ARIAS DE UGARTE, Hernando

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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(1561, Bogotá - 1638, Lima) Abogado y Arzobispo

Pertenece a Bogotá por doble motivo: como hijo suyo, como prelado suyo y de los más esclarecidos. “Todo se unió en el Señor Arias de Ugarte –escribe Mosquera Gardés– para llevarlo a ser uno de los metropolitanos de mayor alcurnia espiritual de cuantos han respirado en el continente americano: a las hidalgas maneras que le venían de casta se añadieron timbres excelsos en la inteligencia y señalada inclinación a la piedad. En punto de actividad no ha conocido pares en la historia de los obispos de la patria, como apenas los tiene en el desprendimiento, pues fue liberal sobre medida y generoso sobre toda ponderación. Su amor por las razas aborígenes que jamás se fue superado, lo impulsó a realizar proezas tan levantadas, que aunque su recuerdo no brillara por otras virtudes cardinales, aquél quedaría como síntesis de peregrinas intenciones, como espejó sin segundo en las crónicas de América. Ningún prelado tan ajustado a su tiempo como este santafereño venido al mundo cuando aún alientan en la naciente capital los soldados que habían cumplido el alto empeño de la conquista.” Nació en Santa Fe de Bogotá el 9 de septiembre de 1561 y fue bautizado el 27 del mismo mes por el párroco Fernando Arroyo, siendo padrinos el Mariscal don Gonzalo Jiménez de Quesada y Hernán Gómez Castillejo, con su mujer Catalina Gaitana y la abuela del recién nacido Mariana del Postigo. Fueron sus padres Hernando Arias Torero, de Extremadura, y doña Juana Pérez de Ugarte, hija de españoles. De niño fue acólito en la única iglesia de su ciudad natal, y ya joven recibió la sagrada tonsura y las órdenes menores de manos del arzobispo Zapata de Cárdenas. Diego de Cárdenas, que había tomado gran cariño al mozo, concierta con sus padres llevarlo a la península. A fines de 1577 estudió en Salamanca en donde se gradúa de bachiller así como en la Universidad de Lérida se doctora en ambos derechos. Después viaja por Extremadura, Andalucía y parte de Castilla la Vieja y la misma Italia. Hacia 1586 volvió a la Corte donde fue recibido de abogado de los Reales Consejos, y al experimentarse su seguro juicio en varias comisiones que se le encargaron, fue nombrado Auditor General del ejército que pasó al reino de Aragón. Le hizo el rey oidor de Panamá y a poco fue promovido a la audiencia de Charcas. El virrey don Luis de Velasco lo nombró corregidor de Potosí con título de lugarteniente, capitán general de aquellas provincias y visitador de la casa de moneda y cajas reales. “Administraba la justicia –escribe el historiador Vicente Restrepo– con toda exactitud, sin admitir ruegos ni empeños, igualando en todo al pobre con el rico. Insistía en la costumbre, que conservó toda su vida, de no recibir cosa alguna, aunque fuera de muy poco valor, pues prefería pasar por descortés a exponerse que sospechasen de sus buenas intenciones.” Pasado algún tiempo es nombrado para ejercer las funciones de oidor y alcalde de corte en la ciudad de Lima, adonde se trasladó en 1603. Las abandonó bien pronto para servir la gobernación de Huancavélica, sitio de renombre por sus minas de mercurio, muy descuidadas entonces en su labor y rendimientos. Fue allí tan recto en sus procederes, combatió con tanto ardor las licencias de la época, se mantuvo en planos de tal recato y continencia, que la ojeriza que provocaban sus enérgicas medidas le valieron el apodo de “Oidor, virgen y martirizador...” Al servicio de la Iglesia Del servicio al rey de España este varón ejemplar pasó al servicio de Su Divina Majestad en la carrera eclesiástica. En 1606 es autorizado por Felipe III para ordenarse de sacerdote con retención de la plaza de oidor, e igualmente obtiene dispensa del pontífice por las irregularidades en que hubiera podido incurrir. Le confirió las órdenes mayores el obispo de Santiago de Chile, fray Juan Pérez de Espinosa, franciscano que por coincidencia se encontraba en Lima, en sede vacante entonces por el fallecimiento de Santo Toribio de Mogrovejo. Celebró su primera misa en el noviciado de la Compañía en Lima, pero continuó en el gobierno de Huancavélica. No bien ordenado escribe al señor Lobo Guerrero para pedirle un cargo en la catedral de su ciudad natal. Hacia 1612 fue propuesto por el Consejo de Indias para obispo de Panamá, pero “viendo el Consejo cuán pequeña merced era para tan grandes méritos, no quiso que manifestase.” Por bulas de 22 de abril de 1613 se le designó Obispo de Quito y lo consagró en Lima el arzobispo Lobo Guerrero.

