de la mujer en los diferentes países iberoamericanos han tropezado con serias dificultades. Obra pionera, en este sentido, es la del P. Constantino Bayle, publicada en 1941. Inicia el Cap. XII, dedicado a la mujer, con una confesión que -después de cincuenta y un años- sigue teniendo actualidad: si al tratar de las Órdenes masculinas sobraban «los retales para hilvanar la hechura», en lo tocante a las femeninas sucedía lo contrario, «hubo menos, y aún de lo que hubo escasean noticias, que sólo de través asoman en historias de carácter general».
La dificultad, que apuntaba, tampoco ha sido superada; la seguiría encontrando en 1992. La diferencia entre Órdenes masculinas y femeninas, en lo tocante a la investigación histórica, sería ahora más desproporcionada. La proximidad del V Centenario de la Evangelización de América impulsó a las Órdenes de varones, comprometidas en la primera evangelización, a multiplicar esfuerzos -simposios y congresos- para profundizar y actualizar sus estudios históricos.
Raramente encontramos en las Actas publicadas alguna alusión a la correspondiente Orden femenina, siempre en condiciones de inferioridad para llevar a cabo, por sí misma, una investigación seria sobre su presencia en América. Más amplia, aunque falta de sentido crítico, es la obra del P. Guillermo Furlong. El proyecto de algunas historiadoras americanas, en la década 1970-80, de «reconstruir una parte del universo en el que vivieron las mujeres de América Latina» no llegó a alcanzarse; a pesar del interés por el tema y de «fe en la vigencia de este estudio», tuvieron que recortar sus aspiraciones y limitarse a señalar unas «perspectivas» para ulteriores estudios. Síntesis más recientes tropezaron con los mismos obstáculos. Los esfuerzos realizados en estos últimos años, aunque importantes, se revelan insuficientes para abordar con precisión y garantía el tema propuesto.
Mujeres españolas en indias: rasgos esenciales Las primeras mujeres que pasaron a América fueron las del Renacimiento español, cuya imagen ideal correspondía a la descrita por autores didácticos como fray Martín de Córdoba, fray Remando de Talavera, Juan Luis Vives y fray Luis de León. Para Vives, la educación de la mujer estaba formada de tres ingredientes fundamentales: la virtud, la preparación profesional específica de su sexo y la cultura. Respecto a la cultura, no se mostró realmente innovador al afirmar que se tuviera en cuenta tanto el sentido como la finalidad: los estudios de la mujer «deberán ser en aquellas letras que forman las costumbres a la virtud; los estudios de la sabiduría, que enseñan la mejor y más santa manera de vivir». El influjo de estos autores fue, naturalmente, mayor entre la élite socio económica que entre las mujeres de los estratos inferiores.
Algunas mujeres llegaron a América con los conquistadores, pero la mayoría lo hicieron cuando la conquista estaba dando paso a la colonización. Fue en el tercer viaje de Colón -1497- cuando una disposición real autorizó el viaje de treinta mujeres. Pronto se promulgaron leyes al respecto, determinando quiénes y en qué circunstancias podían pasar a Indias: «que no pasen solteras sin licencia del Rey, y las casadas vayan con sus maridos». Se regulaban, asimismo, los derechos y obligaciones de los esposos, ya fueran funcionarios de la Corona o mercaderes. A pesar de estos condicionamientos, de las 9.923 mujeres, que de 1509 a 1600 emigraron al Nuevo Mundo, 5.626 fueron solteras o viudas y 4.297 casadas; el porcentaje de viajeras, respecto al de varones, fue del 18.12%. A partir de 1540, debido a las facilidades que dieron las autoridades, se incrementó notablemente la presencia de la mujer peninsular en América, por considerarla necesaria para la estabilidad de la sociedad indiana.
La familia -como en la Península- se concebía como pilar de la sociedad, por lo que era objeto de particular tutela por parte de la Iglesia y del Estado. Estas mujeres hicieron un trasplante de los valores religiosos y sociales hispánicos, así como de sus costumbres y usos, iniciando un proceso de aculturación a partir de su propio hogar. La servidumbre -integrada al principio por mujeres indígenas y, más tarde, por negras y mulatas- bajo la tutela de la mujer española, fue agente activo en un proceso de interrelación cultural, en la que los elementos aculturantes se enriquecieron con otros indígenas y africanos. La posición de la mujer blanca en la América portuguesa no fue igual a la que logró en la América española o inglesa, como consecuencia de distintos patrones de migración: llegaron muchas menos y, como conse-cuencia, su influjo en las instituciones socio-religiosas fue escaso. Por eso, los viajes a Portugal para recibir educación en los centros docentes de la metrópoli, o entrar en un convento fueron casi norma general.
La situación legal de las mujeres hispanas estaba bien definida en las Siete Partidas, el Ordenamiento de Alcalá, las Leyes de Toro y las Ordenanzas de Castilla. Legalmente no se podía obligar a las mujeres a proceder contra su voluntad y conservaban de hecho, la facultad de disponer libremente de sus bienes, sobre todo en caso de viudedad. Los registros notariales proporcionan abundantes datos para constatar la vigencia de estas leyes y el manejo que, en muchos casos, las mujeres conservaron de sus bienes, así como el control sobre sus dotes y arras. Derechos que hicieron posible la fundación, por parte de la mujer, de obras asistenciales, religiosas y educativas, que han sido claves en la evangelización de Iberoamérica.
La mujer utilizó en su labor evangelizadora instrumentos de pastoral muy limitados, de carácter esencialmente asistencial y educativo. Unos procedían de la antigua tradición hispano-portuguesa, que se fueron adaptando a las circunstancias socio-culturales de las Indias; otros eran nuevos, surgidos de la necesidad de emplear fórmulas diferentes para hacer frente a situaciones también nuevas. La independencia de acción -a no ser en el caso de las viudas- no estaba, por lo general, asociada con la imagen de la mujer colonial. Por eso, participó en la evangelización integrada en instituciones muy diversas: desde las que tenían carácter secular, a las religiosas. La falta de límites precisos entre las diferentes agrupaciones seculares y, aún más, entre éstas y las de carácter religioso-monástico, junto a los cambios de espiritualidad y de reglas que una misma obra podía experimentar a lo largo del tiempo, son obstáculos serios que dificultan la investigación. Son frecuentes los casos en los que una institución secular evolucionó, a través de cambios profundos, que alteraron su finalidad apostólica, su espiritualidad, sus constituciones y su mismo nombre, hasta erigirse en monasterio.
