PERÚ; La evangelización en el contexto andino del siglo XVI

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
Ir a la navegaciónIr a la búsqueda

1. LA SOCIEDAD Y LA IGLESIA NACIENTE EN LOS ANDES DEL SIGLO XVI

El escabroso y polémico tema de la relación entre evangelización y conquista encuentra en el caso andino, más concretamente del Perú, un campo abierto a la discusión histórica. Los primeros intentos de implantación de la Iglesia en el Perú se llevaron a cabo a través de la actividad evangelizadora de los primeros religiosos que llegaron con los conquistadores españoles a las tierras dominadas por el incario.

Encontramos al mismo tiempo de unas prácticas misioneras y pastorales por parte de aquellos religiosos, una serie de primeros documentos que atestiguan la preocupación de la Corona española por garantizar a las poblaciones indígenas la dignidad y la supervivencia. Esta dimensión de la actividad religiosa en el Perú ha sido estudiada a través de los documentos relativos a la protectoría de los indios. En este contexto se encuadran las políticas dictadas acerca de la manera de difundir la fe cristiana en los Andes y las opiniones de algunos protagonistas en materia de práctica pastoral. Además cobran especial importancia las normas de los primeros concilios limenses acerca de las orientaciones generales que deberían ser adoptadas en la pastoral indígena.

El Tercer Concilio limense (1582 1583) es la coronación de una época marcada por numerosos conflictos tantos civiles como eclesiásticos. En él se definen lo que vendrán a ser los grandes principios orientadores de toda la práctica pastoral de la Iglesia hispana en el Sur del Continente hasta bien entrado el siglo XIX. De ahí su importancia y transcendencia.

La experiencia eclesial evangelizadora primigenia en el mundo de los Andes

Sería muy difícil entender la historia de la evangelización en América Latina en general y en Perú en particular, sin tener en cuenta la problemática general de la conquista y de la evangelización que cronológicamente la acompaña. Ya desde los comienzos de la presencia española en el Nuevo Mundo se suscitó una fuerte polémica y un debate fundamental sobre los derechos de la persona, de las sociedades y de los pueblos. El debate se alargó a toda la temática jurídico teológica sobre la conquista. Además se vieron involucrados los temas directamente relacionados con la evangelización como el respeto a las conciencias y la capacidad del indio para acoger la fe cristiana.

Todos estos debates alcanzaron su punto más álgido con la conquista española del Perú. Para entender más claramente la segunda parte del siglo XVI en Perú, los frutos cosechados por la Iglesia naciente en el ámbito del mundo andino y del imperio de los incas, así como en el Tercer Concilio limense y la obra de unos de los teólogos principales de aquel Concilio, el jesuita José de Acosta, es necesario tener en cuenta los primeros ensayos de evangelización del Perú en el siglo XVI.