Obispo de Quito Viajó por mar hasta Guayaquil y de ahí siguió a Quito, a donde llegó en enero de 1615. Pastor andariego, como lo sería en sus demás jurisdicciones, andando en visita pastoral lo sorprendió la noticia de su traslado a su patria chica Santa Fe de Bogotá. El nombramiento real es de fecha de 21 de noviembre de 1615; las bulas de 14 de marzo de 1616. En Popayán, de tránsito hacia su sede, le entrega el palio el obispo González de Mendoza, su sufragáneo. Arzobispo de Bogotá El 7 de enero de 1618 entró en Bogotá. “Revestido de Pontifical, entra en la iglesia metropolitana en que había recibido, cincuenta y ocho años antes, las aguas bautismales y en que discurrieron sus primeras devociones. Gobernaba a la sazón el Nuevo Reino de Granada el Presidente Juan de Borja, mandatario que pasó a la historia civil de nuestra patria como ejemplar de celo y número de abnegación y rectitud. Una estrecha amistad se trabó desde el principio entre los dos eximios gobernantes, llamados a desempeñar papel tan importante en la guía de nuestros destinos espirituales y políticos, hasta el punto de que ningún apologista del señor Arias de Ugarte vence en fervor al presidente Borja.” Tareas episcopales Las resume así Restrepo Posada: “Después de haber visitado la catedral, las parroquiales (varió los límites entre las parroquias de las Nieves y San Victorino) y los conventos de monjas, calculamos que hacia mediados de 1618 emprendió la ardua visita hacia el sur de la arquidiócesis, llegando hasta el Caguán (hoy Vicariato Apostólico de Florencia). Las dificultades y peligros de esta larga correría parecen tema novelesco. «Fue este viaje tan nombrado... que después de mucho tiempo se lo trajeron impreso y muy bien relatado” (López de Lisboa). Entró a Santa Fe el Miércoles Santo (1619) por la mañana y a la tarde estuvo en maitines, y el Jueves consagró los Santos Oleos e hizo los demás oficios de la semana. En 1619, 20 y 21 salió a nuevas visitas hacia las poblaciones de la altiplanicie y de los valles cercanos a Santa Fe; quizá entonces creó en Tunja las parroquias de las Nieves y Santa Bárbara, además de la matriz. A mediados de 1622 emprendió otra larga y peligrosa visita por el norte de la arquidiócesis llegando hasta Gibraltar, cerca del lago Maracaibo. De esta visita, en la que padeció muchísimo, y llegó hasta donde ninguno de sus antecesores había entrado, no regresó sino a principios de 1624. Se calcula que cabalgó en ellas unas 14.000 leguas. Gran amante de San Francisco de Asís, quiso que en la ciudad hubiera religiosas clarisas; para ello pidió la licencia real, gastó más de setenta mil pesos para dotar la fundación y empezar la iglesia y el convento. Su hermana Damiana iba a encabezar la lista de las futuras religiosas. La fundación, con todo, se realizó años después. El 3 de agosto de 1619 bendijo la iglesia de Santo Domingo y al día siguiente, según refiere Zamora, la estrenó con misa pontifical. En la nave del Evangelio de su catedral fundó y costeó la segunda capilla lateral, dedicada a la Santísima Trinidad, puso en ella alhajas y ornamentos y fundó una capellanía para servicio y culto, cuyo patronato dejó a sus parientes. En sus días –1623– se inauguró la Academia Javeriana con facultad de conferir grados, dependiente del Colegio de la Compañía, y finalmente, a 12 de junio de 1624 convocó para un concilio provincial que debía iniciarse en Santa Fe el 6 de enero de 1625. Y tan sólo se pudo reunir el 13 de abril.

