Diferencia entre revisiones de «ARGENTINA; La Revolución y la continuidad religiosa»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Por último, también forma parte de la obra cultural de la Junta el legado cultural y médicó del presbítero Saturnino Segurola. Este respetable sacerdote, nacido en Buenos Aires en 1774, considerado como uno de los «beneméritos» del país, y aún de fuera, se destacó por el desinteresado y eficiente empeño que puso en varias empresas, como ser: la educación de la niñez y la juventud, mediante la promoción de las escuelas; el desarrollo de la historiografía nacional, a través de la organización de un copioso archivo, hoy de carácter público y de consulta obligada por parte de los investigadores; y la difusión de la vacuna contra la [[VIRUELA | viruela]], no bien ésta se conoció en el [[RÍO_DE_LA_PLATA;_Su_mundo_cultural,_económico_y_político | Río de la Plata]], allá por julio de 1805, campaña a la que dedicó sus mejores energías.  
 
Por último, también forma parte de la obra cultural de la Junta el legado cultural y médicó del presbítero Saturnino Segurola. Este respetable sacerdote, nacido en Buenos Aires en 1774, considerado como uno de los «beneméritos» del país, y aún de fuera, se destacó por el desinteresado y eficiente empeño que puso en varias empresas, como ser: la educación de la niñez y la juventud, mediante la promoción de las escuelas; el desarrollo de la historiografía nacional, a través de la organización de un copioso archivo, hoy de carácter público y de consulta obligada por parte de los investigadores; y la difusión de la vacuna contra la [[VIRUELA | viruela]], no bien ésta se conoció en el [[RÍO_DE_LA_PLATA;_Su_mundo_cultural,_económico_y_político | Río de la Plata]], allá por julio de 1805, campaña a la que dedicó sus mejores energías.  
  
A tal punto que, el 4 de mayo de 1813, el poder ejecutivo lo nombró director del establecimiento para su difusión, ''“atendiendo al distinguido mérito que ha contraído en el desempeño de esta ocupación, en que ha manifestado el más eficaz celo por el bien general”.''<ref>HÉCTOR C. QUESADA, ''Papeles del Archivo,'' Buenos Aires, 1942, p. 235.</ref> Incluso en 1817 se gestionaba para él la dirección de todas las escuelas dependientes del Ayuntamiento, y hasta excepcionales privilegios de voz y voto en el seno de ésta. Cargo que efectivamente desempeñó hasta el fin de dicha institución, en 1821.
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A tal punto que, el 4 de mayo de 1813, el poder ejecutivo lo nombró director del establecimiento para su difusión, ''“atendiendo al distinguido mérito que ha contraído en el desempeño de esta ocupación, en que ha manifestado el más eficaz celo por el bien general”.''<ref>HÉCTOR C. QUESADA, ''Papeles del Archivo,'' Buenos Aires, 1942, p. 235.</ref>Incluso en 1817 se gestionaba para él la dirección de todas las escuelas dependientes del Ayuntamiento, y hasta excepcionales privilegios de voz y voto en el seno de ésta. Cargo que efectivamente desempeñó hasta el fin de dicha institución, en 1821.
  
 
==El Congreso de la Independencia==
 
==El Congreso de la Independencia==

Revisión actual del 08:06 7 oct 2018

Instalación de la Junta Provisional Gubernativa

Desde la proclamación de la Junta, el 25 de mayo de 1810, y el juramento de sus miembros, se vio con claridad que la tradición religiosa existente sería respetada y asumida por las nuevas autoridades, inspirando así los primeros actos de gobierno.

Todo fue arreglado para que dicha Junta se instalara antes «que sobrevenga la noche», con bando y citación de sus miembros y de los ministros, jefes, prelados y comandantes que pudieran reunirse en tan breve tiempo. En el recinto del Cabildo, bajo dosel, con sitial por delante, se colocó la imagen del crucifijo y los Evangelios. Los miembros de la Junta, encabezados por el presidente Cornelio Saavedra, ocuparon las bancas a ellos reservadas.

