ARGENTINA; La Iglesia y el movimiento de independencia

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Introducción

Los comienzos de la independencia argentina comprenden dos fechas emblemáticas, 1810 y 1816: comienzo del proceso independentista, que se fue perfilando paulatinamente; y consolidación política y jurídica del mismo, mediante la declaración de la independencia respecto a “Fernando VII, de la metrópoli y de toda otra dominación extranjera” (Acta de la Independencia).

A comienzos del siglo XIX, el entonces virreinato del Río de La Plata, creado por Carlos III en 1776, comprendía en su jurisdicción amplísimos territorios, que de acuerdo con la «Real ordenanza de intendentes» de 1782, incluía ocho intendencias: Buenos Aires y el litoral, Asunción del Paraguay, Salta del Tucumán, Cochabamba, La Paz, Charcas, Potosí y Córdoba del Tucumán; y cuatro gobernaciones militares: Montevideo, Misiones Guaraníes, Misiones de Mojos y Misiones de Chiquitos.

La Primera Junta de gobierno mostró firme intención de asociar estas regiones a la misma causa patriótica para así conservar la integridad territorial del virreinato, no obstante las lejanías existentes y la diversa idiosincrasia de sus habitantes. Esta resolución dio origen a las gestiones y campañas expedicionarias a la Banda Oriental (Montevideo), Asunción del Paraguay, y a las provincias del norte para solicitar de las autoridades españolas aún existentes y de la población en general, el reconocimiento de las nuevas autoridades.

Sin embargo, tal adhesión, que en un principio se creyó posible, no pudo lamentablemente concretarse por diversas circunstancias, algunas de orden local y otras por las excesivas pretensiones que demostró Buenos Aires en su deseo de integrarlas bajo un único gobierno central. Así cada región terminó por constituirse en un país independiente (Uruguay, Paraguay, Bolivia y Argentina), cada uno con sus particulares expectativas hasta lograr formalmente la declaración de sus propias independencias.

En el caso de Argentina, las fracasadas invasiones inglesas de 1806 y 1807 pusieron a la sociedad rioplatense en ebullición, constituyendo propiamente la antesala del proceso revolucionario de Mayo de 1810. A la gestación de ese clima de efervescencia política y social contribuyó directamente la Iglesia, mediante la creciente participación de un nutrido grupo de eclesiásticos y de dirigentes políticos de la primera hora, de acendradas convicciones católicas, cuyas intervenciones fueron decisivas a partir del Cabildo Abierto del 22 de Mayo, y al momento de asentarse las bases fundadoras de la nacionalidad.[1]


Proceso que se extiende desde la constitución de la Primera Junta de gobierno patrio (25 de mayo de 1810) hasta la celebración del Congreso de Tucumán (9 de julio de 1816), convocado para proceder a declarar la independencia política y económica “de las Provincias Unidas de América del Sud” respecto de la metrópoli.

Éste último momento determinativo en la vida independiente argentina significa el verdadero nacimiento a la libertad, pues en mayo de 1810 se había sólo proclamado la creación de un gobierno «dependiente» de Fernando VII y de España, sin la participación de las autoridades coloniales, hasta tanto el monarca recobrara el trono. Además, el año 1816 afirma y sella los ideales independentistas a través de la colosal gesta sanmartiniana que decidió, junto con la campaña bolivariana, la emancipación de América del Sur.

En los inicios del proceso revolucionario, se adueñó de muchos actores la incertidumbre y la duda acerca de las posturas a asumir ante el desmoronamiento de la monarquía borbónica, generándose desconciertos y confusiones comprensibles, que se fueron superando al correr de los meses, no bien se conocieron noticias más ciertas y completas sobre la invasión napoleónica, el secuestro de la familia real en Bayona y la constitución de un consejo de regencia que gobernaría en nombre de Fernando VII.

Fue entonces que las adhesiones a los ideales libertarios se multiplicaron de manera encendida y permanente, tanto en el clero y las clases dirigentes, como en la población en general, al punto de poderse afirmar que desde entonces la Iglesia Católica acompañó solidariamente los procesos históricos argentinos, dando innegables muestras de su presencia y colaboración en orden a consolidar la organización institucional del país, promover el progreso material y espiritual de sus habitantes, afianzar la justicia y la paz, ésta última amenazada permanente desde los días iniciales de la patria, y sostener la supremacía del bien común ante los intereses mezquinos y sectoriales. A lo que se sumó la constante defensa y promoción de los más pobres y desprotegidos, incluidas las comunidades aborígenes de entonces.

Ciertamente la crisis institucional que por entonces sacudió a la monarquía española afectó de lleno a la Iglesia rioplatense, como a las demás de Hispanoamérica, pues ella estaba integrada al ejercicio burocrático del poder político bajo un doble aspecto: la confesionalidad del estado, y la institución del patronato real, devenido bajo los borbones en regalismo de inusitados alcances.