Los rasgos esenciales de la mujer peninsular -española o lusitana- se mantuvieron muy estables durante los siglos XVI y XVII, y los fueron adoptando sus descendientes, las criollas. A medida que avanzaba el siglo XVIII, se perciben en los planteamientos de las nuevas obras educativas, que se fundaron en América, los presupuestos de la ilustración. Es entonces cuando la mujer criolla -laica o religiosa, pero siempre con una clara visión de la fuerza evangelizadora de la educación- se comprometió a la erección de nuevos centros educativos, conforme a las exigencias de la época y con el proyecto de hacer accesible la educación a toda mujer. Fue en estos centros donde se educaron la mayor parte de las mujeres, que se comprometieron en la independencia de sus respectivos pueblos.
La mujer secular, pionera de la evangelización La mujer seglar fue la primera que se comprometió en la tarea evangelizadora. Lo hizo, al inicio, como beata o maestra-amiga; más tarde, como miembro de una Orden Tercera o de una cofradía. Los beaterios agruparon a mujeres piadosas, generalmente de pocos recursos económicos o de color, que llevaban una vida comunitaria sin votos ni estabilidad, bajo la guía de una compañera y con unas prácticas similares a las de las Órdenes Terceras; se caracterizaron por su inestabilidad, muchos desaparecieron sin dejar huellas, otros se transformaron en monasterios. La mujer miembro de una cofradía -dependiente de una parroquia o de una Orden Tercera- desempeñó una función subsidiaria en los rituales, pero prioritaria en las obras asistenciales, a través de las cuales entró en contacto con mujeres pertenecientes a otras razas; en este sentido, las mujeres cofrades desempeñaron una función importante como elemento de cohesión religiosa y de integración social. Institución genuinamente americana fueron los “recogimientos” que, creados para los indígenas, se adaptaron luego para las jóvenes de la misma raza y, finalmente, para mestizas.
La joven indígena: objetivo prioritario de evangelización Las primeras peticiones, de que mujeres peninsulares se ocuparan de «doctrinar» a las indígenas, fueron formuladas por hombres seculares empeñados en la colonización. En 1525 lo hizo el contador Rodrigo de Albornoz que, después de solicitar de Carlos V la apertura de escuelas para los indígenas, añadía la necesidad de fundar un monasterio de mujeres para que instruyeran a las hijas de los caciques y las mantuvieran «en orden y concierto hasta las casar, como hacen las Beguinas en Flandes». Tres años más tarde, Hernán Cortés formulaba ante la emperatriz casi idéntica petición; en lugar de monjas solicitaba el envío de «beatas o emparedadas» terciarias franciscanas. Las iniciativas de personas e instituciones seculares, ante las autoridades civiles y religiosas, a favor de la obra evangelizadora fueron constantes a lo largo del período colonial. Eran consecuencia de las atribuciones otorgadas a la Corona por el Patronato de Indias y expresión, también, de la responsabilidad del laicado, pero dieron lu-gar a interferencias que las autoridades tuvieron que afrontar.
Los obispos de México, Oaxaca y Guatemala vieron pronto la necesidad de que las primeras experiencias educativas, llevadas a cabo con los indios varones, se extendieran a las jóvenes de la misma raza. Las peticiones de unos y otros fueron atendidas: desde 1529 conocemos la presencia en México de «matronas» españolas que, como Amigas o beatas, trabajaban en Texcoco con las indígenas. En 1530, una real cédula ordenaba «construir casa y monasterio para unas religiosas», que venían a establecerse en México; dos años más tarde, otras cédulas se referían a beatas -no a religiosas- necesitadas de casa y protección.
El mismo fray Juan de Zumárraga, al regresar a Nueva España en 1534, llevó consigo otras siete mujeres con el mismo objetivo de instruir a las jóvenes indígenas, pero ni unas ni otras dieron el resultado esperado. Zumárraga, el gran impulsor de la educación femenina, escribía en 1536 al Consejo de Indias solicitando «maestras conventuales», y especificaba que fueran «monjas o beatas profesas, que de las mujeres beatas no vemos la doctrina y fruto que los religiosos han plantado». Su proyecto consistía en fundar recogimientos «en cada cabecera y pueblos principales, donde se doctrinen las niñas y sean escapadas del aldilubio maldito de los caciques».
Análogas expresiones emplea en su carta al emperador y a sus procuradores en el Concilio Universal. La correspondencia de Zumárraga en estos años refleja su preocupación por el trabajo evangelizador llevado a cabo por estas mujeres: en 1542 insiste de nuevo en que fueran monjas y que, para ello, se fundaran dos monasterios en la ciudad de México, «uno de la Orden del señor San Francisco y otro de la Orden del señor Santo Domingo, en que las tales doncellas se metan e sean monjas». La resolución del Consejo de Indias «Que por agora no ha lugar» aplazó la fundación de los monasterios y dejó sin solucionar los problemas planteados por el prelado.