Una vez leída el acta de la elección se procedió a la toma de juramento. Seguidamente, Saavedra, hincado de rodillas y poniendo la mano derecha sobre los Evangelios, prestó juramento de desempeñar legalmente el cargo, conservar íntegra esta parte de América para Fernando VII y sus legítimos sucesores, y guardar puntualmente las leyes del reino. El mismo juramento emitieron los demás vocales y secretarios.

A su vez, el presidente exhortó a la concurrencia a mantener el orden, la unión y la fraternidad, como también a guardar respeto y hacer el aprecio debido a la persona del ex virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros y toda su familia. Acto continuó dirigió idénticas palabras desde el balcón principal de las casas capitulares a la muchedumbre del pueblo que ocupaba la plaza.

Al día siguiente, 26 de mayo, se publicó la proclama inicial con los propósitos inmediatos de la constitución de la Junta gubernativa, en cuyo texto se descubre el valor primordial que a la religión daban las nuevas autoridades. Y para prevenir incertidumbres y recelos, ponía de manifiesto de manera solemne sus principales compromisos al respecto:

“Fijad, pues, vuestra confianza y aseguraos de nuestras intenciones. Un deseo eficaz, un celo activo y una contracción viva y asidua a promover por todos los medios posibles la conservación de nuestra Religión Santa, la observancia de las leyes que nos rigen, la común prosperidad y el sostén de estas posesiones, en la más constante fidelidad y adhesión, a nuestro muy amado rey y señor don Fernando VII y sus legítimos sucesores en la Corona de España”.[1]

Para ese mismo día fueron citados a concurrir a la sala de capitulaciones para prestar juramento de obediencia al nuevo gobierno, la Audiencia, el obispo Lué, el Tribunal de Cuentas, el Cabildo Eclesiástico y las demás corporaciones públicas, los jefes de las oficinas y los militares.

La actitud que asumió el prelado en tan delicado trance fijó las relaciones de mutua desconfianza, que de allí en adelante más caracterizó las relaciones entre él y el nuevo gobierno. Declaró por nota estar dispuesto a cumplimentar y felicitar a la Junta, pero solicitó ser eximido de concurrir, dándose por legítimamente excusado.

La prestación del juramento de las demás personas se realizó a las tres de la tarde. Con el Cabildo eclesiástico lo emitieron también los prelados de las cuatro órdenes religiosas: franciscanos, dominicos, mercedarios y betlemitas. Se completó la ceremonia con una función de acción de gracias en la catedral el 3 de junio. A ella alude un testigo en estos términos:

“Se hizo una solemne función en la catedral, y se cantó el Tedeum en acción de gracias por la instalación de la Junta; la que asistió a ella con todos los tribunales; y pontificó el señor Obispo [Lué]; y dijo el sermón el doctor don Diego Zavaleta, habiendo ocupado la Junta el lugar preeminente donde presiden los señores virreyes”.[2]

Esta clara y firme defensa de la religión incluía no sólo conservar la fe católica como parte integrante e inspiradora de la herencia cultural recibida, ahora en el contexto de un nuevo ordenamiento jurídico, sino también asumir el orden moral cristiano implícito, y preservarla de toda posible impugnación a raíz de las nuevas corrientes de pensamiento que por entonces comenzaban a difundirse, si bien en círculos reducidos y por medio de las sociedades culturales, literarias y económicas, a las que pronto se sumó la acción de las sociedades secretas o masónicas.

En el primer documento de la época posterior a Mayo sobre este preciso aspecto, conocido como «Reglamento de la Libertad de Imprenta», debido fundamentalmente a la pluma del deán Gregorio Funes y aprobado por la Junta Grande, el 20 de abril de 1811, se lee:

“Los libelos infamatorios, los escritos calumniosos, los licenciosos y contrarios a la decencia pública y buenas costumbres, serán castigados con la pena de la ley, y las que aquí se señalarán. Todos los escritos en materia de religión quedan sujetos a la previa censura de los Ordinarios eclesiásticos, según lo establecido por el Concilio de Trento”.[3]

Asimismo, las nuevas autoridades y los posteriores gobiernos se mostraron sumamente respetuosos de la vida religiosa pública, clarísima muestra de la adhesión al catolicismo. La Junta tuvo sus capellanes: José León Planchón y José de Reina, que ya lo había sido con los virreyes. En lo ceremonial, todo acontecimiento importante se conmemoraba con función de acción de gracias, con asistencia de la Junta, la Audiencia, los jefes y oficiales de la tropa, el Ayuntamiento, los tribunales, las corporaciones y los alcaldes de barrio. Se conservó también la fiesta de San Martín de Tours, patrono de Buenos Aires, notándose en 1810 y 1811 empeño de celebrarla acorde a la tradición de la época española.