Fueron años trágicos. En primer lugar, el territorio era una incógnita para todos los recién llegados de España, y las sociedades que habitaban este inmenso territorio eran para los conquistadores y misioneros un misterio. Por eso, es más admirable aún la acción de los primeros hombres de la Iglesia que llegaron a los Andes. La mayoría de ellos pertenecía a alguna de las cuatro órdenes religiosas: dominicana, mercedaria, franciscana y agustina. A estos cuatro pilares del catolicismo andino se juntarían luego, a fines de la década de 1560, la entonces joven y dinámica Compañía de Jesús y, obviamente, el clero secular que llenaba poco a poco el vacío de las estructuras eclesiásticas de la Iglesia diocesana. Es evidente que la vida cristiana forjada por las órdenes religiosas que habían conocido reformas era distinta de la que difundían los religiosos no reformados o el clero secular. Se puede detectar en los primeros una práctica misionera generalmente más austera y exigente. Era normal dada la fuente donde ellos bebían, y las preocupaciones religiosas que aun traían a este Nuevo Mundo. Esto no significa que todos los otros religiosos o los miembros del clero secular fuesen menos aplicados a sus tareas apostólicas, o menos concienzudos en la búsqueda de soluciones pastorales frente a este vasto mundo indígena andino. Simplemente verificamos la existencia de una élite religiosa particularmente consagrada a su misión y, en ciertos casos, con una buena preparación intelectual poco común para la época. Por eso, no causa extrañeza la importancia que tienen desde el inicio de las actividades pastorales los problemas de justicia y de ética en general. Algunas figuras destacan en esta batalla, que para muchos asume dimensiones épicas. Tomás de San Martín y Domingo de Santo Tomás son figuras particularmente significativas. Y siendo más moderado y más cercano a las dimensiones institucionales, no es menos importante y, hasta en ciertos casos más decisiva, la obra del arzobispo Jerónimo de Loayza. Loayza fue el organizador de la primera Iglesia peruana, y de sus acciones y gestos mucho han aprovechado los obispos que le siguieron en la Iglesia metropolitana. Los tiempos eran más que difíciles. Sin embargo, en medio de guerras fratricidas y de un sinnúmero de problemas eclesiásticos, Loayza supo distinguir lo esencial y lo secundario. Convocó los dos primeros concilios limenses y supo imprimir en Perú una seriedad y una solidez muy singular. Creó muchas obras y pese a la incipiente Iglesia decretó algunas normas que luego sirvieron de modelo para el futuro. El Tercer Concilio limense aprovechó sus enseñanzas y su famosa Instrucción (1545 1549) quedó como un modelo de orientación pastoral para toda la Iglesia del Sur del Continente.

Lectura de esta historia a través del jesuita José de Acosta

Se puede recorrer todo el debate histórico poniendo como punto de llegada de su primera fase, y al mismo tiempo como punto de partida de una segunda fase estable, al Tercer Concilio de Lima, convocado por Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, sucesor del Obispo Loayza. El alma de este Concilio fue sin duda el jesuita José de Acosta (1540 1600). Su obra no es fácil de abarcar no tanto por la cantidad de escritos que el religioso produjo, cuanto por las actividades que desarrolló a lo largo de su vida en América del Sur y en Europa. Ha sido una obra inmensa y muy variada : responsabilidades al interior de la Compañía de Jesús y misiones delicadas del punto del vista político. Todas estas gestiones iban acompañadas de un interés bien marcado por la historia americana y por la preocupación misionera y pastoral. El De procuranda indorum salute (1588) y la Historia natural y moral de las Indias (1589) expresan estas inquietudes de Acosta. A ellas habría que agregar otros escritos menos conocidos, y sobre todo sus cartas en que se revela como un extraordinario político, diplomático y un escritor con una sensibilidad literaria y espiritual poco común. Entre todas sus actividades llevadas a cabo en América, la que sin duda marcó profundamente el nuevo espacio de evangelización fue la participación de Acosta en el Tercer Concilio limense, y la aplicación catequética de los decretos conciliares durante la década de 1580. Hay que reconocer la omnipresencia de Acosta en el Tercer Concilio limense y también su fuerza espiritual para atender a todos los pedidos que le fueron dirigidos para realizar los trabajos de animación de esa decisiva asamblea. Las investigaciones hechas en torno a la obra de José de Acosta son muy numerosas y algunas de ellas de gran envergadura. Basta recordar la del jesuita español León Lopetegui: El P. José de Acosta y las misiones, que hasta ahora permanece válida y actual pese a sus más de setenta años de existencia. Importa subrayar el interés que la obra de Acosta despertó tanto antiguamente como en nuestros días. Esa actualidad causa no poca admiración. ¿En qué se funda esta actualidad ? No hay una explicación única para este hecho. Sin embargo, una razón que quizá pueda explicar la difusión y el interés por la obra acostiana reside en el hecho de ser una reflexión amplia sobre el proceso de evangelización, en un momento histórico decisivo para los destinos espirituales y temporales de la Iglesia y de los intereses de la Corona española en América. De igual manera, habría que agregar la gran erudición de Acosta y su peculiar gusto por la «historia natural», que lo elevó a la categoría de los investigadores científicos de la naturaleza americana. Juntos todos estos objetivos no cabe la menor duda que muchos y variados autores buscan en su obra las fuentes muchas veces únicas de un tema, y la opinión sabia y segura en torno a la educación cristiana o la historia política del siglo XVI. La obra de Acosta no es solamente la de un especialista en asuntos teológicos, sino también la del estudioso de su entorno. En ella Acosta observa la realidad donde vive, y propone soluciones ante algunos de los problemas que se planteaban en su tiempo relativos a como debía evangelizarse los indios. Acosta usa los grandes principios de la reflexión teológica para transformarlos en una práctica misionera y pastoral adecuada. Se podría hacer hacer un análisis minucioso de la obra sociopolítica acostiana o un estudio metodológico de la reflexión teológica del ilustre jesuita. Metodológicamente conviene hacer una incursión en sus escritos a fin de determinar sus objetivos pastorales, lo que ellos significan en relación a los esfuerzos que los precedieron y lo que ellos expresan de novedad y de visión futura.

