ADAME ROSALES, San Román

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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(Teocaltiche, 1859 – Yahualica, 1927)Sacerdote, Mártir, Santo

El pueblo de Teocaltiche, Jalisco ha dado a la Iglesia varios mártires, algunos ya canonizados. Entre ellos se encuentra el padre Román Adame Rosales, quien fue fusilado en el cementerio de Yahualica, Jalisco, el 21 de abril de 1927. Tenía 68 años de edad, y 37 como sacerdote. Es uno de los mártires de mayor edad entre los sacerdotes mártires mexicanos canonizados, junto con el padre Julio Álvarez Mendoza↗, y también entre todos los mártires incluidos los beatificados seglares. El padre Román era un sacerdote enamorado de la Eucaristía y del confesionario, se había convertido en un misionero de renombre por todos los ranchos de la región. Fue uno de los sacerdotes que se negó a retirarse de su parroquia tras las órdenes del Gobierno: continuó su misión de casa en casa y de rancho en rancho.

Una vida sacerdotal intensa

Había nacido en Teocaltiche, Estado de Jalisco, el 27 de febrero de 1859. Sus padres fueron Felipe Adame y Manuela Rosales, quienes bautizaron a su hijo el 2 de marzo de aquel año. Asistió a la escuela de su pueblo y, solamente ya cumplidos los 18 años, quiso ir al seminario de Guadalajara. Por aquella época, a pesar de que habían pasado más de tres siglos desde que el Concilio de Trento había establecido la erección de seminarios en cada diócesis, en muchas de ellas aquella disposición había quedado en letra muerta, especialmente en el mundo americano. El hecho de que en Guadalajara hubiese un seminario diocesano en plena función en el siglo XIX, tan lleno de problemas para la Iglesia mexicana, era algo muy importante y que no había dar por descontado. Pues bien, allí fue el joven Felipe para encaminarse hacia el sacerdocio. Fue ordenado sacerdote por el arzobispo de Guadalajara Don Pedro Loza y Pardavé, el 30 de noviembre de 1890.

Al comienzo de su ministerio sacerdotal fue destinado a la parroquia del Sagrario de Guadalajara, como sacerdote confesor y como asesor espiritual de los seminaristas que se preparaban para la ordenación sacerdotal. Ello es ya una señal clara de la estima que gozaba entre los superiores. Por aquel entonces no se solían destinar a tal ministerio a sacerdotes jóvenes e inexpertos.

En junio de 1895 fue enviado como párroco a La Yesca, Nayarit, una parroquia entre barrancas y sin buenas comunicaciones. Allí permaneció durante dos años. Lo volvieron a llamar a la parroquia del Sagrario Metropolitano, aunque duró allí muy poco pues luego fue nombrado párroco de Ayutla, en Jalisco. Pero también permaneció en esta parroquia por muy poco tiempo, puesto que en diciembre de 1903 los superiores lo enviaron como párroco a Teúl, Zacatecas, patria también de otros mártires. Allí permanecería diez años. De Teúl lo enviaron a Nochistlán, Zacatecas, también como párroco, en enero de 1914; en este lugar permaneció hasta su martirio.

El padre Román entra de lleno en la categoría de la mayor parte de los sacerdotes mártires, y de todos aquellos sencillos sacerdotes que ejercitaron su ministerio en aquellos años atribulados. Fue sacerdote piadoso, hombre de oración personal diaria, muy devoto de la Santísima Virgen y totalmente consagrado a su pueblo como pastor. Se preocupaba de dar el catecismo a sus feligreses, de promover escuelas parroquiales, semanas de estudios de la Doctrina Social de la Iglesia para adultos, de administrar los sacramentos a todos los fieles, especialmente a los enfermos v moribundos, y de cultivar los vocaciones sacerdotales.

Un cura completo, que tuvo que sufrir las incomprensiones de algunos de sus feligreses. Tuvo como vicario al futuro mártir José María Robles↗, y algunos feligreses los quisieron contraponer, pero su caridad mutua les ayudó a superar las contraposiciones inevitables. El padre Román sufrió con paciencia y caridad desprecios y humillaciones, como el que la gente en el mercado no quisiera venderle comida o el día en que “amaneció un asno amarrado a las puertas del curato, una bolsa de tortillas duras y un letrero «para tu camino», como pidiéndole que abandonara su parroquia”[1].No todo era un camino de rosas. Aquellas contradicciones, oposiciones y hasta desprecios por parte de algunos de sus feligreses templaron la fe, la esperanza y la caridad del sacerdote aún más. El padre Román acogió aquel insulto y desprecio amargo con humildad ejemplar. Sufrió las injurias y desprecios y continuó su trabajo con una entrega generosa humilde y en total gratuidad.