Pero es necesario reconocer que esta adhesión y apoyo que la Iglesia recibió de parte de los primeros ensayos de gobierno patrio, vinieron mezcladas con los excesos regalistas de la época anterior y las intromisiones desmedidas en el fuero eclesiástico de los nuevos tiempos, muchas de ellas originadas por la inseguridad de los primeros pasos. Hasta provocar situaciones enojosas y conflictivas a partir de la promulgación del cuerpo legislativo de la Asamblea del Año XIII y de la posterior reforma eclesiástica promovida por Bernardino Rivadavia (1824).

La obra cultural de la Junta

En este aspecto, se le deben a la Primera Junta de gobierno iniciativas de vital importancia, referidas a la consolidación del futuro de la vida independiente. El 2 de noviembre de 1810 la Junta y el Ayuntamiento aprobaron el «Tratado de las obligaciones del hombre» de Juan Escóiquiz, de profunda inspiración cristiana, que dedicaba varias páginas al conocimiento de los deberes para con Dios.

También impuso la Junta la lectura escolar del «Contrato Social» de Juan Jacobo Rousseau, editado por Mariano Moreno. Pero al considerar los maestros a esta obra como totalmente inadecuada para el fin propuesto, el Cabildo secular ordenó su retiro. El mismo Cabildo reguló la obra escolar con el apoyo de la Junta, la cual aprobó, el 22 de noviembre de 1810, la siguiente disposición:

“Se resuelve que en las escuelas de primeras letras en los conventos de la ciudad establecidas, sean colocados precisamente para directores de ellas religiosos sacerdotes, con la calidad de que el nombramiento de cada maestro haya de ser con examen de letra y consecuente aprobación del Cabildo”.[4]

Preocupación que se extendió a la creación de otras escuelas primarias, llegando en agosto de 1812 a sostener cinco y proponiendo al gobierno la creación de otras dos: una en el hospicio de los corrales de Miserere y la otra en la Residencia junto a San Telmo. Proyecto que recibió la aprobación del Triunvirato el 20 de agosto.

En todos estos casos se aseguró la inspiración cristiana en la formación de la niñez, al igual que en el caso de adolescentes y jóvenes a nivel de la enseñanza media, tradición que se mantuvo incólume hasta la década de 1880, pues incluso la Constitución de 1853 reconoció a la Iglesia como la primera educadora del país.

El legado cultural de Mayo comprende también la fundación de la Biblioteca Nacional. Por decreto de septiembre de 1810 dispuso la Junta la formación de una biblioteca pública con el fondo bibliográfico del antiguo Colegio de San Carlos, cuyo traspaso se encomendó al presbítero Luís José de Chorroarín, nombrándose como protector de la misma al secretario Mariano Moreno, y bibliotecarios al presbítero Saturnino Segurola y a fray Cayetano Rodríguez. Pero de hecho Chorroarín quedó sólo en la empresa con el cargo de director de la misma, y tras superar muchas dificultades logró inaugurarla el 16 de marzo de 1812.

Poco antes, el 2 de junio de 1810, por orden de la Junta, se fundó el semanario «Gaceta de Buenos Aires», confiándosele la publicación al presbítero Manuel Alberti. Por tanto, es necesario aclarar, en contra de lo que se afirma corrientemente, que en sentido estricto el primer director del periódico fue Alberti y no Mariano Moreno. Éste último se convirtió en asiduo colaborador, junto con otros columnistas, llevando adelante la crónica del gobierno.

Por último, también forma parte de la obra cultural de la Junta el legado cultural y médicó del presbítero Saturnino Segurola. Este respetable sacerdote, nacido en Buenos Aires en 1774, considerado como uno de los «beneméritos» del país, y aún de fuera, se destacó por el desinteresado y eficiente empeño que puso en varias empresas, como ser: la educación de la niñez y la juventud, mediante la promoción de las escuelas; el desarrollo de la historiografía nacional, a través de la organización de un copioso archivo, hoy de carácter público y de consulta obligada por parte de los investigadores; y la difusión de la vacuna contra la viruela, no bien ésta se conoció en el Río de la Plata, allá por julio de 1805, campaña a la que dedicó sus mejores energías.