Una reflexión sobre la proyección pastoral de Acosta gira en torno a sus actividades en el Tercer Concilio, y luego su prolongación en la obra escrita De procuranda indorum salute. De estas dos experiencias se pueden sacar algunos principios para entender el reto a que ellas respondían, y las soluciones que el autor propone. Se puede entrar así de alguna manera en lo más profundo de su acción pastoral. Así lo entendieron muchos hombres del siglo XVI. El proceso a la conquista del Perú dio lugar a una profundización de toda la temática teológico jurídica de la evangelización en el Nuevo Mundo.

2. CONQUISTA Y EVANGELIZACIÓN. LA FIGURA DE FRAY VICENTE VALVERDE

La presencia de la Iglesia en el encuentro de Cajamarca

Cuando Francisco Pizarro desembarcó en las playas del norte peruano (1534), tenía sin duda en mente y aun bien frescas, las historias relacionadas con la presencia española en América, y quizá las de la conquista y gobernación de México. Eran éstas las más espectaculares de todas las que hasta entonces se hicieron. La experiencia de Pizarro hacía prever una empresa y organización semejantes a las que en ese entonces se armaban. Después de varias peripecias y de problemas tanto personales como financieros, la expedición que salió en dirección al mar del Sur llevaba bien inscritas en el frente la decisión de ampliar las tierras de la Corona española y de anunciar la fe cristiana a las poblaciones que se irían descubriendo. Así lo exigía la Corona española. Pese a los intereses materiales que las animaban, no se concebían estas expediciones de conquista sin objetivos religiosos. Con Pizarro y el personal militar iban religiosos que se encargaban de difundir la doctrina y los rudimentos de vida cristiana. La figura que sobresale en el primer intento de anunciar el Evangelio en tierras peruanas es la del dominico fray Vicente de Valverde. No es una personalidad muy conocida porque hasta ahora no se le consagraron muchos estudios. Pero su nombre figura en los primeros eventos de conquista. Valverde es uno de los principales protagonistas en la escena de la prisión del inca Atahualpa en Cajamarca. Y por eso su nombre quedó para siempre asociado a la muerte del inca y a la ignominia que este hecho acarreó a los integrantes de la expedición española. Sin embargo, Valverde poseía una sólida formación teológica por haber frecuentado las mejores escuelas dominicanas de la época: Salamanca y San Gregorio de Valladolid. Estaba emparentado a la familia de los Pizarro y como ellos era extremeño, natural de Oropesa. Valverde no tuvo tiempo de implantar una política pastoral general para ese territorio inmenso y desconocido que era entonces el Perú. Esos primeros años de presencia española fueron muy accidentados y violentos. El número de religiosos era escaso, y los que existían no estaban preparados para la ardua tarea de evangelizar esa tierra inmensa. Sin embargo, Valverde echó los cimientos para la construcción de la Iglesia y se ocupó, en cuanto pudo, de anunciar a las poblaciones por donde pasó los rudimentos de la «doctrina catholica». Algunas cartas al Rey manifiestan una personalidad muy preocupada por el futuro de la Iglesia en estas nuevas tierras. Y también prueban la gran piedad que lo animaba cuando se trataba de ayudar a las poblaciones indígenas indefensas frente a la violencia de los españoles conquistadores.