No se cruzó de brazos: promovió todo lo que estaba a su alcance a favor de aquella buena gente. Construyó templos y capillas en las parroquias por donde pasó, y sobre todo procuró la formación cristiana de la gente, en cada sitio, según las posibilidades y el tiempo que allí permaneció: en La Yesca, en Ayutla, en Teúl y finalmente sobre todo en Nochistlán. No sólo en los centros de la parroquia sino por todos lados, en los ranchos dispersos de aquellas amplias parroquias. El mismo día de su muerte se estaba concluyendo la cúpula del templo que él había comenzado en el poblado de El Molino. Pero sabía muy bien que la Iglesia se construía con piedras vivas, las vidas de sus miembros, como escribe San Pedro en su primera carta. Por ello se preocupaba de promover todas aquellas asociaciones piadosas que por aquel entonces se encontraban ya establecidas en las diócesis mexicanas, como las Hijas de María para las muchachas y de la Adoración Nocturna.


Hacia el martirio

El señor cura Adame le tocó regir parroquias que se encontraban precisamente en el ojo del ciclón perseguidor y también en el corazón del movimiento de la Cristiada↗. No era fácil moverse en aquel entorno de violencias continuas y de tensiones hoy inimaginables. Sin embargo el padre Román se comportó con prudencia. Se vio obligado a esconderse para no ser fusilado, precisamente porque desobedecía a las injustas y severas órdenes del gobierno. No salió del territorio de su parroquia para seguir estando al lado de sus fieles en poblados y en ranchos. Aquel territorio fue precisamente saqueado muchas veces por la Federación.

Así le llegó su hora. Le llegó un 18 de abril de 1927. Había llegado aquel día al rancho Los Veladores y se hospedó en la casa del señor José Mora. Mientras comían, una señora llamada María Guadalupe Barrón le dijo: “Ojalá no vengan a dar con nosotros los perseguidores”. El Padre Román le contestó: “¡Qué dicha ser mártir, dar mi sangre por la parroquia!”. Esa tarde estuvo confesando a los vecinos; luego rezaron todos el rosario y ya de noche se retiró a su recámara para pasar la noche y al día siguiente celebrar la Santa Misa.

En Nochistlán se encontraba un coronel llamado Jesús Jaime Quiñones, comandante de un regimiento militar de trescientos soldados federales que habían ocupado la población y que andaban tras los cristeros, que por aquellos lugares surgían como hongos. También en aquel pueblo se repitió la escena de Judas. Hubo uno que se llamaba Tiburcio Angulo y que le dijo al coronel dónde se encontraba el señor cura Adame, por si quería apresarlo. Y así fue. En plena noche de aquel 18 de abril de 1927, el coronel con una tropa de 300 soldados fue por él a la casa del señor Mora. Llegaron hacia la una de la madrugada y ocuparon violentamente aquel rancho, violaron a las mujeres, apresaron a los hombres y al padre Román, que se encontraba dormido en su cama. Ataron al sacerdote, semidesnudo y descalzo, y lo arrastraron a pie detrás de los caballos que casi lo atropellaban. Lo condujeron primero al pueblo de Mexticacán y de allí a Yahualica, donde entraron los federales con el señor cura Román amarrado y montado en un caballo. En el Río Ancho, viendo que el sacerdote ya no podía caminar, un soldado compadecido le cedió su caballo y los compañeros comenzaron a injuriarlo y a tildarlo de cristero. Llegados al pueblo, lo llevaron al curato, convertido en cuartel; durante el día lo sacaban a un portal y lo ataban a una de las columnas, por la noche lo metían en el cuartel. Así lo tuvieron durante dos días y medio sin darle de comer ni de beber.

La gente de Yahualica quiso interceder por él y algunos señores intentaron tratar con el coronel. El coronel les contestó que “tenía orden de perseguir y fusilar a todos los sacerdotes”[2],pero que si le daban 6000 pesos oro le perdonaría la vida. El pueblo recogió mil quinientos pesos y todo se lo entregó al Coronel como rescate. Tras recibirlos, el coronel amenazó con represalias al pueblo y con pasarles por las armas. No cumplió su amenaza porque algunas personas influyentes, los señores Francisco González, de Mexticacán, Francisco González Gallo y Jesús Aguirre, de Yahualica, que habían hecho lo posible para liberar al sacerdote y que habían intentado recoger el dinero exigido, lo disuadieron. De esta manera, el coronel Quiñones se quedó con el dinero del rescate y ordenó fusilar al señor cura, el 21 de abril en el panteón municipal de Yahualica.