Su proyecto acabó en fracaso, no sólo por la falta de preparación de las beatas para la educación de las indígenas, sino también por la oposición de los indios a que sus hijas entrasen en los recogimientos, y a que sus hijos se casaran con las jóvenes «criadas y doctrinadas de mujer de Castilla». En 1544, el obispo se lamentaba de la desproporción entre el esfuerzo puesto en la educación de las jóvenes y los resultados obtenidos: todas las indígenas, excepto cuatro o cinco mayores, se habían ido a sus casas y una de las mujeres enviadas por la emperatriz para educarlas -Ana de Mesto- regresaba a Sevilla «para no volver acá». Las otras maestras habían regresado ya a la Península o habían abandonado los colegios-recogimientos, «atraídas por mejores partidos que les ofrecían en las casas de los españoles». La desaparición de los recogimientos novohispanos establecidos por Zumárraga no repercutió en las disposiciones de las Leyes de Indias, que ordenaban la fundación y conservación de «Casas de Recogimiento en que se críen las Indias». La instrucción que recibieron estas jóvenes, era muy elemental: algunas «sabían leer, pero en general no pasaban de doctrina y labores de mano». Era lo que reglamentaban las reales cédulas acerca de la apertura de escuelas para los indígenas: escuelas para los niños y «doctrinas» para las niñas. Las «dobles escuelas» de las reducciones jesuíticas se regían por parecidos cánones: la lectura, escritura y cálculo se reservaba a los muchachos; «ancianas venerables» enseñaban a las jóvenes la doctrina, así como a hilar y tejer. En las Indias, como en la Península, el deseo de que las mujeres recibieran la misma doctrina que los varones no llegó a convertirse en realidad ni siquiera en el campo estrictamente catequético.
Españolas y mestizas: nuevos elementos de la sociedad hispana Pronto apareció en la América hispana un elemento nuevo, necesitado de protección: las jóvenes mestizas, que atrajeron la atención y el favor de las instituciones porque, a los servicios prestados por sus padres a la Corona, unían los derechos a la tierra de sus madres. Así se lo recordaba al rey en 1581 el presidente de la Audiencia de Charcas.
Postergada, y casi olvidada, la educación de la indígena hasta el siglo XVIII, el centro de interés lo ocuparon las españolas pobres y las mestizas. Ambas recibieron ayuda y adoctrinamiento en obras asistenciales, fundadas y sostenidas por cabildos, cofradías o particulares. La institución más antigua y extendida por los diferentes países iberoamericanos fue la de los colegios-recogimientos. Puestos bajo la dirección de una «matrona de buena vida y ejemplo», denominada rectora, subsistieron durante todo el período colonial como una institución firme, encuadrada en las Leyes de Indias, que ordenaba a las autoridades los visitaran, favorecieran y aumentaran.
El más antiguo se fundó en Santo Domingo en 1530 y estuvo regido por unas beatas. Años más tarde, en 1548, la cofradía del Santísimo Sacramento estableció el Colegio de Niñas o La Caridad, en la ciudad de México, para servir «de recogimiento de niñas, doncellas de todas edades, españolas y mestizas, que andan perdidas por la tierra».
Era el primero establecido en Nueva España y el único mencionado en las Leyes de Indias. Los virreyes debían visitarlo, alternando con un Oidor de la Real Audiencia, «en cada un año por su turno», y procurar que tuviera «la doctrina y el recogimiento necesario». Los mismos requisitos debían observarse en las demás casas que se establecieran «de esta calidad». A los quince años de fundarse la ciudad de Lima, el 23 de enero de 1550, el cabildo acordó suplicar al rey «un emparedamiento a modo de monasterio, donde las mestizas se puedan criar y doctrinar en la fe católica y aprender otras cosas de policía, y allí estén recogidas con mugeres de buen crédito y antigüedad, hasta que lleguen a edad que puedan elegir estado». El virrey Mendoza prosiguió los trámites y en 1553 se erigió el colegio-recogimiento de San Juan de la Penitencia, que albergó también a españolas necesitadas.
Era el primero oficialmente solicitado a la Corona por las autoridades seculares del Virreinato del Perú. Sin embargo, ya en 1551, una mujer seglar había establecido un centro análogo en el Cuzco que, en 1560, se transformó en convento de clarisas. Lima contó a mediados del siglo XVII con otro colegio-recogimiento cuyos orígenes y desarrollo fueron muy peculiares: iniciado por un matrimonio de origen racial diferente -indio y española- acabó erigiéndose, a la muerte del esposo, en el beaterio de Jesús, María y José y, finalmente, en convento de capuchinas, con fundadoras llegadas de Madrid en 1712; poco antes, había fallecido María Jacinta, la mujer que, a través de muchas oposiciones, había logrado una coherente transformación de la obra iniciada con su esposo.
En el mismo Virreinato del Perú, en la Audiencia de Charcas, surgieron obras cuya iniciativa y consolidación correspondió por entero a la mujer. Iniciadas como escuelas domésticas -Amigas- experimentaron todas profundas trasformaciones: tres se convirtieron en colegios-recogimientos y uno de ellos acabó erigiéndose en doble monasterio. La primera de estas mujeres -Francisca Pérez de Bocanegra- trabajó desde 1575 en la ciudad de Asunción, en donde llegó a recoger hasta ochenta jóvenes pobres, que vivían de sus labores. Su trabajo asistencial impresionó al provincial jesuita Pedro de Oñate que, en 1614, escribía haber encontrado a esta mujer que, «con tener cerca de ochenta años, en una tierra tan pobre, con su caridad y prudencia, ha sustentado, cerca de cuarenta años ha, setenta u ochenta doncellas pobrísimas en tanta virtud y recogimiento y edificación como lo pudiera hacer en la ciudad más concertada de Europa».
Los oficiales reales, muy particularmente Hernan de Saavedra, la apoyaron y recomendaron, prodigándole toda clase de elogios; su obra se consolidó e institucionalizó en la Casa de Recogidas. En Córdoba (Argentina), pionera de la educación fue doña Leonor de Tejada, esposa de uno de los conquistadores, que trasformó su casa en escuela y, en 1612 al enviudar, en convento. En la última década del XVII, doña Juana de Saavedra reunió en su casa de Buenos Aires a muchas jóvenes, que buscaban «la sombra de su doctrina»; en 1700, esta obra doméstica, con la protección del cabildo, que consideraba a doña Juana por su virtud y dotes de gobierno, capaz «de ser fundadora del más austero convento de carmelitas descalzas», se transformó en colegio-recogimiento.