Los primeros pasos de la Iglesia en los Andes: el proyecto misionero de Valverde

Para hacernos una idea de lo que fue el proyecto misionero de Valverde hay que tener en cuenta el momento histórico en que se desarrollan sus actividades. La situación por la que pasan tanto los conquistadores como los naturales es única y excepcional. Dos mundos culturales están frente a frente, Occidente cristiano y mundo incaico. En el desarrollo del encuentro la violencia impera, no sólo entre españoles e indios, sino también entre los propios conquistadores.

La tarea de Valverde como autoridad religiosa máxima y aliado a la familia de los Pizarro, es casi imposible de llevar a cabo. Hay demasiadas pasiones e intereses en juego. Hay momentos en que sólo las armas y la fuerza son capaces de traer un poco de calma a las terribles tensiones que los grupos en disputa vivían. Valverde pasó gran parte de su tiempo tratando de arreglar los conflictos entre españoles. Y no le quedaba mucho más para desarrollar un plan misionero. Aun así la Corona le envía instrucciones para llevar a cabo su trabajo en función del anuncio del Evangelio.

Valverde es nombrado obispo del Cusco el 8 de enero de 1537, un año después del nombramiento del Rey, el 14 de julio de 1536, como «protector de indios». Esta función no era un cargo simplemente burocrático, sobre todo desde que el padre Las Casas lo había desempeñado con el ardor que se le conoce. Tampoco Valverde lo desempeñó como un simple administrador o funcionario real. Al contrario, se interesó por la suerte de los naturales y lo recordó al Rey en varias ocasiones. Sirva de ejemplo la carta siguiente: “En lo de la protección de los indios, que V.M me mandó que entendiese, lo que hay que decir es que es una cosa tan importante para el servicio de Dios y de V.M defender esta gente de la boca de tantos lobos como hay contra ellos, que creo que, si no hubiese quien particularmente los defendiese, se despoblaría la tierra ; y ya que no fuese así, no serviría ni tendrían sosiego. Los indios della hanse alegrado y holgado mucho, y tomado mucho ánimo para estar quietos y sosegados y servir a V.M y a los que acá tiene, en saber que V.M envía acá particularmente quien los ampare y defienda ; y yo les he platicado muchas veces, diciendo cómo V.M los quiere como hijos, y los llama hijos, y que no quiere que se les haga agravio ninguno : y que juntamente con esto quiere mucho a los cristianos (españoles) que están en estas tierras, y quiere que les sirvan y mantengan y den de lo que tuviesen. Y todos estos indios, cuando se juntan, no hablan de otra cosa, y dicen que V.M es muy bueno, que esta es manera de alabar a una persona, y que lo quieren servir, por el cuidado que tiene dellos”. Para juzgar adecuadamente la acción de Valverde en este campo, conviene saber que la protectoría de indios no estuvo siempre a cargo de los obispos. Eran las «justicias civiles» quienes la desempeñaban. Los encomenderos tenían la responsabilidad de hacer aplicar la legislación indiana acerca del destino de las poblaciones indígenas. Sucedió, sin embargo, que los abusos se multiplicaron con la anuencia de las autoridades tradicionales indígenas, que se asociaron a los encomenderos en la explotación de sus súbditos. El indio no veía los beneficios que le acarreaban las leyes proclamadas por los monarcas españoles en su favor. Los resultados eran obvios: la autoridad moral de las «justicias civiles» se derrumbó, y sólo quedaba la Iglesia como institución capaz de hacer aplicar sino total por lo menos parcialmente, la generosa voluntad real. Las estrepitosas denuncias del Padre Las Casas acerca de las vejaciones infligidas por el conquistador y encomenderos en las poblaciones indígenas, acabaron por convencer a la Corona de la necesidad de nombrar a alguien que impusiera en los territorios ultramarinos la voluntad real acerca de los «naturales». Las «justicias civiles» fueron alejados de la función de protectoría y en su lugar la desempeñaron los obispos y luego otros eclesiásticos, según los cargos que les concedían los Reyes de España. Hasta cierto punto, los obispos ya tenían la obligación, por lo menos moral, de precaver a la aplicación de la