Sin embargo, esta comprobación histórica no autoriza a pensar que los hechos revolucionarios provocaron una crisis del catolicismo en sí mismo, o contribuyeron a disminuir o enfriar el sentimiento de adhesión de la población a la Iglesia. Salvedad que permite comprender sin forzar argumentos, que para la inmensa mayoría de la nueva dirigencia ser «patriota» y ser «católico», no eran realidades que por principio se excluyeran, sino que podían ser genuinamente abrasadas y defendidas, sin ambigüedades ni claudicaciones ideológicas. Lo que sí efectivamente sucedió fue el resquebrajamiento definitivo del absolutismo y del regalismo dieciochesco, con su típico sistema de relaciones simbióticas entre el poder político, el poder eclesiástico y la sociedad civil. Conservándose, sin embargo, los módulos fundamentales de una sociedad cristiana, herencia de la época colonial, aún presente en el espíritu de la Constitución de 1853, que se limitó, contra la voluntad de las provincias, a “sostener [simplemente] el culto católico, apostólico y romano” (sentido moral y material), y que entra en crisis en la década de 1880, en el contexto del liberalismo laicista embarcado en alcanzar la sanción de una legislación que sirviera de base a la constitución de una sociedad oficialmente no cristiana.

Hombres e ideas en los días de Mayo

Las más recientes investigaciones históricas ponen en su justa medida la participación del elemento popular en los sucesos aludidos hasta ahora. El virrey de entonces, Baltasar Hidalgo de Cisneros, se encargó de señalar la exigüidad de esta, si bien con el fin evidente de atribuirle ilegalidad.

Las distintas fuentes informativas estiman que sobre una población de sesenta mil habitantes, que por entonces tenía Buenos Aires, unas trescientas a quinientas personas participaron de cerca en los primeros hechos, bajo la dirección de unos ocho o diez jefes que llevaron la voz cantante, donde predominaba el elemento militar, sumándose algunos comerciantes, eclesiásticos y vecinos distinguidos.[2]

Por este motivo puede hablarse con razón que entorno al 25 de Mayo existió apatía popular e improvisación sorpresiva, pues el gran vecindario se llenó de estupor ante la noticia que el gobierno había sido puesto en manos de una Junta.

Evidentemente el grupo meritorio de hombres civiles que mantuvieron la agitación inicial, poco o nada hubieran podido alcanzar sin el concurso de los comandantes militares de entonces y de sus tropas, sobre todo de Cornelio Saavedra y el cuerpo de Patricios que terminaron por doblegar la voluntad del Virrey y del Ayuntamiento, hasta lograr el nombramiento de los nuevos gobernantes.

De hecho, de los 401 firmantes con que el «pueblo» presentó al Ayuntamiento la nueva Junta, el mayor porcentaje corresponde a los militares (oficiales y tropa). Al punto que puede afirmarse que la imposición de la Junta salió de los cuarteles, prohijada por los jefes y oficiales de los batallones urbanos; y que la adhesión popular se fue sumando lentamente a medida que cristalizaron los actos del primer gobierno patrio.[3]

Sin embargo, de inmediato se produjo un foco contrarrevolucionario en la ciudad de Córdoba, con algunas ramificaciones menores, encabezado por Santiago de Liniers y Martín de Álzaga, que contó con la complicidad del gobernador Juan Gutiérrez de la Concha y del obispo del lugar, Rodrigo Antonio de Orellana.

El fin que perseguían era bien preciso: restituirle al virrey Cisneros, mediante el recurso a las armas, la autoridad de la que se había visto privado. El movimiento fue sofocado de inmediato y sus jefes pasados por las armas, excepto el obispo, cuya vida fue respetada debido a su investidura, siendo remitido a Buenos Aires en calidad de detenido político, acusado de traición a la causa patriótica.

En cuanto a la filiación ideológica del movimiento independentista puede decirse que no se nutrió primariamente en los pensadores de la ilustración europea (ingleses o franceses), ni en los postulados de la Revolución Norteamericana (1776) ni Francesa (1789), sino más bien en la escolástica española,[4]particularmente en la doctrina del teólogo Francisco Suárez sobre el origen indirecto del poder político (Dios, pueblo, monarca), conocida comúnmente como doctrina de la soberanía popular, que los jesuitas enseñaron en los colegios y universidades americanas.[5]

De este modo, el componente ideológico se convirtió en endógeno o autóctono al movimiento revolucionario, inscribiéndose en la tradición cultural cristiana, sin hacerse extraño al patrimonio cultural y religioso de los habitantes de la región rioplatense.[6]

Pero, a su vez, es innegable que ya en 1810 habían asomado ideas sueltas y tácticas aisladas tomadas de la filosofía de raíz enciclopedista (Diderot, D´Lambert, Rousseau, Montesquieu, etc.) o de estirpe anglosajona (Loke, Hobbes, Hume, Paine, Smith, etc.) que les llegaba a los patriotas a través de los viajeros y de publicaciones clandestinas, que a partir de 1820 producen el lento tránsito del liberalismo, como idea política, al liberalismo, como creencia y como vivencia política y social. Desde ese momento los cambios ideológicos pretenderán sustituir la identidad cultural argentina en base a la concepción roussoniana de la sociedad, y a los presupuestos del positivismo científico europeo, conociendo entonces la Iglesia años durísimos, signados por constantes incertidumbres y dolorosas impugnaciones de su misión que terminaron por debilitar la acción pastoral.