Las visitas pastorales del señor Arias de Ugarte En las líneas precedentes quedan reseñadas sus andanzas de Buen Pastor; pero fueron tan extensas, tan fatigosas, tan ejemplares que merecen particular detención, como lo hicieron sus cronistas y el historiador Groot. “En esta peregrinación –puntualiza Mosquera Gracés– llevada a término en los días más incipientes del proceso colombiano, cuando los caminos eran senderos temerosos, apenas surcados por las plantas del humano, poblados por tribus belicosas, en las que toda suerte de peligros asediaban al caminante, se probaron, de modo firme, la energía y el denuedo que poseía, la entereza y el celo que se aposentaban en su espíritu. El cariño fraternal por la desvalida raza indígena lo llevaba a desafiar las mayores aflicciones, a trepar por ásperas cuestas; a desdeñar lo primitivo y hostil de una naturaleza que, a cada andar, lo detenía con el ímpetu de sus corrientes desbordadas, con la amenaza de sus selvas, con lo fragoso de los tránsitos, con lo mortífero de los climas, con lo inhóspito y despoblado de sus llanos, con la absoluta carencia de recursos. Busca a los aborígenes en lo escondido de sus guaridas y en lo apartado de sus sendas para confirmarlos en la fe. Remotas reducciones que jamás habían sabido de la presencia del pastor y cuya civilización apenas se mostraba en la vida selvática que al lado de los indios llevaban españoles denodados, lo vieron entrar con asombro y supieron de la alteza de su ánimo. En las rústicas capillas que pregonaban en la entraña de tan intrincados territorios la primacía de lo divino; en las pajizas construcciones que señalaban el arribo del misionero católico, se levantó la voz del incansable arzobispo para dar testimonio de su ardor proselitista y de su tesón para las empresas más valientes. Diez provincias de las que entonces integraban al Nuevo Reino de Granada, abarcando en su camino no menos de ochocientas leguas, cruz en el lapso de más de tres años incesantes que cubrieron la duración de sus peregrinajes apostólicos. Nuestros llanos orientales, los distantes sitios del Caguán, hoy apenas explorados; los valles en que hoy demoran el Tolima y el Huila, las tierras de Tunja y del Guicán, los apartados confines de Mérida, testigos fueron de sus prolijas andanzas y con sus huellas recibieron las promesas celestiales.” Groot añade: “Llevaba notario a su costa y muy poca familia, entre ellos el Padre Tolosa, de la Compañía de Jesús; y si por algún accidente se detenía en un pueblo más de tres días, pagaba de sus rentas el gasto que hacía, sin permitir lo hiciesen los curas, ni mucho menos que lo obsequiasen. Puesto en pie sobre las gradas del presbiterio, con la cruz en la mano, enseñaba a los indios la doctrina y las oraciones de la Iglesia: y donde éstos no entendían bien la lengua española, se valía de un intérprete que les repitiese en la suya lo que él iba diciendo. Fueron innumerables los que confirmó, y con tanto amor y puntualidad que encontrando a un indio en un camino y preguntándole adónde iba, como el indio le respondiese que a ser confirmado, al punto se desmontó para aguardar a los que venían atrás con el equipaje. Luego que llegaron, mandó que bajara la carga y prepararan todo para confirmar al indio, diciendo que no podía negar lo que le pedían de justicia. Vistióse de pontifical y con admiración de todos lo confirmó en aquel despoblado como San Felipe administró en el camino el sacramento del bautismo al eunuco que se lo pedía. Donde los párvulos piden pan, es preciso dárselo, dijo a sus gentes que le miraban asombradas. En todas las visitas dejó autos tan sabios y tan arreglados al derecho, que en los tiempos sucesivos vinieron a quedar como leyes del arzobispado. Para juzgar de la prolijidad y previsión con que hizo esta visita el señor Arias de Ugarte, basta ver la colección de autos que se hallan en el archivo episcopal, los cuales hemos tenido a la vista. Algunos de ellos constan de veinticuatro fojas, y los que menos de seis. Cada cura debía exhibir, entre otras cosas, el Concilio Tridentino, el Limense, las Constituciones Sinodales del Arzobispado, el Catecismo de la doctrina y el Confesonario en lengua muisca; el padrón de los indios y la lista de la escuela que se había mandado establecer para enseñar a leer a los hijos de los indios principales.” Groot dice: “Este santo prelado nos recuerda en todo y muy al vivo aquellos primeros obispos, discípulos de los apóstoles, que a toda clase de males y penalidades se entregaban por cumplir con su ministerio. El señor Arias de Ugarte pudo decir en esta ocasión como San Pablo: In labore et aerumna, in fame. Del Caguán regresó por Neiva a Santafé, y volvió a salir a la visita por la Provincia de Tunja y su Distrito, hasta Chita, teniendo que pasar por entre innumerables indios gentiles, con riesgo de perder la vida: Periculis ex gentibus. Pero éstos, lejos de hacer algún daño, salieron como instintivamente a rendir homenaje a la virtud, y recibiéndole de paz, le hicieron sus obsequios. Los prácticos y conocedores no pudieron menos de admirarse de esto, cuando ellos mismos tenían malos lances entre aquellas tribus bárbaras. Pasando muchos ríos, periculis fluminum, y pésimos caminos, llegó hasta la ciudad de San Agustín de Cáceres, si se puede llamar ciudad donde no vivía más que un cristiano español, el cual iba reduciendo a la fe algunos indios, de más de trescientos que habían juntado. El español para recibir al prelado tomó una manta, y con cuatro cañas hizo un palio, que llevaban cuatro indios con camisetas que apenas les cubrían lo necesario para la decencia de que puede ser capaz un salvaje; y otro en igual traje, con un mate colgado de tres cabuyas por incensario y unas brasas en que quemaba quina, le iba incensando. Así lo condujeron a una pequeña ramada donde estaba la cruz con una imagen de papel, y allí mandó poner su altar, dijo misa y confirmó los pocos cristianos que había. Con dolor de su corazón dejó esta pequeña cristiandad que quisiera asistir por más tiempo; pero teniendo que seguir, escribió