El primer recogimiento de Brasil fue el de Olinda, fundado en 1576. Al siglo XVII pertenecen el de Desterró en Bahía y el de Ajuda en Río. Posteriormente, ambos se trasformaron en monasterios: el de Desterró, de clarisas en 1677; el de Ajuda, de concepcionistas en 1678. Los colegios-recogimientos, apoyados por las autoridades seculares, se fueron extendiendo por todas las Indias. Algunos, como el de las Vizcaínas, fundado en México por la cofradía de Aránzazu en 1767, experimentaron profundas trasformaciones sin perder su carácter secular, y se convirtieron en centros educativos ilustrados. Y Las obras preferentemente asistenciales o educativas casi polarizaron la atención de la autoridad empeñada en la evangelización; entre las pocas excepciones figura María Antonia de la Paz y Figueroa, que fundó en el siglo XVIII las Beatas de la Compañía, con la finalidad de propagar los Ejercicios Espirituales ignacianos; desarrolló gran actividad apostólica en el Virreinato del Río de la Plata. A medida que avanzaba el proceso evangelizador encontramos mujeres que asumieron responsabilidades administrativas de importancia, como las apoderadas y síndicas apostólicas de Perú y Chile.
Las órdenes religiosas femeninas ante el «hecho» americano
Las peticiones formuladas al rey desde 1525, para que se establecieran monasterios de monjas en Nueva España, habían tropezado con la oposición del Consejo de Indias, que no consideraba oportuna -mientras la conquista no diera paso a la colonización-la presencia de «religiosas de votos» en las Indias. Las insistencias, unidas a dificultades encontradas por las mujeres seculares en la evangelización de las indígenas, hicieron posible que, en 1540, se fundara en la ciudad de México el primer monasterio femenino de América: el de la Concepción.
En sus líneas generales, esta vida religiosa, que se instauraba en las Indias, era un fiel trasplante de la hispano-europea que, a partir del siglo XIV, estaba dando señales de estancamiento espiritual. A diferencia de las Órdenes mendicantes de varones, dotadas de medios idóneos para afrontar las urgencias apostólicas de las nuevas urbes, la constitución Periculoso ac detestabili dejaba enclaustradas a las religiosas mendicantes de forma más estricta a la que habían estado las precedentes Órdenes monásticas femeninas durante la Alta Edad Media. No les fue posible, por condicionamientos canónicos y sociológicos, desarrollar un apostolado semejante al que llevaban a cabo los varones en la respectiva Orden mendicante; este vacío lo llenaron las mujeres seculares pertenecientes a las Terceras Órdenes, fruto de la sociedad urbana a la que sirvieron de manera creativa y eficiente.
Fray Juan de Zumárraga, conocedor de estas circunstancias y de las particularidades que conllevaría el «hecho» americano, solicitaba monjas de la «primera regla» de San Francisco, por ser más a propósito «para la condición de la tierra, y manera y pobreza y descalcez de las indias». Al no haberlas en Castilla, solicitaba el envío de clarisas con dispensa de la clausura. En realidad, las monjas españolas no habían asumido las estrictas reglamentaciones de la constitución Periculoso cuando se hicieron las primeras fundaciones en América, según esquemas peninsulares. Por eso, las disposiciones del Concilio de Trento respecto a la clausura y, más aún, la Circa Pastoralis de Pío V se aplicaron en las Indias con dificultad y de forma parcial: el «hecho» americano reclamaba un tipo de presencia de la mujer religiosa, incompatible con la estricta clausura. Notas características de muchos monasterios de Indias fueron la indeterminación constitucional y la falta de identidad: eran la consecuencia lógica de haberse hecho muchas fundaciones de manera autóctona, sin intervención directa de la Orden y con fundadoras pertenecientes a otra regla. La dificultad de entablar relaciones fraternas con otros monasterios de la misma Orden, debido a las distancias y a la falta de comunicaciones, agudizó el problema. Los monasterios desempeñaron en las Indias una triple función: religiosa, social y cultural, a la que se unía a menudo la económica; por eso, se convertían pronto en centro importante de la vida urbana. Las autoridades seculares y los particulares se afanaban por conseguir funda-ciones y se comprometían a dotarlas convenientemente, sabedores de los bienes que reportarían a la ciudad y, también en algunos casos, del prestigio que se derivaría para su propia familia como «patronos» de la obra. Las leyes de Indias prohibían recibir en cada monasterio más monjas «de las que pudieren sustentar y fueren de número de su fundación»; entre ellas, tenían plenos derechos las mestizas «precediendo información de vida y costumbres».
Lo dispuesto respecto a las admisiones fue, por lo general, letra muerta: los monasterios exigieron «limpieza de sangre» y quedaron reservados -de hecho- a españolas peninsulares y criollas descendientes de los conquistadores y primeros pobladores, a pesar de las denuncias de autoridades eclesiásticas y civiles. Las prescripciones acerca del número de monjas -salvo en los conventos de carmelitas- tampoco se observaron. En las Indias, más aún que en Europa, las motivaciones para el ingreso de una joven en un monasterio no eran siempre fruto de elección personal, sino de las circunstancias socioeconómicas de la familia. Los promotores de las fundaciones y las autoridades seculares, al solicitar la licencia real, hacían constar estas razones como prioritarias: «los más de los vecinos honrados desean el monasterio, previniendo que, para casar una hija con mediana decencia es necesario mucho más caudal que para que entren dos en Religión». Esta necesidad, de cubrir urgencias de carácter social, la manifestaban también las autoridades seculares al escoger una Orden religiosa con preferencia a otra: las más deseadas eran, por lo general, las que admitían mayor número de monjas.