legislación indiana. Sin embargo, el hecho de nombrar en forma explícita e inequívoca un «protector de indios» eclesiástico cambiará radicalmente el panorama de la función. Alrededor de 1531 hay un brusco cambio en la actitud de la Corona. La influencia de los conquistadores y encomenderos españoles era evidente. Se quejaban de que el obispo se volvía una autoridad por encima de todo el poder civil. Los inconvenientes de esa situación eran obvios, porque la autoridad eclesiástica podía entonces actuar en todas las cuestiones relativas a los naturales, por estar ellos sometidos a la lectura que el obispo hacía de la bondadosa legislación real. Veamos los hechos más en detalle, porque de alguna manera la labor pastoral de Valverde en lo que será más tarde el territorio del virreinato peruano depende de ellos. Fray Tomás de Ortiz, considerado por muchos como hombre violento y poco inclinado a la comprensión de los naturales, es nombrado protector de indios para Santa Marta siendo definido su cargo con dos cédulas reales, una de 1527 y otra de 1528. En las dos las autoridades reales proclaman explícitamente su voluntad de ver el «protector de indios» eclesiástico investido de toda la autoridad para hacer aplicar lo que dictan las leyes llegadas a Indias. Con ellas, el obispo se sobrepone al propio gobernador en materia de lectura y práctica de la legislación indiana. Es precisamente este punto que será materia de debate, y luego de brusco cambio en la actitud de la Corona. De tal manera que cuando fray Reginaldo Pedraza, sustituto de Hernando Luque en la compañía de Pizarro en 1530 recibe el título de «protector de indios», ya se tiene en cuenta algunas de las quejas de los opositores a los amplios poderes eclesiásticos. El decreto real que lo nombra aclara los puntos siguientes: a- se autoriza al protector, cuando no pueda visitar personalmente a los indios de la Gobernación, a enviar visitadores en su lugar, pero con la condición de que tales personas sean vistas y aprobadas por el gobernador y oficiales. De otro modo ninguna persona pueda ir a visitar ; b- se permite al protector y a los visitadores por él nombrados, hacer sólo pesquisas e informaciones referentes al trato a que se somete a los indios, pero la imposición de las penas pecuniarias mayores de 50 pesos, o penas de cárcel de duración mayor a 10 días, o penas corporales, o pérdida de los indios encomendados, se reserva al gobernador y a los oficiales reales para que las vean y las determinen. El protector y sus visitadores sólo pueden aplicar penas pecuniarias menores de 50 pesos o menores de diez días de cárcel; c- se permite hacer informaciones contra el gobernador y sus oficiales, con el fin de enviarlas al Consejo de Indias ; pero se advierte expresamente que por esto no es nuestra intención ni voluntad que los protectores tengan superioridad alguna sobre “las dichas nuestras justicias” ; d- se establece que los pleitos entre los mismos indios pertenecen a la jurisdicción del gobernador y no a la del protector. Con esta cédula la Corona pone bajo la autoridad del gobernador algunas prácticas que habían sido atribuidas a la autoridad eclesiástica en anteriores años. Hay que reconocer que con estas cédulas queda reconocida la autoridad episcopal en materia de protectoría, reconocimiento que se pondrá en tela de juicio a finales del siglo XVI, precisamente después de la muerte de fray Jerónimo de Loayza, arzobispo de Lima, en 1575. La actuación de Valverde en el Perú obliga el Rey a precisar algunos puntos de la legislación precedente. Corría el año de 1538. Escribe el Rey que como protector a) que se informe de los agravios que se hacen a los indios y vea con las «justicias» los castigos que deben ser administrados. Si las «justicias» no aplican los castigos, ha de avisar al Rey para que mande proveer lo necesario ; b) que no se lleven indios en los navíos. Si eso ocurriese hay que avisar a las «justicias» para que lo impidan ; c) que declare cuales son los indios libres que se traen de otras provincias y que se avise de ello a las «justicias»; d) que se avise las «justicias» de malos tratamientos infligidos a los indios ; e) que se prohiba la herranza de indios y su venta