El clero, activo propagandista

También fue decisiva para el futuro del movimiento independentista, la postura que asumió la jerarquía eclesiástica apenas dio inicio los debates sobre la permanencia del virrey Cisneros en el cargo. Tanto los criollos como los españoles comprendieron la importancia que había de tener en el momento y en el futuro la actitud que adoptara la Iglesia y sus ministros, respecto a las nuevas posturas revolucionarias.

En este sentido, la corte española presionará al Papa para que condene los movimientos insurgentes; y los jefes revolucionarios, a su vez, intentarán atraer a su causa a los obispos y sacerdotes americanos. Puede decirse que en general se advierten diversas tomas de posiciones dentro de los eclesiásticos.

En el clero secular y regular, más libre en sus inclinaciones y sin el peso de las graves responsabilidades episcopales, se advierte una mayor inclinación por apoyar con entusiasmo el movimiento a favor de la independencia (miembros de cabildos y juntas, participación en proclamas y congresos, capellanes de los ejércitos, aceptación de cargos públicos y de misiones diplomáticas, etc.).

Los obispos, en cambio, se mostraron más reacios a apoyar las demandas en los primeros años. Las causas de tal postura son fundamentalmente dos: obligaciones con el rey y el patronato; y responsables del cumplimiento de las directivas papales. Evidentemente la situación resultaba para ellos más difícil por la trascendencia de las decisiones y por una pregunta que pesaba con fuerza en sus conciencias: en el futuro ¿se consolidará jurídicamente la causa revolucionaria que con tanto fervor se enarbolaba en aquellos momentos?

En la cuestión capital de conquistar al clero para los ideales separatistas pesaban también dos razones fundamentales: constituía la clase más preparada intelectualmente; y la de más prestigio e influencia social. Su ascendencia era incomparable sobre el pueblo en general (grandes masas criollas, mestizos e indígenas), debido a las profundas convicciones religiosas de la población, que frente a los hechos consumados se preguntó: ¿qué dicen los pastores?

Por tanto, la nueva dirigencia política procuró contar cuanto antes con la predicación, oral o escrita, del clero a favor de la independencia. En tal sentido la campaña que solicitó tal apoyo dio resultados notables, pues la mayor parte manifestó una adhesión encendida y fogosa a la revolución, lo que motivó de las autoridades realistas permanentes el comentario de que los eclesiásticos (curas y frailes) no eran tan sólo secuaces de la novedad, sino sus apóstoles más decididos, al punto de convertirse en activos propagandistas de la causa separatista.[7]

Dos obispos cuestionan la legitimidad de la Revolución

En cambio, la actitud que el episcopado asumió ante los primeros movimientos, fue de reserva; y al momento de las decisiones de incondicional fidelidad a la monarquía, al menos de parte de los prelados de Buenos Aires y Córdoba, las diócesis más antiguas del país.[8]

En esta cuestión fue decisiva la opinión del obispo de Buenos Aires, capital del virreinato, Benito Lué y Riega, el último obispo español del Río de La Plata, cuya recia figura domina el escenario eclesiástico en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la Revolución. En el Cabildo abierto del 22 de Mayo, debido a su investidura, tuvo que hablar en primer lugar, cosa que hizo por largo tiempo y en forma algo desordenada, provocando que algunas de sus expresiones recibieran del auditorio interpretaciones diversas, que en sustancia se reducen a dos.

Según la versión que trae Cornelio Saavedra en su «Memoria autógrafa», escrita casi diecinueve años después de los sucesos, “El señor Obispo fue singularísimo en este voto. Dijo que solamente no había que hacer novedad con el Virrey, sino que aun cuando no quedase parte alguna de España que no estuviese subyugada, los españoles que se encontrasen en las Américas debían tomar y reasumir el mando de ellas; y que este sólo podía venir a manos de los hijos del país cuando ya no hubiese quedado un solo español en él.”[9]

En cambio, a tenor de la declaración de un testigo anónimo, presente también en esa oportunidad –que escribió su «Diario» el 25 de mayo de 1810, conservando aún fresca la memoria del suceso ocurrido tres días antes, el Obispo expresó una opinión mucho más matizada: “concluyó con que, aun que hubiese quedado un solo vocal de la Junta Central [de España] y arribase a nuestras playas, lo deberíamos recibir como a la soberanía”.[10]

Es decir, sostuvo abiertamente que siendo la monarquía indivisible y su representante legítimo la Suprema Junta Central o Consejo de Regencia, uno sólo de sus vocales que llegara al Río de la Plata, representaba dicha soberanía y debía recibir obediencia, aun perdiéndose España y faltando su gobierno.

Se procedió así a la votación en estos precisos términos: si había que subrogar al Virrey, y por quien. Los votos se emitieron por escrito y luego se leyeron en voz alta. También en esta ocasión, el voto del obispo Lué, según correspondía por su dignidad, fue el primero en conocerse:

“Que el excelentísimo señor Virrey continué en el ejercicio de sus funciones, sin más novedad que la de ser asociado para ellas del señor Regente y del señor oidor de la Real Audiencia don Manuel de Velasco; lo cual se entienda provisoriamente y por ahora y hasta ulteriores noticias”.[11]

Desde entonces las relaciones del prelado con la Junta no fueron fáciles, si bien no le faltó voluntad de abrirse paso entre los obstáculos, que al incrementarse terminaron por volverse poco menos que insuperables. De parte de ambas partes nunca pudo superarse una fuerte prevención inicial, responsable última de las posteriores desavenencias: en el Cabildo del 22 el Obispo se había resistido al establecimiento de la Junta, que sólo acató resignadamente a partir del 26 de mayo.