Esta elasticidad en conciliar los aspectos religiosos con los sociales, más allá de lo admitido por las constituciones y regulado por las Leyes de Indias, repercutió en la observancia religiosa, por lo que el gobierno de los conventos femeninos se convirtió en un difícil problema para los prelados y las abadesas. Los monasterios se llenaron de mujeres seculares: niñas educandas, donadas y criadas, que obstaculizaron la vida común e introdujeron costumbres contrarias a las reglas. La Iglesia -como antes en Europa- permitió las admisiones de educandas, pero acabó por prohibirlas. Entre las medidas adoptadas, la de más amplia repercusión social fue la decretada por la real cédula del 22 de mayo de 1774, que ordenaba el establecimiento de la vida común y la expulsión de las seculares existentes en los monasterios. La situación creada, por la falta de centros asistenciales y educativos, fue alarmante y las anteriores prohibiciones se revocaron. A pesar de estas dificultades, de carácter intrínseco o extrínseco, los monasterios fueron centros religiosos en los que muchas mujeres hicieron posible su ideal de consagración a Dios y de servicio a la sociedad dentro de los límites que les señalaban las constituciones. Fueron, además, centros privilegiados de cultura en los que la mujer pudo desarrollar, como en ninguna otra institución colonial, su creatividad e inteligencia y disfrutar de un alto grado de libertad.
Los archivos religiosos son el mejor testimonio de este aserto: crónicas, obras literarias de contenido muy diverso, tratados espirituales, biografías de monjas notables del propio monasterio, correspondencia, libros de administración, etc., escritos con habilidad caligráfica, refinadas expresiones literarias y lenguaje técnico, lo confirman. Los archivos públicos, en cambio, nos presentan otra faceta del monasterio: los recursos de las monjas, ante las autoridades civiles o eclesiásticas, por irregularidades observadas en la marcha de la vida comunitaria y por las intromisiones del Ordinario o del prelado religioso en aspectos no admitidos por las constituciones. Reflejan independencia de acción en la monja colonial, conocimiento cabal de sus derechos, habilidad y sentido político en la presentación del asun-to. Por eso, estos últimos temas son los preferidos por las escritoras feministas. Los primeros monasterios de monjas establecidos en América observaron reglas de los mendicantes; siguieron los pertenecientes a las antiguas Órdenes monásticas; por último, en el siglo XVIII, llegó la primera Orden de carácter apostólico-docente.
Familias religiosas con reglas o espiritualidad de los mendicantes Su orden de presencia en la América hispana parece ser el siguiente: concepcionistas franciscanas (1540), clarisas (1551), agustinas (1562), dominicas (1575), trinitarias (1584) y carmelitas (1606). Las mercedarias estuvieron presentes, desde el siglo XVII, en forma de beaterios.
Concepcionistas franciscanas Fundadas por Beatriz de Silva como beaterio, lograron en 1489 -con la protección de Isabel la Católica y del cardenal Cisneros- erigirse en monasterio. Primero, adoptaron la regla del Císter; luego, la de Santa Clara y, por último la propia, aprobada por Julio II en 1511. Siguieron vinculadas a la espiritualidad franciscana, pero bajo la jurisdicción del Ordinario. Las noticias sobre la fundación de este primer monasterio en Indias son oscuras y, en ocasiones, contradictorias. El arzobispo Pedro Moya de Contreras (1574-89), al visitar el monasterio, no pudo averiguar «nada de cierto» acerca de su erección, por lo que suplicó a Sixto V lo confirmara con un breve, lo que le fue otorgado el 29 de noviembre de 1586.
La fecha aproximada de fundación la confirma -con datos del archivo del convento- la abadesa, en una carta escrita al arzobispo en 1754: «diez y nueve después de su conquista». El contenido de la carta refleja los escasos datos que, sobre el particular, existían en el convento; afirma con énfasis, que el monasterio fue fundado exclusivamente para las descendientes de los conquistadores y primeros pobladores y que, como confirman los libros de concesiones, en los dos siglos de vida del monasterio no había profesado india cacique alguna, como tampoco mestiza, «que traiga origen de Español noble o de india, a no ser Isabel y Catalina Cano Moctezuma, nietas del último emperador azteca». Respecto al grupo fundador, la abadesa refiere que fueron «tres religiosas concepcionistas» del convento de Santa Isabel de Salamanca, reclutadas por fray Antonio de la Cruz. Esta afirmación no está exenta de serios interrogantes, algunos se desprenden de las cartas de Zumárraga, escritas entre 1542 y 1544; otros, de lo expresado en el mismo breve acerca de las fundadoras: «mujeres nobles de vida honesta y ejemplar de dichas regiones», por no haber sido posible llevar de otra parte «algunas sagradas vírgenes... por el detrimento de la religión y por las molestias de la navegación de cruzar el Océano». La falta de datos sobre un hecho tan notable y el contenido del breve nos inclina a pensar que la fundación pudo realizarse -como tantas otras en Indias- sin la participación directa de mujeres peninsulares. A fines del siglo XVI eran ya cuatro los conventos concepcionistas en la ciudad de México, además de los de Oaxaca, Guadalajara, Puebla y Mérida. Monasterios de la misma regla se fundaron en La Paz (1571), Lima (1573), Quito (1577), Guatemala (1578), Pasto (1588), Santafé de Bogotá (1595) y Panamá (1598). El ritmo fundacional se hizo más lento a partir del siglo XVII; a esta centuria pertenecen el de Caracas (1617), La Plata (1663) y el de Ajuda (1678) en Brasil.
Franciscanas: clarisas y capuchinas El deseo de Zumárraga sobre las clarisas que fueran a Indias observaran la primera regla de San Francisco, aunque hubieran profesado la de Santa Clara, no se hizo realidad. La familia franciscana contó en América con monasterios de clarisas y capuchinas, cuyas diferencias radicaban principalmente en la manera de observar la pobreza. Las clarisas-urbanianas, que habían conseguido de Urbano VI una dispensa para poseer bienes, fueron las más extendidas por América; las capuchinas observaron la regla de Santa Clara en su forma primitiva.
El primer monasterio de clarisas se estableció en Santo Domingo en 1551, con monjas provenientes de la Península. Los siguientes se formaron de manera autóctona, enviando las constituciones y con monjas pertenecientes a otras Órdenes: Cuzco (1560), México (1569), Tunja (1573), La Imperial (Concepción, 1582) y Quito (1596). En el de México, junto al convento, se fundó una casa de «mujeres arrepentidas», bajo la regla de Santa Clara, atendida y administrada por una confraternidad. Pertenecen al siglo XVII: los de Santiago de Chile (1607), Mérida (1651), Chuquisaca (Sucre, 1639) y la Habana (1644); en Bahía de Brasil, monjas provenientes de Evora fundaron un monasterio en 1677, trasformando un beaterio de terciarias franciscanas.