como esclavos, aun en caso de guerra. Estas recomendaciones del monarca van acompañadas de la definición de las competencias y con ellas del deslinde entre poderes civiles y eclesiásticos. En cuanto obispo y protector, Valverde a) no tiene competencia para hacer justicia, siendo esta función del Gobernador y sus tenientes ; b) debe limitarse a seguir las normas que fueron dictadas sobre estas materias a partir de 1531 ; c) debe hacer aprobar por el Gobernador, los visitadores que él nombre para ejercer el oficio de protector. El cargo de «protector de indios» es parte importante de las tareas pastorales porque, de alguna manera, es quién define el acercamiento de Valverde a las poblaciones indígenas. Sin estas acciones y sin esta responsabilidad, difícilmente Valverde podría llevar a cabo el anuncio del Evangelio a los naturales, porque los encomenderos y demás españoles se arrogarían ese derecho para que, bajo ese pretexto, pudieran mantenerlos a su servicio. Los cuidados que la Corona pone en la definición de la protectoría, se entiende mejor en ese contexto. Y bien vistas las cosas, Valverde se da muy bien cuenta de lo que está en juego. De hecho, toda su estrategia misionera depende de la manera como él pueda solucionar el problema planteado por las relaciones sociales entre indígenas y españoles. De nada serviría a la misión de la Iglesia si la presencia española transformara las poblaciones en esclavos. El desafío era de importancia capital para el futuro de la Iglesia en América. El propio Rey lo recuerda en una carta enviada a Valverde en el año 1539, en la que trata de varios temas relativos a la presencia española en el Perú. Dada la fecha temprana del documento recordaremos algunos puntos de dicha carta: a) que no se aprovechen los españoles de los indios llamados yanaconas, generalmente sin residencia o lugar fijo, porque servían a los señores incas o a otros en tiempos de los incas, y los seguían por donde les exigían que fuesen. Los españoles no tienen derecho a tomarlos ni a servirse de ellos. Los ex yanaconas deben ser libres como todos los indios. De igual manera, serán libres todas las poblaciones, hasta en caso de rebeliones de los naturales. Esta idea de la libertad de las poblaciones indígenas queda muy clara y bien explícita en el texto real ; b) la carta del Rey insiste también en la condenación de los españoles que se apropian de los indios para obligarlos a trabajar en sus haciendas o en las minas. Desde muy temprano este negocio es objeto de muy severas legislaciones. Valverde se quejaba al Rey y el monarca le contesta dándole razón ; c) también el monarca llama la atención de las autoridades para la obligación que ellas tienen de explicar a los indios la legislación española, y trata de un caso que le había sugerido Valverde : el de los caciques o señores naturales que proclaman costumbres contrarias a la justicia : “En lo que decís que los caciques desa tierra tienen algunas leyes injustas y que las executan cruelmente contra sus indios, y que os parece que no lo debemos consentir, sino mandar que nuestras leyes se guarden y executen, y no las que los dichos caciques tienen ; envío a mandar a vos y al nuestro gobernador y oficiales desa provincia que veais las leyes que tienen esos caciques, y las injustas las quiteis por la mejor manera que os pareciere, como vereis por la cédula que va con esta. Entendereis en el cumplimiento della y avisarnos de lo que cerca dello se hiciere”. Hasta fines del siglo XVI estuvo vigente esta norma. Era una obligación fundamental de la política indiana de la Corona, y condición indispensable para la buena marcha de la fe cristiana en tierra pagana. Por eso, las denuncias contra los españoles que se servían de su situación y superioridad física para aplastar a los indios, recuerda siempre el objetivo perseguido por aquellos que luchaban por la aplicación de los principios éticos enunciados en numerosos documentos emitidos por la Corona. Porque no hay que olvidar, los documentos de los primeros años lo demuestran, que las riquezas extraídas de los nuevos territorios deberían servir a la difusión del evangelio y a la ampliación de la fe cristiana en el nuevo continente.