A su vez, ésta última, de allí en más, miró con acentuados recelos las posturas confusas del Prelado, a quien consideró siempre adherido a los intereses monárquicos. En fin, las desconfianzas fueron mutuas, dando lugar a resoluciones ingratas y a frecuentes explicaciones de una y otra parte.

Con su fallecimiento, en Buenos Aires, el 21 de marzo de 1812, se inicia una sede vacante que se extiende hasta marzo de 1830, año en que el papa Pío VIII instituyó a monseñor Mariano Medrano y Cabrera vicario apostólico de Buenos Aires, nombrado obispo diocesano en 1834.

El caso del obispo de Córdoba del Tucumán, Rodrigo Antonio de Orellana, fue distinto debido a quedar gravemente comprometido en una actitud beligerante contra la Junta de Buenos Aires que lo puso al borde del ajusticiamiento, acusado de traición, al complotarse con los jefes de un alzamiento militar que se organizó en la ciudad de Córdoba.

En apretada síntesis, las cosas sucedieron así. El destituido virrey Cisneros, en plan de recobrar sus funciones, acudió reservadamente a su antecesor y condiscípulo, Santiago de Liniers, residente en Córdoba, solicitándole interviniera para salvar de la ruina definitiva a estos convulsionados territorios.[12]

De inmediato se constituyó un grupo de notables para considerar la propuesta, integrado por funcionarios y vecinos principales, entre ellos, Juan Gregorio de la Concha (teniente gobernador), Santiago de Liniers (jefe de la resistencia en tiempos de las invasiones inglesas), Miguel Sánchez Moscoso (oidor jubilado de la Audiencia del Cuzco), Victorino Rodríguez (teniente letrado), el obispo Orellana, el deán Gregorio Funes, el presbítero Juan Bernardo Alzugaray (rector del seminario), al que de inmediato se sumó Martín de Álzaga (comerciante detenido en Buenos Aires).

Todos fueron de la opinión de mantener la autoridad virreinal hasta tanto se supiese la pérdida total de España, o la actitud asumida por las restantes provincias con respecto a los últimos acontecimientos. El deán Funes limitó el término de espera a que éste fuese compatible con la tranquilidad pública. Asimismo, se resolvió anticipar las noticias a las provincias del norte, a Santa Fe y Montevideo, exhortándolas a no prestar sumisión a la Junta gubernativa de Buenos Aires. La reunión concluyó con el juramento de guardar secreto de lo tratado, emitido en manos del obispo.

A partir del 4 de junio se constituyó formalmente un foco de resistencia, dispuesto a no reconocer el gobierno ilegal de Buenos Aires y recurrir a la fuerza para sofocarlo cuanto antes, sumándose Orellana al plan de poner fin a la usurpación de la autoridad real.[13]Por su parte, Liniers se ofreció a organizar la resistencia armada, dando muestras de la firme decisión de repeler decididamente toda innovación en el gobierno virreinal.

A tal punto estaba informada la Junta patriota de los sucesos cordobeses que el 27 de junio, con pleno conocimiento del complot y de sus alcances, publica y distribuye un oficio para denunciar “que el gobernador de Córdoba, complotado con D. Santiago Liniers, y el Obispo de ella, expide circulares a todos los gobernadores y Cabildos provocando una división entre esta capital y los demás pueblos de las demás Provincias [...] Y que la Junta cuenta con recursos efectivos para hacer entrar en los deberes a los díscolos”, perseguirlos e infligirles “un castigo ejemplar que escarmiente y aterre a los malvados”. A la vez se solicita a los ayuntamientos y otros comandos militares de los distritos del interior, no cumplir orden alguna que provenga del Gobernador rebelde, a quien “en todo se lo ha de tratar como un enemigo público del Estado”.[14]

La postura de abierta rebelión de Orellana se agravó a causa de decidir éste, junto con Liniers y el gobernador de la Concha, en junta secreta, enviar diputados a las ciudades de Santa Fe y Montevideo con el fin de proponerles a sus autoridades pasarse a la resistencia activa; y para colmo los dos emisarios designados al efecto, el presbítero Juan Bernardo Alzugaray, rector del seminario cordobés, y el teniente de marina, Luís Liniers, hijo del jefe insurrecto, dejaron la ciudad, el 30 de junio, en el carruaje personal del obispo, una berlina, que facilitó al efecto.

Entre tanto, la Junta gubernativa decidió enviar una «expedición auxiliadora», que partió de Buenos Aires el 7 de julio de 1810, sumando 900 hombres, con el propósito de dar ejemplar escarmiento a los revoltosos y remitirlos a Buenos Aires con las medidas de seguridad necesarias.

