Diferencia entre revisiones de «ACERBA ANIMI; Sobre la persecución en México»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Revisión del 16:09 21 ene 2018

Prólogo Los días 20 y 21 de junio de 1929 el presidente de la República Emilio Portes celebró unas platicas con los obispos Leopoldo Ruiz y Flores (nombrado Delegado «Ad referéndum») y Pascual Díaz, arzobispo de México, para “arreglar” el conflicto religioso. Los llamados “arreglos” dieron fin a la «Cristiada». Esos “arreglos” nunca fueron puestos por escrito, pero los acuerdos verbales fueron dados a conocer en la prensa mexicana del día siguiente.

Luego de tres años, era notorio la falta de cumplimiento de las promesas por parte del gobierno, de una “buena voluntad” que lejos de cristalizar en reformas a las leyes en favor de lo pactado, por el contrario promulgó una escalada de leyes jacobinas y tomó actitudes y declaraciones cada vez más hostiles.

Ante este panorama, el 29 de septiembre de 1932 el Papa Pío XI se pronunció abiertamente sobre la situación de la Iglesia mexicana con una Carta Encíclica llamada «Acerba animi anxitudo», (“sulla persecuzione della chiesa in messico.)”

Contenido de la encíclica

El documento, escrito en lengua italiana, está dirigido “a los Sres. Arzobispos y Obispos de los estados federales de México, quienes están en paz y comunión con la Sede Apostólica”. Luego de los saludos protocolarios, el Papa comienza resaltando el aprecio y el cuidado hacia la nación mexicana desde el inicio de su Pontificado, cuando fue elegido el 5 de febrero de 1922.

Aunque la situación mundial llenaba de preocupaciones al Papa, éste no atenuaba la particular solicitud por México, tal y como lo había hecho su antecesor Benedicto XV. Prosigue el Santo Padre haciendo un recuento de la situación del conflicto entre la Iglesia y el gobierno. Desde el inicio, el Pontífice ha insistido en el carácter lesivo a los derechos fundamentales de la Iglesia y de los fieles que comportó la aplicación de las leyes.

El Papa constata que el gobierno de México se cerró a toda camino de acuerdo, y de modo inesperado no acató las promesas y expulsó a los representantes papales. Luego de la rigurosa aplicación del artículo 130 constitucional, recuerda, la Santa Sede debió protestar emitiendo la Carta Encíclica «Iniquis Afflictisque» del 18 de noviembre de 1926, poco después de la suspensión del culto público por parte del episcopado mexicano.

Según el Papa, frente a la firme y generosa resistencia, el gobierno fue entendiendo las ventajas de llegar a unos acuerdos puesto que no podía modificar el estado de las cosas a su favor. Se llegó así a los «arreglos». A pesar del riesgo de confiar en promesas, pudo más el bien de los fieles, en cuanto que prolongar la suspensión del culto, aunque medida de eficaz protesta contra el arbitrario gobierno, llevaba a prolongar también la privación para muchos de la ayuda espiritual necesaria para la vida cristiana. Lejanos de los sacerdotes y por lo tanto del manantial mismo de la vida sobrenatural.

Se suma además la ausencia de los Obispos de sus respectivas sedes, lo cual era causa del relajamiento de la disciplina eclesiástica. La salud de las almas fue la causa principal para reiniciar el culto público. Aunque aclara, que el haber llegado a los “arreglos” no llevó implícito el aceptar las leyes relativas al culto, ni retirar las protestas hechas contra las mismas, y mucho menos desistir de la lucha contra ellas.

Se trató sólo de abandonar uno de los medios de resistencia, recurriendo a otros considerados más oportunos. Sin embargo, el gobierno mexicano entendió aquella reunión del 21 de junio de 1929 como el momento de sujeción de la Iglesia a las leyes. Al fin y al cabo el gobierno cumplía y hacía cumplir la Constitución.

Precisamente por esa diversidad de interpretaciones de la misma acción, los derroteros de la Iglesia en México viraron a una nueva época de hostilidades. Ni se respetaron los acuerdos, ni se escuchó la insistente voz del Delegado Apostólico Ruíz y Flores de cumplirlos. Tampoco se reformaron las leyes.

El Papa se lamenta del resultado: se siguió castigando y apresando obispos, sacerdotes y fieles. No sólo no se llamó del exilio a los obispos, sino que algunos más fueron expulsados. En algunas diócesis no se restituyeron ni seminarios, ni obispados ni edificios sacros; a pesar de las explícitas promesas, fueron dejados a la venganza cruel sacerdotes y laicos que habían defendido la fe.