A tal punto que, el 4 de mayo de 1813, el poder ejecutivo lo nombró director del establecimiento para su difusión, “atendiendo al distinguido mérito que ha contraído en el desempeño de esta ocupación, en que ha manifestado el más eficaz celo por el bien general”.[5]Incluso en 1817 se gestionaba para él la dirección de todas las escuelas dependientes del Ayuntamiento, y hasta excepcionales privilegios de voz y voto en el seno de ésta. Cargo que efectivamente desempeñó hasta el fin de dicha institución, en 1821.

El Congreso de la Independencia

Sin duda alguna el Congreso de Tucumán (1816) constituye uno de los hechos más sobresalientes de toda la historia nacional argentina al dar rumbo definido a los seis primeros años de emancipación. Al punto que puede ser llamado con toda propiedad el «Congreso de la independencia», pues representa la total ruptura con el antiguo régimen y su sustitución con una nueva forma de soberanía, que el propio Congreso procedió a establecer.

Al respecto conservan total vigencia las palabras con que Nicolás Avellaneda caracterizó su espíritu y obra legislativa:

“El Congreso de Tucumán se halla definido por estos dos rasgos fundamentales. Era patriota y era religioso, en el sentido riguroso de la palabra; es decir, católico como ninguna otra asamblea argentina. Su patriotismo ostenta sobre sí el sello inmortal del acta de la independencia, y su catolicismo se halla revelado casi día por día en las decisiones o en los discursos de todos los que formaban la memorable asamblea. Los congresistas se emanciparon de su rey, tomando todas las precauciones para no emanciparse de su Dios y de su culto… Querían conciliar la vieja religión con la nueva patria”.[6]

La convocación formal se realizó por el estatuto provisional del 5 de mayo de 1815. Cada provincia eligió y envió a Tucumán sus diputados. Casi todos eligieron sacerdotes o abogados. De hecho, sobre un total de 31 diputados, 13 fueron sacerdotes. Entre ellos tuvo una actuación destacada el dominico fray Justo Santa María de Oro, después primer obispo de San Juan de Cuyo.[7]

El objetivo primordial que se fijó la Asamblea, y principal razón de su celebración, fue la declaración de la independencia, el 9 de julio, bajo la presidencia del diputado por San Juan, Francisco Narciso de Laprida. Es indiscutible que con esta iniciativa no selló una realidad ya lograda, sino que abrió con audacia la instancia jurídica que después hubo que consolidar con la promulgación de la Constitución de 1853.

Por tal motivo puede decirse “que los acontecimientos entre mayo de 1810 y julio de 1816, no sólo no habían marchado en derechura a la independencia, sino que en 1816 todo el tinglado levantado por los hombres de Mayo, se había venido abajo en la forma más aplastante y estrepitosa, sin quedar piedra sobre piedra. Ni patriotismo había, ni esperanza alguna de salvar la Patria, cuya mortuoria estaba ya escrita”.[8]

El diputado fray Cayetano Rodríguez, desde las columnas de «El Redactor» (órgano oficial del Congreso) expuso como se llegó a dicha declaración:

“El primer asunto que por indicación general se propuso a la deliberación, fue el de la libertad e independencia del país, cuya materia, desde mucho antes de ahora, ha sido objeto de las continuas meditaciones de los señores representantes; quienes, contraídos en este acto a su examen, y conferidos entre ellos los irrefragables títulos, que acreditan los derechos de los pueblos del sud, y determinados a no privarles un momento más del goce de ellos, presente un numeroso pueblo convocado por la novedad e importancia del asunto, ordenaron al secretario presentase la proposición para el voto [si querían que las provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli].