El primer convento de capuchinas -el de San Felipe de Jesús- fue establecido en la ciudad de México en 1665, por monjas llegadas de Toledo. Al siglo XVIII corresponden fundaciones capuchinas muy notables: Lima (1712), Santiago de Chile (1724), México (Corpus Christi, 1724) y Buenos Aires (1749). Para la primera llegaron monjas procedentes de Madrid que, posteriormente, fundaron el monasterio de Santiago; el del Corpus Christi fue erigido para indias caciques.
Agustinas Las agustinas ejercieron en casi todos sus monasterios el ministerio de la enseñanza, tanto en Europa como en las Indias. Fueron agustinos los inspiradores del primer monasterio femenino en Lima: el de la Encarnación, fundado en 1562, que se convirtió en el Alma Mater de los otros conventos de la capital. Las monjas de la Encarnación se acreditaron como buenas fundadoras de monasterios pertenecientes a las otras Órdenes religiosas: establecieron el de la Concepción y Santa Clara; a su vez, de la Concepción salieron monjas para fundar el de las Descalzas de San José y el de Santa Catalina de Siena, todos ellos en Lima. El segundo monasterio fue el de Chuquisaca (hoy Sucre, 1567), con hábito y regla de las ermitañas de San Agustín. Pocos años más tarde, en 1574, se fundaba de forma anómala el monasterio de la Limpia Concepción de María en Santiago de Chile: establecido por disposición del cabildo secular, fue legitimado canónicamente por el obispo Medellín, que les dio las reglas de las canonesas agustinas.
Monasterios de particular relevancia fueron: el de la Encarnación en Popayán (1591), el de San Lorenzo en la ciudad de México (1598), y el de Santa Mónica en Puebla de los Ángeles (1688). El primero fue pionero en la educación de las jóvenes neogranadinas; el segundo recibió también educandas hasta que le fue prohibido por la real cédula del 22 de junio de 1775; el tercero, con las reglas de las agustinas recoletas, alcanzó gran desarrollo hasta erigirse en congregación.
Dominicas Santo Domingo dio a las monjas la regla de San Agustín, como había hecho con la Orden de Predicadores. La difusión de los conventos femeninos de la Orden se dio paralela a la de los frailes, tanto en Europa como en América. No se dedicaron a la educación con la intensidad que lo hicieron otras Órdenes, pero en todos sus conventos admitieron niñas.
En la segunda mitad del siglo XVI se fundaron cinco monasterios en Nueva España: Puebla (1568), Oaxaca (1576), Guadalajara (1588), Valladolid (Morelia) y el de México (1593). Casi todos estaban sujetos a la jurisdicción del prelado regular, pero fueron frecuentes los problemas surgidos por el deseo de las monjas de pasar a la del Ordinario del lugar. A finales de siglo (1591), se fundó en el Virreinato de Perú el monasterio de Arequipa.
En el siglo XVII existen noticias sobre unas diez fundaciones dominicanas, algunas probablemente simples beaterios. En Córdoba -Audiencia de Charcas- doña Leonor de Tejada, al enviudar, trasformó su casa en convento de dominicas que, por la dificultad de obtener un ejemplar de las reglas, adoptaron provisionalmente las normas carmelitanas. Posteriormente, la diferencia de opiniones sobre las reglas que se debían observar, se solucionó con una escisión: las llamadas «Catalinas» (1613) siguieron la regla dominicana; las «Teresas» (1628) la carmelitana. La fundación de Trujillo -Gobernación de Venezuela- fue autorizada en 1599, pero erigida canónicamente en 1633.
Trinitarias La Orden Trinitaria, anterior a las mendicantes, quedó encuadrada jurídicamente entre ellas en 1609. Las Trinitarias Descalzas, cuya reforma tuvo lugar en Madrid en 1612, pasaron a las Indias y fundaron monasterios en Perú y Chile. El de Lima, establecido de forma irregular durante una sede vacante, con la autoridad del virrey Francisco de Toledo, seguía la regla del Císter; al ser aprobado por Gregorio XIII en 1584, quedó libre de toda vinculación a benedictinos o cistercienses. El monasterio seguía careciendo de identidad, por lo que sus reglas experimentaron, en los años 1584-1681, diversas modificaciones hasta conseguir las propias.
Carmelitas Los carmelitas descalzos habían llegado a las Indias en 1585, tres años después de la muerte de Santa Teresa. Ante la dificultad de que las monjas de la Orden pasaran al Nuevo Mundo, los Descalzos se convirtieron en inspiradores y promotores de los monasterios femeninos. Los primeros que se establecieron, fundados por seglares o monjas pertenecientes a otras Órdenes, recibieron el asesoramiento y dirección espiritual de los carmelitas, que las formaron en el espíritu y en la legislación de la reforma teresiana.
En 1606 se fundaron los dos primeros carmelos de América, en Puebla de los Ángeles y en Santafé de Bogotá. El de Puebla, fundado por cuatro mujeres de origen español, fue un carmelo autóctono, sin relación con los de la Península, pero llegó a ejercer un gran influjo en los otros conventos de Nueva España: México (Santa Teresa la Antigua, 1616), Guadalajara (1695), México (Santa Teresa la Nueva, 1704), Puebla (La Soledad, 1748), y Querétaro (1803). El segundo, el de Santafé de Bogotá, fue fundado por dos concepcionistas que, habiendo leído la vida de Santa Teresa, decidieron cambiar de Orden; una carta de la priora de San Hermenegildo, de Madrid, las animaba a emprender la vida teresiana. Otros dos centros de expansión del Carmelo fueron Cartagena de Indias (1607) fundado por algunas clarisas, y Lima (1643), que fue vivero de fundaciones: Quito (1648), Chuquisaca (Sucre, 1665), Guatemala (1667), Santiago de Chile (1690), La Habana (1702) y Caracas (1732). El Carmelo de Córdoba (1628) había surgido de forma autóctona.