A continuación surge el primer apelo del Papa tanto a obispos, clero y fieles, refiriéndose a la cuestión eclesiástica y a la formación de la juventud, especialmente ante la propaganda atea, masónica y comunista, recordando que el futuro de la Nación será según sea formada en los jóvenes, poniendo el acento en uno de los temas más delicados y de profundo litigio con el gobierno mexicano.

El punto central de la Encíclica es la reducción del número de sacerdotes decretada por cada estado de la República. Para el Papa se trata de un golpe en contra del clero con el objeto de eliminarlo del país. La Constitución está en evidente contradicción con la medida, puesto que proclama la libertad de pensamiento y de conciencia; además, si bien dispone que deba determinarse el número de sacerdotes, dispone también que tal determinación deba corresponder a la necesidad religiosa de los fieles y del lugar; no impide que se deba omitir a la jerarquía como fue explícitamente reconocido en las declaraciones del «modus vivendi».

Las medidas adoptadas por los Estados de Michoacán (un sacerdote por cada 33,000 fieles), Chihuahua (un sacerdote por cada 45,000 fieles). Chiapas (un sacerdote por cada 60,000 fieles, y Veracruz (un sacerdote por cada 100,000 habitantes), además de otras limitaciones como son la clausura de seminarios, la confiscación de las casas curales, la determinación estatal de lugares de culto y territorios, son reportados por la encíclica.

Además subraya que en todas éstas decisiones no se tomó para nada el parecer de los obispos; aún más, se les excluye de la posibilidad de ejercitar algún ministerio. Es manifiesta la intención de querer destruir la Iglesia Católica. Pío XI pone la situación mexicana de la persecución continuada comparándola con la situación rusa.

Aquí la encíclica extiende la amplitud de sus destinatarios: no sólo es un mensaje a los obispos mexicanos, sino a todos los amantes del orden y la paz de los pueblos, a quienes el Papa ha querido hacer un recuento de la situación mexicana con el objetivo de alertar ante la situación, y renovar el ardor por encauzar correctamente todo orden social.

El Papa recuerda las instrucciones mandadas por medio del Cardenal Eugenio Pacelli, quien a su vez las trasmitió al Delegado Apostólico Leopoldo Ruíz en Carta del 1º de enero de 1932. Ante el no respeto del «modus vivendi» por parte de las autoridades, Mons. Pacelli comunica una serie de acciones a seguir, sugeridas por la doctrina y por la historia de la Iglesia habituada a la persecución: una perfecta unión de todos los católicos; que los fieles sigan la instrucción de los párrocos, estos la de los obispos y todos los prelados sigan las instrucciones de la Santa Sede.

Que los obispos eviten todo lo posible la suspensión del culto; los sacerdotes tengan abierta lo más posible la iglesia; se actúe en función del desarrollo de la Acción Católica. Que el episcopado pueda orientar a los fieles para hacer un partido, pero que no lleve el nombre de católico, pero que se base en los principios cristianos. Si faltan candidatos católicos se puede acordar con el menos peor.

Los obispos pueden expresar sus opiniones sólo a la Santa Sede o al Delegado, no pudiendo poner en discusión, ni en privado, las normas de la Santa Sede, debiendo impedir que eso se repita con los sacerdotes y con los fieles. La inscripción ante la Secretaría de Gobernación debe tolerarse, y para evitar un mal mayor, los sacerdotes que se inscriban deben hacerlo protestando contra la ley y declarando que se sujetan por fuerza mayor y sin el permiso de su superior jerárquico.

Para dictar tales instrucciones el Papa debió escuchar todas noticias de parte de los fieles y de la jerarquía, y remarca todas, aun aquellas que parecían sugerir el regreso a una conducta severa como aquella de 1926. Por ello y por su autoridad las ha establecido, y quienes se llaman católicos tienen la obligación de obedecer. Ante la realidad de una aplicación de las leyes no uniforme en el territorio nacional, sino de acuerdo a cada estado, la postura debe ser unitaria, recordando a los fieles que eso no quiere decir entendimientos contradictorios entre los obispos.

Como cualquier restricción del número de sacerdotes es siempre una grave violación a los derechos divinos, es preciso protestar usando los medios legítimos. Aunque éstas protestas no tuvieren eficacia sobre los hombres del gobierno, persuadirán a los fieles, especialmente a los menos instruidos, que el Estado actuando así ofende la libertad de la Iglesia, a la cual ésta no podrá renunciar, menos ante la violencia de los perseguidores.