a Santafé a los padres de la Compañía de Jesús, para que tomasen a su cargo el socorro de aquella pobre gente. De aquí pasó a la ciudad de Santiago de las Atalayas, de más población, porque había en ella cuatro españoles y muchos indios cristianos, los cuales confirmó. Siguió a Casanare, donde salieron muchos indios gentiles a verlo, porque tuvieron noticia de que pasaba por allí. Llegaron donde estaba rancheado el prelado, y todos se le pusieron de rodillas, y admirados de verlo en diverso traje del que usaban los demás, se le acercaban atentamente, y hablando unos con otros en su idioma y a su modo, unos le ponían las manos en los vestidos y otros le tentaban en la cara con semblante asombrado y reverente. El prelado, compadecido de ellos y echando de ver por aquí su buena índole, trató con el padre Tolosa tomase a su cargo aquellas almas, avisando a su provincial para que mandase otros misioneros, como se verificó. Continuó su viaje hasta Maracaibo y llegó a la ciudad de Gibraltar, cerca de la laguna, y visitóla, confirmando mucha gente. Al otro lado de la laguna había una población con algunos españoles e indios cristianos, que de tiempo atrás estaban sin sacerdote. Pasó la laguna en canoas, y llegando al lugar, auxilió con lo que pudo a esos cristianos necesitados. Tuvo que revalidar matrimonios, los confesó a todos y confirmó a muchos. Cuando iba de los llanos de Casanare para Pamplona, tomando la vía por el río del Loro, cayó en él, y por un milagro pudieron sacarlo sin ahogarse; in itineribus scepe, periculis fluminum. Era éste un apóstol de la primitiva Iglesia? Concluida esta visita volvió a Tunja y siguió a practicar la de Vélez, Muzo y La Palma. En toda la visita del arzobispado gastó más de tres años, dejando en pos de sí la huella de sus beneficios. Pertransiit benefaciendo. No solamente se ocupó el diligente arzobispo en lo relativo a la visita eclesiástica, sino que, como hombre político que era, llevaba un libro de apuntamientos y observaciones sobre todo aquello que llamaba su atención y que le parecía exigir remedio o reforma para el mejor gobierno del país y beneficio de sus naturales. Luego que volvió a Santafé presentó este libro al presidente don Juan de Borja, informándole largamente sobre el estado del reino, y el presidente, atento a las indicaciones de persona tan competente y a quien tanto respetaba, dictó varias providencias y puso remedio a muchos males de que el gobierno no tenía noticias. Reunió una consulta de personas de letras, en la que por largos días se estuvo tratando sobre el modo de aliviar a los indios en el trabajo que llamaban personal, porque verdaderamente fue padre de estos infelices, a quienes amaba con ternura.” En este punto estaban ya bien olvidadas las disposiciones del presidente González, como se olvidaban también las de las sinodales del señor Barrios. Fama de santidad, pobreza heroica Es un hecho históricamente comprobable que el señor Arias de Ugarte dejó a su paso por todas las feligresías que Dios quiso encomendarle el buen olor de Cristo, el aroma de las más exquisitas virtudes evangélicas. El cronista Diego de Córdoba Salinas, en su poderosa obra «Crónica franciscana de las provincias del Perú», no escatima elogios al prelado santafereño, de quien dice: “Varón a todas luces el mayor desde indiano reino, que sólo con haber producido tan insigne sujeto, no necesitaba de más prueba para su fecundidad. Era muy favorecido de los reyes de la tierra y mucho del que lo es de todos, pues fio a su cuidado cinco iglesias... Este amor que les tenía (a los indios) y fervorosísimo celo que abrasaba su pecho de la salvación dellos, le traía continuamente por los campos y desiertos, y visitándolos por muy ásperos e inaccesibles caminos, como lo son generalmente los destos arzobispados. Bautizando unos y confirmando otros, desde que amanecía hasta que anochecía, sin dejar estancia, rancho ni retiro a donde no entrase por confirmar a cuatro. Con este celo, en el Reino, pasó un río cuarenta veces por una dificultosa quebrada arriba, y por confirmar dos indios subió a gatas un alto, de donde al bajar vino rodando y se lastimó malamente. Tal vez, estuvo perdido él y su gente treinta y cuatro días en una montaña cerrada, espantosa, mojado y hambriento, por sustentarse de las almas que ganaba para Dios, deseando afectuosísimamente las ocasiones, como buen pastor, de dar la vida por sus ovejas. Fue pobre de espíritu y tan limosnero que, para tener más que dar a los pobres, remendaba los calzones que vestía, que eran de paño basto de Quito, y mandaba a un criado que lavase los bonetes y pidiese tafetán para aforrarlos; y como le replicase muchas veces que era mejor comprar unos nuevos, «éstos nos podrán servir –respondía el santo prelado–, y la plata es mejor para los pobres». En los diez años últimos de su vida jamás la tocó con la mano. Nunca quería ver cuenta, y llevándole la penúltima ajustada, para que la firmase, de sesenta y ocho mil pesos de gasto, dijo: «Lo que importa es que, cuando muramos, no hallen barras en casa en qué tropezar». Así fue que murió pobre de los tesoros de la tierra, pero muy rico de los del cielo. Vióse en aquel cuerpo, consumido de penitencias, vigilias y ayunos, un espíritu robusto y fortísimo, porque del cuerpo al alma había tanta distancia que parecían dos hombres distintos...” Concilio Provincial de 1625 A 12 de junio de 1624 el señor Arias de Ugarte despachó letras convocatorias de un Concilio Provincial, para arreglo de la disciplina eclesiástica y reformación de las costumbres. Debía inaugurarse el 6 de enero del año siguiente; pero sólo empezó el 13 de abril y se clausuró el 25 de mayo. Sólo asistió, entre los obispos, don Leonel de Cervantes, de Santa Marta. El de Cartagena, Francisco de Sotomayor, había sido promovido a Quito: Fray Ambrosio Vallejo, de Popayán, se excusó por enfermedad y delegó poderes en uno de los prebendados santafereños. Del texto del concilio, enviado a Roma, no se tuvo más noticia; pero en el archivo del arzobispado hay copia de tan notable documento.