Y al acabar de pronunciarla, puestos de pie los señores diputados en sala plena, aclamaron la independencia de las Provincias Unidas de la América del Sud de la dominación de los reyes de España y su metrópoli, resonando en la barra la voz de un aplauso universal, con repetidos vivas y felicitaciones al soberano Congreso. Se recogieron después, uno por uno, los sufragios de los señores diputados, y resultaron unánimes, sin discrepancia de uno solo. Luego ordenó el Presidente se extendiese el acta por separado a continuación de la del día.”[9]

La fórmula que figura en actas refleja la solemnidad y trascendencia del momento:

“Nos los Representantes de las Provincias Unidas en Sud-América reunidos en Congreso General, invocando al Eterno que preside al universo, en el nombre y por la autoridad de los Pueblos que representamos, protestando al Cielo, a las naciones y hombres todos del globo la justicia que regla nuestros votos: declaramos solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime é indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos que fueron despojadas, é investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli.

Quedan en consecuencia de hecho y derecho con amplio y pleno poder para darse las formas que exija la justicia, e impere el cúmulo de sus actuales circunstancias. Todas y cada una de ellas así lo publican, declaran y ratifican, comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de esta su voluntad, bajo del seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama.

Comuníquese a quienes corresponda para su publicación, y en obsequio del respeto que se debe a las naciones, detállense en un Manifiesto los gravísimos fundamentos impulsivos de esta solemne declaración. Dada en la Sala de sesiones firmada de nuestra mano, sellada con el sello del Congreso, y refrendada por nuestros Diputados Secretarios.”[10]

Otras resoluciones del Congreso

La cuestión de la forma de gobierno más apta para regir los destinos de las «Provincias Unidas del Sud» no llegó a resolverse, aunque se discutió por extenso el tema. Al respecto fue importante la opinión del diputado Manuel Belgrano, recién llegado de Europa, quien, en la sesión del 6 de julio de 1816, expresó que “la forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de una monarquía temperada, llamando a la dinastía de los Incas”.[11]

Si bien la idea de una monarquía constitucional fue compartida por otros diputados, no llegó a imponerse en los debates, siendo combatida por Miguel de Anchorena, quien seguramente tenía sus seguidores. Asimismo, el proyecto monárquico fue apoyado en términos de ponderación, como se sabe, por los generales José de San Martín (por entonces en Mendoza preparando el Ejército de los Andes) y Martín Güemes (desde Salta).

Al respeto merece una palabra de esclarecimiento la intervención de fray Justo Santa María de Oro en la sesión del 15 de julio. Por lo general se afirma que en esa oportunidad puso de manifiesto su oposición a la forma monárquica de gobierno y su adhesión entusiasta a la forma republicana. Dado lo escueto de las crónicas, al menos hay que decir que su postura fue incierta. Por otras declaraciones del dominico parece más bien que se opuso a la entronización de un inca y, en último caso, a que el asunto se resolviera sin mediar consulta a los pueblos.[12]

Al fin, la constitución de 1819, sancionada por el Congreso, si bien omitía la declaración sobre la forma de gobierno y consagraba un régimen unitario y centralista, fue en realidad una constitución republicana con formas monárquicas.

Entre las resoluciones tomadas por el Congreso figuran: la adopción definitiva de la bandera creada por el general Manuel Belgrano, a moción de Juan José Paso (25 de julio de 1816); la proclamación de Santa Rosa de Lima como patrona de la independencia de América y, por tanto, de la Argentina, a propuesta de Justo Santa María de Oro, sancionada por aclamación (14 de septiembre); y la declaración contraria a la tolerancia de los falsos cultos, por iniciativa de Pedro Ignacio de Castro Barros (10 de octubre).

También se cuentan entre las medidas adoptadas la supresión de la Comisaría General de Regulares, creada por la Asamblea del Año XIII; la legitimidad de la censura previa al resolver el caso planteado por la obra «Inconvenientes del celibato de los clérigos»[13]y la reforma del «Estatuto provisional de 1815», referido al ejercicio práctico del poder político, imponiendo limitaciones a las funciones del nuevo Director Supremo de las Provincias Unidas, Juan Martín de Pueyrredón (diputado por San Luís) , elegido en el cargo por el propio Congreso.[14]

Valoración del Congreso

La declaración de la independencia fue recibida con particular entusiasmo por parte de la población, pero dos razones influyeron para que la misma comenzara a desdibujarse en la memoria colectiva: no se fijó de inmediato la fecha de los festejos anuales, y el mismo Congreso careció desde un principio de la aceptación generalizada que era dado esperar.