Esta primera decisión cambió repentinamente a tenor de un despacho reservado de 28 de julio, firmado por todos los miembros de la Junta, excepto el presbítero Manuel Alberti, que incluía el fatal decreto del fusilamiento con alcances sobre la persona del obispo Orellana. El texto dice así:

“La Junta manda que sean arcabuceados don Santiago Liniers, don Juan Gutiérrez de la Concha, el obispo de Córdoba, don Victorino Rodríguez, el coronel Allende y el oficial real don Joaquín Moreno. En el momento en que todos sean pillados, sean cuales fueren las circunstancias, se ejecutará esta resolución, sin dar lugar a minutos que proporcionen ruegos y relaciones capaces de comprometer el cumplimiento de esta orden y el honor de Vuestra Señoría. Este escarmiento debe ser la base de la estabilidad del nuevo sistema y una lección para los jefes del Perú”.[15]

Una vez apresados los revoltosos, incluido el mismo Orellana, gracias a la intervención humanitaria del deán Funes y de su hermano Ambrosio, como a la decisión heroica del coronel Ortiz de Ocampo (jefe de la expedición patriota) de no cumplir con la orden emanada de la Junta –a despecho de caer en descrédito revolucionario y enfrentar severas reprimendas–, la sentencia de muerte fue conjurada a tiempo, librándose los prisioneros por el momento de ser pasados por las armas. Fue así como se resolvió remitirlos a Buenos Aires mediante nota explicativa del 10 de agosto.

La suspensión de la ejecución causó indignación en Buenos Aires, sobre todo en Mariano Moreno, que a la postre se convertirá en el principal responsable de las ejecuciones. La Junta optó por mantener el decreto del 28 de julio, con la sola excepción del obispo, debido a su investidura; y resolvió que la sentencia fuera ejecutada de inmediato.[16]Tras la ejecución de sus compañeros de aventuras, Orellana fue conducido en coche con pequeña escolta, sin mayores miramientos por su persona y carácter, al lugar de su prisión, la Guardia de Luján (hoy ciudad de Mercedes):

“Allí debía permanecer hasta nueva orden, viviendo en una incómoda choza, sin rentas ni auxilios, destituidos [el obispo y su capellán, el padre Pedro de Alcántara Ximénez, que consigna la presente información], de todo socorro humano, sin comunicación por escrito de todo el mundo, y aún sin la verbal, mientras que el comandante que los custodiaba no concediese un expreso permiso”.[17]

En atención a la reiterada defensa personal del obispo, el Primer Triunvirato ordenó someter el caso a una junta de teólogos y juristas, compuesta de sacerdotes y laicos, en número de diecisiete miembros, presididos por el obispo de Buenos Aires, Benito Lué y Riega. Ésta se expidió el 28 de noviembre de 1811, reconociendo la total rectitud de proceder con que Orellana había participado en los hechos de Córdoba; y en el dictamen finalmente recomienda que cuanto antes el obispo sea restituido al uso y ejercicio de todas sus funciones ministeriales.[18]

Pero el enojoso conflicto no terminó allí, porque si bien la Asamblea del Año XIII le otorgó la ciudadanía, en razón de su digna conducta con las nuevas autoridades, la persistente oposición del partido que respaldaba al deán Funes, llevó a que el director supremo Carlos María de Alvear, mediante decreto de 30 de enero de 1815, lo confinara de nuevo a la Guardia de Luján, injustificada detención que a petición del inculpado cambió luego por el convento de San Lorenzo, junto al río Paraná, en las cercanías de la actual ciudad de Rosario (Santa Fe).

De ese lugar y ante el temor de nuevas vejaciones, terminó por huir, en 1817, rumbo a Río de Janeiro. Poco después renunció a la sede cordobesa; y el papa Pío VII lo trasladó en 1818 a la diócesis española de Ávila, donde falleció el 22 de junio de 1822.

Un obispo patriota, pero poco convencido

El caso del obispo de Salta, Nicolás Videla del Pino, presenta matices propios que lo diferencian en su postura ideológica de los dos colegas anteriores, pues supo acatar de inmediato el nuevo orden político, al menos en sus declaraciones oficiales. No obstante, padeció las consecuencias de algunos actos de gobierno precipitados –semejantes a los que afectaron la persona del obispo Orellana– que motivaron su confinamiento en las proximidades de Buenos Aires, hasta su muerte en 1819. Y si bien, las circunstancias políticas que enmarcan su actuación son bien distintas, el torbellino revolucionario terminó por arrastrarlo hasta tener que enfrentar un proceso criminal por alta traición, parecido al del mitrado cordobés antes mencionado.

La intendencia de Salta reconoció a la Junta de Buenos Aires el 19 de junio de 1810, contándose entre los votos favorables el del obispo Videla del Pino, criollo de nacimiento, y de todo el clero local, secular y regular. Adhesión inicial a la causa patriótica a la que sumó otros actos de carácter público, todos ellos sellados por la carta pastoral de despedida, fechada el 10 de abril de 1812, antes de partir hacia el forzoso e injusto exilio, que lo privó de volver a su sede.