Doctrineros y lengua indígena Las reales órdenes y las leyes sinodales habrían prescrito en reiteradas ocasiones que los curas doctrineros aprendiesen y ejercitasen la lengua indígena, y desde 1603 se había dispuesto para los regulares que para poder ser doctrineros se presentasen al ordinario eclesiástico a ser examinados y aprobados. El señor Arias de Ugarte quiso poner en ejecución esta Real Cédula; pero hallando resistencia en los prelados regulares informó sobre ello al Consejo de Indias y obtuvo del rey una nueva cédula en que más estrechamente se prevenía sobre lo mismo, según lo recordó a 9 de mayo de 1624 un auto del presidente Juan de Borja.

El presidente elogia al arzobispo A 4 de julio de 1622, el presidente don Juan de Borja dirigió al rey de España una carta llena de los más altos encomios para con el arzobispo Arias de Ugarte, a quien estimaba digno de las más altas promociones en atención a sus virtudes y merecimientos. “El conocimiento grande que tengo de la persona del doctor don Hernando Arias de Ugarte, arzobispo de este Nuevo Reino de Granada, v de sus raras y singulares virtudes, muchas letras, prudencia y gobierno y de su vida ejemplar, me obligan en la ocasión presente a referirlas a V.M.; bien dudoso de acertar a decirlas o con temor de que se dé por ociosa esta diligencia, siendo las partes de este prelado tan notorias y sabidas, aún en lo más remoto de las Indias, con que era mayor conveniencia dejarlas en silencio, pues ellas por sí mismas se descuellan y descubren. Y así, sólo porque no parezca que falto a esta obligación tan debida al servicio de V.M., por el lugar que aquí tengo, propongo con la humildad y respeto a la persona de este prelado, para que V.M. tenga memoria della en la presentación de la iglesia de Lima, que está vaca, y aunque la promoción vendría a causar desconsuelo general a todo este Reino, juzgándose destituido de tal pastor y prelado, parece que es superior a la obligación que a mí corre de hacer este recuerdo y tanto mayor lo es cuanto él (el prelado) más se estrecha y encoge en materias semejantes, pues con su gran modestia y templanza, aun de lo que tiene se juzga por indigno; siendo así que en ninguna parte de las Indias hay sujeto que le aventaje en el celo y en la ejecución y cumplimiento de su descargo y obligaciones; y no sé si ponga en duda hallar quién lo iguale. A todo el reino y a los comarcanos a él, admira y asombra su cuidadoso y urgente proceder, y así dejo de extenderme con la especialidad que pudiera, certificando a V.M. que entre los mayores servicios que puedo hacerle, debe tener en primer lugar esta proposición, que tal es el valor y cristiandad de este santo arzobispo.”