Ordenes monásticas-contemplativas en Indias Los monjes de las órdenes monásticas tradicionales no encontraron -excepto en Brasil- las condiciones necesarias para establecerse en el Nuevo Mundo de forma organizada, como lo habían hecho los mendicantes. La llamada “política anti-monástica” de la Corona puede explicarse por ciertos criterios apostólicos que, ante las urgencias evangelizadoras, daba preferencia a las órdenes activas sobre las contemplativas. Esta hipótesis no es sostenible en relación con los monasterios femeninos: la clausura homologaba a contemplativas y a mendicantes.
Monasterios de jerónimas se fundaron en Guatemala (1959), en la ciudad de México (1585) y en Puebla de los Ángeles (1597). En todos ellos recibieron niñas educandas; no nos consta el tipo de instrucción que se les daba, pero Sor Juana Inés de la Cruz -profesa del convento de México- hizo una velada crítica de las maestras y monjas ignorantes en su Respuesta a Sor Filotea. Sor Juana, por sus denuncias de las discriminaciones que sufría la mujer en la sociedad de su tiempo, es una figura de actualidad: la monja más estudiada y conocida de América.
Un primer intento de establecer la regla del Cister tuvo lugar hacia 1580 en el monasterio de las trinitarias de Lima, pero las monjas la encontraron demasiado dura y acabaron por abandonarla. En el siglo XVIII, monjas llegadas de Vitoria fundaron en México un monasterio de la Orden de Santa Brigida, erigido en 1744; su ocupación primordial era -como Orden contemplativa- el rezo del Oficio Divino.
Una Orden de carácter apostólico-docente: la Compañía de María La incorporación de la dimensión apostólica a la vida religiosa femenina seguía tropezando, en los inicios del siglo XVI, con los límites señalados en De Regularibus y en la Circa Pastoralis. Juana de Lestonnac -fundadora de la Compañía de María- conocía bien estas disposiciones, así como las interpuestas por la Compañía de Jesús que, a diferencia de las Órdenes antiguas, excluyó la posibilidad de una rama femenina. Estas dificultades no le fueron obstáculo insuperable: el 7 de abril de 1607, Paulo V aprobaba, con el Breve Salvatoris et Domini, la Compañía de María Nuestra Señora, primera Orden docente de la Iglesia, con constituciones basadas en el Sumario de los jesuitas y con un proyecto educativo de formación integral, resultado armónico de las ricas experiencias personales de Juana de Lestonnac, unidas a los principios pedagógicos de Miguel de Montaigne -hermano de su madre- y a los métodos de la Ratio Studiorum jesuítica. 78
La Compañía de María contaba con una larga y fecunda experiencia religioso-educativa en Francia (1608), España (1650) y Haití (1733) cuando fue introducida en la América española en 1753. A partir de esta fecha, «los conventos de la Compañía de María o Enseñanza iniciaron un esfuerzo sistemático por la educación de la mujer colonial», fundándose “Enseñanzas” en la Ciudad de México (1754), Mendoza (1780) y Santafé de Bogotá (1783). En las tres ciudades, «monjas especialmente preparadas como maestras, comenzaron a hacer progresos partiendo de los esporádicos esfuerzos educativos de otras monjas en las centurias anteriores». Los trámites oficiales, entre las autoridades virreinales y el Consejo de Indias para la fundación de estas “Enseñanzas”, son documentos de gran valor para conocer la situación de la mujer y su compromiso evangelizador en los tres citados virreinatos.
Mujeres indígenas en religión
En el siglo XVIII se actualizó el tema del indio y se sucedieron propuestas, por parte de la Iglesia, para crear nuevos centros educativos con ópticas diferentes a las del siglo XVI. Estas iniciativas encontraron una respuesta favorable en las disposiciones que emanaron del Consejo de Indias. Respecto a la indígena, vuelve a plantearse la necesidad de posibilitarle el acceso a la vida religiosa y de crear para ella centros apropiados para su educación. Las experiencias del siglo XVI sirvieron para demostrar que abadesas y maestras precisaban un serio conocimiento de la psicología indígena, y que las mejores serían las pertenecientes a la propia raza. Es en esta época, y bajo esta óptica religiosa y educacional, cuando se fundan en la ciudad de México dos obras genuinamente indígenas: el monasterio del Corpus Christi y el Real Colegio de Guadalupe de Indias.
Antecedentes sobre la vida religiosa de las indígenas. Los historiadores de Indias muestran -bajo diferentes aspectos- su admiración por la religiosidad de la mujer indígena. Existían, junto a los templos de los dioses, casas de recogimiento «Calmecac» para las jóvenes que, bajo el adiestramiento y educación de matronas responsables, se comprometían a la guarda de la virginidad. Eran «una especie de monjas» entregadas al servicio de los dioses. Durante los primeros años de la evangelización hubo intentos de aprovechar estas ricas experiencias y tradiciones indígenas en el cristianismo pero, como en el caso de la educación, los resultados fueron negativos y hubo que esperar hasta el siglo XVIII -la centuria en la que resurge el interés por el indio- para que esta tradición secular pudiera tener continuidad en el cristianismo.
Las Leyes de Indias prescribieron la fundación de monasterios, en los que las mestizas fueran recibidas en la misma calidad que las españolas; pero nada especificaron sobre las indígenas: los ingresos en los monasterios de Santa Clara de Querétaro y en la Limpia Concepción de Guadalajara -fundados para indias- fueron pocos, y los problemas con que tropezaron, muchos. En Perú -con una antiquísima tradición de «Esposas del Sol» que, junto a los templos, servían a los dioses- se fundó, en 1678, el beaterio de Copacabana, para indias caciques; sin embargo, y a pesar de los trámites realizados, no llegó a erigirse en monasterio.