Sin embargo, la Iglesia muy pronto adhirió a ella. Por decreto del provisor de Buenos Aires, Domingo Victorio Achega, de 10 de octubre de 1816, había que incluir a Santa Rosa de Lima en el sufragio de los Santos; agregar en la colecta «Et famulos» de las misas solemnes, después del nombre del Papa, el de «Imperii nostri potestates», y decir en las parroquias los domingos las letanías de los Santos, con la advocación: «Imperii nostri independentiam perficere digneris. Te rogamos audi nos». Y al fin del decreto se añadía: “De todo lo que reserva la oportunidad de ocurrir por su confirmación a la cabeza visible de la Iglesia universal en el gobierno de la nación”.[15]

En cambio, la legislación civil fue más remisa en conmemorar la independencia. Recién por decreto del presidente Bernardino Rivadavia, de 6 de julio de 1826, el 9 de julio se considera «feriado» (a saber, día de feria) con las únicas demostraciones públicas de las acostumbradas tres salvas, disparadas por la fortaleza, baterías y escuadra nacional, con iluminación en las vísperas y en el mismo día.

Como explicación de una celebración tan acotada se dio la siguiente: “su solemnidad se celebra el 25 de mayo, como que en él se abrió la carrera que condujo a aquel grande acto, y persuadido, por otra parte, de que la repetición de estas fiestas, irroga perjuicios de consideración al comercio e industria”.[16]Nueve años después, por decreto del 11 de junio de 1835, el entonces gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas, igualaba las fiestas del 25 de mayo y el 9 de julio en los honores oficiales. Por lo que disponía:

Art. 1°. “En lo sucesivo, el día 9 de julio será reputado festivo de ambos preceptos, del mismo modo que el 25 de mayo; y se celebrará en aquel, misa solemne con tedéum con acción de gracias al Ser Supremo por los favores con que nos ha dispensado en el sostén y defensa de nuestra independencia política; en el que pontificará siempre que fuese posible el muy reverendo obispo diocesano, pronunciándose también un sermón análogo a este memorable día”

Art. 2°. “En la víspera y el mismo día 9 de julio, se iluminará la ciudad, la casa de gobierno y demás edificios públicos, haciéndose tres salvas en la fortaleza y buques del Estado, según costumbre.”[17]

De esta manera, se pone en evidencia el plan propio del Congreso, manifestado por fray Cayetano Rodríguez en «El Redactor»:

“Los que nos sucedan…, bendecirán nuestros esfuerzos y señalarán el día de su libertad con monumentos indelebles de su eterna gratitud. El día 9 de julio será para ellos, como para nosotros, tan recomendable, tan glorioso, como el 25 de Mayo.”[18]

Lamentablemente la historiografía posterior a la batalla de Caseros (1852) y, en concreto, la propiciada por la generación de 1880, con la intención de ocultar la participación de tantos sacerdotes en el Congreso, en esos años de duros enfrentamientos con la Iglesia, se esforzó por magnificar la Asamblea del año XIII y minimizar el Congreso del XVI, despojándolo de toda inspiración religiosa, restando importancia a la presencia y actuación de eclesiásticos (37,80 %).

Esta versión laicista se difundió de manera particular en cuadros, láminas escolares y, sobre todo, en los famosos relieves de Lola Mora, donde la presencia de éstos quedó reducida a la mínima expresión (2 % o menos).

En los últimos años esta postura ha sido sometida a revisión y hoy nadie discute seriamente la trascendencia de dicho Congreso. Destacándose como elemento determinante la selección de los diputados, quienes por su formación y altura moral mostraron criterios uniformes en lo fundamental y voluntad decidida por asegurar el bien común del país.