Traslaciones del Arzobispo Arias de Ugarte Efectivamente, el Nuevo Reino se vio privado de este espejo de arzobispos. A principios de 1624 el rey lo presentó para la sede metropolitana de Charcas: las bulas tienen fecha de 15 de abril. Salió de Santa Fe el 30 de julio de 1625. En Charcas hizo también largas y penosas visitas pastorales y convocó a sus sufragáneos para un concilio provincial, que tuvo la misma suerte que el de Santa Fe. “Despachóse al Consejo a su costa y hasta hoy no se sabe lo que se ha determinado.” El 29 de mayo de 1628 le fueron expedidas bulas para arzobispo de Lima, adonde llegó el 14 de enero de 1630. “No dejó en todo el arzobispado palmo que no anduviese [...] Cinco años gastó en esta visita, andando más de nueve mil leguas.” Celebró Sínodo a 27 de enero de 1636. Falleció el 27 de enero de 1638 y yace sepultado, bajo larga y elogiosa inscripción, en la capilla del sagrario de la catedral limense.

Un elogio de Urbano VIII El licenciado Diego López de Lisboa y León, “su confesor, limosnero y mayordomo mayor”, escribió un «Epítome de la vida del Ilmo. Señor don Fernando Arias de Ugarte» (Lima, 1638) que tomó las informaciones de un «Diario» cuidadosamente llevado por el prelado durante más de cincuenta años. “Leer este diario que tiene seiscientas hojas en tres cuerpos, de una letra menuda y continuada, admira y espanta.” Se desconoce el paradero de tan valioso documento. Pero en esta obra hay una noticia de sumo elogio para el Arzobispo santafereño. “Siempre escribía al papa dándole cuenta de su arzobispado. Tenía muchas declaraciones de los cardenales en cosas que consultaba y nuestro Smo. padre Urbano VIII, por la noticia que tenía de su proceder dijo en acto público: «Hic est Praelatus praelatorum et episcopus episcoporum», de que se le envió verdadera relación que nunca quiso mostrar, porque siempre huía de las alabanzas, pero el que esto escribe da fe que lo vido...” Lo cierto es que se conserva (véase Colección de Bulas, de Hernáez, n, 372) carta del Papa Urbano al arzobispo en que lo colma de alabanzas. Fechada a 23 de marzo de 1640, no pudo leerla el prelado, dos años antes fallecido.

NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

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CARLOS EDUARDO MESA

© Missionalia Hispanica. año XLII – N°. 121 - 1985