Resumamos brevemente la causa originaria del conflicto y su ulterior desarrollo. El contexto inmediato de los hechos está dado por la presencia del general Manuel Belgrano en Salta, a raíz de haber asumido la dirección de la primera expedición al Alto Perú, tras la derrota de Huaqui. Puso el cuartel general en la localidad de Campo Santo; y en forma intempestiva, encontrándose en la estancia de Río Blanco, el 16 de abril de 1812 determinó sin más ordenar la detención del obispo y su posterior traslado a Buenos Aires. En la nota de confinación que le hizo llegar, se lee este párrafo fulminante:

“En el término de veinticuatro horas se pondrá Vuestra Señoría Ilustrísima en marcha para la Capital de Buenos Aires, pidiendo todos los auxilios precisos, pero a su costa, al prefecto de esa, a quien con esta fecha imparto la orden conveniente”.[19]

La sorpresiva medida, que posteriormente el mismo Belgrano reconoció como inoportuna, temeraria e irrespetuosa hacia la persona del diocesano, se basó en simples comentarios, que sintetiza en estos términos: “Generalmente se me había dicho que este Prelado era contrario a la sagrada causa de la patria; que de su casa salían las noticias más funestas; que se empeñaba en el desaliento y, por consiguiente, en la desunión”.[20]

El cuestionado obispo llegó a Buenos Aires el 7 de octubre de 1812, donde fue bien recibido por las autoridades y por el vicario capitular, Diego Estanislao de Zavaleta, quien le facilitó todos los trámites canónicos necesarios. Como lugar de alojamiento se le asignó el convento de La Merced, sujeto a estrecha vigilancia. A comienzos de 1813 se le inició un proceso criminal por alta traición que no llegó a nada definitivo.

Pero de acuerdo a las declaraciones e informes reunidos puede afirmarse que el obispo no siempre se comportó como un patriota convencido, sino que más bien se inclinó a poner en práctica el principio de autodeterminación, que le permitió mantener puntos de vista divergentes, sin comentarlos con personas ajenas a su círculo más íntimo. En este sentido, supo adecuarse a las circunstancias con la intención de preservar el ejercicio del ministerio episcopal.[21]

No obstante sus desencuentros con el gobierno, el 28 de junio de 1817 se ofreció a jurar públicamente la independencia, acto que efectuó el 7 de julio. Al mismo tiempo, informó a las autoridades que el Cabildo eclesiástico y su provisor Zavaleta lo habían autorizado a ejercer en Buenos Aires sus funciones ministeriales, permiso que recibió la correspondiente aprobación.

El intercambio de notificaciones hizo posible que Orellana fuese invitado por el gobierno a pontificar en la catedral el día 9 de julio, aniversario de la independencia. La aceptación de tal ofrecimiento fue entusiasta de su parte:

“Lo haré gustosísimamente en cuanto alcancen mis fuerzas –contestó con suma delicadeza y amabilidad–, teniendo la gran satisfacción de empezar mis funciones por la pontificación solemne en el aniversario de nuestra gloriosa independencia”.[22]

De allí en más, sus días transcurrieron en medio de extremas y vergonzantes privaciones, desempeñándose como un obispo auxiliar, en el ejercicio de los ministerios propios del oficio:

“Desde que entendí la voluntad del señor supremo Director, me he ejercitado en desempeñar mi ministerio episcopal en todos sus ramos, en obsequio y servicio de la Iglesia, del Estado, del vecindario y del pueblo, ya solemnizando con el pontifical la augusta función del cumpleaños de nuestra independencia, ya ministrando las órdenes menores y mayores a varios eclesiásticos de diferentes profesiones [de Buenos Aires, Córdoba, Salta y Chile], y crismando a innumerables que necesitan este sacramento”.[23]

Prolongado interregno episcopal

Cuando se ha dicho hasta el momento pone de manifiesto que de hecho los tres obispos intentaron adaptarse a las circunstancias imperantes, si bien con distintos resultados, aceptando a regañadientes o con «sabor amargo» las nuevas autoridades gubernativas bajo sus diversas formas (Junta de Mayo, Junta Grande, Triunviratos, Asamblea del Año XIII, Congreso de Tucumán, Directorios), siempre en el comprensible intento de proteger el ejercicio de su ministerio episcopal en beneficio de sus respectivas feligresías. Sin duda alguna, la posición más clara a favor de la independencia la fijó Videla del Pino en la fase postrera de su exilio en Buenos Aires.

El seguimiento de la trayectoria de cada uno de ellos permite comprobar el gran aprecio popular que supieron conservar, más allá de los avatares políticos del momento, pues nunca dejaron de lado el carácter de personas profundamente identificadas con el ministerio pastoral. No obstante tener que sufrir ataques y desaires, al igual que reiteradas incomprensiones y extremas privaciones económicas, fruto lo más de las veces de la envidia, el egoísmo, las represalias y la política de mala fe. Sólo en algún caso, como en el del general Manuel Belgrano, los desaciertos deben atribuirse a errores de perspectiva o precipitación.

Por último, conviene destacar que la muerte de Videla del Pino significó la desaparición del episcopado rioplatense, originándose el penoso fenómeno del «interregno episcopal», que sumió a la Iglesia argentina en total orfandad por largos y difíciles años, al punto de constituirse en la raíz de todos los males que le sobrevinieron en los tiempos que siguieron a la Revolución de Mayo, hasta bien avanzada la época de la organización nacional.[24]

Acefalía de obispos, a las que se sumaron para aumentar los males de época otros factores de deterioro eclesial, como la escasez de clero secular y su mala formación, el cierre de seminarios y el creciente deterioro de la vida conventual mendicante.