Por eso ante los gobiernos de todas las naciones el Papa levanta su protesta para que consideren la persecución de México, además de la ofensa a Dios y a su Iglesia, a la conciencia de una población católica, siendo también un motivo de perturbación social.

Viene a continuación la recomendación al seguimiento de medios legítimos con el fin de conservar, en lo posible, el ejercicio del culto divino, tales como el acatar las disposiciones oficiales. El Papa clarifica: aprobar las inicuas leyes o darles espontáneamente una verdadera y propia cooperación es sin duda ilícito y sacrílego.

Pero es diferente el caso de quien está sometido a tales injustas prescripciones y protesta, aún más, hace de todo de parte suya para disminuir los efectos de tal infausta ley. De hecho, el sacerdote se encuentra obligado a pedir el permiso sin el cual le sería imposible ejercitar el sagrado ministerio para el bien de las almas. Tales imposiciones las sufre forzadamente para evitar un mal mayor.

El peligro, pues de una formal cooperación o aprobación de la ley viene rechazado, en cuanto es necesario, por las protestas enérgicas tanto de la Santa Sede, como de todo el episcopado y de los fieles. Se añaden las cautelas del mismo sacerdote, el cual ya constituido canónicamente al sagrado ministerio por el propio obispo, es obligado a pedir al gobierno la posibilidad de ejercitar el culto, lo cual es diferente a aprobar la ley. Se sujeta materialmente sólo para eliminar un obstáculo al ejercicio del ministerio; de otro modo se llegaría a la total cesación del culto y por ende a un daño extremo a muchas ánimas.

Si ante tal postura surge el escándalo entre los fieles, el Papa pide a los obispos la clarificación necesaria. Si alguno, luego, permanece en su misma falsa opinión, difícilmente puede escapar de ser considerado desobediente y obstinado. Precisamente el Papa recomienda a los sacerdotes hacer intenso su ministerio ante la juventud y el pueblo, y aun entre los adversarios de la Iglesia.

Por ello, lanza el apelo a la necesidad de instituir e incrementar la Acción Católica. A los fieles laicos, precisamente, dirige las últimas palabras: ante todo recomienda la unión con la Iglesia y su jerarquía, prestando obediencia a sus enseñanzas y directrices; recurrir a los sacramentos, a la instrucción religiosa y a la oración. Invita a pertenecer a la Acción Católica, no sólo por obligación sino por el honor de cooperar así al apostolado sacerdotal.

Reacciones y repercusiones por la encíclica

La carta Acerba Animi suscitó reacciones de diversa índole, puesto que algunos de los que habían estado en la lucha armada seguían sin aceptar el «modus vivendi», y algunos grupos volvían a reunirse con la intención de volver a tomar las armas, amenazando encender una segunda lucha. Por la otra, el gobierno no se esperaba el mensaje; mientras que la Iglesia se vio vigorizada en su actuar.

Las reacciones ante la Carta Encíclica de parte del gobierno mexicano fueron severas. El presidente Ortiz Rubio protestó considerando el documento como incitador del clero, puesto que al protestar contra las leyes se invita a la desobediencia de las disposiciones en vigor, pudiendo llegar a provocar un trastorno social. La Cámara de Diputados apoyó al presidente en la sesión del 2 de octubre siguiente. El Delegado Apostólico Ruíz protestó afirmando que el documento mandaba tolerar las leyes y no recurrir a las armas.

La revista «Civiltá Cattolica» luego de comentar la Encíclica, se ocupó de la reacción del ministro de México en Roma, Manuel Y. De Negri, quien en un carta enviada al periódico «Giornale d`Italia» el 4 de octubre, protesta diciendo que en México no existió ni existe alguna persecución religiosa ni de creencias; es más, dice que México estaba a la vanguardia de los países mayormente civilizados en el campo de la libertad de conciencia y de la independencia de toda religión.

El artículo de la revista jesuita cuestiona qué significa independencia de toda religión en quien favorece el protestantismo de los Estados Unidos y combate el catolicismo; qué importa la libertad de conciencia en quien inculca hostilidad en detrimento de la inmensa mayoría del pueblo, y no sólo desconoce la jerarquía católica sino la quiere extinguir, y por eso hace cada vez más difícil, aún más, hace imposible a los ciudadanos el libre ejercicio de la religión, sobre todo al restringir el número de sacerdotes legitimados para ejercer el culto. Más bien se intenta suprimir la religión de la mayoría de la población mexicana, aquella a la cual se debe cuánto hay de civilización, moralidad y cultura. Luego, sigue indicando que las normas que ordena el Papa al clero y al pueblo mexicano son claras, prácticas y simples, válidas no sólo para México. Subraya la importancia de la Acción Católica en cuanto apostolado subsidiario del laicado católicos, necesario y urgente de frente a la amenaza de la subversión de la misma sociedad civil, de la cual el gobierno mexicano da al mundo un triste ejemplo.