Al punto que puede decirse, con palabras de Ambrosio Romero Carranza, que “felizmente, siempre hubo unanimidad entre los congresistas de Tucumán, en que la forma de Estado de las provincias del Plata fuese cristiana. Todos, sin excepción, unos con más fuerza que otros, hicieron firmes, claras y sinceras declaraciones de la necesidad de unir, en nuestra patria, los principios cristianos con los principios políticos”.[19]

En este sentido resulta innegable que el Congreso de Tucumán marca una clarísima línea divisoria en la historia patria, el paso de la adolescencia a la edad madura de la autodeterminación, que otorgó a la obra de Mayo el sello de la autenticidad y su conformación jurídica básica. Obra que completará recién muchos años después la Constitución Nacional de 1853, sancionada y jurada como prenda de paz y justicia entre los argentinos.

Conclusiones

El proceso independentista iniciado en Mayo de 1810 exigió de la Argentina naciente el compromiso de alcanzar, a corto plazo, la organización política definitiva y la inserción en el marco del mundo occidental moderno, sobre todo en el campo de la economía signado por el creciente proceso de industrialización de Europa.

Las fuentes documentales de la época desautorizan las interpretaciones historiográficas posteriores que restringen, minimizan o cuestionan la adhesión de los primeros gobiernos patrios y de la población en general a la Iglesia Católica, que supone la aceptación de sus enseñanzas y de su culto. Conservándose así a través de los nuevos procesos políticos la identidad cristiana y católica de nuestra cultura.

Si bien, las nuevas corrientes de pensamiento, procedentes de la ilustración y de la revolución francesa, bases ideológicas del liberalismo decimonónico de cuño europeo y laicista, despertaron el interés en las clases dirigentes por reformular de manera radical el ser y la cultura nacionales, privándolos de su inspiración cristiana fundante.

Este debate ideológico trajo consigo cuestionamiento recíprocos entre las diversas posturas de época (tradicionalista e innovadores), imponiéndose victorias unilaterales que dificultaron la reconciliación de los argentinos. Asimismo, estas nuevas circunstancias históricas llevaron a la Iglesia a enfrentar nuevos y urgentes desafíos a su misión que exigieron de ella un arduo proceso de discernimiento y de creatividad pastorales.

Desde los momentos iniciales de la emancipación vio disminuir sensiblemente sus fuerzas evangelizadoras debido a diversas causas, entre ellas: las dificultades para relacionarse con la Santa Sede y la consiguiente falta de nombramientos episcopales, que dieron lugar a sedes vacantes prolongadísimas, la intromisión de los nuevos gobiernos en la vida y régimen de seminarios y conventos, la escasez de clero con el consiguiente decaimiento de la acción pastoral entre los fieles (catequesis, sacramentos y educación), las reformas eclesiásticas de carácter gubernamental, la actitud de personas consagradas que debilitaron el ejercicio de su ministerio en aras de la afirmación y la organización política de la república, y la imposibilidad de asumir la tarea misionera con los aborígenes por ausencia de personal competente.

Sin embargo, la permanencia en la mayoría de la población, sobre todo de la campaña y centros urbanos del interior del país, de una fuerte religiosidad popular, herencia invalorable de la evangelización fundacional de la época española, junto con los esfuerzos de la Santa Sede (Pío VII, León XII y Gregorio XVI) por restablecer la jerarquía episcopal, posibilitaron salvar la unidad en la fe del pueblo argentino, junto con su acendrada adhesión a las prácticas católicas, en torno a la recepción del bautismo y a la celebración de las grandes festividades religiosas.

Recién a mediados del siglo XIX, cuando surge la preocupación gubernamental de promover por medio de la inmigración masiva el crecimiento demográfico del país, comenzarán a patentizarse los deseos de cambiar su identidad cultural, subordinándola a la ideología del mero progreso material y económico, según los parámetros del positivismo científico en boga.

En esos momentos la Iglesia comprendió que no se trataba de una mera neutralidad confesional procurada por el Estado, ni una forma de encausar el legítimo pluralismo religioso, sino la voluntad legalmente disimulada de impedir la inspiración cristiana de la cultural nacional, asumida y respetada desde el inicio mismo de la emancipación.