3. EVANGELIZACIÓN, CONQUISTA E IDOLATRÍA=

Valverde veía en las poblaciones indígenas gentes bien dispuestas frente a la enseñanza de los primeros rudimentos de doctrina christiana : “Visto lo que me dezis que la gente desa tierra es muy abil para recibir la doctrina del Santo Evangelio, e que teneys por cierto que, como esté sosegada la tierra, abrá muy gran aumento en la fee …”. Sin embargo, no ignoraba el dominico Valverde que las poblaciones indígenas eran paganas, y que las prácticas religiosas que ellas poseían cabían en la definición de lo que los teólogos entendían por idolatría. El propio Valverde se dedicaba a derrumbar los ídolos de los indios. Y sin duda que le recordaban las discusiones acerca de la idolatría como justiticación de la conquista americana, porque no hay que olvidar que este fue uno de los grandes temas de discusión desde que los españoles pusieron pie en el Nuevo Mundo. La concepción de la conquista dependía en gran parte de la posición que los teólogos y juristas defendían acerca de la idolatría. Por eso en los últimos años se ha dado más importancia a este tema, algo olvidado en la historia de la evangelización americana. Alrededor de la idolatría se teje uno de los debates más acalorados acerca de la legitimidad de la Conquista. Los grandes teólogos, moralistas y juristas participan en él. Y toda Europa cristiana toma partido en favor de una u otra posición. Por una parte están los que rechazan la Conquista bajo cualquier pretexto, por otra los que la aceptan incondicionalmente. Y en medio de las posiciones extremas están los que justifican la presencia española con algunas reticencias, y los que la acantonan en torno a la conversión al catolicismo. El manantial nace en Salamanca y todos los autores, cualquiera que sea su opinión, concuerdan en atribuir a Francisco de Vitoria (1486 1546) el mérito de definir con equidad y justicia las reglas metodológicas y éticas para un debate de alcance transcendental no sólo para España, sino también para todo el Occidente cristiano. Desde muy temprano las cartas de los conquistadores, pobladores y misioneros al Rey o a los responsables de la administración ultramarina, hacen referencia a la idolatría. Sin embargo, es el padre Las Casas quien encendía el debate con sus propuestas radicales en favor del reconocimiento de la grandeza religiosa de los pueblos americanos. Sustenta su opinión con la suma de argumentos antiguos y modernos, y establece una corriente de pensamiento que hasta nuestros días tiene sus adeptos. Como es su costumbre y costumbre de la época, el autor de referencia es Tomás de Aquino. Habla éste de la idolatría en el contexto del estudio teológico de la superstición. La idolatría es una forma de superstición, por la cual se atribuye a hombres y cosas, todos ellos seres creados, el culto que sólo a Dios deber ser rendido. Su origen se remonta a la segunda edad del mundo y con el advenimiento de Cristo, en la sexta edad del mundo, su decadencia es notoria. Las Casas tiene que explicar como vino a América la idolatría. Su argumentación consta de varias partes. La mejor demostración de su método está en la «Apologética historia sumaria». A partir del Capítulo 74, “Del origen de la idolatría”, Las Casas teje un larguísimo razonamiento acerca de las idolatrías entre egipcios, griegos y gentiles, para llegar finalmente al Nuevo Mundo y analizar las distintas expresiones del hecho idolátrico en las islas, en México y en los Andes. Concluye diciendo que los indios americanos, tanto en sus creencias como en sus costumbres, no