Dos mártires: el Padre Román Adame Rosales y el soldado Antonio Carrillo Torres

Hacia las diez de la mañana de aquel 21 de abril de 1927 los soldados del coronel Quiñones salieron del cuartel con el señor cura Adame. Lo llevaron al cementerio que estaba en un alto, mientras la gente del pueblo lo seguía llorando y pidiendo su liberación. Los soldados nada contestaban a las súplicas de la gente. El sacerdote, amarrado con sogas, jadeaba subiendo en silencio y sufriendo. Dos hombres, José González y Domingo Mejía, lograron co¬locarse en la barda de atrás del panteón y vieron por un agujero del muro cómo fue fusilado el sacerdote. Junto a la entrada, los solda¬dos formaron el cuadro para fusilarlo, frente a una fosa abierta cercana a la barda; primero lo recargaron en la pared e intentaron vendarle los ojos, pero él no se los permitió y esperó de pie la ejecución inminente. Se escuchó el grito de "preparen armas" y los soldados cerrojearon los fusiles, menos el soldado Antonio Carrillo Torres.

El oficial al mando de la tropa ordenó al soldado preparar el arma, pero el soldado Carrillo siguió sin obedecer. Por tercera vez se negó a disparar. El comandante le gritó que si no obedecía la orden lo fusilarían también a él. El soldado Antonio Carrillo Torres seguía diciéndoles que no lo haría. Entonces, el oficial le despojó del uniforme militar, lo agarró fuertemente y lo llevó junto al sacerdote. Le dijo que cumpliera con su deber, pero el soldado siguió diciendo que no. El oficial ordenó de nuevo el fuego y el anciano sacerdote cayó a los pies del soldado. Entonces el oficial ordenó disparar sobre el soldado Carrillo, quien cayó muerto al lado del sacerdote[3].El caso del soldado no es el único pues en un pueblo católico como el mexicano, muchos se veían obligados a entrar en las filas de los verdugos contra su voluntad, aunque también hubo casos en los que prefirieron morir antes que matar a aquéllos perseguidos por su fe.

Posteriormente, el coronel Quiñones falseó los hechos y mandó el siguiente mensaje al general Andrés Figueroa: “En el trayecto de Yahualica al Rancho de los Charcos, jurisdicción de Mexticacán, encontré al cabecilla Adame, con otros dos individuos, y en combate, resultaron muertos los tres”[4].

Cuatro señores: Felipe González, Jesús Limón, Mauro Plascencia y Felipe Vargas, lograron la autorización del coronel Quiñones para darles sepultura. Colocaron el cuerpo del sacerdote mártir en un ataúd sencillo, lo depositaron en la fosa que ya estaba abierta y lo cubrieron de tierra. No tenemos noticias de cómo y dónde fue sepultado el soldado. Lo que sí sabemos es que normalmente la buena gente daba sepultura también a los soldados federales caídos, cuando podía. ¿Cómo iba a dejar sin una digna sepultura aquel soldado que había unido su sangre derramada con la del sacerdote mártir?

Los restos mortales del padre Román fueron trasladados a Nochistlán por el señor cura Ignacio Íñiguez, quien informó: “[...] su corazón se petrificó y su rosario está incrustado en él”[5],todo un símbolo de lo que había sido su vida. Allí se guardan con veneración porque los fieles siempre han reconocido que el padre Román Adame Rosales murió como mártir de la fe cristiana. Fue beatificado el 22 de noviembre de 1992 y canonizado el 21 de mayo del año 2000, por S.S. Juan Pablo II.

Notas

  1. Positio Magallanes, II, 155, & 559; 156-157, & 565; 161, & 586; 163, & 590; I, 164-165.
  2. González Fernández, Fidel. Sangre y Corazón de un Pueblo, Tomo II. Ed. Arquidiócesis de Guadalajara, México, 2008, p. 937.
  3. Positio Magallanes, III, 273-276. El soldado sería identificado por el señor José González dado que ese soldado era asistido en su caso y lo habían llamado sus superiores cuando comenzaba a comer: Summarium, 151, & 543; 158, & 572; Doc. Extraproc. 275-276, CXXXI. José González y Domingo Mejía pudieron ver lo ocurrido en el cementerio desde la parte de atrás del mismo por un portillo de la pared.
  4. Positio Magallanes, II, 151, & 545; 153, & 551; I, 167.
  5. Positio Magallanes, II, 158, & 574.

BIBLIOGRAFÍA

González Fernández, Fidel. Sangre y Corazón de un Pueblo, Tomo II. Ed. Arquidiócesis de Guadalajara, México, 2008.

López Beltrán, Lauro. La persecución religiosa en México. Editorial Tradición, México, 1987. Positio Magallanes et XXIV Sociorum Martyrum, volúmenes II y III.


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