NOTAS

  1. BM, XVIII, p. 16.138. El documento está fechado en la Real Fortaleza de Buenos Aires a 26 de mayo de 1810. Lleva la firma de todos los miembros de la Junta y, al fin, la del secretario Mariano Moreno
  2. Revista de la Biblioteca Nacional, 11, Buenos Aires, 1944, p. 143. El sermón, que fue impreso de inmediato, ponderó los bienes de la paz, la legitimidad de lo actuado y la obligación de obedecer al gobierno.
  3. BM, VII, p. 5.783. Para lo cual se creaba una Junta, compuesta de nuevo miembros, bajo el título de “Protectora de la Libertad de Imprenta”, casi todos sacerdotes (Isidro Guerra, Luís José de Chorroarín, Diego Estanislao de Zavaleta, Julián Segundo de Agüero, Pantaleón Rivarola, Antonio Sáenz). Incluso la legislación emanada del Primer Triunvirato, el 26 de octubre de 1811, consideraba como delito comprometer “la tranquilidad pública, la conservación de la Religión Católica o la Constitución del Estado” (EMILIO RAVIGNANI, Asambleas Constituyentes Argentinas, VII-II, p. 606). También hubo empeño en impedir actos públicos ofensivos de la fe católica, como el caso de la práctica del duelo, costumbre bastante extendida por entonces.
  4. AGN, Acuerdos del extinguido Cabildo de Buenos Aires, serie IV, tomo IV, p. 274-275.
  5. HÉCTOR C. QUESADA, Papeles del Archivo, Buenos Aires, 1942, p. 235.
  6. Escritos y discursos, I, Buenos Aires, 1910, 166 y 168.
  7. El haber favorecido las provincias a tanto elemento clerical, se debió no sólo al hecho de constituir el sector más culto de la sociedad, sino también a la situación angustiosa en que se debatía el país, para cuya solución inspiraba mayor confianza por su rectitud y honestidad. Muchos debieron ver en el sacerdote el último baluarte a donde refugiarse en horas de tanta indecisión y de tan evidentes peligros.
  8. GUILLERMO FURLONG, El Congreso de Tucumán en la opinión pública de ayer y hoy, en “Estudios”, Buenos Aires, 1966, p. 326.
  9. E. RAVIGNANI, o.c , I, 216-217. A solicitud del diputado Pedro José Medrano, hermano menor del primer obispo de Buenos Aires independiente, se agregó el 19 de julio: “y de toda otra dominación extranjera”, para ahuyentar los rumores que el Congreso intentaba entregar el país a los portugueses. La autoría de la fórmula corresponde al diputado por Charcas, José Mariano Serrano, contra lo que se creyó al atribuirla a fray Cayetano Rodríguez.
  10. IDEM. Al día siguiente hubo misa de acción de gracias en la iglesia de San Francisco y oración patriótica a cargo del diputado Pbro. Pedro Ignacio de Castro Barros. La jura de la independencia por parte de los miembros del Congreso se realizó el 21 de julio en la sala de sesiones. De los 29 diputados que firmaron el acta, 18 eran seglares (17 abogados y uno sin profesión) y 11 sacerdotes. Se completó la declaración de la independencia con el Manifiesto a las Naciones, que suscribieron los congresistas a fines de 1817, cuando el Congreso ya había sido trasladado a Buenos Aires
  11. IDEM., I, 482.
  12. JOSÉ MARÍA ROSA, dice del P. Oro: “no es que fuera republicano, como ha recogido la leyenda, sino meticuloso de sus poderes” (Historia Argentina, III, Buenos Aires, 1967, p. 168.
  13. E. RAVIGNANI, o.c, I, 62-64; 136-137; 263;.
  14. Estando ya en Buenos Aires el Congreso revisó otra vez dicho “Estatuto” el 3 de diciembre de 1817. Conforme al articulado el Congreso disponía del poder legislativo y de la elección del director supremo. El cual, a su vez, elegía a los gobernadores de las provincias, a partir de una lista de candidatos enviada por los cabildos provinciales, manteniéndose así fundamentalmente la línea unitaria del “Estatuto” de 1815.
  15. AGN, Bs. As., X-4, 8, 1.
  16. VICENTE SIERRA, Historia Argentina, VIII, Buenos Aires, 1969, p. 143.
  17. Registro Oficial de la República Argentina, II (1822-1852), Buenos Aires, 18880, pp. 1443, 346-347.
  18. RAVIGNANI, o.c., I, 128.
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JUAN GUILLERMO DURÁN © CELAM – Santa Fe de Bogotá