son tan ignominiosos y viciosos como lo fueron los pueblos y antiguas civilizaciones, y hasta insinúa que algunos pueblos del Nuevo Mundo ni siquiera conocieron la idolatría. Para Las Casas no cabe duda que tanto por la tierra y clima, como por la simplicidad de vida de las sociedades americanas, la fe cristiana ganaría fácilmente raíces en el Nuevo Mundo. Todo ello porque la Providencia divina dispuso las cosas de modo que el camino para su conversión fuese corto y sin obstáculos infranqueables. Da cuatro razones para ello : “lo uno, … son todas estas gentes de buena razón ; lo segundo, porque son más sin dobleces y usan de más simplicidad de corazón que otras ; lo tercero, porque son bien acomplixionadas de su natural como arriba queda probado, y éstas son calidades por las cuales con menos dificultad se persuade a los hombres que las tienen [a] la verdad ; lo cuarto, por la experiencia que dellos ya se tiene de haberse ya infinitos convertido, aunque algunos con alguna dificultad, y éstos son los que tenían muchos dioses ….”. El obispo de Chiapas dilata los argumentos de la Escuela de Salamanca hasta el extremo de sus posibilidades lógicas. Como sus maestros, las creencias y prácticas religiosas idolátricas de los pueblos americanos no justifican la Conquista, y menos aún las atrocidades que los conquistadores cometen en los nuevos territorios. Al insistir sobre la bondad natural de los indios y sobre su buena disposición hacia las gentes extranjeras, Las Casas refuerza los tratados escolásticos de Vitoria y Soto en que se demostraba que ni la idolatría ni los otros pecados atribuidos a los pueblos indígenas eran motivo suficiente para alejarlos de sus señores y Reyes, para usurparles las tierras, saquear sus casas y robar sus haberes. Todos estos principios éticos se vuelven materia prudente y generalmente aceptada. Pero con el paso del tiempo se marchitan. De ese modo, la idolatría se vuelve arma dúctil en manos de todos aquellos que esconden sus intereses con el pretexto de difundir la fe cristiana. Lo que era fácil para Las Casas y natural para los indios, se vuelve difícil y casi imposible. Hasta los más prudentes de los catequizadores dudan de su éxito. Décadas y siglos más tarde y hasta en nuestros días existen aun escépticos. De esa manera, la idolatría se convierte en uno de los temas más importantes del discurso ideológico de la Conquista. Calderón de la Barca le dará el estatus de persona y símbolo de América. La dimensión lascasista es pues de capital importancia porque expresa una de las dos opciones irreconciliables. Pero al mismo tiempo, tanto el discurso de Las Casas como el de los que a él se oponen se enredan en una discusión de carácter político sobre la naturaleza del hombre y de las sociedades indígenas, doblegando la lógica de la argumentación con el peso de la lucha por el poder en el espacio americano. En ese sentido, las teorías de la defensa de las poblaciones puestas a sangre y fuego por los conquistadores,como las de la justificación ex post facto del poder de la Corona española sobre los territorios ultramarinos, deben ser consideradas como discursos que representan posiciones ideológicas y jurídicas en contraste. Las Casas lo hace en función de su concepción del papel de la Iglesia en la difusión del Evangelio, en la cual no faltan rasgos teocráticos. Sus adversarios hablan de la necesidad y deber moral de atraer las nuevas «naciones» a la fe cristiana, dadas las condiciones de retraso cultural y religioso que ellas manifiestan con sus prácticas y creencias.


NOTAS