En 1720, el virrey Baltasar de Zúñiga, marqués de Valero, suplicó al rey que las caciques de Nueva España no carecieran «de la utilidad que disfrutan las de su condición en el Perú» y accediera a la fundación de una casa religiosa exclusiva para ellas. El monasterio de Indias Caciques del Corpus Christi fue inaugurado en dicha solemnidad del año 1724; la regla elegida fue la de las capuchinas. Con la fundación del Corpus Christi se había dado un paso importante. Sin embargo, el más amplio sector de las jóvenes indígenas -las llamadas indias comunes- quedaban aún sin posibilidad de entrar en la vida religiosa: el colegio de Indias de Guadalupe sería su primera oportunidad, pero bajo la forma de simple beaterio.
Fundación del Colegio de Guadalupe de Indias Su erección fue obra del jesuita Antonio Martínez de Herdoñana, que aprovechó en favor de las indígenas sus experiencias en el Colegio de Indios de San Gregario, en la ciudad de México. La real cédula de fundación le fue otorgada el 13 de mayo de 1759: el rey confirmaba la obra -autorizada provisionalmente por el virrey en 1753-, la admitía bajo su protección y aprobaba las constituciones, inspiradas en el Sumario de la Compañía de Jesús. Las llamadas «colegialas» eran las maestras -una especie de beatas- que seguían los consejos evangélicos; se comprometían a la educación de las jóvenes de su raza. Las constituciones, divididas en cinco apartados, demuestran que Herdoñana conocía muy bien la psicología de la mujer indígena, sus cualidades y defectos. Insiste, a veces de forma machacona, en todo lo que podía ayudarle a superar la inercia y apatía atribuidas al indio. Trata de avivar el sentido de responsabilidad, la constancia y el deseo de superación. Hace alusiones frecuentes al servicio que, como mujeres e indias, deben prestar a los de su Nación por medio de la enseñanza, «ministerio penoso, pero muy útil al que están obligadas».
El Colegio de Indias de Guadalupe, después de la expulsión de los jesuitas, tuvo dificultades de carácter económico y disciplinar. Su director, don Juan Francisco de Castañiza y Larrea, reflexionó sobre el proyecto de Herdoñana y en 1806 llegó a la conclusión de que, para alcanzar sus objetivos, debía trasformar el colegio en convento. La Compañía de María y Enseñanza, arraigada en el virreinato y con unas constituciones basadas también en el Sumario de los jesuitas, le ofrecía garantías de posibilitar la vida religiosa a toda clase de indias y de prepararlas, como maestras, a prestar, al mismo tiempo, un servicio importante a las jóvenes de su Nación.
Los trámites entraron en la Península en una fase de estancamiento, como consecuencia de la guerra de la Independencia. El Consejo de Regencia, autorizado por las Cortes Generales, otorgó la real cédula de fundación el 13 de junio de 1811. Cuatro monjas criollas de la Enseñanza se trasladaron, el 8 de diciembre, al Colegio de Indias de Guadalupe, actuando de fundadoras del nuevo monasterio. A partir de entonces, el primer convento de la Enseñanza fue conocido como Enseñanza Antigua y el Colegio de Indias de Guadalupe como Enseñanza Nueva o Enseñanza de Indias. Un reglamento, anexo a las constituciones, aseguraba el carácter indigenista de la obra, que se mantuvo íntegro hasta 1926. Desde 1529 -llegada a México de las primeras beatas para la evangelización de las indígenas- hasta 1811, cuando se abrió a todas ellas la oportunidad de la vida religiosa, habían transcurrido 282 años. Las fundaciones del Corpus Christi y de la Enseñanza Nueva llevaban consigo el reconocimiento de un fracaso: la convivencia de españolas e indias en un mismo convento no era posible todavía.
Conclusión: del « recuerdo» al compromiso
La mujer laica y la religiosa desplegaron en el Nuevo Mundo una labor magna en su amplitud y fecunda en sus logros. Sin embargo, su actuación nos abre también profundos interrogantes: descubrimos puntos oscuros, preferencias evangelizadoras y ausencias significativas; apenas sabemos nada de su interés por la mujer negra, la mulata..., la mujer rural.
Significativa y pionera fue la aportación de la mujer secular, no sólo en las obras asistenciales enumeradas, sino en frutos de santidad: Rosa de Lima (1586-1616), terciaria dominica, y la quiteña Mariana de Jesús Paredes (1618-1645), son elocuentes testimonios del arraigo de la evangelización. El compromiso de la mujer secular en esta empresa misionera es un campo poco explorado, pero sugerente, que abre interesantes vías de investigación en un tema de actualidad: la misión de la mujer laica en la Iglesia.
Aclararía equívocos y malentendidos sobre la función de la mujer en la sociedad virreinal, que trascendía, con mucho, los límites del hogar. La imagen de un «ser débil, pasivo, aislado en su casa», que -según Silvia Arrón- ni siquiera las heroínas de la Independencia superaron, desaparecería. Una investigación seria, basada en fuentes primarias existentes, invalidaría otro aserto muy repetido en la actualidad: «La falta de fuentes sobre las mujeres, es parte de la historia de las mujeres».
Sugerente, pero más complejo, es el tema de la religiosa en la primera evangelización: los monasterios femeninos fueron la institución religiosa menos inculturizada, trasplantaron esquemas peninsulares y se abrieron, por lo general, sólo a españolas y criollas. Cuando admitieron educandas, eran de origen burgués; las mujeres de color eran donadas o sirvientas. Una historia crítica, bien documentada, sobre la religiosa en la evangelización de América, sería una valiosa aportación a la historia de la Iglesia y de la Cultura.
Este «recordar» la participación de la mujer laica y religiosa en la evangelización de América no debería ser algo pasivo, sino convertirse en un «hacer» en vista del futuro. Para ello necesitamos partir de estudios monográficos sobre las diferentes presencias femeninas: nos lo exige la Iglesia, como medio para lograr una lúcida visión de nuestros orígenes y nuestra actuación como mujeres; nos lo exigen los hombres a quienes debemos evangelizar con nuevo ardor, nuevas presencias, nuevos métodos y expresiones; nos lo piden los hombres de cultura, los historiadores, porque «¡Desdichada la raza que no hace un alto en la encrucijada antes de proseguir su ruta... que no siente la necesidad de justificar su destino, de volcar claridades sobre su misión en la historia».