NOTAS

  1. Conviene tener presente que incluso respecto a la cuestión de los precursores de la emancipación hispanoamericana el exjesuita rioplatense (mendocino) Juan José Godoy se anticipó al venezolano Francisco Miranda, según hoy se acepta generalmente. Este sacerdote, en 1781, pasó clandestinamente a Londres en plena guerra anglo-española. Entrevistó allí a dirigentes del gobierno inglés y presentó un proyecto de constituir un Estado independiente con Chile, Perú, Tucumán y Patagonia. A él se suma como precursor doctrinario otro exjesuita del Perú, Juan Pablo Vizcardo, muerto en Londres, por febrero de 1798. Donde desarrolló mejor los argumentos independentistas fue en la Carta dirigida a los españoles americanos por uno de sus compatriotas que escribió en 1791 y que Miranda publicó después de la muerte de su autor en 1799. Este escrito fue uno de los documentos que de hecho más contribuyeron a despertar a los americanos e incitarlos a la emancipación.
  2. El 17 de mayo se conoció en Buenos Aires la caída de Sevilla en poder de los franceses, el traslado a Cádiz de la Junta Central Gubernativa y el traspaso de su autoridad a un Consejo de Regencia hasta que el rey volviera a ocupar el trono. Fue entonces que un pequeño grupo de vecinos, hombres activos y audaces, mantuvieron una reunión secreta y resolvieron convocar a Cornelio Saavedra, jefe del regimiento de Patricios, para poner en marcha la revolución. Formaron ese primer “grupo rector” Domingo French, Antonio Luís Berutti, Juan María Arzac, Hipólito Vieytes, Manuel Belgrano, Martín Rodríguez, y algunos otros, cuyos nombres desconocemos.
  3. La primera junta de gobierno quedó constituida por nueve miembros: presidente, Cornelio Saavedra (criollo, militar); secretarios, Juan José Paso (criollo, abogado) y Mariano Moreno (criollo, abogado); vocales, Juan José Castelli (criollo, abogado), Manuel Belgrano (criollo, abogado), Miguel de Azcuénaga (criollo, militar); Juan Larrea (español, comerciante), Domingo Matheu (español, comerciante y militar) y Manuel Alberti (criollo, sacerdote secular).
  4. Entre los principales tópicos de enseñanza figuran: origen del Estado, origen divino de la autoridad, limitaciones y reversión de la soberanía, origen popular de la autoridad, resistencia al tirano, limitaciones al poder real, imposición de tributos, sujeción del monarca a las leyes, defensa de la libertades y fueros municipales, etc.
  5. Según ella, el pueblo recibe primaria y originalmente de Dios la soberanía, que entrega al rey o jefe de Estado en propiedad, conforme a los postulados del bien común y mientras estos no queden seriamente comprometidos. En tal caso, el mismo pueblo la recupera para entregarla a otro sujeto. Tal es el caso rioplatense, donde el bien común –en sentir de los partidarios de la independencia- exigía un gobierno propio y sin tutela. El discurso de Juan José Castelli, en el Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, que apoyó, con efecto, la reasunción de la soberanía por el pueblo de Buenos Aires, se inspiró en esta filosofía política cristiana.
  6. Esta cuestión es de importancia capital para comprender el problema que de repente se le presentó a los patriotas, que fue estrictamente de filosofía política: desconocer una autoridad legítima, obedecida pacíficamente casi por tres siglos; destruir un ordenamiento jurídico; y crear un nuevo Estado con formas propias de gobierno. De allí la necesidad de analizar los conceptos fundamentales de “sociedad” y “autoridad” dentro de las escuelas que podían influir en la mentalidad de los revolucionarios.
  7. En tal sentido se multiplican los testimonios desde el sector español que confiesan con fastidio la novedad. Así, por ejemplo, el capitán de navío José María Salazar, informante permanente a la Corte, escribe desde Montevideo: “El excelentísimo Cabildo, Real Audiencia y reverendo Obispo [en Buenos Aires] han mantenido su fidelidad; el estado eclesiástico secular, nueve partes [sobre diez] están por el partido de la independencia; y el regular, el convento de los dominicos y mercedarios; [y tan sólo] por el Rey, los franciscanos [y no tan unánime] y betlemitas” (junio 1810); “quienes más sostienen [la Junta] son los frailes y los clérigos, el cuerpo de Patricios y todos los extranjeros [ingleses y otros]” (septiembre de 1810); y meses más tarde remacha idéntica opinión: “los ánimos están muy exaltados, y hasta la gente más íntima ha tomado un tono de altivez y soberbia insufrible, y su crasa ignorancia nada les deja ver sino los que les dicen sus curas” (octubre de 1811). A su vez, Juan de Zea y Villaruel, oidor de la Real Audiencia de Buenos Aires, no bien llegado a Montevideo, se apresura a trasmitir la alarma: “se me informa de Buenos Aires asegurándome que la mayor parte de los clérigos, frailes, relatores y abogados son del partido de la Junta” (20-08-1810) Asimismo, idénticas quejas trasmite, tres años después, el general Joaquín de la Pezuela, tras la batalla de Vilcapugio: “el espíritu revolucionario se ha formado principalmente por los perniciosos ejemplos e influjos del clero de esta parte de América” (26-09-1813).