Luego, en el siguiente número, La «Civiltà Cattolica» vuelve a tratar el argumento, ahora de modo más detallado, comentando la ley sobre la restricción del clero emitida en el Estado de Michoacán, en el cual se encuentran las diócesis de Zamora y Tacámbaro y la Arquidiócesis de Morelia, de donde era ordinario el Sr. Delegado Apostólico Ruíz y Flores. Sólo 33 sacerdotes para atender todo el estado, puesto que la legislatura local permitió sólo tres sacerdotes por cada distrito, y la misma legislatura dividió el estado según los 27 distritos que comporta, aunque en la práctica se dividió en los 11 distritos electorales, con la consiguiente disparidad de los núcleos habitados, sumado esto a la difícil orografía michoacana.

Además, los sacerdotes no podrán ayudar fuera del propio distrito, lo cual hace dificilísimo el cuidado pastoral. La ley michoacana no reconoce personalidad alguna a las asociaciones religiosas y por ende ignora toda jerarquía, prohibiéndole además registrase. Los sacerdotes son sólo ministros de culto y son considerados como profesionistas. Todos deben registrase, aun los sacerdotes de paso y luego, quien desee ejercer el ministerio debe registrarse para pedir autorización, indicando el distrito y el lugar donde pretende “trabajar”, siendo el gobierno del Estado quien decide quien ejerce y quien no, quien permanece y quien se va, quien es considerado “con permiso de ejercitar” y quien “sin permiso de ejercitar”.

Y para hacer más restrictiva la ley, se pide que los actos de culto público sean oficiados solamente al interior de los templos. El articulista se pregunta: ¿Los sacramentos a los moribundos? ¿Las visitas a los enfermos? En cuanto a la habitación de los ministros, no se les permite utilizar los anexos, por lo que deben vivir fuera de las casas parroquiales, lejos de las iglesias y al mismo tiempo vigilar los templos y cuidarlos, pues se les hacía entrega de los llamados “edificios de culto” que son de “propiedad federal”.

El articulista ve peligro de cisma, puesto que los sacerdotes dependen más del poder civil que de la jerarquía, del arbitrio de los gobiernos municipales y del ministerio público que del ordinario del lugar. Las sanciones a quien no acate las disposiciones son duras, implicando la negación de la facultad de ejercitar, y hasta la cárcel. Las razones no bastaron. Para el gobierno mexicano la encíclica significa una intromisión en los asuntos internos del país. Por lo cual se “invita” al Delegado Apostólico a dejar el país. La expulsión fue dada a conocer por la Secretaría de Gobernación y reportada en la prensa el 5 de octubre de 1932: “Monseñor Leopoldo Ruíz y Flores, arzobispo de Morelia y delegado apostólico, fue invitado ayer por la Secretaría de Gobernación a abandonar el país, y como manifestara la intención de hacerlo desde luego, se puso a su disposición uno de los aviones de la Compañía Mexicana de Aviación, a bordo del cual partió ayer mismo, a las trece horas, rumbo al puerto de Matamoros, a donde llegó a las dieciocho horas”.

Según el Procurador General de la República Emilio Portes Gil, sobre la base legal del procedimiento afirma que el Delegado Apostólico Ruíz fue expulsado en virtud el artículo 33 constitucional, ya que es “agente de un gobierno extranjero” y por ello pierde la nacionalidad mexicana, según lo dispuesto por el artículo 37 constitucional.


NOTAS


BIBLIOGRAFÍA

KRAUZE E., Plutarco E. Calles, Reformar desde el Origen, Biografía del Poder/7, México 1987.

LAJOUS A. Los orígenes del partido único en México. Ed. UNAM, México, 1981,

MAYA NAVA A. (Dir.), Las Relaciones Iglesia – Estado en México 1916 – 1992, 3 Tomos, México 1992.

MEYER JEAN La Cristiada. 3 tomos, Ed. Siglo XXI. 18 ed. México 1999

MUTOLO A., Gli “Arreglos” tra l`Episcopato e il Governo nel Conflitto Religioso del Messico (21 Giugno 1929), Come Risultano dagli Archivi Messicani, Roma 2003.


JOEL OLVERA RIVERA