  8. Al momento de producirse los acontecimientos de Mayo existían en el actual territorio argentino tres diócesis, gobernadas por sus respectivos prelados: Buenos Aires, Benito Lué y Riega; Córdoba, Rodrigo Antonio de Orellana; y Salta (de reciente creación), Nicolás Videla del Pino.
  9. Biblioteca de Mayo (=BM), II, p. 1053.
  10. ROBERTO H. MARFANY, La semana de Mayo – Diario de un testigo, Buenos Aires, 1955, 61.
  11. AGI, Audiencia de Buenos Aires (22 de junio de 1810), 97. En orden a la correcta interpretación del voto de Lué, hay que tener presente que la actitud desfavorable a la subrogación de Cisneros, obedece a la falta de noticias oficialmente ciertas, pues solamente se dudaba, si bien con bastante probabilidad, de la existencia de la Junta Central. Pues de confirmarse tal sospecha, el pueblo de Buenos Aires con los representantes de las provincias decidirá como han de ser gobernados estos territorios, admitiéndose de este modo la reversión de los derechos de la soberanía al pueblo. Motivo por el cual, añade a continuación: “Sin perder de vista proporcionar aquellos medios que correspondan para que permanezca expedita la comunicación con las ciudades interiores del reino, con arreglo a la proclama del excelentísimo Cabildo”, que exige como requisito indispensable la consulta al interior en tan trascendental decisión.
  12. El 30 de mayo, casi a media noche, llegó a Córdoba un emisario de Buenos Aires, quien conducido a la casa del deán Gregorio Funes, expuso a éste la resolución tomada por Cisneros: trasladarse a Córdoba, si le fuese posible, para recuperar el mando con la ayuda de Liniers y de esa ciudad e intendencia, que suponía todavía fiel a Fernando VII.
  13. Al momento de tomarse tan drástica resolución, el deán Funes dio un paso al costado, sosteniendo que no había que exponer la república a los riesgos de una guerra civil y que asunto de tanta trascendencia había de discutirse en cabildo abierto.
  14. ADOLFO CARRANZA, Archivo General de la República Argentina (Buenos Aires, 1894), I, 9-10.
  15. BM, XIV, 12.897-12.898.
  16. Para dar cumplimiento a la misma fue comisionado Juan José Castelli, asesorado por Nicolás Rodríguez Peña, quien acompañado por 40 húsares a las órdenes del capitán Domingo French, en calidad de custodios de la comisión, marchó rumbo a Córdoba con la consigna de ejecutar a los reos dondequiera los hallasen, sin permitir llegasen a Buenos Aires. El 26 de agosto se verificó el encuentro en el paraje Chañarcillo de los Loros o Monte de los Papagayos, a dos leguas de la posta de Cabeza de Tigre. Después de recibir los auxilios de la religión fueron fusilados Santiago Liniers, Juan Gutiérrez de la Concha, Victorino Rodríguez, Santiago Allende y Joaquín Moreno.
  17. BM, V, 4.337.
  18. La restitución fue decidida por decreto de 9 de enero de 1812, firmado por Feliciano Antonio Chiclana, Manuel de Sarratea y Bernardino Rivadavia, manteniéndose, a diferencia del parecer de la junta de peritos, tanto la realidad del delito como la justicia de la pena, si bien se excluía la perpetuidad de esta última. De esta manera, el obispo volvió a Córdoba para continuar con el ejercicio de su ministerio.
  19. AGN, Bs. As., X-4, 7, 2.
  20. IDEM, X-3, 10, 3.
  21. En varias oportunidades se intentó su liberación, sin resultado positivo. Incluso se habló de autorizarlo pasar a España, junto con su colega Orellana, a fin de resolver definitivamente el largo conflicto que afectaba a ambos, pues se los consideraba aún reticentes a demostrar una clara e inequívoca aceptación de la causa patriótica. Asimismo, se habló de permitírsele el retorno a Salta, pero ni una ni otra cosa se concretaron.
  22. AGN, Buenos Aires, X-5, 7, 4.
  23. IDEM., X-4, 7, 2. Falleció el 17 de marzo de 1819, en una quinta de Barracas, a los 79 años de edad; y fue sepultado en la catedral, al costado del altar de San Pedro.
  24. Los mencionados interregnos fueron particularmente prolongados: el de Buenos Aires, desde la muerte de monseñor Lué y Riega, en 1812, hasta el nombramiento de monseñor Mariano Medrano en 1834; el de Córdoba, desde el arresto de monseñor Orellana, en 1810, hasta que ocupó la sede monseñor Benito Lescano, en 1831; y el de Salta, el más prolongado, desde la muerte de monseñor Videla del Pino, en 1819, hasta la designación de monseñor Buenaventura Rizo Patrón, en 1860. Durante esas prolongadas vacantes las diócesis estuvieron gobernadas por vicarios capitulares, designados no pocas veces de manera anticanónica.

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JUAN GUILLERMO DURÁN © CELAM – Santa Fe de Bogotá